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CASI NADA quedaba de aquel muchacho despeinado, algo bizco, simpático, achulado. Tenía el suficiente pelo como para no ser calvo, pero no el requerido para poder ir despeinado. Gruesos cristales diluyentes parecían haber corregido el estrabismo por el procedimiento de sumergirle los ojos en un mar de distancia lechosa. Arrugas, surcos en ambas mejillas, ahora convertidas en desagües para el reguero de sudor que le brota de las raíces del cabello, mientras el abogado Fontanillas se esfuerza en seguir los movimientos del monitor.

—Esa cintura. ¡Esa cintura! Trabaje esa cintura, así, ¡así! ¡¡así!! Con rabia ¡U ao! ¡U ao!

Con un resoplido da por terminada Fontanillas la gimnasia y se encamina hacia la bicicleta fija. Mientras tanto Carvalho se va vistiendo con ropas prestadas para los visitantes. Camiseta y shorts blancos, debajo unas bragas de nailon rojo para la sesión de piscina y sauna. Carvalho mueve las piernas como en la fase de precalentamiento de un partido de fútbol. Las rodillas le crujen, pero conserva elasticidad muscular suficiente para saltar con flexibilidad sobre las zapatillas de gimnasia. Como si cumpliera todas las estaciones del vía crucis, resoplando, sudoroso, Fontanillas le indica con un ademán que le siga. Escogen raquetas y se introducen en la habitación frontón que finge verdes de primavera. Los primeros pelotazos resuenan contra la pared huecos y duros. A veces da la pelota en el límite metálico de tolerancia y el ruido del fracaso parece como el chasquido de una máquina denunciadora. Deporte de refugio antiatómico en el que la blanca pelota de tenis no puede escapar hacia el cielo ni rebasar ninguna orilla en busca de escondite. Condenadas a rebotar y rebotar hasta una prematura vejez de gomas calvas y finalmente la muerte un día, un pelotazo, un corte por el que sale el liberado aire interior y el alma del caucho se va a los cielos.

Fontanillas tiene los reflejos educados por este frontón de animales subterráneos. Cada jugada afortunada pone a prueba sus largos músculos y la sonrisa semiescondida en un gesto de fatiga indica que ama y necesita esta victoria menor. Para Carvalho el ir y venir de la pelota, unas veces expulsada por las paredes laterales, otras lamiendo el techo y con un rebote semimuerto en el frontón, se convierte en una multiplicación de idas y venidas, las más veces infructuosas. Cuando le asoma a la piel su escaso sudor dormido ya ha educado sus ojos y sus brazos al ir y venir de la pelota y responde precariamente al juego sin coricesiones de Fontanillas. Consulta el reloj el abogado, agacha la cabeza y no acude a la recogida de pelota que le corresponde.

—Sauna y piscina. Allí hablaremos.

En bragas rojas avanzan por un pasillo moquetado y una puerta batiente los introduce en la zona húmeda del club. Una ducha fría, unas cuantas brazadas por la breve piscina cubierta unida al techo por un duro chorro de agua constante, secarse levemente con la toalla y entrar en la precámara del infierno cerrada por una pesada puerta de madera. Un recipiente de carbón caliente, bancos de madera, revistas maltratadas por el calor ambiental, relojes de arena en las paredes y termómetros, los dos cuerpos tumbados sobre un altillo como si hubieran sido introducidos por una pala de panadero en el horno y se cocieran lentamente. Los ahorros de sudor de Carvalho se dilapidan como aguas desbordadas y Fontanillas le observa con la satisfacción del que le ha brindado una experiencia provechosa.

—Esto es sanísimo. No porque adelgace, sino porque abre los poros.

—¿No hay un sistema menos torturante de abrir los poros?

—Esto no es nada. Es la presauna. Por aquella puerta estrecha se va al verdadero infierno. Me estoy haciendo una torre en el Desierto de Sarria y he hecho que me instalen una pequeña sauna. Para mí es como revivir. Por cierto, se agota el tiempo. Usted dirá.

—No. Usted. Es usted quien ha de contarme cosas sobre Jaumá.

—Supongo que querrá cosas concretas. No que le hable al tuntún.

—¿Le consultó alguna vez Jaumá algo que pudiera aclarar las circunstancias de su muerte? Algún asunto peligroso.

—Yo soy un abogado de combate, señor Carvalho, de combates pesados: artillería, acorazados, superbombarderos. He ganado mi prestigio en las salas de la audiencia casi siempre en torno a asuntos empresariales de gran envergadura. He hecho ganar a muchos clientes y perder a unos cuantos. Ninguno se me ha muerto por estas causas. Hay crímenes entre campesinos por cuestión de márgenes o entre tenderos porque se hacen la competencia en la misma calle de un pueblo. Pero en el mundo de los grandes negocios las reglas del juego son dantescas, señor Carvalho, y todo el mundo las sabe. Al margen de esta reflexión, he de decirle que yo he asesorado a Jaumá en algunos casos en que lo empresarial rozaba lo personal. La Petnay tiene su propio equipo de abogados.

—Es curioso. En el seno de una empresa multinacional en la que todo está escrito y ligado, Jaumá recurre a sus contables de confianza, a sus abogados de confianza, casi a título personal.

—Mis minutas las pagaba la Petnay. No Jaumá. Nada de lo que yo sé puede ayudarle. Son consultas muy técnicas.

—¿Qué explicación da usted a la muerte de Jaumá?

—No tengo otra que la oficial, y me sorprende que Concha no se haya conformado con ella.

—Según parece los técnicos en macarrones, putas y todo eso no creen en esa explicación oficial. El detalle de las bragas es casi una ingenuidad. Además estaban sin usar, eran nuevas. Ninguna mujer se las había puesto nunca. ¿Para qué sirven unas bragas en el bolsillo si no huelen a mujer?

—No es necesario que lo hayan hecho chulos o sus señoritas. ¿Por qué no la venganza de un marido celoso o un amante sustituido o el padre de alguna chica? Todo eso se lo planteó la policía, interrogó a mucha gente y nada. Concha se ha movido por un impulso sentimental comprensible pero discutible.

—Usted no quiere que el crimen se complique.

—¿Cómo dice?

—Usted no tiene interés en que el crimen se complique. Se le nota por lo fácilmente que niega toda posibilidad de complicación.

—No quiero complicaciones inútiles. Nunca las he querido y ha sido un método perfecto para abrirme camino en la vida. Concha se está buscando complicaciones inútiles y la culpa es de Núñez. Yo le quiero mucho, pero Núñez es una calamidad. A sus cuarenta y cinco años sigue siendo un joven prometedor. Dentro de cinco años será un cincuentón fracasado. Va por el mundo viendo la paja en el ojo ajeno y las manchas de la Luna. Ahora duda de las causas de la muerte de Jaumá y pone peros. Lía a Concha en el asunto y ya la tenemos armada. ¿Por qué? ¿Para qué? Porque Núñez casi no tiene nunca nada que hacer. ¿Para qué? Para compensar su indudable frustración por no hacer nunca nada de provecho.

—Tener una mujer, unos hijos, una casa en el Desierto de Sarria, una sauna.

—Vamos. También es usted un enragé. Suponía que los detectives privados eran más sensatos o más de vuelta de todo. ¿Pertenece usted a la célula de detectives privados del partido comunista?

—No. A la célula de gastrónomos.

—En ese caso le conviene pasar a la sauna propiamente dicha porque comer bien engorda y recibir satisfacciones éticas y políticas también.