EL DIARIO de la tarde daba la noticia del hallazgo de un coche extranjero en el río Tordera. Bajaba el río con crecida inhabitual por las últimas lluvias y se había llevado el coche unos metros sin dejar ni rastro de su ocupante. Sólo se sabía que era un coche de alquiler de la compañía Avis contratado en Bonn por Peter Herzen. Lo curioso del hecho es que dentro del vehículo tampoco había ni rastro del equipaje y se adelantaba la hipótesis de que al viajar solo llevara la maleta en el asiento de detrás y de que la hubieran arrastrado las aguas.
Anochecidas las Ramblas, Carvalho empezó a captar los síntomas de que se acercaban las algaradas cotidianas. La policía de la Brigada Especial Antidisturbios había empezado a tomar posiciones según un ritual de perpetuo estado de sitio. Jóvenes contraculturales apolíticos y jóvenes contraculturales políticos divorciaban sus grupos. En cualquier momento podía aparecer un comando de ultraderecha actuando como provocador y por las aceras se deslizaban los militantes de éste y aquel partido en busca de sus sedes ya legales, sin ganas de verse mezclados en la inmediata trifulca, dispuestos a no verse desmontados de un porrazo del recién adquirido caballo de la legalidad y la respetabilidad histórica. Entre las ocho y las diez desaparecían putas, macarrones, maricones, hampones mayores y menores para no recibir de rechazo un golpe político. Desde la ventana Carvalho contempla el aumento de la tensión Ramblas arriba y a su lado Biscuter se quejaba de lo peligrosa que se está poniendo la ciudad.
—Y aún esto es tranquilo, jefe. ¿Se imagina Bilbao? ¿San Sebastián? ¿Madrid? Los del Grapo y la Eta secuestrando. Los de la derecha disparando contra manifestantes. Y lo de los abogados. Quieren así desestabizar la situación.
—Desestabilizar, Biscuter.
—Y eso ¿qué quiere decir exactamente, jefe?
—Creas la sensación de que el poder no controla la situación y de que el sistema político no sirve para garantizar el orden.
—Y eso ¿en favor de quién?
—Casi siempre en favor del propio poder, que así obtiene coartadas y cheques en blanco para hacer lo que le pasa por los cojones y como le pasa por los cojones.
—No hay derecho, jefe. Habría que colgarlos a todos. O mejor dicho: a pico y pala. A pico y pala los ponía yo. ¡Me cago en la mar! ¡Los pies!
El pitido de la olla a presión se había extinguido. Los reniegos de Biscuter llegaron a los oídos de Carvalho casi al mismo tiempo que los primeros gritos. En pocos segundos las Ramblas se convirtieron en un desfiladero nocturno lleno de seres humanos en estampida. Como soldados de plomo acristalados bajaba la Brigada Antidisturbios en una crispada carrera hacia el golpe. De pronto, como movidos por un resorte colectivo, se paraban y los manifestantes fugitivos se reagrupaban lentamente, disminuidos sus efectivos, pero aún suficientes para que alguien renovara los gritos de Amnistía total y los pelotones avanzaran de nuevo desafiantes hacia la policía. Otra carga. Entre la vanguardia de policías estalla un cóctel Molotov y la lógica de la carga se descompone. Diríase que la ira controlada anterior ha sido sustituida por una rabia aniquiladora. Al paso de la policía caen transeúntes cazados al vuelo de las porras y los tiradores de bombas de humo y de balas de goma lanzan el cuerpo atrás para respaldar el disparo hacia los grupos que huyen. El ruido de un tiro pone alarma en los nervios del Carvalho mirón desde la ventana. La policía se ha detenido y se revuelve mirando hacia las bocacalles y hacia las ventanas. Un agente dispara una bala de goma ciega contra las fachadas y el público cierra los portones de los palcos con urgencias de lluvia. Carvalho entorna los postigos y por la ranura presencia una estilizada carga, movimientos rotos de las fuerzas del orden obligadas a pasar por tan escaso punto de mira. Desde la cocina grita Biscuter:
—¡Le echo la picada y ya está, jefe! ¡Ya he ligado el sofrito!
Cuando el olor de los platos le hace volver la cabeza, la paz ha vuelto a las Ramblas. La policía ha recuperado la vigilancia parsimoniosa del inicio y en las «tocineras» los guardias se relajan con las viseras de plástico levantadas.
—¿Estaban bien limpios?
—Yo mismo he rascado los pocos pelos que les quedaban. Están tiernísimos.
Sobre la base del sofrito y la picada se ha construido una buena cocina popular, la catalana; y Biscuter tiene aprendida la lección. Come el hombrecillo sin quitar la vista de Carvalho por si se le escapa el necesitado comentario elogioso.
—De rechupete, ¿eh, jefe?
—Correcto.
—¿Correcto sólo? Hosti, jefe. A usted hay que hacerle cojones de periquito a la bechamel para que diga ¡buenísimo, Biscuter! ¡De puta madre, Biscuter!
Minutos después, Carvalho se toma un carajillo en el Café de la Ópera, rodeado de restos de manifestación y de los primeros caracoles de la fauna ramblesca salidos de sus madrigueras. Carvalho selecciona intuitivamente los que pueden ser policías disfrazados. Entre los disfrazados y los qué llevamos un policía mental prohibidor ¿quién de aquí no es policía? Dos aprendices de maricón se acarician bajo un espejo modernista que reproduce la ternura de sus nucas. Diecisiete muchachas disfrazadas de fumar grifa y de haberse ido de casa, acaban de llegar de sus casas y piden al camarero agua mineral sin gas. Doscientos treinta clientes del Café de la Ópera dan el espectáculo sobre su isla en cinemascope, contemplada desde fuera por transeúntes tímidos que van de mirón o de putas. Los camareros se abren paso entre los isleños como serpientes blanquinegras y el imán de sus manos sostiene bandejas de latón, antaño corroídas por absentas volcadas en las noches locas de los señores y sus fulanas de moaré.
—¡Más madera, que es la guerra!
Grita un jorobado doble que trata de abrirse paso. Las ropas huelen a hierba. Los sobacos a cuerpo. Las voces a tabaco y a bocadillo engullido como una gasolina que garantice el largo viaje del cuerpo de la nada a la muerte, pasando por la más absoluta inapetencia. Sobre los hombros y la cabellera de un hombrón huesudo, un niño de dos años se asoma al pozo de un gin-tonic y acepta el chupachup de fresa que le tiende un camarero de mejillas rosadas. En un rincón el joven pretuberculoso escucha solo su solo de guitarra con las guedejas de pelo sucio derramadas sobre las cuerdas. En la puerta se abren de piernas dos antidisturbios con la visera calada, la sonrisa de sorna aplastada por la mirilla de plástico. Ni avanzan ni se van. Miran y probablemente escuchan el silencio que han creado, roto por alguna tos y el toque de los vasos abandonados sobre los veladores de mármol. El niño se echa a llorar. Los antidisturbios se marchan.