NÚÑEZ llegó puntual con su fiel jersey inasequible a la suciedad, las puntas de la camisa flotantes sobre el cuello como avanzadilla de un extraño vegetal escondido, la mirada gandula y la sonrisa fija según el más puro estilo Actor’s Studio.
—En este país sólo son puntuales los que han hecho trabajo clandestino.
Núñez rechazó la carta que le ofrecía la dueña.
—Crudités para empezar y luego el confit d’oie.
Secundó Carvalho la petición de confit d’oie, pero escogió unos caracoles a la borgoñona de primer plato. Eligió un St. Emilion entre la escasa variedad de la carta de vinos y ya ni Núñez ni él tuvieron la menor escusa para afrontar la necesidad de conversar y mirarse. El embarazo de Núñez formaba parte de la liturgia de su comportamiento. El de Carvalho era un eco residual del pasado respeto mítico, el mismo que conservaba ante un viejo profesor o alguna de las figuras que había admirado. Con un suspiro, Núñez sacó una fotografía de un billetero deslucido en el que se entrevió un solitario billete de quinientas pesetas.
—Tenga. Es como un recuerdo de familia.
Una foto de aficionado, con el borde acanalado, algo mate ya. En pie cuatro muchachos y dos sentados en cuclillas. Entre los dieciocho y los veinte años en 1950, ahora parecían salidos de un tiempo no delimitable pero lejanísimo. Traje chaqueta todos, corbata todos, menos el adivinable Marcos Núñez sentado en cuclillas con traje chaqueta y un jersey hasta la nuez. Jaumá era sin duda el de más a la izquierda entre los que estaban de pie. Pelo completo y los rasgos sefarditas algo más agudizados por la delgadez.
—¿Los otros?
—Por orden de aparición escénica. Junto a Jaumá, Miguelito Fontanillas, abogado, como todos nosotros, pero ejerciendo y bien. Es decir: abogado de no sé cuántas empresas, tres casas, cuatro piscinas.
Despeinado, algo bizco, en la fotografía tenía un gesto simpáticamente achulado; a pesar del traje hubiera podido parecer un joven golfo de barrio disfrazado de domingo.
—Tomás Biedma, abogado laboralista. El más alto. El que parece la imagen misma de la sensatez y la gravedad. Es el más rojo de todos nosotros. Al menos más que yo. Capitanea un grupúsculo de extrema izquierda.
Había algo de joven príncipe borbónico en aquellas facciones de sensualidad contenida por la juventud.
—Tiene aspecto de alcalde de ciudad importante.
—Nunca llegará a alcalde si no consigue asaltar el Palacio de Invierno. Ya le he dicho que pertenece a la extrema izquierda. De mí piensa que soy un revisionista y un cínico. Que soy un cínico lo piensa mucha gente, pero por motivos diferentes a los Me Biedma. Dice que soy un cínico porque sé lo suficiente para no ser un revisionista y sin embargo sigo siendo un revisionista. El otro que está de pie es el novelista Dorronsoro.
—¿Cuál de ellos?
—El hermano menor. Juan. Acaba de publicar Los cansancios y las noches. Yo soy uno de los personajes. No se moleste en leerla por esta causa. Salgo tal como usted mismo me ve.
—¿Sabe usted cómo le veo?
—Es uno de mis ejercicios preferidos. Pensar en cómo me ven los demás. A veces los ayudo a totalizar la imagen, a veces trato de desconcertarlos. Pero por poco tiempo. Me canso en seguida de todo, menos de estar cansado. Además, concentrarse demasiado en algo impide una disposición abierta a captar todo lo que pasa alrededor de ese algo. Ya se habrá dado cuenta usted de que el esfuerzo no va conmigo.
—¿Y éste?
Junto a Núñez, también sentado en cuclillas, un muchacho que parecía la imagen misma del alborozo. Pelo espeso como una boina, gafas cargadas de dioptrías, rasgos pequeños y duros, en la fotografía suavizados por una amplia sonrisa y todo el ademán del cuerpo acompañando el saludo del brazo al fotógrafo.
—¿Quién les hizo la foto?
—Hay una seria polémica sobre la cuestión. La señora Biedma sostiene que la hizo ella, y otro amigo que no aparece en la foto reclama para sí la paternidad, sin duda con una cierta coartada técnica: es o quiere ser director de cine. Se trata de Jacinto Vilaseca. Ha tenido mala suerte con lo del cine, ya sabe usted, es una industria difícil y Vilaseca tampoco se presta a según qué cosas. También es de extrema izquierda. Ha sido incluso propietario de un pequeño grupo político, como Biedma, aunque no el mismo.
—Vaya carnada. Sobre un total de siete amigos, dos grupos extraparlamentarios, un manager, un abogado de postín, un novelista, usted, ¿y éste? El de las gafas. No me ha dicho su nombre.
—Argemí. En esta época estaba llamado a ser el heredero de la gran tradición poética catalana. Ahora es un importantísimo fabricante de yogur. Es al que menos veo. O está en el extranjero o en su casa del Ampurdán, una inmensa masía del siglo XVII que él ha convertido en un palacio del siglo XXI.
—Quisiera las direcciones de todos ellos.
Metió la mano Núñez por la boca del jersey y de un supuesto bolsillo de la camisa extrajo un papel doblado.
—Aquí están. Ya he previsto que las necesitaría.
—¿Qué relaciones conservaban con Jaumá?
—Muy buenas. Pero de uno en uno o de dos en dos. Sólo nos hemos reunido todos en dos ocasiones. En una fiesta que me dieron cuando volví del exilio y hace un año, más o menos, a causa de Jaumá. Le entró un neura de espanto y quiso que nos volviéramos a ver. Fue una catástrofe. De uno en uno o de dos en dos en seguida recuperamos el lenguaje y nuestra historia. Pero todos juntos tratamos de recordar y recuperar la imagen de cada uno con respecto a los demás y acabamos hechos un lío y defendiéndonos desde posiciones actuales. Yo leo en sus ojos que esperaban más de mí y les sugiero que quizá yo esperara más de ellos. Entonces se vuelven agresivos.
—¿Todos?
—Dorronsoro no. Habla poco. Creo que nos estudia como personajes para sus novelas. Como escribe a un promedio de diez líneas diarias, con nosotros tiene material para toda la vida.
—¿Jaumá demostraba especial confianza con alguno de ellos?
—A Fontanillas le ha encargado algunos trabajos en relación con la empresa. También ha utilizado a veces a Biedma, porque confía mucho en su «racionalismo». Con Argemí ha hecho algún viaje.
—¿De negocios? ¿De placer?
—Más bien de placer. Con las mujeres propias.
—¿Y las mujeres?
—Más o menos formaban parte también del grupo. Casi todas fueron novias en los años de la Universidad. Creo que todas, menos la mujer de Argemí. Es hija de fabricante de yogur, de pequeño fabricante de yogur. Luego llegó Argemí y sobre el pequeño tinglado ha armado una industria importantísima. Exportan al mundo entero.
—¿Los Aracata?
—Exacto. Se llaman así porque empezaron el negocio dos socios. El uno aragonés y el otro catalán, el suegro de Argemí.
El confit era excelente, tostada, consistente la grasa convertida cualitativamente en otra cosa llena de sorpresas táctiles. Puntos de sabor deslizante, ligeramente quemados, crujientes entre los dientes la piel adherida a la inmediata capa de grasa. La carne fibrosa pero nada reseca, empapada de bálsamos de hierbas y especias a lo largo de su sueño inmovilizado en la grasa fría. ¿Desean postre los señores? Núñez guiñó un ojo a Carvalho y pidió:
—Tráigame un yogur Aracata, un vaso de zumo de naranja y una copita de triple seco. Yo mismo me lo mezclaré. Se lo aconsejo, Carvalho. Es una receta del propio Argemí. La pide en todos los restaurantes y así vende un yogur más.
Núñez había bebido con moderación y comido sin excesos. Carvalho intuyó que cuidaba su madura juventud, que luchaba cotidianamente para que sus cuarenta y cinco años parecieran cuarenta y cuatro.
—Le voy a hacer la misma pregunta que haré a sus amigos. Deme su versión del asesinato de Jaumá.
—He leído novelas policíacas y sé que hay que buscar un móvil. Ya hay un móvil oficial: el ajuste de cuentas originado por la agitada sexualidad de Jaumá. La mujer lo pone en duda. Yo no tengo por qué ponerlo en duda, pero me parece un móvil demasiado preparado, como escenificado. Si perdemos de vista ese móvil, yo soy el menos indicado para proponerle otro. Según las novelas, Jaumá ha podido ser asesinado por cuestiones de negocios, o por una venganza laboral, o como consecuencia de líos de herencia, o en una disputa con cualquier posible amante de su mujer, o víctima de un error. Puede usted coger todo el abanico y hacerse aire. Cada posibilidad tiene más contras que pros. Hay asesinatos «por negocios» entre pequeños comerciantes o industriales que se ven «las caras» en la dura lucha cotidiana, no entre altos ejecutivos. Ya le he dicho que Jaumá cuidaba muchísimo los conflictos laborales y los eludía con mucha habilidad. Lo de la herencia es descabellado. Sus hijos aún no tienen edad de matar para heredar y además su economía está prendida de alfileres. Posee muchas cosas pero la mayoría aún estaba pagándolas y el alto sueldo de ejecutivo queda aminorado cuando lo recibe la viuda sin los beneficios anuales. Hay algún seguro importante, pero que no garantiza el que Concha y sus hijos mantengan el estándar de vida anterior. Lo del lío amoroso por parte de Concha me resulta tan difícil creerlo como supongo que a usted después de haberla conocido. Queda el error. Igual se trata de un asesinato por error.