16

LA ESCALERA modernista estaba jalonada de inmensos portones de madera labrada y herrajes dorados. En la recepción un bedel leía La realidad y el deseo de Luis Cernuda. Poco propicio a sorprenderse, Carvalho quedó unos segundos en suspense releyendo el título del libro una y otra vez. El bedel levantó la sonrisa irónica desde el parapeto del libro:

—¿Qué desea?

—Pedro Parra.

Puso como punto un cortapapeles de hueso y cerró el libro como si fuera de mantequilla. Le precedió hasta una salita de recepción y apenas Carvalho había tenido tiempo de decidir si hojeaba Cambio 16 o Triunfo, Pedro Parra apareció en la puerta como los coroneles de verdad, a punto de comunicar una orden trascendental. En mangas de camisa, a pesar de la primavera fría o gracias a una calefacción de lujo, el coronel economista se cuadró y se echó a reír mientras palmoteaba la espalda de Carvalho como si fuera un colchón díscolo. Quince años de distancia no habían aminorado su parecido real con Rosanno Brazzi, un Rosanno Brazzi ahora quizá más cercano al de Locuras de verano que al de La corona de hierro. Canoso con fortuna, piel tostada por el sol de escaladas y esquí, bajo la camisa se adivinaba la gimnasia diaria, uno dos, uno dos, u ao, u ao, cada mañana frente al balcón abierto, hiciera frío o calor, fuera invierno o verano.

—Sólo te falta el uniforme.

—De general. Si a los veintipico años ya me llamabais coronel, ahora ya debo de ser general. Aún puedo serlo. Pronto habrá una guerra de guerrillas y esas ocasiones se aprovechan para ascender.

—¿Una guerra de guerrillas? Me parece que como no escales la fachada del Senado o de las Cortes, tus posibilidades de ascender se han acabado.

—Tan mala leche como siempre, Carvalho. ¿Qué es de tu vida? Lo último que supe es que poco después de la cárcel te habías largado por ahí y luego te perdimos el rastro. Me dijeron que eras detective privado, como en las novelas o en las películas de Bogart.

—Más modestamente. Adolescentes que se escapan de casa. Maridos celosos a la busca de los ratos libres de sus mujeres. Los policías de verdad nos llaman «huelebraguetas».

—Vaya oficio más reaccionario.

—Equivalente al de redactar informes económicos para la oligarquía financiera del país.

—No te mosquees. También redacto informes para ti. Toma, te he hecho un resumen sobre las actividades de la Petnay en España y sus ramificaciones más inmediatas. Por ejemplo, a partir de España se controla parte de Latinoamérica, otra parte está conectada directamente desde San Francisco y ahora están instalando una tercera central en Santiago de Chile. Sobre los hombres clave yo distinguiría dos clases: los de gestión y los políticos. A veces coinciden, pero no siempre. Contra lo que hacen otras compañías, la Petnay no negocia casi nunca aprovechando los aparatos del Estado; por ejemplo, la diplomacia. Tiene sus propios negociadores y sólo recurre al Departamento de Estado en ultimísima instancia. En situaciones límites.

—¿Quién lleva ahora los asuntos en España?

—Antonio Jaumá es el hombre público, el de gestión. Pero al lado o cerca de él debe estar el político. El que va a ver ministros. Moviliza fuerzas vivas.

—Para empezar, Jaumá ha sido asesinado; luego debe haber un sustituto.

—Los archivos no están al día.

—Para continuar: ¿quién es el político?

—Eso no se sabe. O lo saben muy pocos.

—¿Quién es el heredero de Jaumá?

—¿Cuánto hace que murió?

—Mes y medio. Poco más.

—Tal vez haya un interino. Estas empresas no resuelven un sustituto en tan poco tiempo. Voy a hacer una llamada y lo sabré.

—Oye. Ese portero. El bedel. ¿Exigís la licenciatura en Filosofía y Letras para ser bedel? Estaba leyendo La realidad y el deseo.

—¿Y eso qué es? Ya sabes que soy un humilde economista. —Los poemas completos de Cernuda.

—Ah. Claro. Es poeta. Es un bedel poeta. Ha publicado varios libros.

Mientras esperaba a Parra, Carvalho pensó en otros poetas de raros oficios. Emilio Prados trabajando como vigilante de niños a la hora del recreo en un colegio de su exilio mexicano. O aquel poeta que acabó como maestro de párvulos en Tijuana. Carvalho le conoció en un bar de la frontera tomando tequila con sal tras tequila con sal y, entre vaso y vaso, medio sorbo de agua con bicarbonato.

—Hasta que muera Franco no vuelvo. Es un hecho moral. Y eso que no soy nada. Pero tengo mi orgullo. En las antologías más jóvenes de antes de la guerra yo salgo. Justo Elorzía. ¿No ha leído nada mío? Apenas si he podido moverme para volver a publicar. Del campo de concentración de Argeles a Burdeos, luego el barco, México. Y nada más llegar ya caí en Tijuana. Un puesto de trabajo provisional en una escuela. Provisional.

Treinta años, amigo. Treinta años. Cada vez que me ha llegado un rumor de que Franco estaba enfermo o de que estaba a punto de caer, he dejado de afeitarme, he hecho las maletas y no me he cambiado las sábanas de la cama. Para que todo me empujara a marcharme de aquí. Hace unos meses me desesperé. Tengo veinte libros de poemas inéditos, amigo. Bajé a México para hablar con la Exprésate, la de ediciones Era. Yo conozco mucho a Renau, el pintor cartelista. Ahora está en Alemania Oriental. Pues bien, la chica de Era es hermana de un yerno de Renau. Me propusieron hacer una antología. ¿Oye usted? Una antología de libros que nunca se han publicado. Es como matarlos de uno en uno.

Mal afeitada la barba blanca, rostro de profesor machadiano con estómago ametrallado por el ácido, un cristal de las gafas mal tapado con esparadrapo para concentrar el resto de visión en un único ojo, manchas sobre una camisa que había sido blanca y parecía amarilla, reborde de suciedad en tomo al cuello deshilado y un olor discreto a sudor de viejo, un olor discreto a animal que ha de morir pronto.

—Hay una comisión permanente de tres o cuatro inspectores de la Petnay asesorando al sucesor. Estarán aquí unas semanas más y luego quedará al frente Martín Gausachs, el segundo de a bordo de Jaumá.

—¿Le conoces?

—Una carrera meteórica. Iba cuatro cursos detrás del mío en la Facultad y al mismo tiempo estudiaba Derecho. Todos los premios fin de carrera que quieras. Luego estudios en el MIT, profesor en escuelas de administración de empresas, en la Facultad de Ciencias Económicas. Un auténtico técnico.

—¿Opus?

—Tal vez jugueteara con el Opus en el momento de promocionarse, pero por los signos externos no ha hecho voto ni de pobreza, ni de obediencia, ni de castidad.

—¿Jode hasta por los codos?

—Es un tipo raro, Pepe. En un momento se dijo que era afeminado porque tiene maneras de mayordomo británico. Creo que no le he visto sin chaleco ni en agosto. Cuando llegaron a sus oídos los rumores sobre su mariconería se dedicó a frecuentar a todas las tías que podía, y algunas de bandera. Cada noche lleva una distinta y luce una o dos habituales cuando tiene que alternar. —¿Dinero familiar?

—Nada. Es el hijo tercero del hijo quinto del hermano de los herederos de la dinastía Gausachs. Hilaturas de algodón. Se codeaban con los Güell, los Bertrán, los Valls y Taberner hasta la crisis del algodón. Ahora vuelven a levantar cabeza. Pero Martín Gausachs no tiene nada que ver. Su padre era un abogado que no tenía dónde caerse muerto. Abogado de riñas de vecindario y alguna que otra separación.

—¿Todo eso lo tenéis en los archivos de aquí?

—No. El caso Gausachs lo tengo presente de cuando hicimos el estudio de la economía de Catalunya. Salió el apellido, y como resulta que hay un Gausachs metido en la extrema izquierda, me entró la curiosidad de ver por dónde iba la familia. Tienen de todo: un maoísta, otro aún más maoísta, Martín que es el ejecutivo perfecto, otro hermano con Jordi Pujol, una chica en el partido comunista, los dos hermanos pequeños estudian uno en un colegio del Opus y otro en los jesuitas.

—Una familia con voluntad de supervivencia mande quien mande.

—Justo. Es una ley inexorable. Toda clase dominante tiende a perpetuar su poder reproduciendo otra clase dominante, sea por la vía de la herencia económica, sea por la vía de la adaptación política o del poder cultural.

Ni una brizna de ironía. Parra tenía pegado a la lengua el lenguaje de germanías, el suyo, como Bromuro o el Martillo de Oro.

—Salgo de este Banco con la impresión de que me llevo algo sin pagar nada a cambio.

—Envíale un cheque a Leopoldo Calvo Sotelo o a Trías Fargas; están metidos en el Consejo de Administración.

—¿De cuánto?

—Yo calculo que mi hora de trabajo me sale a cuatrocientas sesenta y seis pesetas. He gastado contigo dos. Son novecientas treinta y dos pesetas. Te hago un descuento y te lo dejo en ochocientas o les haces tú un regalo a los jefes y les mandas mil pesetas.

—Florentino. Este amigo mío también era poeta.

El bedel levantó los ojos y estudió al uno y al otro por si era objeto de alguna broma.

—Poeta social, de los suyos.

—La poesía no es ni social ni tangerina, o es poesía o no es nada.

Dijo el bedel sin ira, pero con la dignidad de Pedro Crespo ante el intento de ultraje de los tercios reales.