LA SORPRESA de ver al Bromuro fuera del ambiente del Monforte o de los bares más próximos acabó de despertar a Carvalho. Estaba allí, en la puerta de su casa de Vallvidrera, con traje completo, corbata, zapatos lustradísimos y acompañado por un joven atleta de estatua pública florentina.
—¿Podemos pasar, Pepiño?
—Leche, Bromuro. ¿Te has vestido de primera comunión?
—Es que la ocasión lo requería. Aquí un amigo relacionado con lo que me preguntaste ayer. Además, hacía un buen día y no conocía esto. Conque me dije: un día de asueto y campo. Vete a echarle un vistazo al Pepiño.
El joven atleta parecía un profesional del recelo porque se metió en la casa mirando hacia todos los rincones y dio un paso atrás hacia la puerta para remirar el jardín. Luego siguió a Carvalho y al Bromuro pero no se dejó caer en las butacas, se limitó a apoyarse en el respaldo de una de ellas y a estudiar a Carvalho valorativamente.
—Este amigo mío lo sabe todo sobre ajustes de cuentas entre macarrones, protegidas, clientes sucios y todo eso. Todo lo que quieras saber se lo preguntas.
—¿Tiene una agencia de macarrones?
—No. Él también es macarrón, pero de altos vuelos. Es un profesional del cine. De los que se tiran de las escaleras y se estrellan con los coches. Un atleta. Enséñale el brazo a mi amigo.
Alejó la tentación el muchacho de un manotazo mientras se le escapaba una sonrisa.
—No ha venido para hacer gimnasia. Muy bien. Bromuro le habrá explicado lo del muerto de Vich, el de las bragas y todo eso. ¿Qué sabe usted de este asunto?
—Nada.
—¿No ha sido un ajuste de cuentas?
—Nunca matamos a un cliente. A algún tío guarro le damos un susto si se propasa con alguna chica. Por ejemplo si la pega o cosas de ésas. Entre nosotros ha habido líos de sangre por si uno se ha metido en el cono de otro y así. Pero cargarse a un cliente es como matar la gallina de los huevos de oro.
—¿Y lo de las bragas en el bolsillo?
—Tampoco me suena.
—¿Pero contesta usted desde una impresión personal o tiene pruebas?
—Explíquese.
—Quiero decir que si usted ha dicho lo que ha dicho porque lo piensa así o ha hecho alguna averiguación entre los del oficio.
—He preguntado. Me han contestado. Y nada.
—¿Fuera de Barcelona?
—Fuera de Barcelona no hay nada. Pequeño vicio en algunos pueblos industriales, pero lo sabemos todo. Más tarde o más temprano se sabe todo.
—Que es un fenómeno, Carvalho. Lo sabe todo. Le llaman el Martillo de Oro porque tiene una polla que pica fuerte y brilla como el oro.
Volvió a rechazar la loa el muchacho sin contener la sonrisa de autosatisfacción.
—Cualquiera diría que sólo me dedico a follar y a chulear. Yo tengo un oficio y lo de chulear empezó por vacilar y ha acabado siendo un más a más.
—Éste empezó en las verbenas, haciendo verticales sobre un taburete o sobre el canto un duro. Lástima que no quiera enseñarte los brazos que tiene. Y después de exhibirse las tenía así. Un polvito por aquí. Una que se putea. Él, que se da cuenta de por dónde van las cosas y se asegura una buena cuadra. ¿Cuántas chorvas manejas, Martillo?
—Seis o siete. Tampoco hay que pasarse porque luego no puedes cumplir y hay mucha competencia. Además hoy día la mujer no es tan fácil de manejar como en tus tiempos, Bromuro. Entonces cuatro hostias y todo iba como una rueda. Ahora hay que trabajar la sicología de cada una. A ésta hay que mimarle el crío. A la otra hay que meterla en cintura. Que si ésta tiene una madre con paralís y hay que buscarle una masajista. Aquélla, epiléptica. Las guantás no están de más, pero ya no es la única técnica. Hay que garantizarles un servicio de protección ful taim.
—Acabaréis teniendo un sindicato, Martillo.
Carvalho tenía un estómago capaz de digerir piedras lunares, pero no chulos de putas. Le parecían como las garrapatas de los perros, insectos odiosos con el odre hinchado por la sangre ajena. El atleta tenía cara de cordero maligno y la inocencia de una computadora electrónica.
—Volviendo a lo del muerto. ¿Por qué la policía ha dado la explicación del ajuste de cuentas?
—Allá ellos. No tiene sentido.
—Pero cualquier día os cogen a uno de vosotros, al más desgraciado, y le hacen comerse el consumao.
—Hace falta ser muy julai para comerse ese consumao y tampoco te hacen comer consumaos por las buenas. Cuando pillan a un descuidero le suman todos los descuidos que pueden. Pero ellos mismos saben que un chulo no mata clientes. Puede sacudirle a uno, pegarle cuatro patadas en la bragueta o hacer chantaje, aunque de esto ha habido muy pocos casos porque se saca más a la larga de la tranquilidad de los clientes que del chantaje. Lo que pasa es que hay algún chulillo joven que se pasa de listo y quiere forrarse en cuatro días. A ésos hay que correrlos y nosotros somos los primeros interesados.
—¿Lo de las bragas?
—Literatura. Se lo digo yo.
—¿No se estila?
—Sólo recuerdo el caso de un cagón, de uno de ésos que cogían a las chicas y las hacían cagar o se cagaban ellos. Si a la chica le va, pues que se cague lo que quiera. Pero si no le va, no hay derecho a forzarla. Y un tío cagón venga pasarse. Le advertimos. Otra vez, con otra chica diferente. Y otra. Un día le cogimos los calzoncillos, los llenamos de mierda y se los mandamos a su domicilio familiar con una tarjeta: Recuerdo de Purita. Ya no ha vuelto.
—¿Y qué, Pepe? ¿No mojamos mi visita?
—¿Qué quieres, Bromuro?
—Un vino de ésos que tú bebes.
—¿Y usted?
—No bebo, gracias. Si empezase de mañana temprano, no aguantaría hasta la noche, y mi trabajo es nocturno. Agua. Si puede ser sin gas. O un fruco de pera.
Carvalho subió de la bodega un Cote du Rhone 1969 y el Bromuro contempló los preparativos de apertura con la nuez de Adán inquieta, como si fuera a vivir una fascinante aventura.
—¿Y tú abres esa botella por mí, Pepiño? Y está en francés.
A la luz de la mañana el vino parecía algo dormido, como la cara de las muchachas que aún huelen a sábanas, que tienen voces de sábanas. La luz del Valles acerezaba la transparencia del caldo rojo y la lengua blanquisucia del Bromuro casi salpicaba al relamer el vino.
—Joder con el Pentavín éste, Pepiño. ¿Y después de esto qué bebo yo? Todo me va a saber a agua de grifo. —Es como si hicieras la primera comunión, Bromuro.
—¿Me la puedo beber toda?
—Toda.
—No me debes nada. Pepiño. Esto que has hecho por mí vale todo el dinero del mundo. Cuando estaba en la División Azul nos dieron una vez una caja de vino alemán, del Rin. Blanco, Buenísimo. Pero éramos todos unos críos y no sabíamos apreciarlo. Hubo quien de nosotros comentó que aquello no valía lo que un Valdepeñas. La ignorancia de la juventud. Nos lo dieron en Navidad. Antes de marchar a los frentes de Rusia. Luego quisieron que nos pusiéramos en formación porque iba a revistarnos Muñoz Grandes. El que estaba más firme parecía la torre inclinada de Pisa. Muñoz Grandes pasó ante nosotros como un palo y no quiso ver lo que veía. ¡Arriba España!, gritó un pelota y a todos nos dio la sacudida para ponemos aún más firmes, pero en vez de eso nos caíamos en montones, riendo y meándonos, meándonos, tal como te digo. Porque teníamos el estómago caliente y el pito frío. Y es muy mal contraste, Pepiño, muy mal contraste.