—PERDONE si me tomo la libertad. ¿Va usted hacia Barcelona, señor?
—Sí.
—Se me ha averiado el coche y le he visto llegar y pararse para comer. ¿Le importaría llevarme?
Un hombrecillo con demasiado pelo. Pensó Dieter Rhomberg. Luego descendió por la barba cerrada y bien afeitada hasta llegar a un traje discreto, de endomingado cotidiano.
—Soy representante de una empresa de instalaciones deportivas y he terminado mi visita a la zona. Ahora regresaba a casa. Si no le importa.
—No. No me importa.
—Yo también voy a comer. Me sentaré en una de esas mesas y cuando usted quiera irse no tiene más que decírmelo.
—Siéntese conmigo. Yo también he de comer.
—Muy amable, señor. Muchas gracias.
Se sentó el hombre y resopló de alivio.
—No sabe usted de qué apuro me saca. Si no llego esta noche a casa me hubiera costado Dios y ayuda convencer a mi mujer de que la culpa la tiene el coche.
—Es desconfiada.
—Motivos que yo le doy.
Le guiñó el ojo. Un enorme sello de oro refulgía en el mismo dedo donde lucía una breve alianza.
—Lo da el trabajo. Piscinas. Pistas de tenis. Tome una tarjeta.
—No creo que vaya a necesitarle. Soy extranjero y estoy de paso.
—Algo extranjero sí le he notado, pero habla muy bien el español.
—Vengo con frecuencia.
—Quédese la tarjeta. Nunca se sabe. Un buen día le da por comprarse un chalet en España y me necesita. Juan Higueras Fernández, para servirle.
—Peter Herzen.
—Peter. Me suena a inglés.
—Soy alemán. Pero Peter es igual en inglés que en alemán.
El camarero trajo la ensalada y el filete para Rhomberg.
—Para mí unas rodajitas de merluza a la plancha y nada más. Tengo úlcera.
Sobre la mesa aparecieron dos pastillas distintas directamente extraídas del bolsillo.
—Me pongo la dosis diaria en el bolsillo y así no me olvido. Si no, unas veces porque tengo las cajas en la maleta y otras porque me las dejo no sé dónde. Un desastre. Que son demasiadas cosas las que tenemos en la cabeza y luego vienen las úlceras y cosas peores. Usted tiene un aspecto saludable. Es usted un tío fuerte. Se cuida, vamos. Un filetito, ensalada. ¿Hace deporte?
—El que puedo. Natación sobre todo.
—Muy sano. El más completo. Ya ve usted. Todo el día entre piscinas y yo no sé nadar. Aquí en España nos han educado a martillazos. Cuatro letras. Cuatro números. ¿Ejercicio físico? A correr detrás de una pelota o una lata por las calles y descampados, y eso aún antes, porque ahora no queda ni un descampado. Los chicos de ahora ya es otra cosa. Mi chico estudia natación. Dos días a la semana. Cuando vamos a la playa en verano me da cierta cosa que el tío se ponga a nadar como un renacuajo y yo con el agua hasta la cintura o en cuclillas.
Comió el pescado con la rapidez suficiente para poder tomar café con Rhomberg.
—El café sí que no lo sacrifico por culpa de una o mil úlceras de estómago.
Se levantó con un pretexto y fue hacia el camarero. Rhomberg comprendió que había pagado la comida de los dos cuando le vio señalar la mesa y sacar la cartera. Se levantó el alemán para impedir la invitación, pero llegó tarde.
—Nada, hombre. No faltaba más. Usted me hace un grandísimo favor y esto es un detalle.
Elogió el hombrecillo la comodidad del BMW.
—No es mío. Lo he alquilado.
—Baja usted pronto de vacaciones. Aún estamos en primavera.
—Tuve que cogerlas en esta época.
—No siempre salen las cosas a gusto de uno. Oiga, ¿le importa que me tumbe un ratito detrás? Es por la úlcera. Me conviene estar horizontal un ratito después de comer.
Rhomberg se sentó al volante. Ajustó cuidadosamente el cinturón de seguridad y se volvió. La estatura del hombrecillo casi cabía a lo largo del asiento trasero. Le sonreía satisfecho y tenía las manos cruzadas sobre el estómago.
—Esto es gloria. Es como viajar en coche-cama.
Salieron del área de servicio a la autopista A17. Faltaban setenta kilómetros largos para Barcelona. Dieter no regateó velocidad y a través del retrovisor observaba el rostro del acompañante por si se asustaba por la marcha del coche. Parecía concentrado en la contemplación del techo, tal vez dormía con los ojos semicerrados. A ser posible quería liquidar el contacto con Carvalho a tiempo de no tener que dormir en la ciudad. Quería llegar de un tirón hasta Valencia y al día siguiente embarcar en Alicante con el coche rumbo a Oran. Mentalmente trataba de organizar una conversación ideal con Carvalho, una conversación convincente para el detective y que no le comprometiera demasiado. Sentía dentro de sí un miedo tan enorme como su cuerpo, un miedo rodeado de soledad. Cuando la angustia le abotonaba la garganta, gemía bajísimo el nombre, de su mujer muerta, Gertrude, y se le nublaban los ojos de pena por sí mismo. El niño aparecía después como si se tratara de una segunda mutilación.
—Me quiere demasiado.
Dijo casi en voz alta. Había leído que un escritor huido de la URSS maltrató a su hijo durante el último año de convivencia para que le recordara con odio y no con añoranza. A su manera había hecho lo mismo. Había apartado al niño de su vida como si fuera un estorbo y en pago recibía una adoración mitificadora. Conservaba sus cartas y fotografías como reliquias. Quería que su tía le redujera las cazadoras del padre para llevar la misma ropa. La misma capacidad de encanto y amor que Gertrude.
—Un día u otro tenía que pasar.
Más adelante, cuando estuviera seguro, le haría llamar o tal vez llegara tarde y entonces fuera el muchacho quien no quisiera saber nada de él.
—Corre demasiado.
Tardó en comprender el exacto significado del tono de las palabras que habían sonado a su espalda. Cuando lo comprendió se volvió molesto. Su acompañante estaba sentado y le enseñaba una pistola a la suficiente distancia como para que Dieter no llegara con el brazo.
—Despacio, germani, despacito y métete en la primera señal azul de P que veas. Esa P azul quiere decir parking. No me hagas una gatada porque primero te lisio una mano y luego la oreja. Quietecito y para.
—¿Qué quiere usted? No llevo apenas dinero. Viajo con travellers y tarjetas de crédito.
—Eso ya lo veremos. Tú para y tengamos la fiesta en paz.
Dieter se aferró a la esperanza de que hubiera otros coches aparcados para poder pedir auxilio. La P azul se acercaba y redujo la marcha. La presencia de un coche estacionado le animó un tanto.
—Para, ahora, en seco.
Frenó el coche bruscamente, levantando una ligera polvareda. El hombrecillo mantenía la distancia y le apuntaba a la cabeza.
—¿Quiere comprobar lo que le he dicho? ¿Le doy la cartera? ¿Quiere registrar el equipaje?
—Dame la tarjeta que te he dado. Tírala hacia atrás.
Algo se había movido en el otro coche aparcado. Un hombre bajaba de él y se les aproximaba. El hombrecillo no se inmutaba. Se acercaba un hombre percherón y cuando estuvo junto al coche se inclinó para mirar hacia dentro.
—¿Es éste?
—Éste es.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Es usted Dieter Rhomberg?
—¿Son ustedes policías?
—Tú, mira para aquí.
Le gritó el de detrás. Dieter se volvió pero aún vio de refilón en la mano del hombre percherón el brillo que le segó la garganta como si fuera cuchillo en el agua.