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UN RETORTIJÓN de intestinos le puso en camino hacia el water. Al vuelo cogió una novela policiaca de Nicholson, El caso del jesuita risueño, y un diario. La ventaja de vivir solo es que se puede cagar, con la puerta del water abierta, pensó mientras forcejeaba con sus intestinos, en primer plano sus rodillas puntiagudas y el ángulo de dormitorio que le permitía ver la puerta entreabierta. Lamentó no haberla cerrado antes de disponerse a la evacuación porque sabía que sacaría menos partido a la lectura. Vencidas las resistencias fundamentales, mientras esperaba un segundo alumbramiento de heces fecales leyó diez líneas de una de las novelas policiacas más artificiales que jamás hubiera leído. El pretexto del asesinato de una ex amante de juventud sirve al narrador para un largo viaje a su pasado como militar británico en la India. Una macedonia del Bromfield de Vinieron las lluvias, del Hesse fascinado por la religiosidad oriental y de Agatha Christie componían un curioso espécimen. La paz intestinal definitiva le llegó con un punto y aparte. Llenó el bidet y luego buscó en las páginas literarias y en ellas el escrito de Fernando Monegal, el mejor crítico español de teatro polaco, predilecto de Carvalho no sólo por la capacidad absorbente del papel sino por la no menor capacidad absorbente de lo impreso. Diríase que se establecía una síntesis inestimable entre el papel y el artículo en la función de dejar el ano preparado para el definitivo lavado en el bidet. Balsamizado el ano por el agua caliente y jabonosa, Carvalho aprovechó su semidesnudez para llegar a la desnudez total y ponerse el albornoz de toalla colgado junto al botiquín. En el suelo quedaron los pantalones deshabitados y entre la urgencia de recogerlos y la voluntad mecánica de ir a cenar algo, Carvalho eligió la segunda opción. Ante la alacena repleta de latas de conserva dudó entre la facilidad de la lata caliente y la alquimia de un plato cocinado de madrugada. ¿Qué me comería? Unos fideos a la cazuela. Entre la nevera y la breve despensa situada junto a la alacena halló todo lo necesario. La costilla de cerdo ligeramente salada fue sometida al rigor del escaso aceite hirviente en la cazuela de barro. A continuación una patata troceada, cebolla rallada, pimiento, tomate. Apelotonado el sofrito, Carvalho lo saló y pimentó en rojo ligeramente antes de echar los fideos y rehogarlos hasta convertirlos en cristalitos con voluntad de transparencia. Era el momento de echar el caldo hasta una altura que superara en un dedo la de la masa compacta. Cuando el caldo empezó a hervir, Carvalho añadió cuatro rodajas de gruesa botifarra de bisbe y poco antes de apartar el guiso del fuego lo ultimó con una picada de ajo y ñora fritos aparte. El empleo de la butifarra negra para los fideos lo aprendió en un convento de monjas donde se escondió a fines de los cincuenta para dejar pasar de largo la caída del aparato de imprenta del partido. Las monjas les dejaban la comida sobre una mesa de madera larga y relavada, la mesa más hermosa que Carvalho había visto en su vida, como extraída de un bodegón. Carvalho conservaba un radical vínculo afectivo con las sayas monjiles, recuerdo del colegio de su infancia regentado por monjas de San Vicente de Paúl.

—José, ¿qué serás cuando seas mayor?

—Santo.

—¿Como San Tarsicio?

—Como San Tarsicio o como Santa Genoveva de Brabante.

—Tú tendrás que ser santo como San Tarsicio, porque eres un niño. Santa Genoveva era una mujer.

Entonces no comprendía que también los santos tienen sexo.