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LLEGAR a un bar donde la clientela es el espectáculo y tener que descender los escalones que conducen al centro de la comedia, pone en los hombros consistencia de protagonista de película neoyorkina y en las piernas tensión de funambulero. Hasta las doce de la noche apenas si dos o tres parejas fugitivas de la soltería o del matrimonio y a partir de esa hora actores de teatro independiente, dependientes actores de teatro, ejecutivos con pasado sensible y culturalizado, probables directores de cine si el cine no fuera una industria, cantantes de la eterna nova cançó catalana, un habitual dibujante de humor político y otro de paso.

—Es que Barcelona es Europa.

Un poeta ex presidiario que busca en el Sot la doble vida que le devuelva parte de sus veinticinco años de cárcel, un jovencísimo dirigente de Comisiones Obreras con los ojos grises, damas organizativas o petitorias de la izquierda local, profesionales noctámbulos desde hace más de treinta años a la espera de una noche donde todo sea posible, un novelista homosexual con su amante amortajado por un abrigo de pieles, un homosexual novelista bajo palabra de honor, un poeta concreto que ha leído a Trotski, un moderador de mesas redondas políticas en posesión de la magia del gesto preciso para dar turnos de palabras y llegar a síntesis sin que ni siquiera hubiera tesis, algún que otro intelectual sensible y ocasional a la espera de un ligue que ni los más viejos del lugar han logrado, ex políticos que siguen en un cierto activo ético, jóvenes isleños no importa de qué isla, locos y futuramente ricos dispuestos a comerse con los ojos toda la crema de la intelectualidad que puedan, uruguayos fugitivos del terror uruguayo, chilenos fugitivos del terror chileno, argentinos fugitivos de los sucesivos terrores argentinos, una de las diez manos derechas de Carrillo, un casi joven ex ingeniero industrial dedicado a la edición del pensamiento marxista radical independiente, algún que otro resto humano de la intelectualidad de los años cuarenta nutrida en las páginas de Lajos Zilahy o Stephan Zweig, puritanos cuadros medios de la izquierda dispuestos por una noche a ver de cerca el espectáculo decadente y sin duda escandaloso de la izquierda noctámbula. Cócteles a medio camino entre el bajo nivel de una mediocre barra de Manhattan y el bajísimo nivel alcanzado por las coctelerías barcelonesas. Un espacio repartido en distintos niveles, zonas de estar dotadas de cierta intimidad en un ambiente residual de funcionalismos insuficientes y una barra a lo largo de un pasillo en la que se acodan los poco dotados para la tertulia o los que la establecen con el dueño y los camareros, en un tono de camaradería sólo sostenible de noche en noche y en la certeza de que luego queda todo un día de descanso para tanta familiaridad.

Los quince o veinte sentados a torno a Marcos Núñez eran apenas diez esta noche y el maduro joven peroraba con su habitual parsimonia semisonriente, según un excelente ritmo narrativo adquirido en el contexto de una universidad que acababa de descubrir a Pavese y los poetas anglosajones de los años treinta. Un tono en el que puede resultar sublimemente nostálgico hasta el relato de un autobús perdido o atrozmente irónica la descripción de un bocadillo de salchichas españolas. Pionero de la reconstrucción de la izquierda en la barcelonesa Universidad de los años cincuenta, tras la tortura y la prisión preventiva, Núñez huyó a Francia e inició un camino que podía haberle llevado a la burocracia de su propio partido o a un doctorado en ciencias sociales a ejercer en la futura España democrática. Demasiado cínico para burócrata y excesivamente abúlico para doctor en ciencias sociales, eligió el oficio de espectador que ejercía con una dedicación sólo aparentemente desmayada. Aunque le llamaban «el cónsul de Bulgaria» por la enorme cantidad de inútil distancia diplomática de su conducta y la debilitada representatividad de un pasado al que seguía agarrado como un náufrago, Núñez cumplía la función de conservar en su archivo mental la memoria y el deseo del renacimiento de la izquierda moral en la España franquista, como se conserva en platino la barra referencial de la unidad básica del sistema métrico decimal. Dotado para la amistad, tanto para recibirla como para darla siempre tras un sádico regateo, gastaba una continua agresividad verbal a la hora de calificar tanto a los amigos como a los enemigos. Había una cierta angustia personal en sus frenéticas zancadillas adjetivales. Como si desde el suelo quisiera que también los demás cayeran de bruces para proseguir allí la conversación como si nada hubiera pasado.

Carvalho consumió el último escalón que le separaba de los tertuliantes y esperó a que en uno de sus decontractés arqueos de ceja Marcos Núñez alzara al menos un ojo lo suficiente para advertir su presencia. Algunos rostros le eran familiares de su época universitaria, incluso colocaba nombres con poco margen de error. No faltaron miradas que parecían intentar reconocerle. Carvalho se acercó más al grupo y se paró cuando sus ojos toparon con los de Marcos Núñez. Adivinó su intención de proponerle sumarse a la tertulia y se adelantó indicándole con la cabeza la necesidad del aparte. Núñez no rompió inmediatamente su discurso, le cortó las alas y lo mató en unas cuantas frases afortunadas que hicieron reír a una dama dotada de inmensos ojos de animal de noche.

—Eres un cínico y te gusta que te lo digan.

—¿Un cínico yo? Soy un ingenuo. Conmigo harías lo que quisieras.

Se levantó Núñez y siguió a Carvalho hasta un inmediato altillo en el que dos matrimonios recién salidos de un cine del Ensanche se tomaban medio whisky con hielo pero sin agua, un gin tonic o un vodka con naranja, repertorio límite de todo matrimonio recién salido de un cine del Ensanche. Al menos fue lo que comentó Núñez nada más sentarse mientras les observaba sonriente.

—Parece divertirse mucho.

—Si me divierto mucho no me aburro. Es un tratamiento preventivo.

—Quisiera que usted me aclarase algunas cosas. He tratado de localizar a Dieter Rhomberg, el inspector de Petnay amigo de Jaumá. ¿Le conoce usted?

—De oídas. Jaumá siempre decía que era el propietario del pene más inmenso del universo.

—Anteayer estaba en San Francisco. En cambio esta mañana me han dicho que hace dos meses que goza de un «ignorado paradero» y que dejó la compañía.

—¿Le consta que estaba en San Francisco?

—Una voz me dijo: «Ha salido a cenar al Fairmont con unos clientes y volverá tarde». Otra voz al día siguiente me contó lo del despido y fuga. En cualquier caso usted apenas si me ha contado algo de la vida habitual de Jaumá. Con quién se veía. Quiénes eran sus habituales.

—Por una parte ex compañeros de estudios, sobre todo los que habían conseguido un cierto estatus equivalente. No porque Jaumá lo quisiera exprofesamente, sino porque las mismas circunstancias establecían una selección. De los que no tenemos un clavo sólo yo y otro ex camarada seguíamos tratándole.

—¿Amistosamente? ¿Políticamente?

—El único vínculo político que conservaba Jaumá era el económico. Cotizaba para el partido. A veces charlábamos de cuestiones sindicales, de movimiento obrero. No quería tener problemas con su personal y nos pedía consejo. La última conversación política que tuvimos fue a raíz de la aparición en su empresa de embriones organizativos ajenos a Comisiones Obreras. Cenetistas sobre todo y gente aún más por lo libre.

—¿Tuvo problemas laborales últimamente?

—No. Pero pronto los hubiera tenido. Él daba la cara sólo en una mínima parte de las empresas bajo su control, pero ponía un especial cuidado en la elección del jefe de personal y llevaba muy de cerca cualquier conflicto por mínimo que fuera.

—¿Por un prurito moral?

—A medias. No podía perder una determinada conciencia de la Historia. ¿Me entiende? Es decir, por formación sabía que la clase obrera siempre tiene la razón y que él era uno de los administradores del capitalismo a la defensiva. Además había un problema de imagen. No quería perder la imagen que en el fondo conservaba de sí mismo. Y esa imagen estaba en contradicción con la de un explotador habitual. Fatalmente caía en un cierto paternalismo. Iba a las bodas de sus empleados. Se interesaba por las enfermedades de sus familiares. Incluso si veía que un trabajador pasaba una mala época por problemas personales le daba dos o tres días de fiesta.

—Es curioso. Un manager multinacional adoptando la conducta de un dueño de taller de barrio. ¿Le tenía usted aprecio realmente?

La risa de Núñez salió controlada, queda.

—Le daré una foto promocional. Allí salimos los inseparables de la Universidad. Seis personas. Yo creo que de alguna manera siempre dependeremos los unos de los otros para conservar la identidad. Cada uno de ellos tiene una parte de mi identidad y yo de la de los otros cinco. Es como un puzzle. Entre todos podemos reconstruir lo que fueron los mejores años de nuestra vida, a pesar de la persecución política, de la brutalidad a que te exponías, de la radical oscuridad del país. Podemos vivir años y años separados y luego retomamos la situación donde la dejamos. No del todo, claro. Pero sí en función del pasado.

—¿Usted era el héroe?

—El mártir. Me idealizaron durante todo mi exilio. No se esperaban que volviera tan desmitificador. Hubo algunas asperezas. Un cierto desencanto. Finalmente me aceptaron tal como soy. En parte porque les ofrezco la seguridad de que nunca les quitaré nada de lo que tienen y de que vivo modestamente con dos tejanos, un jersey y dos camisas. Tal vez les hubiera gustado que yo tuviera más poder. Ellos tienen poder: económico, político, cultural, moral. Yo no tengo poder. Ningún poder.

—Me interesa esa foto y datos sobre sus componentes. Podemos comer mañana. ¿Dónde?

—Hay un pequeño restaurante francés en Barcelona 2 donde se come lo que no se puede comer en otro lugar de Barcelona. Un confit d’oie que la dueña trae del Périgord.

Carvalho empezó a mirar con simpatía a Marcos Núñez.