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—HE ESTADO a punto de llamarte, pero me ha dado pereza y me he ido a comer solo.

—Muchas gracias. Amabilísimo. ¿Y ahora qué? ¿A hacer la siesta?

—No hay otro remedio.

—Pues yo he ido a la peluquería y no estoy para que me despeines.

—¿Los días de peluquería no ejerces?

—Con los clientes me pongo una peluca. Morena los lunes, miércoles y viernes; rubia los martes, jueves y sábados. Si quieres, me la pongo.

—No.

El enfado dejó paso a la burla en la cara de Charo. Cogió la cabeza de Carvalho y le besó en los labios.

—Pobrecito. La puta de Charo le iba a dejar sin siesta. Ven, rey mío, ven.

Por el pasillo Charo se fue desnudando y a Carvalho se le limaban los nervios cuando veía el sol del culo temblando al vaivén de los pasos. La penumbra de la alcoba no conseguía ocultar lo contenido de las carnes de la muchacha, morenas de terraza y ultravioletas, pezones aún perezosos y una lengua que se clavó entre los dientes de Carvalho con la contundencia de un karateka. Charo le despegó fas ropas como si fueran el envoltorio de un regalo precioso y se sentó en su pene mientras le frotaba el pecho con una mejilla de siempre sorprendente suavidad. Con morosidad fueron acercándose los cuerpos a la cama sin perder el tiempo dando pasos, apenas permitiendo que los pies se deslizaran con voluntad de tardanza y lejanía, y ya en la cama Carvalho se tumbó frente al techo sustituido por la achinada cara de Charo, llena de calores internos, rubores de virgen mental. En la flotante continuidad de la caricia y el esfuerzo, los límites de la habitación fueron perdiendo presencia, de acero el vínculo de los sexos, concentrada en los labios y las lenguas toda la capacidad expresiva de los cuerpos. Lubrificados por sus propios jugos, se resbalaron para quedar desparramados, como un libro abierto aún unido por bisagras de brazos y piernas. La paz del techo descendió sobre Carvalho mientras con una mano trataba de dejar en los senos de Charo penúltimas solidaridades, un rescoldo de la intensa comunicación poniente, como un sol tardío sobre animales saciados.

Charo respetaba el primer tumo de Carvalho en el lavabo y ya no se sorprendía ante la súbita urgencia de huida que Pepe experimentaba después de hacer el amor, como si tratara de alejarse del escenario de alguna fechoría.

—Te llamaré.

Gritó Carvalho mientras se calzaba y del otro lado de la puerta le llegaba el repicar de los chorros de la ducha contra la bañera. Agradeció el aire más fresco del pasillo que le conducía a la nevera, donde le aguardaba una botella de champán correcto y frío. Bebió una copa con avidez y sintió dos alfilerazos en las quijadas mientras el frescor rubio le llegaba a un importante pozo del cuerpo. Desde el recibidor llamó a Marcos Núñez y quedaron citados a las doce de la noche en el Sot.

—Cuando usted vea a quince o veinte personas escuchando a alguien con un divertido aburrimiento, búsqueme entre ellas. Seguro que el que está hablando soy yo.

La calle la compartían camionetas de reparto y putas viejas con jerseys de lana de angora que parecían tapaderas de tinajas. En una mano un monederito deslucido por añejos sudores y en la otra el gesto de la busca o la uña apropiada para vaciar de hebra de carne de estofado un pasadizo entrañado entre el incisivo y el primer molar. El mismo dedo aprovechaba el viaje para repartir el carmín sobre los labios o vaciar la oreja de picores, caspa, ceras viejas. Los mozos de furgoneta repartían su cansancio de tarde entre un parsimonioso ir y venir de colmados y bares cavernosos a decaúves de Sánchez Hermanos o Fenogar Productos Congelados y algún que otro requerimiento a las viejas mancebas.

—Abuelita, ¿por qué tienes las tetas tan grandes?

—Porque me las chupa tu padre.

Un borracho calcula la distancia más corta entre la calzada y la acera. Un reguero de niños vuelve de algún colegio de entresuelo donde los urinarios perfuman la totalidad del ambiente y la fiebre del horizonte empieza y termina en un patio interior repartido entre el país de las basuras, los gatos y las ratas y algunas galerías de interior donde parece como si siempre colgara la misma ropa a secar. Macetas de geranios en balcones caedizos, alguna clavellina, jaulas de periquitos delgados y nerviosos, bombonas de butano. Rótulos de comadronas y callistas. Partit Socialista Unificat de Catalunya, Federación Centro. Maite Peluquería. Olorosa peste de aceites de refritos: calamares a la romana, pescadito frito, patatas bravas, cabezas de cordero asadas, mollejas, callos, capipota, corvas, sobacos, mediastetas, pantorrillas conejiles, ojeras hidrópicas, varices. Pero Carvalho conoce estos caminos y estas gentes. No los cambiaría como paisaje necesario para sentirse vivo, aunque de noche prefiera huir de la ciudad vencida, en busca de las afueras empinadas desde donde es posible contemplar la ciudad como a una extraña. Y no hay precio para lo que aparece en cualquier bocacalle del distrito quinto abierta a las Ramblas: la brusca desembocadura en un río por donde circula la biología y la historia de una ciudad, del mundo entero.

Biscuter estaba haciendo una tortilla de patatas en el fogoncillo de butano situado en el cuartucho que con el lavabo completa el despacho de Carvalho.

—Lo hago como le gusta, jefe. Con poca cebolla y un picadillo suave de ajo y perejil.

Improvisa Biscuter un comedor sobre la mesa de despacho de Carvalho y el detective se enfrasca en un cuarto de tortilla que mide un palmo cúbico. Biscuter se sienta frente a él y engulle otro cuarto buscando el comentario elogioso.

—No me dirá que no ha salido buena, ¿eh, jefe? Por si tiene más hambre, le he hecho un poco de capipota con samfaina, cosa fina. Está buena, ¿verdad, jefe?

—Correcta.

—Coño. Está tacaño, jefe. Yo la encuentro de pevrotes, jefe. Y espérese que la samfaina está de puta madre. Ah, se me olvidaba. Le ha llamado un tal Pedro Parra, «el coronel», me ha dicho; no se le olvide, dígale que ha llamado «el coronel». Que le diga que mañana ya tendrá lo que le ha pedido. Que se pase usted por el Banco. Y un telegrama. No lo he abierto.

«Llegaré a Barcelona miércoles. Rhomberg».

—Ponme un poco de capipota.

—Supongo que después de esto no cenará, ¿eh, jefe? Come usted como una lima y está delgado como un clavo, pero todo se mete en la sangre y aparece el colesterol.

—¡Estoy rodeado de médicos! El Bromuro. Tú, ahora. Come y no te preocupes por el colesterol.

—Yo lo decía por su bien.

—¿Y tú vas a cenar después de esta merendola?

—Desde luego. Todo lo que sobre me lo meto entre pecho y espalda a la hora del resopón. Últimamente no sé qué me pasa, jefe. Duermo mal. Estoy triste. Me acuerdo de mi madre.

Biscuter se secó una lágrima con una servilleta pero sus ojos seguían colmados de agua que amenazaba caer sobre la consistencia verdirroja del plato de capipota con samfaina.

—Búscate novia, Biscuter o ve de putas. O hazte una paja de vez en cuando y recuperarás la moral.

—Novia, qué dice usted, pues no me propone nada. Y las putas me dan risa. Cuando me dicen: Anda, calvito, tráeme la minina que te la voy a lavar, me entra una risa. Y pajas, qué me dice. Es que no paro. Con una mano, con la otra. Incluso aplico el sistema de la mano dormida. Me tumbo en la cama sobre una de mis manos hasta que se me corta la circulación de la sangre y me queda morcillona. Entonces no parece mi mano, sino otra cosa, y me hago la paja.

—¿Has probado con un bistec de carne para empanar?

—No.

—Tú te lo pierdes.

Con un ojo en Biscuter y el otro en el telegrama de Rhomberg, Carvalho puso una mano en el teléfono. Para Biscuter fue la señal de que debía recoger la mesa. Pero el teléfono no llegó a descolgarse. Un recelo no explicitado impedía que Carvalho comunicase a la viuda Jaumá la imprevista resurrección de Dieter Rhomberg.