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JAUMÁ y Rhomberg le esperaban en la puerta del Holiday Inn de Market Street. Carvalho dio una vuelta más en su Volkswagen buscando aparcamiento y luego se entregó a la verbalidad receptora de un Jaumá que contradictoriamente confesó estar deprimido.

—La perspectiva de una excursión paisajística no es muy estimulante para mí. Menos mal que al final del viaje está Las Vegas otra vez. Tengo alma de jugador. ¿Es usted jugador, Carvalho?

—No. A veces he ido a los casinos de Las Vegas y apenas si me he gastado diez dólares en las tragaperras. No entiendo los juegos de tapete.

—¿Ni la ruleta?

—No me interesa. Ni siquiera enterarme de la liturgia.

Dejaron que Rhomberg ultimara los trámites de contratación del coche en el mostrador de la Avis y que tomara la iniciativa de ponerse al volante. Jaumá se sentó junto al alemán y Carvalho se tumbó más que se sentó en el asiento trasero. De vez en cuando interrumpía a Jaumá para señalarle algo notable del San Francisco que abandonaban en pos de Los Ángeles, pero la desgana receptiva de sus acompañantes era tan evidente que adoptó un silencio adormilado. Se despertó zarandeado por un Jaumá risueño que le obligaba a mirar por la ventanilla. El coche estaba parado en una gasolinera y el espectáculo propuesto consistía en un Dieter Rhomberg dialogante con dos jóvenes chicanos encargados del poste de gasolina.

—Observe la infinita paciencia condescendiente del ario puro.

Rhomberg parecía querer explicar algo a los chicanos y éstos le escuchaban con malicioso interés. Las manos de Rhomberg señalaban hacia el este y trataban de dibujar algo en el aire. Los chicanos repetían sus gestos.

—Parece un descubridor enseñando al que no sabe.

Por la vegetación y la libertad del paisaje, Carvalho supuso que habían corrido bastante hacia el sur en dirección a las playas de Misión Carmelo.

—¿Falta mucho para Carmel Beach?

—No. Me gustaría que almorzáramos allí. ¡Dieter! ¡Dieter! ¡Déjales en su ignorancia y vuelve!

Dieter, de un brazazo dejó en el aire el signo de la impotencia didáctica y volvió hacia el coche.

—¿De qué hablabais?

—Me preguntaban que dónde estaba Europa.

Ante la impasibilidad un tanto impaciente de Rhomberg, Jaumá rio hasta las lágrimas.

—No veo la gracia. Me han preguntado si era de los del cine y les he dicho: soy alemán. ¿Dónde está Alemania? Me han preguntado. Yo no podía creerlo. ¿No habéis ido a colegio? Sí, sí. Han ido a colegio. Muy bien. ¿No os han enseñado dónde está Alemania? No. En Europa. Europa sí la conocían, pero no sabían muy bien si estaba en el Indico o en el Océano Glaciar Ártico. Alemania, Alemania, les decía yo. Brandt. Adenauer. Nada. Hitler. Eso sí. Sabían que Hitler tiene algo que ver con Alemania. Luego me han preguntado si Alemania es más pequeña que Méjico o Estados Unidos. ¿Oís bien? ¿Qué geografía enseñan en este país de mierda?

—La indignación de Rhomberg me recuerda la del sabio geógrafo Paganal en Los hijos del capitán Grant cuando descubre que los ingleses en sus colonias han enseñado la geografía de tal manera que los nativos creen que todo el mundo es británico. La óptica del colonizador y la óptica del colonizado. Cuando se trabaja para una multinacional el mundo adquiere otras divisiones geográficas. Yo podría dibujar un mapa continuo extendido por los cuatro continentes a partir de la expansión de la Petnay. Un director general de la sección británica me lo explicó un día: Cuando un ejecutivo de la Petnay se tira un pedo en Calcuta, el olor llega a Chelsea. Yo pensé que sería al revés. Cuando un ejecutivo se tira un pedo en Chelsea, seguro que lo huelen en Calcuta. Usted no sabe lo que es una multinacional como la Petnay. Reúne más información que un Estado y dispone de tantos resortes políticos como el Departamento de Estado. Imperio Petnay. Capital: San Francisco.

—¿No está en Londres la central de la Petnay?

—Ésa es la central vistosa, la central que se enseña. Pero la verdadera está en San Francisco.

Rhomberg miró de reojo a Jaumá reconviniéndole, pero Jaumá observaba el paisaje fugitivo como si de él emanara el texto de su discurso.

—Es un alivio hacer un viaje de placer en compañía de un inspector de ideología socialista y de un compatriota inteligente. ¿Sabía usted que los españoles somos los mejores capataces del mundo? ¿Duda usted de que ésa sea nuestra misión en el mundo del futuro?

—Cuando yo era más joven creía que los españoles sólo podíamos ser víctimas o verdugos. Lo de capataces se me escapa.

—Pues no hay duda. La historia de la emigración económica y política de España está llena de capataces. Desde el siglo XIX. Emigrados políticos y económicos han nutrido Europa y América de excelentes capataces. Mi padre se exilió en 1939 y fue capataz forestal en el sur de Francia hasta que tuvo que escapar de los alemanes. De Dieter y sus muchachos.

El gruñido de Dieter demostró una desaprobación rutinaria, como si respondiera a una broma ya muy repetida.

—Es curioso. Mi padre también se exilió en 1939 y también llegó a capataz de unas canteras cercanas a Aix-en-Provence.

—¿Lo ve? Y yo tengo una explicación. En parte conecta con su teoría de la división entre víctimas y verdugos. Los españoles víctimas están dotados para ser capataces en países extraños. Tienen el miedo del perdedor y la voluntad del superviviente, la dureza del que no puede volver atrás. Yo mismo. Yo soy un capataz y Dieter un inspector de capataces.

—¿Es usted un perdedor, un superviviente, un hombre que no puede volver atrás?

—Yo diría que sí. Casi todos los de mi promoción de la Facultad de Derecho, o son abogados laboralistas a punto de merecer diez líneas en la Enciclopedia Soviética, o son abogados de postín social y económico. Yo fui un vagabundo que no se quedó para «defender a la clase obrera», ni para hacer una carrera social brillante. Tengo instinto de superviviente y he conseguido un puesto de capataz en la multinacional más poderosa del mundo. No puedo volver atrás. Significaría volver a empezar, sacar a los niños de un colegio con árboles donde aprenden el francés hasta los diez años y el inglés a partir de los once, dejar de ser socio del club de golf, perder la amarra y el yate de quince metros. ¿Qué harían sin mí el Reclús y el Quimet?

—¿Quién?

—El Reclús y el Quimet son los dos marineros que he contratado para mi barco. Lo tengo en el puerto de L’Estartit y apenas si lo utilizo para irme a comer un bocadillo de jamón en las islas Medas, a las que se puede llegar perfectamente a remo, incluso a nado.

La primavera multiplicaba las flores asomadas sobre las bajas cercas que enmarcaban las casas de un supuesto estilo californiano. Casas de madera oscura, con el sello de singularidad en oposición a los barrios enteros de chalets prefabricados que habían dejado atrás antes de adentrarse en Carmel Street. Eucaliptos, naranjos, Limoneros configuraban un marco casi mediterráneo de no ser por la luz más nórdica, más delimitadora de los contornos. A Carvalho aquel paisaje descendiente hacia las largas playas de arenas blancas le parecía un ejercicio imitativo comparable al del champán o el vino norteamericano y el ejercicio se desvirtuaba totalmente cuando aparecía la playa y el mar, ambos sin límites, de un azul continuo y vivo, mediantes unas olas rítmicas y rodantes que en verano se convertirían en móviles pistas para el surf. Incluso la pulcritud del escenario impedía la consumación de la suplantación. Pulcras las arenas sin mácula de papel entregado al viento, pulcros los parterres de ducha diaria y los anglosajones blancos como la arena, siempre disfrazados de ir por la vida sin disfraz.