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CHARO desnudó las pupilas, lo único que tenía tapado.

—¿Son horas de dormir?

Como en un acto reflejo, la muchacha tiró de una sábana para cubrirse, pero ya Carvalho corría la cortina de un tirón y la luz de abril se apoderó de la habitación.

—¡Bestia! ¡Me hacen daño los ojos!

De un saltito abandonó Charo la cama. Se metió en el cuarto de baño no sin antes haberle pegado a Carvalho un puñetazo en el estómago.

—No puedo esperar a que salgas. —En seguida estoy.

—Ya me sé el rollo. Te dejo sobre la mesilla una foto y quisiera que recordaras primero si ha sido cliente tuyo o si puedes preguntárselo a alguna colega. Pero, insisto, colegas tuyas.

—¿Y qué soy yo, Pepiño, amor mío?

Carvalho se inclinó hacia la puerta parlante para darle un suave puñetazo y contestar:

—Una puta cara de teléfono.

—Gracias, Pepiño. Eres muy amable.

—Si descubres algo estaré en el despacho hasta la una, luego me daré una vuelta por los billares. Comeré en el Amaya.

No quiso quedarse a oír las explicaciones o preguntas de Charo. Ganó la calle con ganas de recuperar la soleada mañana y llegar cuanto antes a las Ramblas. Se dejó llevar por la pendiente hasta el puerto, donde la luz de abril se adueñaba definitivamente de la ciudad. Si permanecía quieto, el sol le calentaba la chaqueta excesivamente invernal y sentía el cuerpo como recocido y ansioso de frescores. Lleno de calor y de luz inició el remonte de las Ramblas como un animal que hubiera repostado energía de mar, aire y luz, y con empuje subió de dos en dos los escalones de madera del caserón en otro tiempo casa de putas de Madame Petula y en la actualidad compartimentada colmena de despachos de industrias menores: fabricantes de colonia por lo libre, abogado de vicetiples y pequeños hampones, un gestor, un periodista ansioso de hundirse en los fondos del Barrio Chino para escribir una novela de realismo urbano, una vieja callista, una modista, una minipeluquería para dientas habituales desde la Exposición de 1929, algún que otro estudio habitado por pelotaris del frontón Colón y chicos del conjunto Barcelona de Noche. El despacho de Carvalho era un pequeño apartamento de unos treinta metros cuadrados: un despacho propiamente dicho, verdoso, con muebles de oficina de los años cuarenta; una pequeña cocina con nevera y un retrete. Al cuidado del despacho estaba Biscuter, ex compañero de cárcel de Carvalho. El detective nunca había sabido su nombre. Durante años de vez en cuando se decía: He de preguntarle cómo se llama. Pero el uso continuado de Biscuter cumplía la función y le desmemoriaba. Obseso por los coches ajenos, Biscuter había sido culito de cárcel durante quince años de larga adolescencia: de los quince a los treinta. Pequeñísimo, con cabeza de hijo de fórceps, de cómica calvicie con los parietales llenos de rubia vegetación hirsuta, pómulos colorados sobre un rostro harinoso, gruesos labios rosas caídos, ojos de pescado hervido, estaba orgulloso de su nervio, de su vitalidad cotidianamente puesta a prueba en el servicio de Carvalho. Se encontraron en la calle a pocas manzanas de la Modelo. Biscuter le pidió cinco duros.

—Para coger el autobús, jefe. He perdido la cartera.

—Te la va a devolver la policía como te vea merodeando por aquí, Biscuter. ¿No me reconoces?

—¿A ver? ¡Hosti!… ¡El estudiante!

Así llamaban los delincuentes comunes a Carvalho durante su encarcelamiento. Invitó a comer a Biscuter y recordaron los platos que habían conseguido guisar en la cárcel de Lérida mediante un escobillómetro hecho con una gran lata de tomate y otra más pequeña de pimientos morrones llena de alcohol de quemar y mecha de gasa.

—¡Hasta una bullabesa de chatka hizo usted, jefe!

Desde que Carvalho saliera de la cárcel, la historia de Biscuter era una lista de entradas y salidas. Se le quitó el vicio de robar coches, pero no los antecedentes, y en cualquier redada caía un Biscuter desempleado, víctima de la Ley de Vagos y Maleantes.

—Si encontrara un trabajo.

—¿Te importa trabajar conmigo? Cuidas un despacho pequeño. De vez en cuando me haces el café o una tortilla de patatas, que es lo tuyo.

—¡También sé hacer la bechamel, jefe!

—Bueno, me arriesgaré a probarla. Puedes dormir en el despacho, te pago la comida y te doy dos o tres mil pesetas al mes para tus gastos.

—Y un certificado para que no me enchironen otra vez.

—Y un certificado.

Biscuter no se había movido desde entonces del pequeño mundo ramblero del detective. En ocasiones colaboraba en alguna de sus investigaciones instrumentalizando su aspecto de infeliz.

—Le tengo el café a punto, jefe… Brrrr… Brrrr…

Biscuter se acompaña de sonidos de motocicleta de 750 centímetros cúbicos. Especializado en el robo de coches grandes para lucirlos por Andorra, Biscuter de sus pasados esplendores sólo conservaba el lenguaje. Cuando era feliz sus labios parecían un tubo de escape a todo gas y cuando era infeliz, cuando quería indicar que algo había salido mal, el Brrrr… Brrrr… se convertía en un triste, desalmado piffff… piffff… piffff…

—Ponme un tazón casi lleno y luego echa un vistazo a ver si está el Bromuro.

—A la orden, jefe… Brrrrr… Brrrrr…

Biscuter conocía la temperatura del café que aceptaba el delicado paladar de Carvalho, nada amante de las bebidas bullientes. El detective bebió lentamente la taza mientras concertaba la conferencia telefónica con San Francisco. Dieter Rhomberg probablemente no estaba en la ciudad, pero por la noche tenía una cena de negocios en el Fairmont. La estampa del restaurante rodante del último piso del Fairmont, con el bufet escandinavo y las camareras a medio camino entre el disfraz de walkiria y el de chica de conjunto de una comedia musical envejecida, rodó por los ojos de la memoria de Carvalho. Se veía a sí mismo subiendo al ascensor exterior que le encaramaba sobre la ciudad y desvelaba paulatinamente el misterio de sus perspectivas, ciudad asentada sobre colinas empinadas en la que todas las rampas parecían querer suicidarse en la bahía.

—Rhomberg es un hombre muy cariñoso, a pesar de su aspecto tan cerebral. Tenía un verdadero cariño a Antonio. Él podría ayudarle —le había dicho «la muchachita de Valladolid».

—Jefe, el Bromuro ha ido al médico y ha dejado el recado de que no estaría hasta la una.

—¿Qué le pasa?

—No sé. Ha ido a hacerse un análisis de orina.

—Debe de seguir la pista del bromuro que según él nos ponen en todo lo que comemos y bebemos para que no caigamos en la lujuria.

—Algo de eso debe de haber, jefe, porque a mí no se me levanta desde hace meses.

Carvalho volvía a empuñar el teléfono:

—¿El Banco Urquijo? Con el servicio de estudios, por favor. El coronel Parra. Perdón. Pedro Parra.

A Pedro Parra le conocían en la Universidad por el coronel Parra. Estaba obsesionado con la posibilidad de montar un movimiento de resistencia antifascista en las montañas y se entrenaba todos los domingos subiendo y bajando peñascos. No desperdiciaba ocasión para hacer la vertical, la media plancha y demostrar su forma física. Concertaba las citas clandestinas en las montañas cercanas a la ciudad, siempre en lugares a donde se llegaba entre jadeos, con medio resuello empleado en mentarle a la madre y el otro medio en operaciones de la más estricta supervivencia respiratoria. De aquel coronel Parra poco quedaba. Técnico economista al servicio del Banco Urquijo, sólo el triángulo de sol, estigma de esquiador empedernido, señalaba más allá del abierto cuello de su camisa la nostalgia o la llamada de las montañas.

—Pepiño, ¿aún vives?

—Pedro, necesito tu ayuda.

—Tú tan directo como siempre. Venga.

—Necesito que me asesores sobre la Petnay, la multinacional. Negocios mundiales. En España. Lo que se sabe y lo que no se sabe.

—Léete cualquier libro sobre la caída de Allende y te enterarás de todo sobre la Petnay. Al menos en el aspecto internacional. Sobre lo de España, te puedo echar una mano. Aquí trabaja gente en lo de las multinacionales. ¿Qué pasa? ¿Vuelves a la política?

—De eso nada.

—A ver si aprovechamos la ocasión y nos vemos. Un paseíto por la montaña para recordar viejos tiempos, Ventura. —Ventura ¿qué?

—Pero ¿es que has olvidado tu «nombre de guerra»?