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CONCHA Hijar de Jaumá tenía los pechos tristes y posiblemente avenados. Lo primero se deducía de la disposición colgante, opuestos por el vértice que adoptaban como insuficientes frutas del mal colgadas de un esternón demasiado ostensible. Lo segundo podía pensarse ante la transparencia de su piel, que revelaba ríos de sangre en las sienes, las manos, los brazos. El patetismo de sus venas enramadas se completaba con el medio luto de sus ojeras de viuda, milagrosamente diseñadas por la naturaleza en un par de semanas. Había sido educada en colegios ingleses y en cuarteles españoles bajo la prudencia táctica de un general que ejerció poco como militar aunque lo fue mucho y poco como miembro de innumerables consejos de administración. Educación rica y autoritaria la de aquella muchacha que fue a Barcelona a estudiar medicina (el doctor Puigvert le había quitado una piedra a papá) y a las dos semanas había descubierto el sexo gracias al joven estudiante Jaumá y la política gracias a su amigo Marcos Núñez. De hecho ni Jaumá con el sexo ni Marcos con la política consiguieron alterar en lo fundamental a aquella señorita que sólo se comprometió con los aspectos más formales de lo uno y lo otro.

—Es absolutamente virgen. Radicalmente virgen.

Concluye Marcos Núñez su balance ya con la puerta del salón abierta de par en par y aparecida la señora Jaumá. Carvalho saborea a la mujer e imagina sus vencimientos. Hubiera sido estimulante en vida de su marido, fascinante penetrar en aquella fortaleza litúrgica donde podía ser cuestión de culto hasta el empleo de alguna que otra blasfemia liberadora.

—Me han dicho hace media hora que estabais aquí y no sé, no sé dónde tengo la cabeza.

No parece pedir compasión por su condición de viuda, sino respecto a su derecho de perder la cabeza. Cuando Carvalho es presentado, la dama le pasa revista y en un momento sabe si Carvalho en las comidas se limpia la boca con la servilleta antes de llevarse la copa a los labios y si el detective la mira como a una viuda desocupada. La comprobación de que Carvalho con toda seguridad se limpia los labios y al mismo tiempo la repasa como un animal desdeñoso pero voraz, desconcierta un tanto a la señorita viuda. Necesita refugiarse en el papel más convencional y así lo hace poniendo una cierta humedad en sus ojos, cansancio en sus manos apretadas sin fuerza y ansiedad en una voz de soprano que ha dormido poco:

—¿Ya está enterado?

—Sí. Ya sabe tanto como nosotros.

—Nos ayudará, ¿verdad? Antonio se lo merece. Era tan leal con sus amigos, más incluso que para su familia, que para mí.

—No era amigo mío. Prefiero que esto quede claro. Le traté durante unos días hace años y me pareció un tipo notable, eso es cierto. Pero no era mi amigo.

—¿Nos ayudará igual?

—Si recurren a mí profesionalmente, sí, les ayudaré.

—Tengo dinero y quiero llegar hasta el fondo. Es intolerable que haya prosperado la tesis oficial y que todos se hayan empeñado en echar tierra sobre el asunto.

—¿Quiénes?

—Desde mi padre hasta la compañía, la Petnay. Mi padre movilizó a todas sus influencias para que el hecho no trascendiera. La Petnay no quiere verse salpicada por una historia tan «turbia» y prefieren indemnizarme, aconsejándome al mismo tiempo que, por favor, no remueva las cosas. No estoy de acuerdo. Lo hago por mi marido, por su memoria, que es la memoria que heredarán mis hijos.

Según le había contado Marcos en el trayecto desde Vallvidrera, Concha Hijar había llegado a militar políticamente en la Facultad de Medicina. Pero a sus cuarenta años hablaba como hubiera hablado su madre a los cuarenta años, como esperaba que hablase su hija a los cuarenta años.

—No repare en gastos.

—No repararé. Mi tarifa es de dos mil pesetas diarias, con un tope negociable de sesenta días. En casos en que hay un litigio entre compañías aseguradoras, suelo cobrar un tanto por ciento de lo que finalmente cobra mi cliente. Pero según insinúa usted no ha habido problemas ni con el seguro ni con la compañía.

—No.

—En ese caso quiero además del sueldo diario una prima de cien mil pesetas si resuelvo el caso dentro de estos sesenta días. —¿Cuándo empezará?

—Ahora. Aquí. Con usted. Dígame, sinceramente, ¿tenía algún lío su marido que pudiera convertirle en blanco de una venganza?

—Aunque no lo parezca, también las mujeres somos las últimas en saberlo. Antonio era muy juguetón y parecía como si se lo fuera a comer todo con los ojos. Pero a la hora de la verdad, nada de nada. Se gastaba toda la pólvora en salvas. Tenía fama de mujeriego porque siempre hablaba de mujeres, con mujeres y en aquel tono: serás mía, no te resistas, vete al dentista y que te quite los dientes de delante… etc., etc. ¿A que le suena? Era previsible. No hablaba de otra cosa. Pero del dicho al hecho.

—Cuando usted expuso sus reservas sobre el dato del olor a perfume, ¿qué le contestó la policía?

—Prefiero olvidarlo. No se caracterizó precisamente por su delicadeza.

—No lo olvide y dígamelo.

—Repugnante. «Tipos así, señora, y usted perdone, tienen las chaladuras más increíbles. Hay quien se hace pegar, quien se hace… en fin… aguas mayores y menores. ¿Por qué no iba su marido a tener la manía de empaparse en perfume?».

—Según el forense ¿había hecho el acto sexual aquella noche?

—Había ciertas pruebas de eyaculación, pero no podía determinarse si como consecuencia de una simple excitación imaginativa o de pasar a mayores. Al no encontrar los calzoncillos, ha sido más difícil determinarlo.

—¿Y las bragas?

—¿Qué quiere decir?

—¿Cómo eran?

—No lo sé. No lo pregunté. Comprenda. Me dijeron: son unas bragas de mujer, y ya está.

—Necesito saber cómo eran.

—No lo entiendo. ¿El modelo?

—No. Sobre todo si eran usadas o no, es decir si cuando se las metió en el bolsillo o se las metieron acababan de ser usadas o estaban limpias o eran nuevas, por estrenar.

—¿Y cómo me entero yo de eso?

—Su abogado. Su padre. O aquí el amigo.

Marcos Núñez parece haberse desentendido del asunto y olisquea más que mira los libros de las estanterías. Un comedor-living donde caben veinte parejas bailando el rock, pero que nunca albergará a veinte parejas bailando el rock. Cuadros de firmas todavía aventuradas: Artigau, Llimós, Jové, Viladecans y uno ya en las puertas de la consagración, un Guinovart de 800.000 pesetas. Decoración clásica para sentarse y de vanguardia para iluminarse, cocodrilito disecado y mobil pop art. Ni una partícula micromilimétrica de polvo. Al salón llega el ruido marchoso de una criada que recorre el pasillo sobre bayetas enceradoras del parquet de roble. La señora viuda de Jaumá trata de imaginar unas bragas que no son suyas. Carvalho trata de imaginárselas puestas sobre las patrias más exactas de cualquier cuerpo de mujer.