LA CENA en Aliotto tuvo un tercer personaje: Rhomberg, el inspector general de la Petnay en Estados Unidos. Carvalho llegó al Fisherman’s Wharf sobre el tranvía de juguete de Power Street y con tiempo suficiente como para perderlo por las aceras llenas de voceadores de revistas underground, cantantes folk, melenudos técnicos en las más inútiles y baratas artesanías: hacedores de collares con pipas de girasol, joyeros de latón, poetas de ciclostil, pintores de la media luna que navegaba más allá de la Golden Gate como dispuesta a una voluntaria zozobra. Carvalho alejó la tentación de tomarse un cucurucho de cangrejo cocido como aperitivo porque presentía su estómago en tensión para la aventura de cenar en serio. Tenderetes rodantes ofrecían al paseante papelinas llenas de mariscos, a manera de consuelo por no poder entrar en los grandes restaurantes que les respaldaban o a manera de reclamo para que el transeúnte pasara a mayores. Carvalho no tuvo tiempo de vacilar. De un taxi bajó Jaumá en compañía de un evidente alemán. Nada más poner el pie en el suelo Jaumá sorprendió hasta a los mismísimos hippies con un histriónico aspaviento y el grito:
—¡Carvalho! ¡Por la langosta hacia Dios!
También la presentación del alemán llevaba la rúbrica de Jaumá.
—Dieter Rhomberg. El tercer hombre de la Petnay en la rama de productos que me afectan. Es decir: más poderoso que Franco. Esta noche nos invita.
—¿Yo?
El alemán estaba más sorprendido que molesto.
—Hay que celebrar la victoria de los tuyos. Rhomberg a pesar de ser un jodido manager es socialista y de izquierdas. Apoya el ala «juso» de la SPD.
—Supongo que a tu amigo esto le interesará muchísimo —exclamó el alemán entre civilizado y exasperado.
—Mi amigo es de la CIA.
El estómago de Carvalho dio un vuelco en su caverna. En los ojos de Jaumá leyó la broma, pero la cosa ya estaba dicha.
—Sí, de la CIA. ¿Qué puede ser si no un gallego que viaja regularmente entre Las Vegas y San Francisco?
—Croupier.
—Eso es. Un croupier de la CIA.
—¿Por qué necesariamente de la CIA?
—Porque en España la CIA sólo recluta gallegos. Lo he leído en el Reader’s Digest.
Jaumá reía su propio chiste y les empujaba hacia el Aliotto.
—¡Por la langosta hacia Dios! ¡Por la langosta, la patria y la justicia!
Media hora después seguía sin aparecer la sopa de ostras y la langosta al Thermidor que Jaumá había más elegido que aconsejado como menú. En ese tiempo bebieron dos botellas de Ries luig helado mientras Jaumá y Rhomberg se enzarzaban en una tecnificadísima discusión sobre la situación del mercado norteamericano y la necesidad de adaptar el estuchado de algunos productos a las claves del gusto adivinadas en los escaparates de San Francisco.
—Aún me reservo el juicio definitivo hasta ver las tiendas de Hollywood. En un par de calles al pie de Beverly Hills está la concentración de tiendas de lujo más importante del mundo. Por encima de París y Nueva York.
—¿Qué fabrica la Petnay?
—Perfumes, licores, productos farmacéuticos.
Cuando pareció que el alemán no continuaba, Jaumá siguió la lista por su cuenta.
—Aviones de caza y bombardeo, sistemas de comunicación de altísima tecnología, de altísima «sofisticación» como dice la jerga especializada, papel, revistas, diarios, políticos, revolucionarios… todo eso fabrica la Petnay. Hasta la langosta que vamos a comer nos puede ser de la Petnay si es congelada. Tiene una de las redes pesqueras más importantes del mundo: consorcios en Japón, Groenlandia, USA, Senegal, Marruecos. En este restaurante, por ejemplo, todo puede ser de la Petnay, desde los vinos franceses falsificados en California hasta Herr Rhomberg o yo.
La sopa de ostras en opinión de Jaumá era de sobre. De lata, corrigió Carvalho.
—No hay sopa de ostras de sobre.
Carvalho y Jaumá se abstuvieron de tomar vino acompañando la sopa, según mandan los cánones; en cambio, Rhomberg se despachó una botella él solo, a vaso de vino blanco helado por cucharada de sopa. Jaumá justificó haber pedido langosta a la Thermidor porque era la fórmula culinaria que mejor disimulaba lo insípido de las langostas yanquis.
—Grandes pero sin sabor. Usted, Carvalho, será mi invitado en mi finca de Port de la Selva, en la Costa Brava. Hay que ir a la subasta de Llansá y allí se ven unas langostas vivas, rojas, no muy grandes, auténticamente pescadas, no de vivero, langostas rabiosas a las que hay que trocear con cuidado para… ¿A que no sabe usted para qué, Carvalho?
—Para que no pierdan el agua interior, es decir, la sangre. Es su principal sabor. También hay que quitarles el intestino de una pieza. Sale fácilmente tirando desde la cloaca que está en la aleta central del timón.
—¡Asombroso!
Reía el alemán, al que el vino blanco producía el efecto de ponerle la cara al rojo vivo.
—¡La gastronomía y las mujeres nos han salvado de la desesperación franquista!
Gritó Jaumá ante la sorpresa general. Jaumá repitió su grito en inglés dirigiéndose a la mesa más poblada: cuatro matrimonios blanquinosos, ellos con trajes príncipe de Gales verde y ellas vestidas como Piper Laurie en Su Alteza el Ladrón. Rhomberg ya estaba lo suficientemente borracho como para no sentirse incómodo. Dio varios vivas al socialismo y brindó por la próxima caída de Franco.
—Parece mentira que los españoles lo hayan aguantado tanto. La quejosa observación iba dirigida a Carvalho.
—Preocúpense ustedes del centinela de Occidente que tienen en casa: Willy Brandt.
—¿Qué tienen que decir ustedes de Willy? Los españoles no pueden criticar a nadie. ¡Aguantar a Franco treinta años!
—Ustedes nos lo dejaron como reliquia, ustedes hicieron posible que ganara la guerra.
Carvalho estaba molesto consigo mismo. Odiaba las actitudes apasionadas. La tendencia masoquista de los hombres y los pueblos fuertes hizo que el alemán agachara las orejas y Jaumá, borracho y lúbrico, se puso de pie sobre su cadáver gritando:
—¡Esta noche nos acostaremos con quinientas mujeres! Rhomberg puede con todas ellas. ¿Ha visto usted el sexo de Rhomberg?
—No tengo el gusto.
—Yo se lo he visto en una playa de Mikonos que se llama Super Paradise. Pasamos juntos las vacaciones de verano, con familias incluidas. Por donde Rhomberg pasa no vuelve a crecer la hierba.
Rhomberg reía con el color del rubor sumado al del vino.
—Paga la Petnay. Vamos a buscar quinientas chicas. Cuatrocientas noventa para Rhomberg, cinco para usted, Carvalho, y cinco para mí. Hay que buscar mujeres con los dientes delanteros rotos para que la chupen mejor. Y si no los tienen rotos, las llevaremos a un dentista para que se los quiten civilizadamente.
Rhomberg fue seriamente amonestado por haberse dejado los habanos en el hotel. Los puros americanos son infumables, coincidían Carvalho y Jaumá. Por fortuna, en el repertorio tabaquero del restaurante figuraban unos aceptables Macanudos jamaicanos que provocaron una seria meditación de Carvalho sobre la cultura del tabaco.
—Son perfectos de elaboración, pero ni se acercan al aroma de los habanos.
—Yo creo que las elaboraciones han bajado en Cuba. El mejor tabaco cubano hoy día es el que vende Davidoff con sus etiquetas, pero las marcas tradicionales han bajado. Lo que sigue siendo incomparable es la calidad del tabaco. Este Macanudo es excelente en cuanto a consistencia, a tacto, pero huela, huela, Carvalho. No huele a nada.
Después pasaron a la elección de la copa. Rhomberg se fue a por un whisky etiqueta negra, pero Carvalho y Jaumá optaron por un Marc de Borgoña el primero y de Champagne el segundo. Se fueron encaramando por la noche, y con los años Carvalho sólo recordaría que horas después abrió los ojos en una habitación almohadillada en la que Jaumá jugueteaba con tres negras desnudas, Rhomberg dormía junto a una muchacha blanca que se cortaba las uñas, las piernas cruzadas, los senos casi apoyados sobre las rodillas. Carvalho tenía una mujer debajo. Ella miraba al techo y cantaba un fox lento.