COMO si los vapores de los viejos volcanes se hubieran vuelto niebla fría y húmeda, de la tierra gris cada mañana de invierno suben los vapores que empapan las viejas geometrías de las casonas que limitan Vich. Expulsada de la villa por el aliento de los primeros portales abiertos, la niebla se ceba en las casillas de adobes encalados que marcan la transición entre la vieja ciudad y su paisaje de turones grises. A estas horas de la mañana no se percibe plenamente el paisaje de antiguo desastre prehistórico, de fin del mundo limitado que alguna vez debió ocurrir en la hoy llamada llanura de Vich, un ceniciento terreno salpicado de autocontrolados cerrillos de cenizas petrificadas. Tampoco se percibe el caserío de piedra desnuda, oscura, cubierto por tejados cejijuntos no se sabe si por la lluvia o por subrayar la gravedad de una ciudad a la que uno de sus escritores locales calificó de «ciudad de los santos». Los curas aún no han salido de sus infinitas madrigueras olorosas de cera y mazapán. Las únicas propuestas humanas son payesas que bajan hacia el mercado y obreros que salen de la ciudad en busca de fábricas de embutidos y muebles, bóvilas o factorías de piedra artificial. Herramientas mismas del frío, las bicicletas zigzaguean con su luz loca, nerviosamente estudiadas por los ojos humeantes de los faros de los coches o por el iceberg de un camión del que sólo emerge la frente de inmenso animal cúbico.
La niebla no es el único obstáculo en el camino hacia el trabajo. Hay pocas posibilidades de eludir una irregular espera ante el paso a nivel y los habituales de cada mañana acogen la luz roja del semáforo como un riesgo perfectamente calculado, y asimilado. Los que van en bicicleta o moto ponen pie a tierra y conservan la moto entre piernas como si se les hubiera dormido. Los que van en coche ponen en marcha el cepillo o el aire interior para que desvele el parabrisas. Pocos son los que abandonan el tibio coche para limpiar a mano el cristal o tirar de la antena de la radio. Siempre es una sorpresa comprobar que a estas horas de la mañana hay emisoras en antena desde las que algún locutor, con la boca llena de cafés y madrugada, intenta conservar cierta capacidad de entusiasmo para vender la bondad de los discos con éxito.
¿Qué temperatura en La Coruña? Dos grados bajo cero.
¿Granada? ¿Por favor, Granada? No hay conexión con Granada.
¿Bilbao? Dos grados sobre cero y sopla viento del Cantábrico.
Ya lo han oído los hombres del mar. Malos vientos en el Cantábrico.
¿Barcelona? ¿Qué temperatura tenéis por ahí? Cuatro grados, y humedad relativa, 87%.
¿Y en Vich? Se pregunta el hombre. Seguro que por debajo de cero. Si en Barcelona están a cuatro. Se sorprende a sí mismo soplándose los dedos como cuando era niño y se echa a reír mientras le viene a la garganta una bocanada nostálgica de pan dormido empapado en café con leche. ¡Hay que ver los recuerdos! Cualquier cosa te desencadena un amontonamiento de imágenes rotas.
—Joan, no emprenyis mes i pren-te la llet[1].
Le decía su abuelo. Como él mismo podría decírselo día tras día a sus hijos, sobre todo al gandul de Oriol.
—Oriol, un dia m’acabaras la paciencia i el potaré un calbot[2].
Se echa a reír. El niño pone entonces cara de orgulloso obligado por las circunstancias y engulle la leche con perfección técnica, incluso despreciativa. Beber la leche, de mañana, con las manos adaptadas al cuenco, buscando el misterioso calor que parece subirle desde el centro de la tierra. Yo tazas de ésas no quiero, le dijo a su mujer cuando vio que había comprado una vajilla de duralex. Para la leche no las quiero. Estás cargado de cuentos. Mira, no sé por qué, pero si no me tomo la leche en tazón no me parece buena, sobre todo la leche de la mañana. La que tiene que limpiarlas soy yo y, la loza se desconcha, siempre es un nido de mierda, tú muy señorito, pero…
—S’ha acabat el bróquil! La llet en taça i no en parletn més![3]
De vez en cuando hay que sacar el genio porque si no a uno le toman por el pito del sereno. Ya sé que son manías, pero tampoco está cargado uno de tantas como para no permitirse ésta. El tazón de leche le permitía recuperar la infancia, rostros de fondo, casi imposible recuperarlos del todo. La tieta: Joan, faras tard a l’escola. El abuelo: Joan, no emprenys mes… Las luces débiles de las primeras bombillas del Valles, quince, veinticinco watios y se apagaban cuidadosamente en cuanto entraban las primeras claridades, como si se tratara de una pugna entre el fluido y los campesinos asustados ante los gastos del consumo. Ahora todo va como va. Diez luces abiertas a la vez y luego los recibos suben lo que suben. De eso no se preocupa, no, eso no son caprichos. En cambio sí que le critica porque quiere tomarse la leche en tazón. La iaia les encarecía que cerraran bien la despensa porque de noche los locutores salían del aparato de radio y se comían todo cuanto encontraban. Se puso a reír y acabó llorando. El rojo seguía abotonando la niebla y se desperezó lo suficiente como para notarse hinchado el sexo. Se lo palpó con un cierto orgullo y entonces notó que le venía un cosquilleo desde dentro. He de mear. No se oía nada que anunciara la cercanía del tren esperado y más allá del margen de la carretera se adivinaba la suficiente broza y niebla como para proteger una meada lenta y segura de las miradas de la serpiente de coches, motos, bicicletas y camiones que aguardaban el paso del tren. La amenaza del frío y la posibilidad de que el tren se presentara de pronto le hicieron provocarse una última prueba. Hizo fuerzas para orinar y luego apretó los esfínteres para contener el río oculto. Apenas si pudo y unas gotas de orina saltaron como alborozadas chispas de agua dorada sobre el sudario de los calzoncillos.
No había más remedio pues. Saltó del coche, alzó los hombros como apuntalando el cuerpo frente al peso del frío y dando saltitos que pretendía elásticos rebasó el margen y se adentró en la maleza volviendo varias veces la cabeza para calcular si podían verle los que esperaban en la carretera. El río oculto reclamaba una urgente liberación, como si disfrutara ejerciendo una coacción sádica sobre su amo-esclavo. Ya va, ya va, dijo el hombre a media voz. Sus ojos ya habían visto el lomo del tronco de un tilo y los dedos bajaban la cremallera de la bragueta. Como si buscara un cuerpo vivo, delicado y difícil de tratar, probablemente una paloma, la mano derecha se introdujo en la bragueta, buscó la ventanilla lateral del braga-slip y aferró el sexo caliente y nervudo. Sin descuidar el mirar a derecha e izquierda, adelante y atrás, el hombre tendió su apéndice cogido con dos dedos mientras los restantes le componían un techo o, mejor diríase, un palio del casi religioso recogimiento con que meaba. A medida que se liberaba de la urgencia se sentía eufórico, ya despreocupado de si miraban o no miraban. Trató de mojar el tronco según un plan preconcebido, pero sus ojos se detuvieron en una extraña forma a ras de suelo, casi hundida en la tierra, que iba delimitándose gracias a la escarpa del pipí. La punta eléctrica de la orina limpió la forma y ante los ojos progresivamente desmedidos de Joan de can Gubern apareció una mano. Los ojos permanecieron quietos un instante como tratando de racionalizar el descubrimiento, pero después se pusieron en marcha y de la mano pasaron a la embarrada manga de una chaqueta llena de brazo de hombre, a la chaqueta entera, igualmente llena de hombre, al hombre mismo, de bruces y semioculto por la tierra, la escarcha y la maleza. El sexo de Joan Gubern pendía fláccido, achicándose por el frío a una velocidad diríase que no humana. Pensó: he de gritar, pero le contuvo el ruido del tren y el recuerdo de que había dejado el coche en la carretera impidiendo el tráfico. Volvió sobre sus pasos corriendo y de mala manera se metió el pene en su cascara.