El Mare nostrum hizo otro viaje de Marsella a Salónica.
Buscó en vano Ferragut antes de partir nuevas noticias de Freya en los periódicos de París. Varios sucesos distrajeron por unos días la atención pública, y la espía quedó momentáneamente olvidada.
Al llegar a Salónica hizo discretas preguntas a sus amigos militares y marinos en los cafés del puerto. Casi todos desconocían el nombre de Freya Talberg. Los que lo habían leído en los diarios contestaban con indiferencia.
—Sé quién es: una espía que fue artista; una mujer de cierto chic. Creo que la han fusilado… No lo sé cierto, pero deben haberla fusilado.
Tenían cosas más importantes en que pensar. ¡Una espía!… Por todos lados se tropezaba con los manejos del espionaje alemán. Había que fusilar mucho… Y olvidaban inmediatamente este asunto para hablar de los azares de la guerra, que les amenazaban a ellos y a sus compañeros de armas.
Cuando Ferragut volvió a Marsella, dos meses después, ignoraba si su antigua amante estaba aún entre los vivos.
La primera tarde que encontró en el café de la Cannebière a su contertulio el viejo capitán, fue encaminando la conversación hábilmente hasta poder formular con naturalidad la pregunta que llevaba en su pensamiento: «¿Qué había sido de aquella Freya Talberg que tanto preocupaba a los periódicos antes de salir él para Salónica?…».
El marsellés tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse.
—¡Ah, sí!… ¡la espía boche! —dijo tras de una larga pausa—. La fusilaron hace unas semanas. Los periódicos han hablado poco de su muerte. Unas cuantas líneas; esas gentes no merecen más…
Tenía el amigo de Ferragut dos hijos en el ejército; un sobrino suyo había muerto en las trincheras; otro, piloto a bordo de un transporte, acababa de perecer en un torpedeamiento. Pasaba muchas noches sin dormir, pensando en la suerte de sus hijos que luchaban en el frente, y esta inquietud daba un tono duro y feroz a sus entusiasmos patrióticos.
—Bien muerta está… Era una mujer, y los fusilamientos de mujeres resultan penosos. Siempre causa repugnancia tratarlas como a los hombres… Pero, según me han contado, esta individua, con los avisos de su espionaje, contribuyó al torpedeamiento de diez y seis buques… ¡Ah, mala bestia!…
Y no dijo más, pasando a hablar de otra cosa. Todos mostraban igual repulsión al hacer memoria de la espía.
Ferragut acabó por participar del mismo sentimiento. Su cerebro se había partido con la dualidad contradictoria de todos los momentos críticos de su existencia. Odió a Freya pensando en sus crímenes. Recordaba como hombre de mar a los compañeros anónimos muertos en los torpedeamientos. Esta mujer había sido la preparadora inconsciente de muchos asesinatos… Y al mismo tiempo evocaba la imagen de la otra, de la amante que sabía retenerle con sus artificios en el viejo palacio de Nápoles, haciendo de la voluptuosa prisión el mejor de sus recuerdos.
«No pensemos más en ella —se dijo con energía—. Ha muerto… No existe».
Pero ni aun después de muerta le dejaba en paz. Su recuerdo no tardó en resurgir, adhiriéndose a él con un interés trágico.
La misma tarde que habló con su amigo en el café de la Cannebière fue a la Casa de Correos para recoger la correspondencia, que se hacía enviar a Marsella. Le entregaron un grueso paquete de cartas y periódicos. Por la letra de los sobres y los timbres postales fue adivinando quiénes le escribían: una carta única de su mujer, compuesta de un solo pliego, a juzgar por su flexible delgadez; tres muy abultadas de Toni, especie de dietarios, en los que iba relatando sus compras, sus cultivos, sus esperanzas de ver llegar al capitán; todo ello mezclado con abundantes noticias sobre la guerra y el malestar de las gentes. Además, varios pliegos de establecimientos bancarios de Barcelona dando cuenta a Ferragut del empleo de sus capitales.
De pie en la escalinata del palacio, acabó de examinar su correspondencia por la cara exterior. Era semejante a la que encontraba a la vuelta de todos sus viajes.
Iba a guardarla en los bolsillos y seguir su camino, cuando atrajo su atención un sobre voluminoso, de letra desconocida, certificado en París…
La curiosidad le hizo abrirlo inmediatamente, y vio en sus manos un verdadero fajo de hojas sueltas, un relato extenso que iba más allá de los límites de una carta. Miró el membrete impreso y luego la firma. El que le escribía era un abogado de París, y Ferragut presintió por el papel lujoso y las señas de su domicilio que debía ser un maître célebre. Hasta recordaba haber encontrado alguna vez su nombre en los periódicos.
Empezó la lectura de la primera página allí mismo, ansiando saber por qué causa le escribía el grave personaje. Pero apenas hubo pasado los ojos por algunos renglones, detuvo su lectura. Tropezó con el nombre de Freya Talberg. Este abogado había sido su defensor ante el Consejo de guerra.
Se apresuró a guardar la carta, dominando su impaciencia. Sintió la necesidad de silencioso apartamiento y soledad absoluta que experimenta un lector apasionado al adquirir un libro nuevo. Este manojo de papeles contenía para él la más interesante de las historias.
Al dirigirse a su buque, le pareció el camino más largo que otras veces. Ansiaba verse encerrado en su camarote, lejos de toda curiosidad, como si fuese a realizar una operación misteriosa.
Freya no existía. Había desaparecido del mundo de un modo infamante, como desaparecen los criminales, doblemente sentenciada, pues hasta su recuerdo era repelido por las gentes; y Ferragut, dentro de unos momentos, iba a hacerla resurgir como un fantasma en la casa flotante que ella había visitado en dos ocasiones. Podía conocer las últimas horas de su existencia, envueltas en un misterio de desprecio; podía violentar la voluntad de sus jueces, que la habían condenado a perder la vida y a perecer después de muerta en la memoria de todos.
Con verdadera avidez se sentó ante la mesa de su camarote, poniendo en orden el contenido del sobre: más de doce hojas escritas por ambas caras y varios recortes de periódicos. En estos recortes vio el retrato de Freya, una imagen dura y confusa. La reconoció únicamente por su nombre puesto al pie: ella había sido otra mujer. Vio también el retrato de su defensor: un abogado viejo, de aspecto pulcro, con melenas blancas finamente peinadas y ojos juveniles.
Adivinó Ferragut desde las primeras líneas que el maître no podía escribir ni hablar sin hacer literatura. Su carta era un relato mesurado y correcto, en el que la emoción, por viva que fuese, se contenía discretamente, no queriendo desordenar los pliegues de un estilo majestuoso.
Empezaba explicando cómo su deber profesional le había decidido a defender a una espía. Necesitaba un abogado: era extranjera; la opinión pública, influenciada por los exagerados relatos de los periódicos sobre su belleza y sus joyas, mostraba una animosidad feroz, pidiendo su pronto castigo. Nadie quería encargarse de su defensa, y por eso mismo él la había aceptado, sin miedo a la impopularidad.
Ferragut creyó adivinar en este sacrificio un impulso de viejo galanteador, que le había hecho ir hacia Freya porque era hermosa. Además, este proceso representaba un acontecimiento parisién y podía dar cierta notoriedad novelesca a los que interviniesen en sus actuaciones.
Unos cuantos párrafos más allá, el marino se convenció de que el maître había acabado por enamorarse de su patrocinada. Esta mujer hasta en el momento de morir esparcía en torno de ella su poder de seducción.
El éxito profesional entrevisto por el abogado se disolvía a las primeras gestiones. La defensa de Freya era imposible. Lloraba por toda respuesta cuando le hacían preguntas sobre los hechos de su vida anterior, o permanecía silenciosa, inmóvil, con la mirada perdida, lo mismo que si se tratase de la suerte de otra mujer.
No necesitaban los jueces militares de sus confesiones: sabían detalle por detalle toda su existencia durante la guerra y en los últimos años de la paz. Nunca los agentes de la policía en el extranjero habían trabajado con tanta rapidez y éxito. Una buena suerte misteriosa y omnipotente los empujaba en sus pesquisas. Conocían todos los trabajos de Freya; hasta habían proporcionado datos exactos sobre su personalidad de agente secreto, el número de orden con que figuraba en la oficina directora de Berlín, el dinero que cobraba, sus informes en los últimos meses. Documentos escritos por ella misma, con una culpabilidad irrefutable, habían venido a unirse a su proceso, sin que nadie supiese de dónde eran enviados ni por quién.
Cada vez que el juez instructor ponía ante los ojos de Freya una de estas pruebas, ella miraba a su abogado desesperadamente.
—¡Son ellos! —gemía—. ¡Ellos, que desean mi muerte!
El defensor era de la misma opinión. La policía había conocido su presencia en Francia por una carta que le dirigían sus jefes desde Barcelona, torpemente desfigurada, escrita con arreglo a una clave cuyo misterio estaba descubierto por el contraespionaje francés mucho tiempo antes. Para el maître, era indudable que un poder misterioso había querido deshacerse de esta mujer, enviándola a un país enemigo como si la enviase a la muerte.
Ulises adivinó en el defensor un estado de alma semejante al suyo, la misma dualidad que le había atormentado en todas sus relaciones con Freya.
«Yo, señor —escribía el abogado—, he sufrido mucho. Un hijo mío, oficial, murió en la batalla del Aisne; otros allegados a mí, sobrinos y discípulos, han muerto luego en Verdún y en el ejército expedicionario de Oriente…».
Había sentido, como francés, una repulsión irresistible al convencerse de que Freya era una espía que llevaba causados grandes daños a su patria… Luego, como hombre, se apiadaba de su inconsciencia, de su carácter contradictorio y ligero hasta llegar al crimen, de su egoísmo de mujer hermosa y amiga del lujo, que la había hecho admitir la vileza moral a cambio del bienestar.
Atraía su historia al abogado con el interés palpitante de una novela de aventuras. La conmiseración iba tomando en él una vehemencia de enamoramiento. Además, la idea de que eran los explotadores de esta mujer los que la habían denunciado le infundía un entusiasmo caballeresco para la defensa de su causa insostenible.
La comparecencia ante el Consejo de guerra había resultado penosa y dramática. Freya, que hasta entonces parecía embrutecida por el régimen de la prisión, despertaba al verse enfrente de una docena de hombres uniformados y graves.
Su primer movimiento fue el de toda hembra hermosa y coqueta. Conocía su influencia física. Estos militares convertidos en jueces le recordaban los que ella había visto en los tés y los grandes bailes de los hoteles… ¿Qué francés puede resistirse a la atracción femenina?…
Había sonreído, había contestado a las primeras preguntas con una modestia graciosa, fijando sus ojos malignamente cándidos en los oficiales sentados detrás de la mesa presidencial y en los otros hombres con uniforme azul encargados de acusarla o de leer los documentos de su proceso.
Pero algo frío y hostil existía en el ambiente que paralizaba sus sonrisas, dejaba sin eco sus palabras y hacía opacos los resplandores de ojos. Todas las frentes se inclinaban bajo el peso de severos pensamientos; todos los hombres parecían tener en aquel instante treinta años más. No la verían tal como era por más esfuerzos que hiciese. Sus admiraciones y deseos yacían abandonados al otro lado de la puerta.
Freya adivinó que había dejado de ser una mujer y no era mas que una acusada. Otra de su sexo, una rival irresistible, lo llenaba todo, encadenando a estos hombres con un amor profundo y austero. Su instinto la hizo fijarse en la matrona blanca, de rostro grave, que avanzaba su busto vigoroso sobre la cabeza del presidente. Era la Patria, la Justicia, la República, contemplando con sus ojos vagos y sin pupila a la hembra de carne y hueso que empezaba a temblar, dándose cuenta de su situación.
—¡Yo no quiero morir!… —gritó de pronto, abandonando sus seducciones, pasando a ser una pobre criatura enloquecida por el miedo—. ¡Yo soy inocente!
Mintió con el ilogismo absurdo y descarado del que se ve en peligro de muerte; hubo necesidad de releer sus primeras declaraciones, que negaba ahora; de presentar nuevamente las pruebas materiales, cuya existencia no quería admitir; de hacer desfilar su pasado entero con el apoyo de aquellos datos irrefutables de origen anónimo.
—¡Son ellos los que lo han hecho todo!… ¡Han abusado de mí!… Ya que desean mi pérdida, voy a contar lo que sé.
El abogado pasaba ligeramente en su relato sobre lo ocurrido en el Consejo de guerra. El secreto profesional y el interés patriótico le impedían ser más explícito. Había durado el Consejo de la mañana a la noche, revelando Freya a sus jueces todo cuanto sabía… Luego, su defensor hablaba durante cinco horas, intentando establecer una especie de intercambio en la aplicación de la pena. La culpabilidad de esta mujer era indiscutible y muy grandes los males que llevaba causados. Pero debían concederle la vida a trueque de sus confesiones importantes… Además, había que tener en cuenta la inconsciencia de su carácter… la venganza de que la hacían objeto los enemigos del país…
Esperó hasta bien entrada la noche, al lado de Freya, la decisión del tribunal. Su defendida parecía animada por la esperanza. Había vuelto a ser mujer: hablaba plácidamente con él, sonreía a los gendarmes encargados de su custodia, hacía elogios del ejército… «Unos franceses, unos caballeros, eran incapaces de matar a una mujer…».
El maître no se sorprendió al ver el gesto triste y enfurruñado de los militares al salir de su deliberación. Parecían descontentos de su voto reciente y mostraban a la vez la serenidad de una conciencia tranquila. Eran soldados que acababan de cumplir su austero deber, suprimiendo todo lo que había en ellos de simples hombres. El encargado de leer la sentencia hinchó su voz con una energía ficticia… «¡A muerte!…». Freya era condenada al fusilamiento, después de una larga enumeración de crímenes: informes dados al enemigo, que representaban la pérdida de miles de hombres; buques torpedeados a consecuencia de sus avisos, en los que habían perecido familias indefensas.
La espía agitaba la cabeza al escuchar sus propios actos, apreciando por primera vez toda su enormidad, reconociendo la justicia del tremendo castigo. Pero al mismo tiempo confiaba en un bondadoso perdón a cambio de todo lo que había revelado, en una misericordia galante… por ser ella.
Al sonar la palabra fatal, dio un grito, pálida, con una palidez de ceniza, y se apoyó en su abogado.
—¡Yo no quiero morir!… ¡No debo morir!… ¡Soy inocente!
Siguió gritando su inocencia, sin dar otra prueba que el desesperado instinto de su conservación. Con la credulidad del que desea salvarse, aceptó todos los consuelos problemáticos de su defensor. Quedaba el recurso de apelar a la gracia del presidente de la República: tal vez la indultase… Y firmó esta apelación con repentina esperanza.
Consiguió el abogado suspender por dos meses el cumplimiento de la sentencia visitando a muchos de sus colegas que eran personajes políticos. El deseo de salvar la vida de su cliente le atormentaba como una obsesión. Había dedicado a este asunto toda su actividad y sus influencias personales.
«¡Enamorado!… ¡enamorado como tú!», dijo con acento de burla en el cerebro de Ferragut la voz de los consejos prudentes.
Los periódicos protestaban de este retardo en la ejecución de la sentencia. Empezó a sonar en las conversaciones el nombre de Freya Talberg como un argumento contra la debilidad del gobierno. Las mujeres eran las que se mostraban más implacables.
Un día, en el Palacio de Justicia, había podido convencerse de esta animosidad general, que empujaba a su defendida hacia los fusiles de la ejecución. La mujer encargada de guardar las togas, verbosa comadre familiarizada con el trato de los abogados ilustres, le había hecho conocer sus opiniones rudamente.
—¿Cuándo matarán a esa espía?… Si fuese una pobre mujer con hijos, de las que necesitan ganar su pan, ya la habrían fusilado… Pero es una cocota elegante y con joyas; tal vez se ha acostado con los ministros. Cualquier día vamos a verla en la calle… ¡Y mi hijo que murió en Verdún!…
La prisionera, como si adivinase esta indignación pública, empezó a considerar inmediata su muerte, perdiendo poco a poco el amor a la existencia, que le hacía prorrumpir en mentiras y delirantes protestas. En vano el maître fingía esperanzas en el indulto.
—Es inútil: debo morir… Tengo derecho a que me fusilen… He causado muchos daños… Me horrorizo de mí misma al recordar todos los delitos consignados en la sentencia… ¡Y aún hay otros que ignoran!… La soledad me ha hecho conocerme tal como soy. ¡Qué vergüenza!… Debo irme: todo lo he perdido… ¿Qué me queda que hacer en el mundo?…
«Y fue entonces, querido señor —continuaba el abogado en su carta—, cuando me habló de usted, del modo como se conocieron, del daño que le hizo inconscientemente».
Convencido de la inutilidad de sus gestiones, el maître había solicitado un último favor. Freya deseaba que la acompañase en el momento de la ejecución: esto mantendría su serenidad. Y los del gobierno prometían a su colega en el foro un aviso oportuno para que asistiese al cumplimiento de la sentencia.
Eran las tres de la madrugada y estaba en lo mejor de su sueño, cuando le despertaron unos enviados de la Prefectura de Policía. El fusilamiento iba a realizarse al amanecer: era una decisión tomada a última hora, para que los periodistas se enterasen tarde del suceso.
Un automóvil le llevó con sus acompañantes a la prisión de San Lázaro, a través de París silencioso y lóbrego. Sólo unos cuantos reverberos encapuchados cortaban con su luz macilenta la obscuridad de las calles. En la prisión se reunió con otros funcionarios de policía y muchos jefes y oficiales que representaban a la justicia militar. La sentenciada dormía aún en su celda, ignorando lo que iba a ocurrir.
Marcharon en fila por los corredores de la cárcel los encargados de despertarla, sombríos y tímidos, empujándose con su nerviosa precipitación.
Se abrió una puerta. Bajo la luz reglamentaria estaba Freya en su lecho con los ojos cerrados. Al abrirlos y verse rodeada de hombres, su cara se dilató con un gesto de espanto.
—¡Valor, Freya! —dijo el director de la prisión—. El recurso de gracia ha sido denegado.
—¡Animo, hija mía! —añadió el cura del establecimiento, iniciando el principio de una plática.
Su terror sólo duró unos segundos. Fue la ruda sorpresa del despertar, con el cerebro todavía paralizado. Al reunir sus recuerdos, la serenidad volvió a su rostro.
—¿Debo morir? —preguntó— ¿ha llegado ya la hora?… Pues bien; que me fusilen. Aquí estoy.
Algunos hombres volvieron la cabeza para ocultar sus ojos…
Tuvo que saltar de la cama en presencia de dos vigilantes. Esta precaución era para que no atentase contra su vida. Ella misma rogó al abogado que permaneciese en la celda, como si de este modo quisiera aminorar la molestia de vestirse ante unos desconocidos.
Ferragut adivinó la piedad y la admiración del maître al llegar a este pasaje de su carta. La había visto medio desnuda, preparando el último tocado de su existencia.
«¡Adorable criatura! ¡Tan hermosa!… Había nacido para el amor y el lujo, e iba a morir desgarrada por las balas, como un rudo soldado…».
Le parecían admirables las precauciones adoptadas por su coquetería para este último instante. Deseaba morir como había vivido, echando sobre su persona todo lo mejor que poseía. Por esto, al presentir la proximidad de la ejecución, había reclamado días antes sus joyas y el traje que llevaba en el momento que la detuvieron a la vuelta de Brest.
El defensor la describía con un «vestido de seda gris perla, zapatos y medias de doradillo, gabán de pieles y en la cabeza gran sombrero con plumas. Además, el collar de perlas estaba sobre su pecho, las esmeraldas en las orejas y todos sus brillantes en los dedos».
Una sonrisa triste crispó sus labios al intentar mirarse en los cristales de la ventana, negros aún por la lobreguez de la noche, y que le servían de espejo.
—Muero como un militar: dentro de mi uniforme —dijo a su abogado.
Luego, en el recibidor de la cárcel, bajo la cruda luz artificial, esta mujer empenachada, cubierta de alhajas, exhalando sus ropas un lejano perfume, recuerdo de los tiempos felices, se movió con desembarazo entre los hombres vestidos de negro y los uniformes azules.
Dos religiosas que le habían acompañado en los días anteriores parecían más impresionadas que ella. Intentaban exhortarla, y al mismo tiempo movían los párpados para repeler sus lágrimas… El cura no estaba menos emocionado. Había asistido a otros reos, pero eran hombres… ¡Ayudar a bien morir a una mujer hermosa, perfumada, centelleante de piedras finas, como si fuese a montar en su automóvil para ir a un té de moda!…
Ella había dudado una semana antes entre recibir a un pastor calvinista o un sacerdote católico. En su vida cosmopolita, de incierta nacionalidad, no había tenido tiempo para decidirse por una religión. Al fin, escogía al último, por parecerle más simple de intelecto, más comunicativo…
Varias veces interrumpió al sacerdote cuando intentaba consolarla. Parecía que fuese ella la encargada de infundir ánimo.
—Morir no es tan horrible como parece cuando se ve de lejos… Siento vergüenza al pensar en los miedos que he pasado, en las lágrimas que llevo derramadas… Resulta más simple de lo que yo creía… ¡Todos hemos de morir!
Le leyeron la sentencia, con la denegación del recurso de gracia. Después le ofrecieron una pluma para que firmase.
Un coronel le dijo que aún podía disponer de unos minutos para escribir a su familia, a sus amigos, o consignar su última voluntad…
—¿A quién escribir? —dijo Freya—. No tengo ningún amigo en el mundo…
«Entonces fue —continuaba el abogado— cuando tomó la pluma, como si la acometiese un recuerdo, y trazó unas cuantas líneas… Luego rompió el papel y vino hacia mí. Pensaba en usted, capitán: su última carta era para usted, y la dejó sin terminar, temiendo que nunca llegase a sus manos. Además, no estaba para escribir: su pulso era nervioso; prefería hablar… Me pidió que enviase a usted una carta larga, muy larga, relatando sus últimos momentos, y yo tuve que jurarle que cumpliría su encargo».
A partir de este instante, el maître había visto las cosas mal. La emoción perturbaba sus sentidos, pero vivían aún en su memoria las últimas palabras de Freya al salir de la cárcel.
—Yo no soy alemana —había dicho repetidas veces a los hombres con uniforme—. ¡No soy alemana!
Para ella, lo menos importante era morir. Únicamente le preocupaba que pudiesen creerla de dicha nacionalidad.
El abogado se vio en un automóvil con varios hombres a los que apenas conocía. Otros vehículos marchaban delante y detrás del suyo. En uno de ellos iba Freya con las monjas y el sacerdote.
Una débil claridad blanqueaba el cielo, marcando las aristas de los tejados. Abajo, en el lóbrego fondo de las calles, empezaba lentamente la circulación del amanecer. Los primeros obreros que iban hacia su trabajo con las manos en los bolsillos, las verduleras que regresaban de los mercados empujando sus carretones, volvían la cabeza con interés, siguiendo este desfile de carruajes veloces, casi todos ellos con hombres en los pescantes al lado del conductor. Pensaban en la posibilidad de una boda matinal… Tal vez eran gentes alegres que venían de una fiesta nocturna… Varias veces el cortejo detuvo su marcha, viéndose cortado por un desfile de pesadas carretas con montañas de hortalizas.
El maître, a pesar de sus emociones, fue reconociendo el camino que seguía el automóvil. En la plaza de la Nación entrevió el grupo escultórico que representa el triunfo de la República surgiendo húmedo y brillante de la bruma del amanecer; luego, la verja de la barrera; a continuación, la larga avenida de Vincennes y su histórica fortaleza.
Todavía fueron más lejos, hasta llegar al campo de tiro.
Al bajar del automóvil vio una extensa llanura cubierta de hierba y formadas en ella dos compañías de soldados. Otros vehículos habían llegado antes. Del grupo de personas descendidas se despegó Freya, dejando atrás a las monjas y los agentes que la escoltaban.
La luz del amanecer, azul y fría como los reflejos del acero, iluminaba las dos masas de hombres armados formando ancha calle. En el fondo de esta calle había un poste clavado en la tierra; más allá un furgón obscuro tirado por dos caballos, y varios hombres vestidos de negro.
El avance de la mujer fue acogido por una voz de mando, e inmediatamente empezaron a sonar tambores y trompetas en la cabeza de las dos formaciones. Hubo un ruido de fusiles: los soldados presentaban las armas. Los bélicos instrumentos lanzaron una música de gloria, el mismo toque que saluda la presencia del jefe del Estado, de un general, de la bandera desplegada… Era un homenaje a la justicia majestuosa y severa; un himno a la patria implacable en su defensa.
Pensó la espía un momento que todo este aparato era para otra. Se acordó de la mujer blanca, de fuertes pechos y ojos sin pupila, que había visto sobre la cabeza del presidente del Consejo. Pero a continuación quiso creer que el recibimiento triunfal era para ella… Marchaba entre fusiles, acompañada de trompetas y tambores, como una reina.
Su defensor la vio más alta que nunca. Parecía haber crecido un palmo, con prodigioso estiramiento. Su alma de mujer de teatro se emocionó lo mismo que cuando se presentaba en las tablas a recibir aplausos. Todos estos hombres se habían levantado en plena noche y estaban allí por ella; los cobres y los parches sonaban para saludarla. La disciplina mantenía los rostros graves y fríos, pero tenía la certeza de que la encontraban hermosa y que detrás de muchas pupilas inmóviles se agitaba el deseo.
Si algún temor le quedaba de perder la vida, desapareció bajo la caricia de esta falsa gloria… ¡Morir contemplada por tantos hombres valerosos que le rendían el mayor de los honores!… Sintió la necesidad de ser admirable, de caer en postura artística, como si estuviese en un escenario.
Fue pasando entre las dos masas varoniles, alta la cabeza, pisando fuerte, con su arrogante andar de diosa cazadora, deteniendo a veces la mirada en algunos de los centenares de ojos fijos en ella. La ilusión de su triunfo le hacía avanzar erguida y serena, lo mismo que si pasase revista a las tropas.
—¡Nombre de Dios!… ¡Qué empaque! —dijo detrás del abogado un oficial joven, admirando la serenidad de Freya.
Al llegar junto al poste, alguien leyó un breve documento: el extracto de la sentencia, tres líneas, para hacerla saber que la justicia iba a cumplirse.
Lo único que la molestó de esta rápida notificación fue el temor de que cesasen las trompetas y los tambores. Pero siguieron sonando, y su estrépito belicoso entró por sus oídos con la misma impresión reconfortante y cálida que si un vino de generosa embriaguez se deslizase por su boca.
Un pelotón de cabos y soldados —doce fusiles— se había destacado de la doble masa militar. Lo mandaba un suboficial de bigote rubio, pequeño, delicado, con el sable desnudo. Freya lo contempló un momento, encontrándolo interesante, mientras el joven evitaba su mirada.
Con un ademán de reina de escenario repelió el pañuelo blanco que le ofrecían para vendarse los ojos. No lo necesitaba. Las monjas se apartaron de ella para siempre. Al quedar sola, dos gendarmes comenzaron a atarla con la espalda apoyada en el poste.
«Dicen —seguía escribiendo el defensor— que me saludó por última vez con una de sus manos antes de que la inmovilizasen las ligaduras… Yo no vi nada. ¡No podía ver!… ¡Era demasiado para mí!…».
El resto de la ejecución lo conocía de oídas. Continuaron sonando trompetas y tambores. Freya, atada e intensamente pálida, sonrió como si estuviese ebria. El vientecillo del amanecer hacía ondear los penachos de su sombrero.
Cuando avanzaron los doce fusiles, colocándose horizontalmente a una distancia de ocho metros, todos apuntando al corazón, ella pareció despertar. Chilló con los ojos desencajados por el horror de la realidad, que se imponía de pronto. Sus mejillas se cubrieron de lágrimas. Tiró de las ligaduras con un vigor de epiléptica.
—¡Perdón!… ¡perdón!… ¡No quiero morir!
El suboficial levantó el sable y volvió a bajarlo rápidamente… Una descarga.
Freya se dobló, resbalando su cuerpo a lo largo del poste hasta quedar tendida en el suelo. Las balas cortaron las cuerdas que la sujetaban.
Su sombrero, como si adquiriese una vida repentina, había saltado de la cabeza, yendo a caer unos cuantos metros más allá.
Del piquete de fusilamiento se destacó un cabo con un revólver en la diestra. «El golpe de gracia». Sus pies se detuvieron al borde del charco de sangre que se iba formando en torno de la ejecutada. Frunciendo los labios, entornando los ojos, se inclinó sobre ella, al mismo tiempo que con el extremo del cañón levantaba los rizos caídos sobre una de sus orejas. Todavía respiraba… Un tiro en la sien. Se contrajo el cuerpo bajo un estremecimiento final. Luego quedó inmóvil, con la rigidez del cadáver.
Sonaron voces, formaron las dos compañías en columna, y al ritmo de sus instrumentos fueron desfilando ante el cuerpo de la muerta. Del lúgubre carruaje sacaron los hombres enlutados un féretro de madera blanca.
Volviendo las espaldas a su obra, la doble masa militar marchó hacía su campamento. Quedaba servida la justicia. Trompetas y tambores se perdieron en el horizonte, agrandados sus sonidos por el fresco eco de la mañana naciente. El cadáver fue depositado en aquel ataúd pobre, que más bien parecía una caja de embalaje, despojándolo antes de sus alhajas. Las dos monjas las recogieron con timidez: la muerta se las había dado para sus obras de caridad. Luego quedó cerrada la tapa, desapareciendo para siempre la que minutos antes era una mujer hermosa que los hombres no podían ver sin estremecimientos de deseo. Las cuatro tablas sólo guardaban harapos rojizos, carnes agujereadas, huesos rotos.
Marchó el vehículo al cementerio de Vincennes para que la enterrasen en el rincón de los ajusticiados… Ni una flor, ni una inscripción, ni una cruz. El mismo abogado no estaba seguro de encontrar su sepultura si alguna vez necesitaba buscarla… ¡Y así había sido el final de esta criatura de lujo y de placer!… ¡Así había ido a consumirse aquel cuerpo en un agujero anónimo de la tierra, lo mismo que una bestia abandonada!…
«Era buena —decía el defensor—, y sin embargo fue criminal. Su educación tuvo la culpa. ¡Pobre mujer!… La habían criado para vivir en la riqueza, y la riqueza huyó siempre de ella».
Luego, en sus últimas líneas, el viejo maître afirmaba melancólicamente:
«Murió pensando en usted y un poco en mí… Nosotros hemos sido los últimos hombres de su existencia».
Esta lectura dejó a Ulises en dolorosa estupefacción. ¡Ya no vivía Freya!… ¡Ya no corría el peligro de verla aparecer en su buque al tocar en cualquier puerto!…
La dualidad de sus sentimientos volvió a surgir con violenta contradicción.
«Muy bien —pensó el marino—. ¡Cuántos hombres han muerto por su culpa!… Era inevitable su fusilamiento. Hay que limpiar el mar de bandidos».
Y a la vez, el recuerdo de las delicias de Nápoles, de aquel largo encierro de harén poblado de exasperadas voluptuosidades, renació en su memoria. La veía sin ropas, con toda la majestad de su desnudez marfileña, tal como iba danzando o saltando de un lado a otro del viejo salón. ¡Y este cuerpo moldeado por la Naturaleza en un momento de entusiasmo ya no existía!… ¡Sólo era un amasijo de carnes líquidas y pestilentes jugos!…
Recordó su beso, aquel beso que espeluznaba su dorso y doblaba sus piernas, haciéndolo descender como un náufrago contento de su suerte a través de un océano de delicias… ¡Y no lo recibiría más!… ¡Y su boca, que tenía un sabor a canela, a incienso, a selva asiática poblada de voluptuosidades y asechanzas, no era en aquellos momentos mas que un orificio negro que empezaba a servir de puerta a toda la gusanería de la putrefacción!… ¡Ah, miseria!
Vio de pronto el rostro de la muerta puesto de perfil, con un ojo que se torcía hacia él graciosa y malignamente, lo mismo que Ojo de la mañana debía mirar a su dueña mientras desarrollaba sus danzas misteriosas en la vivienda asiática.
Ulises concentró su atención en la sien pálida del fantasma, cosquilleada por la caricia sedosa de sus bucles. Allí había puesto él sus mejores besos: los besos de ternura y gratitud… Pero la suave piel, que parecía hecha de pétalos de camelia, se ensombrecía ante sus ojos. Era verde obscura y manaba sangre… Así la había visto él otra vez… Y se acordó con remordimiento de su puñetazo de Barcelona… Luego se partía con un agujero profundo, de contorno anguloso, igual al de una estrella. Era el balazo de revólver, el tiro de gracia que daba fin a sus angustias de ejecutada.
¡Pobre Freya, guerrera implacable y loca de la batalla de los sexos!… Había pasado su existencia odiando a los hombres y necesitándolos para vivir, haciéndoles todo el mal posible y recibiéndolo de ellos con triste reciprocidad, hasta que al fin venía a perecer a sus manos.
No podía terminar de otro modo. Una diestra varonil había abierto este orificio por el que escapaba la última burbuja de su existencia… Y el capitán, viendo el perfil doloroso, con su sien purpúrea, pensó horrorizado que nunca conseguiría borrar de su memoria la fúnebre visión. El fantasma se achicaría, haciéndose invisible, para engañarle y resurgir luego en todas sus horas de pensativa soledad; iba a amargar sus noches en vela, a perseguirle a través de los años lo mismo que un remordimiento.
Afortunadamente, las imposiciones de la vida real fueron repeliendo en los días sucesivos estos recuerdos tristes.
«Bien fusilada está —afirmaba interiormente su autoritarismo de hombre enérgico acostumbrado a mandar hombres—. ¿Qué hubieses hecho tú al formar parte del tribunal que la condenó?… Lo mismo que los otros. ¡Piensa en los que han muerto por ella!… ¡Recuerda lo que dice Toni!».
Una carta de su antiguo segundo, recibida al mismo tiempo que la del defensor de Freya, hablaba de los grandes crímenes que la agresión submarina estaba realizando en el Mediterráneo.
Algunos de ellos llegaban a conocerse por los náufragos que conseguían alcanzar la costa después de largas horas de lucha o eran recogidos por otros buques. Los más quedaban ignorados en el misterio de las olas. Eran torpedeamientos «sin dejar rastro», barcos que se iban a fondo con todos sus tripulantes y pasajeros, y sólo meses después dejaban entrever una parte de la tragedia, cuando la resaca depositaba en la costa muchos cuerpos de imposible identificación, sin papeles, sin rostro humano.
Casi todas las semanas contemplaba Toni algunos de estos hallazgos fúnebres. Los pescadores veían al amanecer cadáveres que volteaban en la playa, donde el agua muere sobre la arena, descansando unos segundos en el suelo húmedo, para ser arrebatados a continuación por una ola más fuerte. Al fin, incrustaban sus espaldas en la tierra, manteniéndose inmóviles, mientras huían de sus ropas y sus carnes enjambres de peces pequeños volviendo al mar en busca de nuevo pasto. Los carabineros descubrían entre las rocas cuerpos destrozados en actitudes trágicas, con los ojos vidriosos casi fuera de sus órbitas.
Muchos de ellos eran reconocidos como soldados por los andrajos que revelaban un antiguo uniforme o las chapas de identidad fijas en sus muñecas. Pertenecían a Francia. Las gentes de la costa hablaban de un transporte que había sido torpedeado viniendo de Argel… Y revueltos con los hombres se iban encontrando cadáveres de mujeres desfiguradas por la hinchazón, hasta el punto de que sólo por algunos detalles era posible adivinar su edad: madres que tenían arqueados sus brazos como si guardasen con un último esfuerzo el hijo desaparecido; muchachas cuyo pudor virginal había sido violado por el mar, mostrando sus piernas desnudas, tumefactas, verdosas, con profundos mordiscos de peces carniceros. La marina dilatación hasta había arrojado el cuerpo de un niño de pocos años sin cabeza.
Era más horrible, según Toni, contemplar este espectáculo desde tierra que yendo en un buque. Los que navegan no pueden ver las últimas consecuencias de los torpedeamientos lo mismo que los que viven en la orilla, recibiendo como un regalo de las olas este continuo envío de víctimas.
Terminaba el piloto su carta con las súplicas de siempre: «¿Por qué te empeñas en seguir en el mar?… Deseas una venganza que es imposible. Eres un hombre solo, y tus enemigos son millones… Vas a morir si persistes en desafiarlos. Ya sabes que te buscan hace tiempo, y no siempre conseguirás librarte de ellos. Recuerda lo que dice la gente: “¡Quien ama el peligro…!”. Desembarca; vuelve con tu mujer o ven con nosotros. ¡Tan rica vida que podrías llevar en tierra!…».
Por unas cuantas horas, Ferragut fue de la opinión de Toni. Su empeño temerario forzosamente había de terminar mal. Los enemigos le conocían, le acechaban; eran muchos frente a él, que vivía solo en su buque, con una tripulación de hombres de distinta nacionalidad. Nadie lloraría su muerte, aparte de los pocos que le amaban. No pertenecía a ninguno de los pueblos en guerra: era una especie de corsario imposibilitado de atacar. Menos aún: un mercante que hacía transportes al amparo de una bandera neutra. Esta bandera no engañaba a nadie. Sus enemigos conocían el buque, buscándolo con más empeño que si procediese de las marinas aliadas. En su mismo país, muchas gentes que simpatizaban con los Imperios germánicos celebrarían alegremente la desaparición del Mare nostrum y su capitán.
La muerte de Freya había influido en su ánimo más de lo que él se imaginaba. Tuvo fúnebres presentimientos: tal vez su próximo viaje fuese el último.
«¡Vas a morir! —gritó en su cerebro una voz angustiosa—. Morirás muy pronto si no te retiras del mar».
Y lo más raro para Ferragut fue que este consejo se lo dio la voz de las locas aventuras, la que le lanzaba en los peligros por el gusto de desafiarlos, la que le había hecho seguir a Freya aun después de conocer su vil profesión.
En cambio, la voz de la cordura, siempre prudente y mesurada, mostró ahora una tranquilidad heroica, hablando lo mismo que un hombre de paz que estima sus compromisos superiores a su vida.
«Calma, Ferragut; has vendido tu buque con tu persona y te han dado millones. Debes cumplir lo que prometiste, aunque en ello te vaya la existencia… El Mare nostrum no puede navegar sin un capitán español. Si tú lo abandonas, tendrás que buscar otro capitán. Huirás por miedo y pondrás en tu sitio a un hombre que desafíe a la muerte por mantener a su familia. ¡Gloriosa hazaña!… Tú, mientras tanto, estarás en tierra, rico y seguro… ¿Y qué vas a hacer en tierra, cobarde?».
Su egoísmo no supo qué contestar a tal pregunta. Recordaba con antipatía su existencia de burgués allá en Barcelona, antes de adquirir el vapor. Él era un hombre de acción, y sólo podía vivir ocupado en empresas arriesgadas.
Iba a aburrirse en tierra, y al mismo tiempo se consideraría disminuido, exonerado, lo mismo que el que desciende a una situación inferior en un país de jerarquías. El capitán de vida novelesca iba a quedar convertido en un propietario de casas, sin conocer otras luchas que las que sostuviese con sus inquilinos. Tal vez, por huir de una existencia vulgar, dedicase su fortuna a la navegación, único negocio que conocía bien. Se haría naviero, adquiriendo nuevos barcos, y poco a poco, por la necesidad de vigilarlos de cerca, acabaría reanudando sus viajes… ¿Para qué abandonar, pues, el Mare nostrum?
Sintió que se realizaba en su interior una profunda revolución moral al preguntarse con angustia qué es lo que había hecho hasta entonces.
Le pareció un desierto toda su existencia anterior. Había vivido sin saber por qué ni para qué, amontonando peligros y aventuras sólo por el gusto de salir victorioso. Tampoco sabía con certeza qué es lo que había deseado hasta entonces. Si era dinero, había afluido a sus manos en los últimos meses con una abundancia exorbitante… Ya lo tenía, y no por ello era feliz. En cuanto a gloria profesional, no podía desearla mayor. Su nombre era célebre en todo el Mediterráneo español; hasta los hombres de mar más rudos e intratables confesaban su mérito.
«¡Quedaba el amor!…». Pero Ferragut torció el gesto al pensar en él. Lo había conocido, y no deseaba encontrarlo otra vez. El amor suave de una buena compañera, capaz de iluminar la última parte de su existencia con una luz discreta, acababa de perderlo para siempre. El otro, apasionado, voluptuoso, novelesco, que da a la vida el rudo interés de los conflictos y los contrastes, le había dejado sin deseos de recomenzar.
La paternidad, más fuerte y duradera que el amor, podía haber llenado el resto de sus días, de no haber muerto su hijo… Le quedaba la venganza, la dura tarea de devolver el mal a los que tanto mal le habían hecho; pero ¡era tan débil para luchar con todos ellos!… ¡Resultaba tan pequeña y egoísta esta finalidad comparada con otros entusiasmos que arrastraban al sacrificio en aquellos momentos a grandes masas de hombres!…
Mientras pensaba esto, una frase oída por él no recordaba dónde, formada tal vez con los residuos de antiguas lecturas, empezó a cantar en su cerebro: «Una vida sin ideal no vale la pena de ser vivida».
Ferragut asintió mudamente. Era verdad: para vivir se necesita un ideal. Pero ¿dónde encontrarlo?…
Vio de pronto en su memoria a Toni lo mismo que cuando pretendía expresar sus confusos pensamientos. Con todas sus credulidades y simplezas, lo consideraba ahora superior a él. Tenía un ideal a su modo; se preocupaba de algo más que sus egoísmos: quería para los otros hombres lo que consideraba bueno. Y defendía sus convicciones con el entusiasmo místico de todos los que en la Historia intentaron imponer una creencia; con la fe de los guerreros de la Cruz y los del Profeta; con la tenacidad de los inquisidores y de los jacobinos.
Él, hombre de razón, sólo había sabido burlarse de los entusiasmos generosos y desinteresados de los otros hombres, encontrando inmediatamente su parte flaca, su falta de adaptación a las realidades del momento… ¿Con qué derecho reía de su piloto, que era un creyente y soñaba, con la pureza de un niño, en una humanidad libre y feliz?… ¿Qué podía oponer él a esta fe, aparte de sus burlas estúpidas?…
La vida se le apareció bajo una nueva luz, como algo serio y misterioso que exigía un peaje, un tributo de esfuerzo a todos los seres que transitan por ella, dejando a sus espaldas la cuna y teniendo la fosa como posada terminal.
Nada importaba que los ideales pareciesen falsos. ¿Dónde está la verdad verdadera y única?… ¿Quién puede demostrar que existe y no es una ilusión?…
Lo necesario era creer en algo, tener esperanza. Las multitudes no se habían movido nunca al impulso de razonamientos y críticas. Sólo se lanzaban adelante cuando alguien hacía nacer en ellas ilusiones y esperanzas. Podían los filósofos buscar inútilmente la verdad a la luz de sus razonamientos. El resto de los hombres preferiría siempre las quimeras ideales, que se transforman en poderosos móviles de acción.
Todas las religiones se desmenuzaban al sufrir un frío examen, y sin embargo producían santos y mártires, verdaderos superhombres de la moral. Todas las revoluciones resultaban defectuosas e ineficaces al quedar sometidas a una revisión científica, y no obstante habían engendrado los mayores héroes individuales, los más asombrosos movimientos colectivos de la Historia.
«¡Creer!… ¡Soñar! —seguía cantando en su cerebro la voz misteriosa—. ¡Tener un ideal!…».
No se podía vivir, como los cadáveres de los magnates faraónicos, en una tumba lujosa, ungidos de perfumes, rodeados de todo lo que sirve para el alimento y el sueño. Nacer, crecer, procrearse y morir no bastaba para formar una historia: todos los animales hacían lo mismo. El hombre debe añadir algo más que sólo él posee: la facultad de imaginarse el porvenir… ¡soñar! Al patrimonio de ilusiones legado por los hombres anteriores había que agregar una nueva ilusión o un esfuerzo para realizarla.
Reconoció Ferragut que en tiempos normales habría llegado a la muerte tal como había vivido, siguiendo una existencia monótona y uniforme. Pero los cambios violentos de ambiente resucitan las personalidades dormidas que todos llevamos dentro, como recuerdo de nuestros antepasados, en torno de una personalidad central y despierta, que es la única que ha existido hasta entonces.
El mundo estaba en guerra. Los hombres de media Europa chocaban con los de la otra media en los campos de batalla. Unos y otros tenían un ideal místico, afirmándolo con violencias y matanzas, lo mismo que habían hecho todas las muchedumbres movidas por una certidumbre religiosa o revolucionaria aceptada como única verdad…
Pero el marino reconoció una profunda diferencia en las dos masas luchadoras del presente. Una colocaba su ilusión en el pasado, queriendo rejuvenecer la soberanía de la fuerza, la divinidad de la guerra, y adaptarlas a la vida actual. Lo otra muchedumbre preparaba el porvenir, soñando un mundo de democracias libres, de naciones en paz, tolerantes y sin celos.
Al acoplarse a este nuevo ambiente, Ferragut sintió nacer en su interior ideas y aspiraciones que tal vez procedían de una herencia ancestral. Creyó estar oyendo a su tío el Tritón cuando describía los choques de los hombres del Norte con los hombres del Sur por hacerse dueños de la capa azul de Anfitrita. Él era un mediterráneo, y porque la nación en cuyo borde había nacido se desinteresase de la suerte del mundo no iba a permanecer indiferente.
Debía continuar donde estaba. Cuanto decía Toni de latinismo y civilización mediterránea lo aceptó ahora como grandes verdades. Tal vez no fuesen exactas al ser examinadas por la razón, pero valían tanto como las certidumbres de los otros.
Iba a continuar su vida de navegante con nuevos entusiasmos. Tenía la fe, el ideal, las ilusiones que forman a los héroes. Mientras durase la guerra, la haría a su modo, sirviendo de auxiliar a los que peleaban, transportando todo lo necesario para la lucha. Miró con mayor respeto a los marineros sometidos a sus órdenes, gente simple que había dado su sangre sin frases y sin razonamientos.
Cuando llegase la paz, no por esto se retiraría del mar. Quedaba mucho que hacer. Empezaría entonces la guerra comercial, la áspera rivalidad por conquistar los mercados de las naciones jóvenes de América. Planes audaces y enormes se esbozaron en su cerebro. En esta guerra tal vez fuese caudillo. Soñó con la creación de una flota de vapores que llegasen hasta las costas del Pacífico; quería aportar su concurso al renacimiento victorioso de la raza que había descubierto la mayor parte del planeta.
Su nueva fe le hizo ser más amigo del cocinero del buque, sintiendo la atracción de sus inconmovibles ilusiones. De vez en cuando se divertía consultándole sobre la suerte futura del vapor; quería saber si los submarinos le inspiraban miedo.
—No hay cuidado —afirmaba Caragol—. Tenemos buenos protectores. El que se ponga ante nosotros está perdido.
Y mostraba a su capitán las estampas y tarjetas postales clavadas en las paredes de la cocina.
Recibió Ferragut una mañana la orden de partir. Por el momento, iban a Gibraltar para recoger la carga de un vapor que no había podido seguir su navegación. Del estrecho tal vez hiciesen rumbo a Salónica una vez más.
Nunca emprendió un viaje con tanta alegría el capitán del Mare nostrum. Creyó dejar en tierra para siempre el recuerdo de aquella mujer ejecutada, cuyo cadáver veía en sueños muchas noches. De todo el pasado, lo único que deseaba trasplantar a su nueva existencia era la imagen de su hijo. Iba a vivir en adelante concentrando sus entusiasmos y sus ilusiones en la misión que se había impuesto.
Llevó el buque directamente de Marsella al cabo de San Antonio, lejos de toda costa, por las soledades del Mediterráneo, sin pasar el golfo del León.
Un día, al atardecer, vieron los tripulantes unas montañas azuladas por la distancia: la isla de Mallorca. Durante la noche se deslizaron a lo largo del obscuro horizonte los faros de Ibiza y Formentera. Al salir el sol, una mancha vertical de color de rosa, igual a una lengua de fuego, apareció sobre la línea del mar. Era la alta montaña del Mongó, el promontorio Ferrario de los antiguos. Al pie de sus abruptos acantilados estaba el pueblo de los abuelos de Ulises, la casa en la que había transcurrido la mejor época de su niñez. Así debieron verlo de lejos los griegos de Marsilia, exploradores del Mediterráneo desierto, al llegar sobre sus naves que saltaban la espuma como caballos de madera.
Todo el resto del día marchó el Mare nostrum casi pegado a la costa. El capitán conocía este mar como si fuese un lago de su propiedad. Llevó el vapor por fondos escasos, viéndose los escollos tan cerca de la superficie, que parecía un milagro que el buque no chocase en ellos. Sólo un par de metros quedaban entre la quilla y las rocas sumergidas. Luego, el agua dorada tomaba un tono obscuro, y el vapor seguía su avance sobre enormes profundidades.
El sol del otoño enrojecía las amarillentas montañas del litoral, secas y olorosas, cubiertas de hierbas de bravos perfumes que se esparcían a largas distancias. En todos los repliegues de la costa —pequeñas ensenadas, lechos de torrentes secos o escotaduras entre dos cumbres— surgían blancas agrupaciones de caserío.
Ferragut contempló el pueblo de sus abuelos. Allí estaba Toni; tal vez les veía pasar desde la puerta de su vivienda; tal vez reconocía el buque con sorpresa y emoción.
Un oficial francés, inmóvil junto a Ulises en el puente, admiró la belleza del día y del mar. Ni una nube en el cielo; todo era azul arriba y abajo, sin otra alteración que las franjas de espuma peinándose en los salientes de la costa y los inquietos oros del sol formando un ancho camino sobre las aguas. Un rebaño de delfines triscó en torno del buque como en los cortejos de las divinidades oceánicas.
—¡Si siempre estuviese así el mar —dijo el capitán—, qué delicia ser marino!
Los tripulantes veían desde la borda a las gentes de tierra correr y agruparse, atraídas por la novedad de un vapor que pasaba al alcance de sus voces. En todos los puntos salientes del litoral surgía una torre chata y rojiza, último vestigio de la guerra milenaria del Mediterráneo.
Acostumbrados a las rudas orillas del Océano y sus eternas rompientes, los marinos bretones admiraban esta navegación fácil casi tocando la costa, viendo a sus habitantes del tamaño de hormigas. Dirigido el buque por otro capitán, hubiese resultado peligroso navegar tan cerca. Pero Ferragut reía, haciendo indicaciones lúgubres a los oficiales que estaban en el puente, para que resaltase mejor su seguridad profesional. Indicaba los escollos ocultos en el fondo. Aquí se había perdido un trasatlántico italiano que iba a Buenos Aires… más allá un velero de cuatro palos había encallado, perdiendo su cargamento… Él sabía por centímetros el agua que podía quedar entre los peñascos traidores y la quilla de su buque.
Buscó con predilección los fondos más inquietantes. Estaban en la zona peligrosa del Mediterráneo, donde los submarinos alemanes se mantenían a la espera de los convoyes franceses e ingleses que iban navegando al abrigo del litoral español. Los obstáculos de la costa sumergida eran para él la mejor defensa contra los invisibles ataques.
Fue esfumándose a sus espaldas el promontorio Ferrario, hasta no ser mas que una sombra en el horizonte. Desfiló ante el vapor toda la costa de la Marina; luego, el cabo Huertas, el lejano puerto de Alicante y el cabo de Santa Pola. A la caída de la tarde, el Mare nostrum estaba frente al cabo Palos, y tuvo que navegar aguas afuera para doblarlo, dejando Cartagena a lo lejos. Desde aquí haría rumbo Sudoeste hasta el cabo de Gata, donde empieza a angostarse el Mediterráneo, formando el embudo del estrecho. Luego pasarían ante Almería y Málaga, llegando a Gibraltar al día siguiente.
—Aquí es donde esperan muchas veces los enemigos —dijo Ferragut a uno de los oficiales—. Si no tenemos un mal encuentro antes de la noche, habremos terminado perfectamente nuestro viaje.
El buque se había despegado del litoral; ya no se alcanzaba a distinguir la costa baja. Sólo a proa se mantenía visible el dorso saliente del cabo, emergiendo como una isla.
Caragol apareció con una bandeja en la que humeaban dos vasos de café. No quería ceder a ningún marmitón el honor de servir al capitán cuando estaba en el puente.
—¿Qué opina usted del viaje? —preguntó Ferragut alegremente antes de beber—. ¿Llegaremos bien?…
El cocinero hizo un gesto de desprecio, como si los alemanes pudiesen verle.
—No pasará nada; estoy seguro de ello… Tenemos quien vela por nosotros, y…
Se vio interrumpido en estas afirmaciones. La bandeja escapó de sus manos, y fue tambaleándose como un ebrio, hasta aplastar su abdomen contra la barandilla del puente. «¡Cristo del Grao!…».
A Ferragut también se le cayó el vaso que llevaba a su boca, y el oficial francés, sentado en un banco, casi se dobló sobre las rodillas. El timonel tuvo que agarrarse a la rueda con un crispamiento de sorpresa y de terror.
Todo el buque tembló de la quilla al extremo de los topes, de la proa al timón, con un estremecimiento mortal, como si unas tenazas invisibles acabasen de inmovilizarlo en plena carrera.
El capitán quiso explicarse este accidente. «Hemos encallado —se dijo—; un escollo que no conozco; algo que no figura en las cartas…».
Pero aún no había transcurrido un segundo cuando algo vino a añadirse a este choque, desmintiendo las suposiciones de Ferragut. El aire azul y luminoso se arrugó bajo el zarpazo de un trueno. Cerca de la proa se produjo una columna de humo, de gases en expansión, de vapores amarillentos y fulminantes, subiendo por su centro en forma de abanico un chorro de objetos negros, maderas rotas, pedazos de plancha metálica, cuerdas inflamadas que se disolvían en ceniza.
Ulises ya no dudó. Acababan de recibir un torpedazo. Su mirada ansiosa se esparcía sobre las aguas.
—¡Allí!… ¡allí! —dijo tendiendo una mano.
Sus ojos de marino acababan de descubrir la leve traza de un periscopio que nadie conseguía ver.
Bajó del puente, o más bien, se dejó rodar por la escalerilla, corriendo hacia la popa.
—¡Allí!… ¡allí!
Los tres artilleros estaban junto al cañón, tranquilos y flemáticos, llevándose una mano a los ojos para ver mejor el punto casi invisible que les señalaba su capitán…
Ninguno de ellos reparó en la inclinación que empezaba a tomar la cubierta lentamente. Introdujeron el primer proyectil en la recámara, mientras el apuntador se esforzaba por distinguir aquel pequeño bastón negro perdido en las ondulaciones del agua.
El buque volvió a sufrir otro choque tan rudo como el anterior. Todo él gimió con un estremecimiento agónico. Las planchas temblaban, perdiendo la cohesión que hacía de ellas una sola pieza. Los tornillos y bulones saltaron a impulsos del sacudimiento general. Un segundo cráter se abrió en mitad del buque, llevándose esta vez en el abanico de su explosión miembros humanos destrozados.
Adivinó el capitán que era inútil la resistencia. Sus pies parecían avisarle el cataclismo que se desarrollaba debajo de ellos: la tromba líquida invadiendo con espumoso mugido el espacio entre la quilla y la cubierta, destrozando las mamparas metálicas, derribando los portones de seguridad, desordenando los objetos, arrastrándolo todo con la violencia de una inundación, con el mazazo de un dique que se rompe. La cavidad llena de aire, flotante y ligera, iba a convertirse en un ataúd de agua y plomo, yéndose a fondo.
El cañón de popa lanzó el primer disparo. A Ferragut le pareció irónico su estampido. Nadie como él se daba cuenta del estado del buque.
—¡A los botes! —gritó—. ¡Todo el mundo a los botes!
Fue inclinándose el vapor de un modo alarmante, mientras los hombres obedecían esta orden sin perder su serenidad.
Una trepidación desesperada conmovió la cubierta. Eran las máquinas, que lanzaban estertores agónicos, al mismo tiempo que huía por la chimenea un torrente de humo denso como tinta. Los fogoneros volvieron a la luz con los ojos dilatados por el espanto sobre sus caras negruzcas. La inundación había empezado a invadir sus dominios, rompiendo las compuertas de acero.
—¡A los botes!… ¡Al agua los botes!
El capitán repitió sus gritos de mando, ansioso de ver embarcada la tripulación, sin pensar por un momento en la propia seguridad.
No se le ocurrió que su suerte pudiera ser distinta a la de su buque. Además, oculto en el mar estaba el enemigo, que surgiría oportunamente para apreciar su obra… Tal vez buscase en las embarcaciones de salvamento al capitán Ferragut, queriendo llevárselo como un despojo de su triunfo… «¡No! Prefería renunciar a la existencia».
Los marineros habían desamarrado dos botes y empezaban a descenderlos, cuando ocurrió algo repentino, brutal, con la rapidez anonadadora de los cataclismos de la Naturaleza.
Sonó una explosión inmensa, como si el mundo se abriese en pedazos, y Ferragut sintió que el piso se escapaba de sus pies. Miró en torno de él. La proa ya no existía: había desaparecido debajo del agua, y una ola mugidora iba avanzando sobre la cubierta, aplastándolo todo bajo su rodillo de espuma. En cambio la popa subía y subía, perdiendo su horizontalidad. Fue de pronto una cuesta, una ladera de montaña, en cuya cumbre se erguía como una veleta el mástil blanco del pabellón.
Para no caer, quiso agarrarse a una cuerda, a un madero, a cualquier objeto fijo; pero su movimiento fue inútil: se sintió arrastrado, volteado, golpeado en una obscuridad mugidora y giratoria. Un frío mortal paralizó sus miembros. Sus ojos cerrados vieron un cielo rojo, un cielo de sangre con estrellas negras. Los oídos le zumbaron con un glu-glu inmenso mientras su cuerpo daba cabriolas en la obscuridad. Su cerebro confuso imaginó que se había abierto un agujero infinito en el fondo del mar, que todas las aguas de los océanos se escapaban por él formando un gigantesco remolino, y que él volteaba en el centro de esta tempestad giratoria.
«Voy a morir… ¡Ya he muerto!», decía su pensamiento.
Y a pesar de que estaba resignado a morir, agitó las piernas desesperadamente, queriendo elevarse sobre las traidoras blanduras. En vez de seguir descendiendo, notó que subía, y al poco rato pudo abrir los ojos y respirar, avisado por el contacto atmosférico de que había llegado a la superficie.
No estaba seguro del tiempo que había pasado en el abismo. Minutos nada más, pues su respiración de nadador sólo podía alcanzar este límite… Por eso experimentó asombro al ver los grandes cambios realizados en un paréntesis tan breve.
Creyó que ya era de noche. Tal vez en las capas superiores de la atmósfera brillaban aún las últimas luces del sol, pero a ras del agua no había mas que una claridad crepuscular, un débil resplandor de bodega.
La superficie casi plana vista minutos antes desde lo alto del puente estaba movida ahora por amplias ondulaciones que le sumían en momentánea obscuridad. Cada una de ellas era una colina que se interponía ante sus ojos, dejando libre solamente un espacio de unos cuantos metros. Cuando se elevaba hasta sus cumbres podía abarcar con rápida visión el mar solitario, sin la gallarda montaña del buque y moteado de objetos obscuros. Estos objetos se deslizaban inertes o se movían agitando un par de antenas negras. Tal vez imploraban socorro, pero el desierto húmedo absorbía los gritos más furiosos, convirtiéndolos en lejanos balidos.
Del Mare nostrum no quedaba visible ni la boca de la chimenea ni una punta de mástil: todo se lo había tragado el abismo… Ferragut llegó a dudar si realmente había existido su buque alguna vez.
Nadó hacia un madero que flotaba cerca, apoyando los brazos en él. Era capaz de permanecer horas enteras en el mar, pero desnudo, a la vista de la costa, con la seguridad de volver a tierra firme cuando lo desease… Pero ahora tenía que sostenerse vestido; los zapatos tiraban de él cada vez con más fuerza, como si fuesen de hierro… ¡y agua por todos lados!, ¡ni un buque en el horizonte que pudiese venir a socorrerle!… El telegrafista de a bordo, sorprendido por la rapidez de la catástrofe, no había podido lanzar la señal de auxilio.
Tuvo que defenderse de los restos del naufragio. Después de haber buscado el apoyo del madero como última salvación, evitó los toneles flotantes que rodaban a impulsos de la marejada y podían enviarle a fondo con uno de sus golpes.
De pronto surgió entre dos olas una especie de monstruo ciego, que avanzaba agitando las aguas furiosamente con los paletazos de sus nadaderas. Al estar cerca de él, vio que era un hombre; al alejarse, reconoció al tío Caragol.
Nadaba lo mismo que los locos y los ebrios, con un esfuerzo sobrehumano que hacía salir fuera del agua la mitad de su cuerpo a cada uno de los braceos. Miraba ante él como si pudiese ver, como si tuviera una dirección fija, sin vacilar un instante, avanzando mar adentro cuando se imaginaba ir hacia la costa.
—¡Padre San Vicente! —mugía—. ¡Cristo del Grao!…
En vano le llamó el capitán. No podía oírle. Siguió nadando con toda la fuerza de su fe, repitiendo sus piadosas invocaciones entre bufidos ruidosos.
Un tonel remontó la cresta de una ola, rodando por la ladera contraria. La cabeza del ciego nadador se interpuso en su camino… Un choque. «¡Padre San Vicente!…». Y Caragol desapareció con la cabeza roja y la boca llena de sal.
Ferragut no quiso imitar esta natación. La tierra estaba muy lejos para los brazos de un hombre: imposible llegar a ella. Del vapor no había quedado un solo bote flotando sobre las aguas… Su única esperanza, remota y quimérica, era que un buque descubriese a los náufragos, salvándolos.
Esta ilusión casi se realizó al poco rato. Desde la cresta de una ola pudo ver un barco negro, largo y bajo de borda, sin chimenea ni mástiles, que navegaba lentamente por entre los restos de la catástrofe. Reconoció a un submarino. Las obscuras siluetas de varios hombres se destacaban sobre su lomo… Creyó oír gritos.
—¡Ferragut!… ¿Dónde está el capitán Ferragut?
«¡Ah, no!… Mejor era morir». Y se mantuvo asido al madero, inclinando la cabeza como si estuviese ahogado.
Luego, al cerrar la noche, oyó otros gritos, pero eran de socorro, de angustia, de muerte. Aquellos salvadores sólo le buscaban a él, abandonando a los demás.
Perdió la noción del tiempo. Un frío agónico fue paralizando su organismo. Las manos ateridas y ganchudas se soltaban del madero, volviendo a agarrarse a él con esfuerzos supremos de voluntad.
Los otros náufragos habían tenido la precaución de ponerse sus chalecos flotantes al iniciarse el hundimiento. Iban a prolongar su agonía, gracias a ellos, por unas horas. Tal vez si llegaban hasta el amanecer podrían ser descubiertos por algún buque. ¡Pero él!…
De repente se acordó del Tritón… Su tío también había muerto en el mar: todos los más vigorosos de la familia venían a perderse en su seno. Durante siglos y siglos había sido la tumba de los Ferragut; por algo le llamaban «mar nuestro».
Pensó que las corrientes podían haber arrastrado su cadáver desde el otro promontorio al lugar en que flotaba él. Tal vez lo tenía debajo de sus pies… Una fuerza irresistible tiró de ellos: sus manos paralizadas se soltaron del madero.
—¡Tío!… ¡tío!
Lo gritó en su pensamiento con el mismo balido miedoso que cuando era pequeño y hacía las primeras nataciones. Pero sus manos angustiosas volvieron a encontrar el frío y débil sostén cuando buscaban aquella isla de duros músculos coronada por una cabeza hirsuta y sonriente.
Siguió en su tenaz flotación, luchando con el sopor que le aconsejaba soltar el apoyo flotante, dejarse ir a fondo, dormir… ¡dormir para siempre! Los zapatos y los pantalones continuaban tirando de él cada vez con mayor fuerza. Eran como una mortaja que se dilataba, ondulante y pesadísima, hasta tocar el fondo. Su desesperación le hizo levantar los ojos y mirar las estrellas… ¡Tan altas!… ¡Poder agarrarse a una de ellas así como sus manos se agarraban al madero!…
Creyó despertar al mismo tiempo que hacía instintivamente un movimiento de repulsión. Su cabeza se había hundido en el agua sin que él lo sintiese. Un líquido amargo empezaba a introducirse por su boca…
Realizó un penoso esfuerzo para mantenerse en posición vertical, mirando de nuevo el cielo… Ya no era azul obscuro: era de tinta negra, y todas las estrellas rojas como gotas de sangre.
Tuvo de pronto la certeza de que no estaba solo, y bajó los ojos… Sí; alguien estaba junto a él. ¡Era una mujer!…
Una mujer blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como la espuma. Su cabellera verde estaba adornada con perlas y corales fosforescentes; su sonrisa altiva, de soberana, de diosa, venía a completar la majestad de esta diadema.
Tendió los brazos en torno de él, apretándolo contra sus pechos nutridores y eternamente virginales, contra su vientre de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul.
Una atmósfera densa y verdosa daba a su blancura un reflejo semejante al de la luz en las cuevas del mar…
Su boca pálida acabó por pegarse a la del náufrago con un beso imperioso. Y el agua de esta boca, subiendo al filo de los dientes, se desbordó en la suya con una inundación salada, interminable… Sintió hincharse su interior, como si toda la vida de la blanca aparición se liquidase, pasando a su cuerpo a través del beso impelente.
Ya no podía ver, ya no podía hablar. Sus ojos se habían cerrado para no abrirse nunca; un río de amarga sal rodaba por su garganta.
Sin embargo, la siguió contemplando, cada vez más apretada a él, más luminosa, con una expresión triste de amor en sus ojos glaucos… Y así fue descendiendo y descendiendo las infinitas capas del abismo, inerte, sin voluntad, mientras una voz gritaba dentro de su cráneo, como si acabase de reconocerla:
—¡Anfitrita!… ¡Anfitrita!
FIN