Cuando Ferragut salió de Barcelona ya tenía casi cicatrizada la herida del hombro. Las negativas rotundas de él y su piloto a los interrogatorios de los carabineros le libraron de nuevas molestias. «No sabían nada; no habían visto nada». El capitán acogió con fingida indiferencia la noticia de haber sido encontrado en la misma noche el cadáver de un hombre, al parecer alemán, pero sin papeles, sin nada que permitiese su identificación, en un muelle algo lejano del lugar que ocupaba el Mare nostrum. Las autoridades no consideraron necesario averiguar más, clasificando el hecho como una simple pelea entre refugiados.
El servicio de aprovisionamiento de las tropas de Oriente hizo navegar a Ferragut en los meses sucesivos formando parte de un convoy. Un despacho cifrado le llamaba unas veces a Marsella, otras a un puerto atlántico: Saint-Nazaire, Quiberón o Brest.
Iban llegando con pocos días de separación vapores de diversas clases y nacionalidades. Los había que delataban su origen aristocrático en las líneas finas de la proa, la esbeltez de las chimeneas y el color todavía blanco de los pisos superiores. Eran iguales a los corceles de gran precio que la guerra había transformado en simples caballos de batalla. Antiguos buques-correos, veloces carreristas de las olas, se veían descendidos a la vil servidumbre de barcos de transporte. Otros, negros y sucios, con pegotes de apresurada reparación y una chimenea tísica sobre su casco enorme, avanzaban tosiendo humo, escupiendo ceniza, jadeando con ruidos de hierro viejo. Las banderas de los aliados y las de las marinas neutrales ondeaban en las diversas popas.
Se iba reuniendo el convoy en la amplia bahía. Eran quince o veinte vapores, a veces treinta, que habían de navegar juntos, ajustando sus diversas velocidades a una marcha común. Los barcos de carga, carracas a vapor que sólo hacían unas millas por hora, sin llegar a la decena, obligaban al resto del convoy a una desesperante lentitud.
El Mare nostrum tenía que marchar a media máquina, haciendo sufrir grandes impaciencias a su capitán en estas peregrinaciones monótonas y peligrosas a través de semanas y semanas.
Antes de partir, Ferragut recibía un pliego cerrado y sellado, lo mismo que los otros capitanes. Era del jefe del convoy, comandante de un contratorpedero o simple oficial de la reserva marítima, encargado de un buquecito de pesca con cañones de tiro rápido.
Los vapores empezaban a echar humo y a levar anclas, sin saber adónde iban. El pliego sólo era abierto en el momento de partir. Ulises hacía saltar los sellos y examinaba el papel, entendiendo con facilidad su lenguaje convencional, escrito con arreglo a una cifra común. Lo primero que buscaba era el puerto de destino; luego, el orden de formación. Marchaban en fila única o en doble fila, según la cantidad de buques. El Mare nostrum, representado por un número, navegaba entre otros dos números, que eran los de los vapores inmediatos. La distancia entre ellos debía mantenerse en quinientos metros: lo necesario para no abordarse en un momento de descuido y no prolongar la línea de modo que sus vigilantes la perdiesen de vista.
Al final se repetían las instrucciones de todos los viajes, con un laconismo que hubiese hecho palidecer a otros hombres no acostumbrados a mirar de frente a la muerte. En caso de ataque submarino, los transportes que llevaban cañones podían salirse de la fila y ayudar a la patrulla de buques armados, dando cara al enemigo. Los otros debían continuar su rumbo tranquilamente, sin preocuparse de la agresión. Si el buque de delante o el que seguía a popa era torpedeado, no había que detenerse para darle auxilio. Los torpederos y «chaluteros» se encargarían de salvar a los náufragos, si resultaba posible. El deber del transporte era ir siempre adelante, ciego y sordo, sin salirse de la formación, sin detenerse, hasta conducir al puerto terminal la fortuna que llevaba en sus entrañas.
Esta marcha en convoy, impuesta por la guerra submarina, representaba un salto atrás en la vida de los mares. Ferragut recordó las flotas a vela de otros siglos, escoltadas por navíos de línea, siguiendo su rumbo a través de incesantes batallas; los remotos viajes de los galeones de las Indias, saliendo de Sevilla para llegar en rebaño a las costas del Nuevo Mundo.
La doble fila de cascos negros con penachos de humo avanzaba mansamente en las jornadas de bonanza. Cuando el día era gris, el mar espumeante, el cielo bajo y la atmósfera brumosa, se esparcían y encabritaban como un tropel de corderos obscuros y asustados. Los guardianes del convoy, tres barcos pequeños que marchaban a toda máquina, eran los mastines vigilantes de este ganado marino, precediéndole para explorar el horizonte, quedándose detrás de él o marchando a sus costados para mantener intacta la formación. Su ligereza y su velocidad les hacía dar saltos prodigiosos sobre las olas. Una cinta de humo se enroscaba a continuación de sus dobles chimeneas. Su proa, cuando no estaba oculta, expelía cascadas de espuma, levantándose hasta mostrar el principio de la quilla.
De noche navegaban todos con pocas luces: un simple farol a proa para aviso del que marcha delante y otro a popa para indicar la ruta al siguiente. Estas luces macilentas apenas se veían. De pronto, el timonel tenía que torcer el rumbo y pedir máquina atrás, viendo que se agrandaba en la obscuridad la silueta del buque anterior. Unos cuantos minutos de descuido, y entraba por su popa con un espolonazo mortal. Al amenguar la marcha, el capitán miraba inquieto a sus espaldas, temiendo chocar a su vez con el que le seguía en la fila.
Todos pensaban en los submarinos invisibles. De tarde en tarde sonaban cañonazos. La escolta del convoy tiraba y tiraba, yendo de un lado a otro con ágiles evoluciones. El enemigo había huído, como los lobos ante el aullar de los perros vigilantes. En otras ocasiones era una falsa alarma, y los cañones herían con sus latigazos de acero el agua desierta.
Había un enemigo más molesto que la tormenta que desordena a los convoyes, más temible que los torpedos. Era la niebla espesa y blanca como la albúmina, que caía sobre los buques, haciéndolos navegar a ciegas en pleno día, poblando el espacio de inútiles rugidos de sirena, no dejando ver el agua que los sustentaba ni los otros barcos cercanos, que podían salir de un momento a otro de la borrosa atmósfera, anunciando su aparición con un choque y un crujido enorme, mortal. Así habían de marchar los marinos días enteros; y cuando al fin se libraban de este sudario, respirando con la satisfacción del que despierta de una pesadilla, otra muralla cenicienta y nebulosa avanzaba sobre las aguas, envolviéndolos de nuevo en su noche. Los hombres más valerosos y serenos juraban al ver la barra interminable de la bruma cerrando el horizonte.
Tales viajes no eran del gusto de Ferragut. Le irritaba la marcha en fila, como un soldado, teniendo que amoldarse a las velocidades de buques despreciables. Aún le encolerizaba más verse obligado a obedecer al comandante del convoy, que muchas veces era un viejo marino de carácter autoritario.
A causa de esto, en una de las arribadas a Marsella manifestó a las autoridades marítimas su firme voluntad de no navegar más de tal modo. Tenía bastante con cuatro expediciones. Resultaban buenas para los capitanes miedosos, incapaces de salir de los puertos si no llevaban a la vista una escolta de torpederos, y cuyas tripulaciones, al menor incidente, pretendían echar los botes al agua, refugiándose en la costa. Él se creía más seguro yendo solo, confiado a su pericia, sin otro auxilio que su profundo conocimiento de las rutas del Mediterráneo.
La petición fue atendida. Era dueño de buque, y temieron perder su cooperación cuando escaseaban tanto los medios de transporte. Además, el Mare nostrum, por su velocidad, merecía ser empleado aparte, en servicios extraordinarios y rápidos.
Quedó en Marsella unas semanas esperando un cargamento de obuses, y callejeó como siempre por la capital mediterránea. Las tardes las pasaba en la terraza de un café de la Cannebière. El recuerdo de Von Kramer surgió algunas veces en su memoria. «¿Lo habrían fusilado?…». Quiso saber, pero sus averiguaciones no obtuvieron gran éxito. Los Consejos de guerra eludían la publicidad de sus actos de justicia. Un negociante marsellés amigo de Ferragut se acordaba de que, algunos meses antes, había sido ejecutado un espía alemán sorprendido en el puerto. Tres líneas en los periódicos nada más dando cuenta de su muerte. Se decía que era un oficial… Y el marsellés pasó a hablar de las noticias de la guerra, mientras Ulises pensaba que el ejecutado no podía ser otro que Von Kramer.
En la misma tarde tuvo un encuentro. Al marchar por la calle de Saint-Ferreol, mirando los escaparates de las tiendas, los gritos de varios conductores de coches y automóviles que no acertaban a hacer pasar sus vehículos en la angosta y repleta vía llamaron su atención. Vio en un carruaje a una dama rubia, de espaldas a él, acompañada por dos oficiales de la marina inglesa. Inmediatamente pensó en Freya… Su sombrero, su traje, todo lo que pudo distinguir de su persona, no le recordaban en nada a la otra. Y sin embargo, cuando se alejó el coche, sin que él llegase a ver el rostro de esta desconocida, la imagen de la aventurera persistió en su memoria.
Al fin acabó por irritarse contra él mismo, a causa de la semejanza absurda que había descubierto sin motivo alguno. ¿Cómo podía ser Freya esta inglesa que iba con dos oficiales?… ¿Cómo la alemana refugiada en Barcelona podía deslizarse en Francia, donde indudablemente era conocida de la policía militar?… Aún le irritó más la sospecha de que este parecido fuese un resto del antiguo amor, que le hacía ver a Freya en toda mujer rubia.
A las nueve de la mañana del día siguiente, cuando el capitán se vestía en su camarote para bajar a tierra, Toni abrió la puerta.
Su gesto era fosco y tímido al mismo tiempo, como si fuese a dar una mala noticia.
—Ésa está ahí —dijo lacónicamente.
Ferragut le miró con expresión interrogante… ¿Quién era «ésa»?…
—¿Quién ha de ser?… ¡La de Nápoles! ¡La rubia del demonio que nos trae desgracia!… A ver si esa bruja nos deja inmóviles unas cuantas semanas, lo mismo que la otra vez.
Se excusó, como si acabase de cometer una falta en el servicio. El buque estaba unido al muelle por una pasarela y todos podían entrar en él. El piloto era enemigo de estos amarres, que dejaban libre el paso a los curiosos y los importunos. Cuando se había dado cuenta de la visita, la señora estaba ya en la cubierta, cerca de las cámaras. Recordaba bien el camino del salón: quería seguir adelante; pero él había hecho que Caragol la detuviese mientras venía a avisar al capitán.
—¡Cristo! —murmuró éste—. ¡Cristo!…
Y su asombro, su sorpresa, no le permitieron lanzar otra exclamación.
Luego se encolerizó.
—¡Echala!… Que la agarren dos hombres y la pongan en el muelle, aunque sea a viva fuerza.
Pero Toni vacilaba, no atreviéndose a cumplir tales órdenes, y el impetuoso Ferragut se lanzó fuera del camarote para realizar por sí mismo lo que había mandado.
Cuando pasó al salón, alguien entró al mismo tiempo por el lado de la cubierta. Era Caragol, que intentaba cerrar el paso a una mujer; pero ésta, burlando sus ojos cegatos, iba deslizándose poco a poco entre su cuerpo y el tabique de madera.
Al ver al capitán, Freya corrió hacia él tendiendo sus brazos.
—¡Tú! —dijo con voz gozosa—. Bien sabía que estabas aquí, a pesar de que estos hombres aseguraban lo contrario… Me lo decía el corazón… ¡Buenos días, Ulises!
Caragol volvió los ojos hacia el sitio donde adivinaba la presencia del segundo, como si implorase su perdón. Con las hembras no se podía cumplir ninguna orden… Toni, por su parte, parecía avergonzado ante esta mujer que le miraba hostilmente.
Los dos desaparecieron. Ferragut no pudo darse cuenta de cómo fue la fuga, pero se alegró de ella. Temía que la recién llegada aludiese en su presencia a las cosas del pasado.
Quedó largo rato contemplándola. Había creído reconocerla de espaldas el día anterior, y ahora estaba seguro de que hubiera seguido adelante con indiferencia al verla de frente. En realidad, ¿era la misma que acompañaban los dos oficiales ingleses?… Parecía mucho más alta que la otra, con una delgadez que hacía clarear su cutis, dándole una transparencia enfermiza. La nariz era más prominente y afilada; los ojos brillaban hundidos en los círculos negruzcos de sus cuencas.
Estos ojos empezaron a mirar al capitán humildes y suplicantes.
—¡Tú! —exclamó Ulises con extrañeza—. ¡Tú!… ¿Qué vienes a hacer aquí?…
Freya habló con una timidez de sierva. Sí, era ella, que le había reconocido el día anterior mucho antes de que él la mirase, formando inmediatamente el propósito de venir en busca suya. Podía pegarle, como la última vez que se vieron; estaba dispuesta a sufrirlo todo… ¡pero con él!
—Sálvame, Ulises; llévame contigo… Te lo pido más angustiosamente que en Barcelona.
—¿Cómo estás aquí?…
Ella comprendió la extrañeza del capitán al encontrarla en país enemigo; la inquietud que sentía por él mismo al ver a una espía en su buque.
Miró en torno para convencerse de que estaban solos, y habló en voz baja. La doctora le había enviado a Francia para que «trabajase» en los puertos. A él solo podía revelar el secreto.
Ulises se indignó ante esta confidencia.
—¡Márchate! —dijo con voz colérica—. Nada quiero saber de ti… Lo tuyo no me interesa, no deseo conocerlo… ¡Fuera de aquí! ¿Por qué me buscas?
Pero ella no parecía dispuesta a cumplir sus órdenes. En vez de marcharse, se dejó caer con desaliento en uno de los divanes de la cámara.
—He venido —dijo— para rogarte que me salves. Te lo suplico por última vez… Voy a morir; adivino que mi fin está próximo si tú no me tiendes una mano; presiento la venganza de los míos… ¡Guárdame, Ulises! No me dejes volver a tierra: tengo miedo… ¡Tan segura que me sentiría aquí, a tu lado!…
El miedo, efectivamente, se reflejó en sus ojos al recordar los últimos meses de su vida en Barcelona.
—La doctora es mi enemiga… Ella, que me protegió tanto en otro tiempo, me abandona como algo viejo que es necesario suprimir. Tengo la certidumbre de que me han condenado en lo alto…
Se estremecía al recordar la cólera de la doctora cuando, a la vuelta de uno de sus viajes, se enteró de la muerte de su fiel Karl. El capitán Ferragut era para ella una especie de demonio invulnerable y victorioso, que escapaba a todos los peligros, matando a los servidores de la buena causa. Primeramente, Von Kramer; ahora, Karl… Como le era necesario desahogar en alguien su cólera, había hecho responsable a Freya de todas las desgracias. Por ella conocía al capitán y lo había mezclado en los asuntos del «servicio».
El ansia de venganza hizo sonreír a la imponente dama con una expresión feroz. El marino español estaba señalado en alto lugar. Ordenes precisas habían sido dadas contra él. «¡En cuanto a sus cómplices!…». Freya figuraba indudablemente entre estos cómplices, por haberse atrevido a defender a Ferragut recordando la muerte trágica de su hijo, por no haber hecho coro con los que deseaban su exterminio.
Semanas después, la iracunda doctora se había mostrado amable y sonriente, lo mismo que en otro tiempo. «Querida mía: conviene que dé usted un paseo por Francia. Hace falta un agente que nos entere del movimiento de los puertos, de la salida y entrada de los buques, para que nuestros sumergibles sepan dónde esperar. Los oficiales de marina son galantes, y una mujer hermosa puede ganarse su afecto».
Ella había pretendido desobedecer. ¡Ir a Francia, donde eran conocidos sus trabajos de antes de la guerra!… ¡Volver al peligro cuando ya se había acostumbrado a la vida segura en los países neutrales!… Pero sus intentos de resistencia no llegaban a realizarse. Carecía de voluntad: el «servicio» la había convertido en un autómata.
—Y aquí estoy; sospechando que tal vez marcho a la muerte, pero cumpliendo los encargos que recibo; esforzándome por ser grata y retardar de este modo el cumplimiento de su venganza… Soy como un condenado que sabe que va a morir y procura hacerse necesario, para demorar unos meses su sentencia.
—¿Cómo has entrado en Francia? —preguntó él, sin hacer caso de su acento doloroso.
Freya levantó los hombros. En su oficio se cambiaba fácilmente de nacionalidad. Ahora era ciudadana de una república de América. La doctora le había proporcionado los papeles necesarios para pasar la frontera.
—Pero aquí —continuó— me tienen más segura que en una cárcel. Me han dado los medios para entrar, y sólo ellos me pueden hacer salir. Estoy por completo en su poder. ¿Qué harán de mí?…
El terror le había sugerido en ciertos momentos desesperadas resoluciones. Quería denunciarse a sí misma, comparecer ante las autoridades francesas relatando su historia, haciendo saber los secretos de que era poseedora. Pero su pasado le infundía miedo: eran muchas las maldades que llevaba realizadas contra este país. Tal vez la perdonasen la vida teniendo en cuenta la espontaneidad de su acto; pero el presidio, la reclusión con el pelo cortado, vestida de ruda estameña, condenada al silencio, sufriendo tal vez hambre y frío, le inspiraban una repulsión invencible… No: antes la muerte.
Y continuaba su vida de espionaje, cerrando los ojos ante el porvenir, viviendo el momento presente, evitando el pensar, considerándose feliz cuando veía por delante unos cuantos días de seguridad.
El encuentro con Ferragut en una calle de Marsella la había reanimado, dándole nuevas esperanzas.
—Sácame de aquí; guárdame contigo. En tu buque puedo vivir olvidada del mundo, como si hubiese muerto… Y si mi presencia te disgusta, llévame lejos de Francia, déjame en un país lejano.
Deseaba salir de este aislamiento en tierra enemiga teniendo que obedecer a sus superiores, como una fiera enjaulada que recibe pinchazos a través de los hierros. La hacía temblar el presentimiento de su próxima muerte.
—¡Yo no quiero morir, Ulises!… No soy aún vieja para morir. Yo adoro mi cuerpo, soy el primero de mis enamorados, y me aterro al pensar que puedo ser fusilada.
Pasó por sus ojos un reflejo fosfórico; sus dientes chocaron con el castañeteo del terror.
—¡No quiero morir! —repitió—. Hay momentos en que adivino que me siguen y me cercan… Tal vez me han conocido y esperan el momento de sorprenderme en pleno trabajo… Ayúdame: hazme salir de aquí; mi muerte es segura. ¡He hecho tanto daño!…
Calló un momento, como si calculase todos los delitos de su vida anterior.
—La doctora —siguió diciendo— cuenta con el entusiasmo patriótico, que le enardece para continuar sus trabajos. Yo carezco de su fe: no soy alemana y me repugna ser espía… Siento vergüenza al considerar mi vida actual; pienso todas las noches en el resultado de mis abominables trabajos; calculo el empleo que pueden dar a mis avisos y mis informes; veo los buques torpedeados… ¿Cuántos seres habrán muerto por mi culpa? Tengo visiones: mi conciencia me atormenta. ¡Sálvame!… No puedo más. Siento un miedo horrible. ¡Tengo tanto que expiar!…
Se había levantado poco a poco del diván, y al pedir protección a Ferragut iba hacia él con los brazos extendidos, humilde y al mismo tiempo acariciadora, por una voluntad de seducción que predominaba sobre todos sus actos.
—¡Déjame! —gritó el marino—. No te acerques… ¡no me toques!
Sintió la misma cólera que le había hecho ser brutal fin su entrevista de Barcelona. Le irritó la tenacidad de esta aventurera, que, luego de ejercer una influencia trágica en su vida, deseaba comprometerle de nuevo.
Pero un sentimiento de fría compasión le hizo contenerse y hablar con cierta bondad.
Si necesitaba dinero para huir, él se lo daría sin regateo alguno. Podía fijar la cifra; el capitán estaba dispuesto a satisfacer todos sus deseos; pero nada de vivir juntos. Le daría una suma importante para asegurar su porvenir y no verla más.
Freya hizo un ademán de protesta, al mismo tiempo que el marino se arrepentía de su generosidad… ¿Por qué favorecer a una mujer que le recordaba la muerte de su hijo?… ¿Qué había de común entre los dos?… Los viles amores de Nápoles harto los había pagado con su desgracia… Que cada uno siguiese su destino; pertenecían a mundos distintos… ¿Iba a tener que defenderse toda su vida de esta hembra pegajosa?
Aparte de esto, no estaba seguro de que ahora dijese verdad… Todo en ella era falso. Ni siquiera conocía con certeza su verdadero nombre y su existencia pasada…
—¡Márchate! —rugió con tono amenazador—. ¡Déjame en paz!
Tendió sus poderosas manazas hacia ella viendo que se resistía a obedecer. Iba a levantarla del suelo con rudo tirón, a llevarla como un fardo leve fuera de la cámara, fuera del barco, arrojándola lejos lo mismo que si fuese un remordimiento.
Pero le inspiró una repugnancia invencible este cuerpo abundante en seducciones: tuvo miedo a su contacto; quiso huir de las sorpresas eléctricas de su carne… Además, él no iba a maltratarla a cada encuentro, como un bellaco profesional de los que mezclan el amor y los golpes. Recordaba con tristeza sus violencias de Barcelona.
Y como Freya, en vez de marcharse, se dejaba caer de nuevo en el diván con un desaliento que parecía desafiar su cólera, fue él quien huyó para dar fin a la entrevista.
Se introdujo en su camarote, cerrando la puerta de golpe. Esta fuga la sacó a ella de su inercia. Quiso seguirle con un salto de pantera joven, pero sus manos chocaron contra el obstáculo que acababa de inmovilizarse, mientras seguían sonando en su interior llaves y cerrojos.
Golpeó desesperadamente la puerta. Sus puños se lastimaron en infructuosos empujones.
—¡Ulises, abre!… ¡Oyeme!
En vano gritó como si diese una orden, exasperándose al no verla obedecida. Su cólera se revolvió impotente contra la solidez inconmovible de la madera. De pronto empezó a llorar. Se había ablandado su voluntad al sentirse débil e indefensa como una criatura abandonada. Toda su vida pareció concentrarla en sus lágrimas y su voz suplicante.
Paseó los dedos por la puerta, palpando las molduras, deslizándolos por las superficies barnizadas, como si buscase a tientas una rendija, un agujero, algo que le permitiese llegar hasta el hombre que estaba al otro lado.
Instintivamente dobló sus rodillas, pegando la boca al orificio de la cerradura.
—¡Dueño mío! —murmuró con una voz de pordiosera—. ¡Abre!… No me abandones. Piensa que voy hacia la muerte si tú no me salvas.
Ferragut la oyó, y para huir de su gemido fue alejándose hasta el fondo del camarote. Luego abrió el ventano redondo que daba sobre la cubierta, ordenando a un marinero que buscase al segundo.
—¡Don AnToni! ¡don AnToni! —gritaron varias voces a lo largo del buque.
Llegó Toni, pegando su cara al redondel para recibir las quejas furiosas de su capitán. «¿Por qué le habían dejado solo con aquella mujer?… Debían sacarla del buque inmediatamente, aunque fuese a viva fuerza… Él lo mandaba».
El piloto se alejó con aire azorado, rascándose la barba lo mismo que si acabase de recibir una orden de difícil ejecución.
—¡Sálvame, amor mío! —seguía gimiendo el susurro implorante—. Olvida quién soy… Piensa únicamente en la de Nápoles… en la que conociste en Pompeya… Acuérdate de nuestra felicidad a solas, de las veces que me juraste no abandonarme nunca… ¡Tú eres un caballero!
Calló un momento la voz. Ferragut oyó pasos al otro lado de la puerta. Toni cumplía sus órdenes.
Pero la súplica volvió a reanudarse a los pocos instantes, reconcentrada, tenaz, atenta únicamente a su deseo, despreciando los nuevos obstáculos que venían a interponerse entre ella y el capitán.
—¿Tanto me odias?… Acuérdate de la felicidad que te di: tú mismo me juraste que nunca habías sido tan dichoso. Puedo resucitar otra vez el pasado. Tú no sabes de lo que soy capaz por hacerte dulce la existencia… ¡Y quieres perderme!…
Sonó un choque en la puerta, un roce de cuerpos que se empujaban, una frotación de lucha contra la madera.
Toni había entrado, seguido de Caragol.
—Ya hay bastante, señora —dijo con voz torva, para disimular su emoción—. ¿No se da cuenta de que el capitán no quiere verla?… ¿no comprende que está estorbando?… Vamos… ¡arriba!
Intentó ayudarla a incorporarse, separando su boca de la cerradura; pero Freya repelió con facilidad al vigoroso marino. Parecía falto de fuerzas, sin valor para repetir su ruda acción. Le inspiraba miedo la hermosura de esta mujer; estaba estremecido aún por el contacto de las firmes redondeces que acababa de rozar durante la corta lucha. Su virtud soñolienta había sufrido el tormento de una resurrección sin objeto. «¡Ah, no!… Que se encargasen otros de expulsarla».
—¡Ulises, me echan! —gritó ella pegando otra vez su boca a la cerradura—. ¿Y tú, amor mío, lo permites?… ¿tú que tanto me amabas?…
Después de este llamamiento desesperado permaneció silenciosa unos instantes. La puerta se mantuvo inmóvil: detrás de ella no parecía existir ningún ser viviente.
—¡Adiós! —continuó en voz baja, con la garganta hinchada de sollozos—. Ya no me verás… Voy a morir pronto: me lo dice el corazón… ¡Moriré por ti!… Tal vez llores algún día pensando que pudiste salvarme.
Alguien había intervenido para arrancar a Freya de su rebelde inmovilidad. Era Caragol, solicitado por los ojos implorantes del piloto.
Sus manazas la ayudaron a levantarse, sin que ella repitiese la protesta que había repetido a Toni. Vencida y derramando lágrimas, pareció someterse a la ayuda paternal y los consejos del cocinero.
—¡Arriba, buena señora! —dijo Caragol—. Un poco de ánimo y no llore… Para todo hay consuelo en este mundo.
Encerró en su abultada diestra las dos manos de ella, y pasando el otro brazo por su talle, la fue dirigiendo poco a poco hacia la salida del salón.
—Crea en Dios —añadió—. ¿Por qué busca al capitán, que tiene allá en su tierra a su mujer propia?… Otros hombres existen que están libres, y puede usted entenderse con ellos sin caer en pecado mortal.
Freya no le escuchaba. Cerca de la puerta volvió todavía la cabeza, iniciando un retroceso hacia el camarote del capitán.
—¡Ulises!… ¡Ulises! —gritó.
—Crea en Dios, señora —dijo otra vez Caragol, mientras la empujaba con su vientre flácido y su pecho velludo.
Un propósito caritativo llenó su pensamiento. Tenía el remedio para el dolor de esta mujer hermosa, que la desesperación había hecho más interesante.
—Venga usted, señora… Hágame caso, hija mía.
Al llegar a la cubierta, la fue guiando hacia sus dominios. Freya se sentó en la cocina, sin saber con certeza dónde estaba. Vio a través de sus lágrimas a este viejo obeso, de una bondad sacerdotal, yendo de un lado a otro para reunir botellas y mezclar líquidos, agitando una cuchara en un vaso con alegre retintín.
—Beba sin miedo… No hay disgusto que resista a esta medicina.
El cocinero le ofreció un vaso; y ella, anonadada, bebió y bebió, contrayendo su rostro por la intensidad alcohólica del líquido. Seguía llorando, al mismo tiempo que su boca paladeaba una espesa dulzura. Sus lágrimas fueron cayendo en el brebaje que se deslizaba entre sus labios.
Un plácido calor emergió de su estómago, secando la humedad de los ojos, dando nuevos colores a sus mejillas. Caragol continuaba la charla, satisfecho del éxito de su obra, haciendo señas de alejamiento al sombrío Toni, que pasaba y repasaba ante la puerta con el deseo vehemente de ver marcharse a la intrusa.
—No llore más, hija mía… ¡Cristo del Grao!, ¡llorar una señora tan guapa, que puede encontrar los novios a docenas!… Créame: busque a otro; el mundo está lleno de hombres sin ocupación… Y siempre que sufra un disgusto, acuda a mi cordial… Voy a darle la receta.
Iba a apuntar en un pedazo de papel las dosis de aguardiente de caña y de azúcar, cuando ella se levantó, súbitamente vigorizada, mirando en torno con extrañeza… ¿Por qué estaba allí? ¿Qué tenía que ver con aquel buen hombre medio desnudo que le hablaba como si fuese su padre?…
—¡Gracias!, ¡muchas gracias! —dijo al salir de la cocina.
Luego, en la cubierta, se detuvo, abriendo su bolso de oro para sacar el espejito y el bote de polvos. Vio en el óvalo biselado del cristal el rostro faunesco de Toni asomando detrás de su espalda con miradas de impaciencia.
—Dígale al capitán Ferragut que ya no le molestaré más… Todo terminó… Tal vez oiga hablar de mí alguna vez, pero no me verá nunca.
Y salió del buque sin volver la cabeza, con paso acelerado, como si corriese a la realización de algo que llenaba su pensamiento.
Toni corrió también hacia el ventano del camarote de Ulises.
—¿Ya se ha ido? —preguntó éste con impaciencia.
El piloto asintió con la cabeza. Se había ido prometiendo no volver.
—Así sea —dijo Ferragut.
Manifestó Toni el mismo deseo. ¡Ojalá no viesen más a esta rubia, que traía la desgracia!…
En los días siguientes, el capitán apenas abandonó su buque. No quería encontrarse con ella en las calles de la ciudad: dudaba de la dureza de su carácter; temía ceder a sus ruegos al verla otra vez llorando y suplicando.
Se desvaneció la inquietud de Ulises al quedar terminada la carga del buque. Este viaje iba a ser más corto que los anteriores. El Mare nostrum fue a Corfú con material de guerra para los servios, que reorganizaban sus batallones destinados a Salónica.
En el viaje de vuelta, Ferragut fue atacado por el enemigo. Un amanecer, cuando subía al puente para reemplazar a Toni, los dos vieron al mismo tiempo en forma tangible lo que llevaban a todas horas en su imaginación. Se marcó a lo lejos, en el redondel de sus gemelos, el extremo de un palo negro y derecho que cortaba las aguas, sonrosadas por el alba, dejando un rastro de espuma.
—¡Submarino! —gritó el capitán.
Toni no dijo nada, pero apartando de un zarpazo al timonel, agarró la rueda, dando al buque otra dirección. El movimiento fue oportuno. Sólo iban transcurridos unos segundos, cuando empezó a marcarse sobre el agua un dorso obscuro, de vertiginosa carrera, que venía rectamente hacia el vapor.
—¡Torpedo! —gritó Ferragut.
La angustiosa espera duró unos instantes. El proyectil, oculto en las aguas, pasó a unos seis metros de la popa, perdiéndose en la inmensidad. Sin la rápida virada de Toni, habría herido al buque en pleno flanco.
El capitán, por el tubo acústico que descendía a las máquinas, gritó órdenes enérgicas para que desarrollasen toda la velocidad. Mientras tanto, el piloto, agarrado a la rueda, dispuesto a morir sin soltarla, dirigía el buque en zigzags para no ofrecer una puntería fija al submarino.
Todos los tripulantes contemplaban desde las bordas el bastón lejano e insignificante del periscopio. El tercer oficial había salido de su camarote casi desnudo, restregándose los ojos soñolientos. Caragol estaba en la popa, mostrando su abdomen bajo el revoloteo de la suelta camisa y llevándose una mano a las cejas a guisa de visera.
—Lo veo… lo veo perfectamente… ¡Ah, bandido!, ¡hereje!
Y tendía su puño amenazador hacia un punto del horizonte, precisamente el opuesto al lugar donde emergía el periscopio.
Vio Ferragut en el redondel azul de las lentes cómo este tubo subía y subía, engrosándose. Ya no era un palo, era una torre, y a continuación de esta torre iba surgiendo del mar un basamento de acero que chorreaba cascadas de espuma, un lomo gris de cetáceo, que poco a poco tomaba la forma de un vaso navegante largo y afilado.
Una bandera flotó de pronto sobre el submarino. Ulises la conocía.
—¡Nos van a atacar a cañonazos! —gritó a Toni—. Es inútil que naveguemos en zigzags. Lo que importa es ganar distancia, marchar en línea recta.
El segundo, hábil timonel, obedeció al capitán. Tembló todo el casco a impulsos de una velocidad extraordinaria. La proa cortaba las aguas con un rumor creciente. El sumergible enemigo, al aumentar su volumen con la emersión, pareció, sin embargo, retroceder en el horizonte. Dos vedijas de espuma empezaron a amontonarse en ambas caras de su proa. Corría con todo el ímpetu de su marcha de superficie; pero el Mare nostrum navegaba igualmente con el impulso forzado de sus máquinas a gran presión, y la distancia entre ambos buques se fue dilatando.
—¡Tiran! —dijo Ferragut con los gemelos en los ojos.
Una columna de agua se levantó cerca de la proa. Esto fue lo único que Caragol pudo ver claramente, y rompió a aplaudir con una alegría infantil. Luego agitó en alto su sombrero de palma. «¡Viva el Santo Cristo del Grao!…».
Otros proyectiles fueron cayendo en torno del Mare nostrum, salpicándolo con sus enormes surtidores de espuma. De pronto tembló de popa a proa: se estremecieron sus planchas con una vibración de estallido.
—¡No es nada! —gritó el capitán echando medio cuerpo fuera del puente para ver mejor el casco de su buque—. Un cañonazo en la popa. ¡Firme, Toni!…
El segundo, agarrado a la rueda, volvía la cabeza de vez en cuando para apreciar la distancia que les separaba del submarino. Cada vez que veía levantarse una columna acuática a impulsos de un proyectil, repetía el mismo consejo:
—¡Tiéndete, Ulises!… ¡Van tirar contra el puente!
Era un recuerdo de su lejana juventud de contrabandista, cuando se acostaba en la cubierta de su barca manejando el timón y la vela bajo los tiros de los vigilantes del resguardo. Temía por la vida de su capitán, mientras él continuaba de pie, ofreciéndose a los disparos de los enemigos.
Ferragut marchó de un lado a otro, maldiciendo su falta de medios para responder a la agresión. «¡No le ocurriría otra vez!… ¡No se divertirían más dándole caza!».
Un segundo proyectil abrió otra brecha en la popa… «¡Mientras no sea en las máquinas!», pensaba el capitán. Después de esto, el Mare nostrum no sufrió más destrozos. Los disparos siguientes fueron levantando columnas de agua en la estela que dejaba el vapor. Cada vez surgían más lejanos estos fantasmas blancos. El buque salió de la zona del cañón enemigo, que seguía tirando y tirando inútilmente. Al fin cesaron los disparos y el submarino se borró del campo de visión de los anteojos, hasta sumergirse enteramente, cansado de una persecución inútil.
—¡No me ocurrirá más! —volvió a repetir el capitán—. ¡No me atacarán otra vez impunemente!
Luego pensó que este submarino había marchado contra él sabiendo quién era. Llevaba pintado en los costados de su buque los colores de España. Al primer cañonazo, el tercer oficial había izado la bandera, sin que cesasen por esto los disparos. Querían echarle a pique sin intimación alguna, «sin dejar rastro». Pensó que Freya, en relación con los directores de la campaña submarina, podía haber denunciado su viaje.
—¡Ah… tal! ¡Si te encuentro otra vez!…
Tuvo que descansar en Marsella varias semanas mientras reparaban las averías del vapor.
Como Toni carecía de ocupación durante esta inmovilidad forzosa, le acompañó muchas veces en sus paseos. Gustaban de sentarse en la terraza de un café de la Cannebière para comentar las diferencias pintorescas de la muchedumbre cosmopolita.
—Mira: gentes de nuestro país —dijo el capitán una tarde.
Y señaló a tres hombres de mar confundidos en la corriente de uniformes diversos y tipos de distintas razas que pasaba rozando las mesas del café.
Los había reconocido por sus gorras de seda con visera, sus chaquetas azules y su obesidad grave de marineros mediterráneos que han conseguido cierto bienestar. Debían ser patrones de barca.
Como si la mirada y el gesto de Ferragut les hubiesen avisado con misteriosa sensación, los tres volvieron los ojos, fijándolos en el capitán. Luego empezaron a discutir entre ellos con una vehemencia que hacía adivinar sus palabras.
«¡Es él!…». «¡No es!…». Aquellos hombres le conocían, pero dudaban al verle.
Se alejaron con marcada indecisión, volviendo repetidas veces el rostro para examinarle una vez más. A los pocos minutos regresó uno de ellos, el más viejo, aproximándose con timidez a la mesa.
—¿Es usted, y perdone, el capitán Ferragut?…
Hizo esta pregunta en valenciano, al mismo tiempo que se llevaba la diestra a su gorra para quitársela. Ulises detuvo el saludo y le ofreció una silla. Él era Ferragut: ¿qué deseaba?…
Se negó a sentarse. Quería decirle dos «razones» aparte, con cierto secreto… Cuando el capitán hubo presentado a su segundo como hombre de toda confianza, entonces se sentó. Los dos compañeros, rompiendo la humana corriente, habían retrocedido también y estaban en el borde de la acera, volviendo sus espaldas al café.
Era un patrón de barca: no se había equivocado Ferragut. Hablaba lentamente, como si le preocupase la revelación final, a la que servía de exordio todo lo que estaba diciendo.
—Los tiempos no son malos. Se gana dinero en el mar: más que nunca. Yo soy de Valencia. Hemos venido tres barcas de allá con vino y arroz. Viaje bueno, pero hay que navegar pegados a la costa, siguiendo la curva de los golfos, sin atreverse a pasar de cabo a cabo por miedo a los submarinos… Yo he encontrado a un submarino.
Ulises adivinó que las últimas palabras del patrón contenían el móvil que le había hecho aproximarse, venciendo su timidez.
—No fue en este viaje ni en el anterior —continuó el hombre de mar—. Me encontré con él dos días antes de la última Navidad. Yo, en invierno, me dedico a la pesca: soy propietario de una pareja de barcas del bòu… Estábamos cerca de las islas Columbretas, cuando de pronto vimos aparecer un submarino cerca de nosotros. Los alemanes no nos hicieron daño; lo único enojoso fue que tuvimos que entregarles una parte de nuestra pesca por lo que quisieron darnos. Luego me ordenaron que saltase a la cubierta del submarino para responder al comandante. Era un joven que hablaba el castellano como yo lo he oído hablar allá en las Américas, cuando de chico navegaba en un bergantín.
Se detuvo el patrón, algo cohibido, como si dudase en seguir su relato.
—¿Y qué dijo el alemán? —preguntó Ferragut para incitarle a continuar.
—Al enterarse de que yo era valenciano, me dijo si lo conocía a usted. Me preguntó por su vapor, queriendo saber si navegaba frente a la costa española. Yo le contesté que lo conocía de nombre nada más, y él, entonces…
El capitán le animó con su sonrisa al ver que vacilaba de nuevo.
—Le habló mal de mí, ¿no es cierto?
—Sí, señor; muy mal, con palabras muy feas. Dijo que tenía una cuenta que arreglar con usted y que deseaba ser el primero en encontrarle. Según dio a entender, los otros submarinos también le buscan… Sin duda es una orden.
Se cruzó una larga mirada entre Ferragut y su segundo. Mientras tanto, el patrón seguía sus explicaciones.
Los dos amigos que le esperaban a pocos pasos habían visto muchas veces al capitán en Barcelona y en Valencia. Uno de ellos lo había reconocido inmediatamente; otro dudaba que fuese él; y por deber de conciencia, el viejo patrón volvía atrás para darle este aviso.
—Entre paisanos debemos ayudarnos… ¡Los tiempos son malos!
Al verle de pie, sus dos camaradas se aproximaron sonriendo a Ferragut, «¿Qué deseaban tomar?». Les invitó a sentarse en torno de su mesa; pero tenían prisa: iban a ver al consignatario de sus barcas.
—Ya lo sabe, capitán —dijo el patrón al despedirse—. Esos demonios le buscan para jugarle una mala pasada. Usted sabrá por qué… ¡Mucho ojo!
En el resto de la tarde hablaron poco Ferragut y Toni. Los dos tenían en el cerebro iguales pensamientos, pero evitaban su exteriorización por un pudor de hombres enérgicos, temiendo que fuesen interpretados como preocupaciones del miedo.
Al cerrar la noche, cuando se retiraban al vapor, el piloto se atrevió a romper este silencio.
—¿Por qué no abandonas la navegación?… Eres rico; además, te darán por tu buque lo que pidas. Hoy se pagan los barcos como si fuesen de oro.
Ulises levantó los hombros. No pensaba en el dinero: ¿de qué podía servirle?… El resto de su vida deseaba pasarlo en el mar, dando ayuda a los enemigos de sus enemigos. Tenía una venganza que cumplir; viviendo en tierra abandonaba esta venganza y sentiría con más intensidad el recuerdo de su hijo.
El segundo calló unos instantes.
—¡Son tantos los enemigos!… —dijo luego con desaliento—. ¡Somos nosotros tan poca cosa!… Por unos cuantos metros no nos han echado a pique en el último viaje. Lo que no ha sido ahora será cualquier día… Ellos han jurado acabar contigo; y son muchos… y son de guerra. ¿Qué podemos nosotros, pobres marinos de paz?…
Toni no añadió nada, pero sus ideas silenciosas fueron adivinadas por Ulises.
Pensaba en su familia, que vivía allá en la Marina una existencia de continua ansiedad viéndole a bordo de un buque acechado por irresistibles amenazas. Pensaba también en las esposas y las madres de todos los hombres de la tripulación, que sufrían idénticas angustias. Y Toni se preguntaba por primera vez si el capitán Ferragut tenía derecho a arrastrarlos a todos a una muerte segura, por su testarudez vengativa y loca.
«No, no tengo derecho», se dijo Ulises mentalmente.
Pero al mismo tiempo, el segundo, arrepentido de sus anteriores reflexiones, afirmaba en voz alta, con una sencillez heroica:
—Si te aconsejo que te retires, es por tu bien; no creas que es por miedo… Yo te seguiré mientras navegues. Alguna vez he de morir, y mejor es que sea en el mar. Únicamente me preocupa la suerte de mi mujer y mis hijos.
El capitán siguió marchando silenciosamente, y al llegar al buque habló con brevedad. «Pensaba hacer algo que tal vez gustase a todos. Antes de una semana habría decidido su porvenir».
Los días siguientes los pasó en tierra. Dos veces volvió con unos señores que examinaron el vapor minuciosamente, bajando a las máquinas y a las bodegas. Algunos de estos visitantes parecían expertos en las cosas del mar.
«Quiere vender el barco», se dijo Toni.
Y el piloto empezó a arrepentirse de sus consejos. ¡Abandonar el Mare nostrum, que era el mejor de todos los buques en que había servido!… Se acusó de cobardía, creyendo que era él quien había impulsado al capitán a tomar esta decisión. ¿Qué iban a hacer en tierra los dos cuando el vapor fuese de otros?… ¿No tendría él que embarcarse en un buque inferior, corriendo los mismos riesgos?…
Estaba decidido a deshacer su obra, a aconsejar de nuevo a Ferragut, declarando que sus ideas eran las más acertadas y que debían seguir viviendo como hasta el presente, cuando el capitán dio la orden de partir. Aún no estaban terminadas del todo las reparaciones.
—Vamos a Brest —dijo lacónicamente—. Es el último viaje.
Y el vapor salió sin carga, como si fuese a cumplir una misión especial.
¡El último viaje!… Toni admiró su barco como si lo viese bajo una nueva luz, descubriéndole bellezas nunca sospechadas, lamentando como un enamorado la rapidez con que transcurrían los días y se aproximaba el momento doloroso de la separación.
Nunca había sido el piloto tan activo en su vigilancia. Sus supersticiones de navegante le infundían cierto pavor. Por lo mismo que era el último viaje, les podía ocurrir algo malo. Pasó en el puente días enteros, examinando el mar, temiendo la aparición de un periscopio, variando el rumbo de acuerdo con el capitán, en busca de las aguas más solitarias, donde los submarinos no podían esperar caza alguna.
Respiró al entrar por uno de los tres pasos del semicírculo de escollos que cierra la rada de Brest. Cuando quedaron anclados en este pedazo de mar gris, brumoso y poco seguro, rodeado de negras montañas, Toni esperó con ansiedad el resultado de los viajes que el capitán hacía a tierra.
En todo el curso de la navegación, Ferragut no se había prestado a confidencias. El piloto sólo sabía que este viaje a Brest era el último. ¿Quién iba a ser el nuevo dueño del Mare nostrum?
Una tarde lluviosa, Ulises, al volver al buque, dio orden de que buscasen al segundo, mientras sacudía su impermeable en la entrada de las cámaras.
La rada estaba obscura, con olas espumosas, cortas y gruesas, que saltaban como carneros. Los acorazados echaban humo por sus triples chimeneas, prontos a hacer frente al mal tiempo con las máquinas encendidas.
El vapor, anclado en el puerto comercial, danzaba inquieto, tirando de sus amarras con lúgubre quejido. Todos los baques cercanos se movían igualmente, lo mismo que si estuviesen en alta mar.
Toni entró en la gran cámara, y al ver el rostro de su capitán adivinó que había llegado el momento de conocer la verdad. Ulises le habló rehuyendo su mirada, deseando evitar con el laconismo de su lenguaje todo motivo de emoción.
Había vendido el buque a los franceses: un negocio rápido y magnífico… ¡Quién le hubiese dicho al comprar Mare nostrum que algún día le darían por él una cantidad tan enorme!… En ningún país se encontraban barcos a la venta. Los inválidos del mar amarrados en los puertos como hierro viejo obtenían precios fabulosos. Buques encallados y olvidados en costas remotas eran puestos a flote por empresas que ganaban millones con esta resurrección. Otros sumergidos en los mares tropicales se veían devueltos a la superficie después de una permanencia de diez años debajo del agua, reanudando sus viajes. Todos los meses surgía un astillero nuevo, pero la guerra mundial no encontraba nunca bastantes naves para el transporte de los víveres y los instrumentos de muerte.
Sin regateo alguno habían dado a Ferragut el precio de venta que él exigía: mil quinientos francos por tonelada: cuatro millones y medio por el buque. Y a esto había que añadir cerca de dos millones que llevaba ganados con sus viajes desde el principio de la guerra.
—¡Estoy podrido de dinero! —dijo el capitán.
Y lo dijo tristemente, recordando con nostalgia los tiempos de paz, cuando sufría la preocupación de los negocios mediocres… pero vivía su hijo. ¿De qué iba a servirle esta riqueza que le asaltaba por todos lados como si pretendiese aplastarle con su peso?… Su esposa podría derramar el dinero a manos llenas en obras de caridad; podría dotar a sus sobrinas como si fuesen hijas de un prócer… ¡y nada más! Ni ella ni él consiguirían resucitar por un momento su pasado. Esta riqueza inútil sólo le proporcionaba cierta tranquilidad al pensar en el porvenir de la mujer que constituía toda su familia. Le era lícito en adelante disponer libremente de su existencia. Cinta, al morir él, iba a heredar millones.
Para evitarse la emoción de la despedida, habló a Toni autoritariamente. Una carta del Atlántico estaba sobre la mesa, y con el índice fue marcando un rumbo a su piloto; pero este rumbo no era a través del mar, sino lejos de él, siguiendo el interior de las naciones costerizas.
—Mañana —dijo— vienen los franceses a posesionarse del vapor. Puedes irte cuando gustes, pero convendrá que sea lo más pronto posible…
Lo mismo que si diese una lección geográfica, explicó a Toni su viaje de regreso. Este corre-mares se encogía tímidamente cuando le hablaban de itinerarios de ferrocarril y cambios de tren.
—Aquí está Brest… Sigues por esta línea a Burdeos; de Burdeos a la frontera; y una vez allí, tuerces a Barcelona o te vas a Madrid, y de Madrid a Valencia.
El segundo contempló el mapa silenciosamente, rascándose la barba. Luego fue elevando sus ojos caninos, hasta fijarlos en Ulises.
—¿Y tú? —preguntó.
—Yo me quedo. El capitán del Mare nostrum se ha vendido con su buque.
Toni hizo un gesto doloroso. Creyó por un momento que Ferragut quería librarse de su presencia y estaba descontento de sus servicios. Pero el capitán se apresuró a darle explicaciones.
Por pertenecer el Mare nostrum a un país neutral, no podía ser vendido a una de las naciones beligerantes mientras durasen las hostilidades. A causa de esto, él lo había enajenado de un modo que no hacía necesario el cambio de bandera. Ya no era su dueño, pero continuaba a bordo como capitán, y el vapor seguiría siendo español lo mismo que antes.
—¿Y por qué debo irme? —dijo Toni con voz trémula, creyéndose víctima de una preterición.
—Vamos a navegar armados —contestó Ulises con energía—. Por eso he hecho la venta, más que por el dinero. Llevaremos un cañón a popa, telegrafía sin hilos, una tripulación de hombres de la reserva marítima, todo lo necesario para defenderse. Haremos nuestros viajes sin buscar al enemigo, llevando cargamentos lo mismo que antes; pero si el enemigo nos sale al paso, encontrará quien le conteste.
Estaba dispuesto a morir, si tal era su destino, pero agrediendo al que le atacase.
—¿Y no puedo ir yo también? —insistió el piloto.
—No; detrás de ti existe una familia que te necesita. Tú no eres de una nación en guerra, ni tienes nada que vengar… Yo soy el único de los antiguos tripulantes que permanece a bordo. Todos os vais. El capitán tiene una razón para exponer su vida y no quiere cargar con la responsabilidad de arrastraros a todos en su última aventura.
Toni comprendió que era inútil insistir. Sus ojos se humedecieron… ¿Era posible que se despidiesen para siempre dentro de unas horas?… ¿No vería más a Ulises y a su buque, que se llevaban la mejor parte de su pasado?…
El capitán deseó terminar pronto esta entrevista para mantener su serenidad.
—Mañana a primera hora —dijo— llamarás a la gente. Ajusta las cuentas de todos. Cada uno debe recibir como gratificación extraordinaria la paga de un año entero. Quiero que guarden buena memoria del capitán Ferragut.
Intentó el piloto oponerse a esta generosidad por un resto del áspero interés que le habían inspirado siempre los negocios del buque, pero su superior no quiso dejarle seguir.
—¡Estoy podrido de dinero! —repitió como si se quejase—. Tengo más de lo que necesito… Puedo hacer locuras, si es mi gusto.
Luego miró por primera vez a su segundo frente a frente.
—En cuanto a ti —siguió diciendo—, he pensado lo que debes hacer… ¡Toma!
Le dio un sobre cerrado, y el piloto, maquinalmente, intentó abrirlo.
—No; no lo abras por ahora. Te enterarás de lo que contiene cuando estés en España. Ahí va encerrado el porvenir de los tuyos.
Miró Toni con ojos asombrados el leve envoltorio de papel que tenía entre los dedos.
—Te conozco —continuó Ferragut—; protestarías al ver la cantidad. Para mí es insignificante, y a ti te parecería excesiva… No abras el sobre hasta que estés en nuestra tierra. En él encontrarás el nombre del Banco al que debes dirigirte. Quiero que seas el más rico de tu pueblo; que tus hijos se acuerden del capitán Ferragut cuando yo haya muerto.
El piloto hizo un gesto de protesta ante esta muerte posible, y al mismo tiempo se restregó los ojos como si sintiera en ellos un cosquilleo intolerable.
Ulises continuó sus instrucciones. Había vendido atropelladamente la casa de sus abuelos allá en la Marina, las viñas, toda la herencia del Tritón, cuando adquirió el Mare nostrum. Su deseo era que Toni rescatase estos bienes, instalándose en el antiguo domicilio de los Ferragut.
—Tienes dinero de sobra para eso y mucho más. Yo carezco de hijos, y me gustará que los tuyos ocupen la casa que fue mía… Tal vez cuando llegue a viejo (si es que no me matan) iré a pasar los veranos con vosotros. ¡Animo, Toni!… Aún pescaremos juntos, como pescaba mi tío el médico.
Pero el segundo no se reanimó con estas afirmaciones optimistas. Tenía los ojos hinchados por una humedad lacrimosa que hacía brillar sus córneas. Juraba entre dientes, protestando contra la próxima separación… ¡No verse más, después de tantos años de fraternidad!… ¡Cristo!…
El capitán tuvo miedo también a que saltasen sus lágrimas, y le ordenó que fuese a hacer las cuentas de los hombres a bordo.
Una hora después, Toni volvía a entrar en la gran cámara, llevando en una mano la carta abierta. No había podido resistirse a la tentación de violar su secreto, temiendo que la generosidad de Ferragut resultase excesiva, inadmisible.
Protestó, tendiendo hacia Ulises el cheque extraído del sobre.
—¡No puedo aceptar!… ¡Es una locura!…
Había leído con espanto la cantidad consignada en el documento de crédito: primeramente en cifras, luego en letras. ¡Doscientas cincuenta mil pesetas!… ¡Cincuenta mil duros!
—Eso no es para mí —volvió a decir—. No lo merezco… ¿Qué puedo hacer con tanto dinero?
Fingió irritarse el capitán por su desobediencia.
—¡Guarda ese papel, bruto!… Ya me temía yo tus protestas… Es para tus hijos y para que tú descanses. No hablemos más, o me enfado.
Luego, para vencer sus escrúpulos, abandonó el tono violento y dijo con tristeza:
—Carezco de herederos… No sé que hacer de mi fortuna inútil.
Y repitió una vez más, como una queja contra el destino:
—¡Estoy podrido de dinero!…
A la mañana siguiente, mientras Toni ajustaba en su camarote las cuentas de los tripulantes, asombrados de la munificencia de esta despedida, el tío Caragol entró en el salón de popa, pidiendo hablar a Ferragut.
Se había puesto un viejo capote sobre sus ropas flácidas y escasas, más por decoro de la visita que porque realmente le hiciese sufrir el frío de Bretaña.
Despojó su esquilada cabeza del eterno sombrero de palma, fijando sus ojos rojizos en el capitán, que seguía escribiendo después de contestar a su saludo.
«¿Qué significaba cierta orden que había recibido de prepararse para dejar el buque dentro de unas horas?…». Debía ser una burla de Toni, excelente sujeto, pero enemigo de las cosas santas, que gustaba de irritarle a causa de su piedad…
Ferragut abandonó la pluma, volviéndose hacia el cocinero, cuya suerte le había preocupado lo mismo que la del piloto.
—Tío Caragol, nos hacemos viejos, y hay que pensar en el retiro… Voy a darle un papel; lo guardará lo mismo que si fuese una estampa bendita, y cuando lo presente en Valencia, le entregarán diez mil duros. ¿Usted sabe lo que son diez mil duros?…
Colocando su mentalidad al nivel de la de este hombre sencillo, se gozó en trazarle un plan de vida. Podía emplear su capital en cualquiera empresa modesta del puerto de Valencia: podía establecer un restorán, que pronto se haría célebre por sus olímpicos arroces. Sus sobrinos, que eran pescadores, lo recibirían como a un dios. Podía igualmente ser consocio en una pareja de barcas dedicadas a la pesca del bòu. Le esperaba una vejez feliz y honrosa; sus antiguos compañeros de navegación iban a envidiarle. Se levantaría a media mañana, iría al café, figuraría como devoto rico en todas las fiestas religiosas del Grao y del Cabañal: tendría en las procesiones un puesto de honor…
Siempre que hablaba Ferragut, le interrumpía el tío Caragol maquinalmente para decir: «Así es, mi capitán». Por primera vez dejó de mover la cabeza y de sonreír con su cara de sol. Estaba pálido y sombrío. Hizo con su redonda testa un signo enérgico y dijo lacónicamente:
—No, mi capitán.
Ante la mirada de asombro de Ulises, creyó necesario explicarse.
—¿Qué voy a hacer desembarcado?… ¿Quién me espera?… ¿Qué negocios ni qué familia pueden interesarme?…
Ferragut creyó escuchar un eco de sus propios pensamientos. Él, como su cocinero, nada tenía que hacer en tierra… Se aburría mortalmente lejos del mar como durante los meses pasados en Barcelona cuando aún era joven y podía crearse una nueva profesión. Además, le resultaba imposible volver a su casa, reanudando la vida con su esposa: equivalía a perder sus últimas ilusiones. Era mejor contemplar de lejos todo lo que restaba en pie de su antigua existencia.
Caragol, mientras tanto, seguía hablando. Los sobrinos no se acordaban del pobre cocinero, y él no tenía por qué preocuparse de su suerte, enriqueciéndolos. Prefería quedarse donde estaba, sin dinero y feliz.
—¡Que se vayan los otros! —dijo con un egoísmo pueril—. ¡Que se vaya Toni!… Yo me quedo… debo quedarme. Cuando el capitán se marche, se marchará el tío Caragol.
Ulises enumeró los grandes peligros que iba a arrostrar el buque. Los submarinos alemanes lo acechaban con mortal predilección: sostendrían combates… serían torpedeados…
La sonrisa del viejo despreció estos peligros. Tenía, la certidumbre de que nada malo podía ocurrirle al Mare nostrum. Las furias del mar resultaban impotentes contra él, y menos conseguiría aún la maldad de los hombres.
—Yo sé por qué lo digo, capitán… Estoy seguro de que saldremos sanos y salvos de todos los peligros.
Pensó en sus milagrosos amuletos, en sus estampas benditas, en la protección sobrenatural que le proporcionaban sus piadosas invocaciones. Además, tenía en cuenta el nombre latino del buque, que le había inspirado siempre un respeto religioso. Pertenecía a la lengua usada por la Iglesia, al idioma en que se ordenan los milagros y que expulsa al demonio, haciéndolo correr despavorido.
—El Mare nostrum no sufrirá desgracia. Si le cambiasen el título… tal vez. Pero mientras se llame así, ¿cómo puede ocurrirle nada malo?…
Sonriendo ante esta fe, empleó Ferragut su último argumento. Toda la tripulación iba a componerse de franceses: ¿cómo se entendería con ellos si ignoraba su idioma?…
—Yo lo sé todo —afirmó el viejo soberbiamente.
Se había entendido con los hombres en los puertos más diversos del mundo. Contaba con algo más que la lengua: con los ojos, con las manos, con su malicia expresiva de meridional exuberante y gesticulador.
—Yo soy como San Vicente Ferrer —añadió con orgullo.
Su santo sólo hablaba la lengua de Valencia, y había corrido media Europa predicando a muchedumbres de idiomas diversos, haciéndolas llorar de mística emoción y arrepentirse de sus pecados.
Mientras Ferragut tuviese el mando, él se quedaba. Si no le quería de cocinero, sería marmitón, fregaría las ollas. Lo importante era seguir pisando la cubierta del buque.
El capitán tuvo que acceder. Este viejo representaba para él un resto del pasado. Podría asomarse de tarde en tarde a la cocina para hablar de los lejanos tiempos en que se vieron por primera vez.
Y Caragol se retiró, satisfecho de su éxito.
—En cuanto a esos franceses —dijo antes de salir—, déjelos a mi cargo. Deben ser buenas personas… Veremos qué dicen de mis arroces.
En el curso de una semana, el Mare nostrum se despobló y volvió a poblarse. Fueron marchándose en grupos sus antiguos tripulantes. Toni salió el último, y Ulises no quiso verle, por temor a una emoción inútil. Ya se escribirían.
Una curiosidad simpática impulsó al cocinero hacia la nueva marinería. Saludaba afablemente a los oficiales, sintiendo no poseer su idioma para entablar con ellos amistosas conversaciones. El capitán le tenía acostumbrado a tal familiaridad.
Eran dos pilotos que la movilización había convertido en tenientes auxiliares de la marina de guerra. Los primeros días se presentaron a bordo vistiendo su uniforme; luego volvieron con traje civil, para habituarse a ser simples oficiales mercantes de un vapor neutral. Los dos conocían por referencias los viajes anteriores de Ferragut, sus servicios a los aliados, y se entendieron simpáticamente, sin ningún prejuicio de nacionalidad.
Caragol consiguió igual éxito entre los cuarenta y cinco hombres que se fueron posesionando de las máquinas y los ranchos de proa. Llegaban vestidos de marineros de la flota, con amplio cuello azul y una gorra rematada por un pompón rojo. Algunos ostentaban en el pecho medallas militares y la reciente Cruz de Guerra. De los sacos de lona que les servían de maletas sacaban sus trajes del tiempo de paz, cuando trabajaban en los vapores de carga, en los veleros que van a Terranova o en simples barcas de pesca costera.
La cocina estaba repleta a ciertas horas de hombres que escuchaban al viejo. Algunos conocían la lengua española por haber navegado en bricks de Saint-Malo y Saint-Nazaire, yendo a los puertos de Argentina, Chile y Perú. Los que no podían entender las palabras del cocinero las adivinaban a través de sus gesticulaciones. Todos reían, encontrándolo bizarro e interesante, y esta alegría general la atizaba Caragol sacando a luz los tesoros líquidos que había amontonado en los viajes anteriores, bajo la administración descuidada y generosa de Ferragut.
El vino fuerte y alcohólico de las costas de Levante caía en los vasos como tinta, coronado de un círculo de rubíes. El viejo lo derramaba con mano pródiga. «Bebed, muchachos; en vuestra tierra no tenéis de esto…». Otras veces confeccionaba sus famosos «refrescos», sonriendo con una satisfacción de artista al ver el mohín de voluptuosidad que alteraba los rostros.
—¿Cuándo habéis bebido nada semejante? —decía con orgullo—. ¿Qué sería de vosotros sin el tío Caragol?…
Estos bretones, acostumbrados a la disciplina y la sobriedad de otros buques, admiraban los fueros extraordinarios del cocinero, que podía mostrarse generoso lo mismo que un capitán.
Con frecuencia comunicaba a Ferragut sus opiniones sobre los nuevos camaradas. ¡Por algo había dicho que se entendería con ellos!… Eran hombres serios y religiosos, y los prefería a los antiguos tripulantes mediterráneos, juradores e incapaces de resignación, que a la menor contrariedad sacaban a Dios al ruedo para afrentarlo con malas palabras.
Todos ellos, musculosos y bien plantados, con ojos azules y bigotes rubios, llevaban medallas ocultas. Uno le había regalado la suya, comprada en una peregrinación a Santa Ana de Auray. Caragol la mostró sobre su pecho velludo. Sentía una fe reciente en los prodigios de esta imagen «extranjera».
—Van a miles los peregrinos a su santuario, capitán. Todos los días hace un milagro… Hay una escala santa que los devotos suben de rodillas, y muchos de esos chicos la han subido. Yo quisiera…
En otro de los viajes a Brest, esperaba que Ferragut le permitiese ir a Auray el tiempo necesario para subir la escalera de rodillas, ver a Santa Ana y volver a bordo.
Ya no estaba el buque en el puerto comercial. Había pasado al puerto militar, estrecha ría que se retuerce por el interior de la ciudad, partiéndola en dos. Un gran puente giratorio ponía en comunicación ambas orillas, orladas de vastas construcciones y altas chimeneas: talleres de la marina, depósitos, arsenales, diques secos para la limpieza de los buques. Los remolcadores movían continuamente su agua verde y fangosa. Los vapores en reparación se alineaban a lo largo de los malecones, bajo un continuo martilleo que hacía resonar sus planchas. Las gabarras rematadas por colinas de hulla iban lentamente a situarse en los flancos de los buques. Bajo el puente giratorio llegaban y partían las lanchas de los acorazados, dejando en los muelles flotantes las tripulaciones libres de servicio, que saludaban con escandaloso griterío el salto a tierra.
Permaneció aislado el Mare nostrum mientras los obreros del arsenal instalaban en su popa un cañón de tiro rápido y los aparatos de telegrafía sin hilos. Nadie podía entrar en él que no perteneciese a su tripulación.
Las familias de los marineros esperaban a éstos en el muelle, y Caragol tuvo ocasión de conocer a muchas bretonas, madres, hermanas o prometidas de sus nuevos amigos. Le gustaban estas mujeres: iban vestidas de negro, con amplias sayas y gorros blancos y rígidos que traían a su memoria las tocas de las monjas… Algunas muchachas, altas, carnudas, de ojos azules y cándidos, reían con el español sin entenderle una palabra. Las viejas, de cara fruncida y obscura como las manzanas invernizas, chocaban su vaso con el de Caragol en los cafetuchos vecinos al puerto. Todos hacían honor a una copa en momento oportuno y tenían gran fe en los santos. El cocinero no necesitaba más… ¡gentes excelentes y simpáticas!
Ciertos mozos condecorados con la Cruz de Guerra le contaban sus hazañas. Eran supervivientes de los batallones de fusileros marinos que defendieron a Dixmude. Después de la batalla del Marne los habían enviado a cortar el paso del enemigo por el lado de Flandes. No pasaban de seis mil, y ayudados por una división belga sostenían el empuje de todo un ejército. Su resistencia había durado semanas: un combate de barricadas en las calles, de peleas a lo largo de un canal, con el encarnizamiento de los antiguos abordajes. Los oficiales gritaban sus órdenes con el sable roto y la cabeza vendada; los hombres se batían sin pensar en sus heridas, cubiertos de sangre, hasta que se desplomaban muertos.
Caragol, poco aficionado a las empresas militares, se entusiasmaba relatando a Ferragut esta lucha heroica, sólo porque habían figurado en ella sus nuevos amigos.
—Murieron muchos, capitán; casi la mitad… pero los alemanes no pudieron seguir adelante… Luego, al enterarse de que los marinos no habían sido más que seis mil, los generales boches se tiraban de los pelos: ¡tanta era su rabia! Creían haber tenido enfrente docenas de miles… Da gusto oír contar eso a los chicos que estuvieron allá.
Entre estos «chicos» heridos en la guerra, que habían pasado a la reserva naval y tripulaban el Mare nostrum, uno era distinguido por la predilección del viejo. Podía hablarle en español, a causa de sus navegaciones trasatlánticas, y además había nacido en Vannes.
Apenas se aproximaba a sus dominios, salía a su encuentro con una sonrisa de invitación: «¿Un refresco… Vicente?». La mejor silla era para él. Caragol había olvidado su nombre por innecesario. Al ser de Vannes, sólo podía llamarse Vicente.
El primer día que se hablaron, el marino, enamorado de su país, le describió las bellezas del Morbihán, extenso mar interior rodeado de bosques, con islas cubiertas de pinos; las antigüedades venerables de la ciudad; su catedral gótica, abundante en tumbas, entre ellas la de un santo español: San Vicente Ferrer.
A Caragol le dio un vuelco el corazón. Nunca se había preocupado de averiguar dónde estaba la sepultura del famoso apóstol de Valencia… Recordó de pronto una estrofa de los «gozos» que cantaban ante los altares del santo los devotos de su tierra. Efectivamente, había ido a morir «en Vannes de Bretaña», nombre geográfico que hasta entonces carecía de significado para él… ¡Y este muchacho era de Vannes! No fue necesario más para que lo mirase con el mismo respeto que si hubiese nacido en un país de maravillas.
Le hizo describir muchas veces cómo era la tumba del santo en el crucero de la catedral, las apolilladas tapicerías que perpetuaban sus milagros, el busto de plata que guardaba su corazón… Además, la puerta principal de Vannes se llamaba de San Vicente, y los recuerdos del santo estaban aún vivos en sus crónicas.
También se propuso visitar esta ciudad cuando el buque volviese a Brest. Muy santa debía ser la tierra bretona, la más santa del mundo, cuando el valenciano milagroso, después de correr tantas naciones, había querido morir en ella.
Ya no le produjo asombro que a este mocetón le hubiesen recogido en Dixmude cubierto de heridas y se mostrase ahora sano y vigoroso… A bordo del Mare nostrum era artillero: él y dos camaradas estaban encargados del cañón. Para Caragol no ofrecía dudas la suerte de todo submarino que les saliese al encuentro: el «chico de Vannes» iba a hacerlo añicos al primer disparo. Una tarjeta postal, obsequio del bretón, representando la tumba del santo, figuraba en el sitio de honor de la cocina. El viejo le rezaba como si fuese una estampa milagrosa, y el Cristo del Grao iba quedando en segundo término.
Una mañana, Caragol fue en busca del capitán, que estaba escribiendo en su camarote. Venía de tierra, de hacer sus compras en el mercado. Al pasar por la rue de Siam, la vía más importante de Brest, donde están los cafés, los teatros y los cinemas, había tenido un encuentro.
—Un encuentro —continuó con sonrisa misteriosa—. ¿A que no adivina usted quién es?…
Levantó los hombros Ferragut, y en vista de su indiferencia, el viejo no quiso guardar por más tiempo el secreto.
—¡La pájara! —añadió—. Aquella pájara guapetona y perfumada que venía a verle… La de Nápoles… la de Barcelona…
El capitán palideció, primeramente de sorpresa, luego de cólera. ¿Freya en Brest?… ¿Hasta aquí llegaba su espionaje?…
Caragol continuó su relato. Volvía hacia el buque, y ella, que marchaba por una acera de la calle de Siam, le había reconocido, hablándole cariñosamente.
—Me ha dado recuerdos para usted… Está enterada de que ningún extraño puede entrar en el barco. Me dijo que había intentado venir a verle.
Hizo una rebusca el cocinero en sus bolsillos, sacando un pedazo de papel arrugado, una hoja en blanco arrancada de una carta vieja.
—También me dio este papel, escrito en la misma calle con un lápiz. Usted sabrá lo que dice. Yo no he querido mirarlo.
Ferragut, al tomar el papel, reconoció inmediatamente la letra de ella, pero desigual, nerviosa, trazada con precipitación. Cuatro palabras nada más: «Adiós. Voy a morir».
«¡Mentiras! ¡Siempre mentiras!», dijo en su cerebro la voz de la cordura.
Rompió el papel, y pasó el resto de la mañana preocupado… Su deber era perseguir este espionaje que venía a realizar su labor en un puerto de guerra… Todos los buques anclados cerca del Mare nostrum estaban bajo la amenaza de sus avisos. ¡Quién podía saber si sus comunicaciones misteriosas servirían para que él también se viese atacado por un submarino al salir de la rada de Brest!…
Su primer impulso fue denunciarla. Luego se arrepintió, por los escrúpulos de una caballerosidad absurda… Además, tendría que explicar su pasado a los jefes de Brest, que apenas le conocían. Estaba lejos aquel marino de Salónica que sabía comprender los errores pasionales.
Quiso vigilar por sí mismo, y en la tarde se fue a tierra. Detestaba a Brest, como una de las ciudades más aburridas del Atlántico. Llovía en ella incesantemente y no se encontraba otra distracción que el eterno paseo por la calle de Siam o la permanencia aburrida en los cafés, llenos de marinos y de oficiales de tierra ingleses y portugueses.
Recorrió los establecimientos públicos de día y de noche; hizo averiguaciones en los hoteles; tomó carruajes para visitar las afueras más pintorescas. Durante cuatro días insistió en sus pesquisas, sin resultado alguno.
Llegó a dudar de la veracidad del tío Caragol. Tal vez estaba ebrio al volver al buque y había inventado aquel encuentro. Pero el recuerdo del papel escrito por ella desmentía tal suposición… Freya estaba en Brest.
El cocinero lo explicó todo simplemente al asediarle el capitán con nuevas preguntas.
—La pájara debía ir de paso. Tal vez se marchó en la tarde… ¡Pura casualidad el encuentro!
Tuvo que desistir de sus averiguaciones. Los trabajos defensivos del buque estaban terminados; las bodegas contenían un cargamento de proyectiles para el ejército de Oriente y varios cañones sin montar. Recibió la orden de partida, y una mañana gris y lluviosa salieron de la rada de Brest. La bruma hizo aún más dificultoso el tránsito entre los escollos que obstruyen este puerto. Pasaron ante la lúgubre bahía de los Difuntos, antiguo cementerio de buques de vela, y siguieron la navegación hacia el Sur, en busca del estrecho, para entrar en el Mediterráneo.
Ferragut sintió orgullo al examinar el nuevo aspecto del Mare nostrum. La telegrafía sin hilos le mantenía en contacto con el mundo. Ya no era el capitán mercante siervo del destino, confiado a su buena suerte e incapaz de repeler un ataque. Las estaciones radiográficas velaban por él a lo largo de las costas, aconsejando cambios de rumbo para evitar al enemigo en acecho. Chirriaban los aparatos sosteniendo invisibles diálogos. Además, en la popa estaba el cañón, resguardado por una caperuza de lona, pronto a entrar en funciones.
Vio casi realizados los ensueños de su niñez, cuando devoraba historias de corsarios y novelas de aventuras marítimas. Le era lícito titularse capitán «de mar y guerra», como los antiguos navegantes. Si el submarino pasaba ante él, lo atacaría con la proa; si intentaba perseguirle, podría responderle con el cañón.
Su humor aventurero le hizo ansiar uno de estos encuentros. Faltaba en su vida un combate marítimo. Quiso ver cómo se portaban estos hombres silenciosos y modestos que habían hecho la guerra en tierra y contemplado la muerte de cerca.
No tardó en realizarse su deseo. Un amanecer, a la altura de Lisboa, cuando acababa de dormirse después de haber pasado la noche en el puente, le despertaron los gritos y correteos de la tripulación.
Un submarino había surgido a mil quinientos metros y marchaba hacia el Mare nostrum a gran velocidad, temiendo sin duda que el buque mercante intentase escapar. Para obligarle a detenerse, su cañón le envió dos proyectiles, que cayeron en el agua.
El vapor moderó su marcha, pero fue para colocarse en mejor posición y que maniobrase con desahogo su pieza de popa. A los primeros tiros el submarino empezó a retroceder, guardando una prudente distancia, sorprendido de que contestasen a su agresión.
Duró el combate una media hora, repitiéndose los disparos por ambas partes con la velocidad de la artillería de tiro rápido. Ferragut estaba cerca del cañón, admirando la fría calma con que lo manejaban sus servidores. Uno tenía siempre un proyectil en los brazos, pronto a dárselo al compañero, que lo introducía con rapidez en la recámara humeante. El apuntador concentraba toda su vida en los ojos, e inclinado sobre la pieza la movía, buscando la parte sensible de aquel cuerpo gris y prolongado que asomaba a flor de agua lo mismo que un cetáceo.
De pronto, una nube de astillas voló cerca de la proa del vapor. Un proyectil enemigo acababa de chocar con el borde de los techos que cubrían la cocina y los ranchos de la tripulación. Caragol, que estaba en la puerta de sus dominios, se llevó las manos al sombrero. Al disolverse la nube amarilla y maloliente, le vieron todos de pie, rascándose la cúspide de la cabeza, descubierta y roja.
—¡No es nada! —dijo—. Un pedazo de madera que me ha hecho una sangría. ¡Fuego!… ¡fuego!
Aullaba, enardecido por los cañonazos. El olor de droguería de la pólvora sin humo, el estrépito seco de las detonaciones, parecían embriagarle. Saltaba y manoteaba con el ardor de una danza guerrera.
Los artilleros de popa redoblaron su actividad: los disparos eran continuos.
—¡Ya está! —gritó Caragol—. Lo han tocado… ¡lo han tocado!
En todo el buque era él quien menos podía apreciar los efectos del tiro. Apenas si alcanzaba a distinguir la silueta del sumergible. Pero a pesar de esto, siguió bramando con toda la fuerza de su fe:
—Está tocado… ¡Viva! ¡viva!…
Y lo extraño fue que el enemigo desapareció instantáneamente de la superficie azul. Los artilleros dirigieron aún algunos tiros contra su periscopio. Después sólo quedó en el lugar ocupado por él una lámina blanca y brillante.
El vapor marchó hacia esta mancha enorme de aceite, que tomaba al moverse unos reflejos tornasolados.
Los marineros dieron gritos de entusiasmo. Estaban seguros de haber echado a pique al sumergible. Los oficiales eran menos optimistas: «¡Quién sabe!». No le habían visto levantarse verticalmente para hundirse luego por uno de sus extremos como un huso, de punta. Tal vez había sufrido una simple avería que le obligaba a ocultarse.
Para Caragol era indiscutible la pérdida del submarino. Consideraba innecesario preguntar el nombre del que lo había hecho pedazos.
—Ha sido el de Vannes… Sólo él puede ser.
Los otros artilleros no existían. Y enardecido por su entusiasmo, se escapaba de las manos de dos marineros que habían empezado a vendarle la cabeza con una pulcritud aprendida en los combates terrestres.
Ferragut quedó satisfecho del encuentro. No estaba seguro de la destrucción del enemigo; pero si se había salvado podía llevar la noticia a los otros de que el Mare nostrum era capaz de defenderse.
Su alegría le llevó al lado de Caragol.
—Muy bien, veterano. Escribiremos al ministro de Marina para que le dé la Cruz de Guerra.
El cocinero, tomando en serio estas palabras, declinó la oferta. Si daban alguna recompensa, que fuese para el «chico de Vannes». Luego añadió, como si reflejase los pensamientos de su capitán:
—Da gusto navegar así… A nuestro vapor le han salido dientes, y ya no tendrá que huir como una liebre asustada… Que lo dejen hacer su camino en paz, porque ahora muerde.
Todo el resto del viaje hasta Salónica fue sin incidentes. El telégrafo lo mantuvo en contacto con las instrucciones llegadas de tierra. Gibraltar le aconsejó que navegase pegado a la costa de África; Malta y Bizerta le indicaron que podía seguir adelante, por estar el paso entre Túnez y Sicilia limpio de enemigos. Del lejano Egipto vinieron a su alcance avisos tranquilizadores mientras navegaba entre las islas griegas con la proa hacia Salónica.
Al regreso fue a tomar carga en el puerto de Marsella.
No tenía Ferragut que preocuparse del buque cuando estaba anclado. Eran los oficiales franceses los que se entendían con las autoridades de los puertos. Él se limitaba a ser una justificación de la bandera, un capitán de país neutral que hacía valer con su presencia la nacionalidad del buque. Sólo en el mar recobraba el marido, haciéndose obedecer de todos sobre el puente.
Vagó por Marsella como otras veces, pasando las primeras horas de la tarde en las terrazas de los cafés de la Cannebière.
Un viejo capitán marsellés dedicado al comercio conversaba con él antes de volver a su oficina. Una tarde, Ferragut fijó los ojos distraídamente en cierto diario de París que llevaba su amigo.
Atrajo de pronto su atención un nombre impreso a la cabeza de un breve artículo. La sorpresa le hizo palidecer, al mismo tiempo que se contraía algo dentro de su pecho. Volvió a deletrear el nombre, temiendo haber sufrido una alucinación. No era posible la duda; estaba bien claro: Freya Talberg.
Tomó el diario de las manos de su contertulio, disfrazando su impaciencia con un gesto de curiosidad.
—¿Qué dicen hoy de la guerra?…
Y mientras el viejo marino le daba noticias, él leyó febrilmente las líneas agrupadas a continuación de dicha nombre.
Quedó desorientado. Eran poca cosa para él, que ignoraba los hechos anteriores aludidos por el periódico. Significaban estas líneas una simple protesta contra el gobierno porque no hacía sufrir a la famosa Freya Talberg la pena a que la habían sentenciado. El artículo terminaba mencionando la belleza y la elegancia de la delincuente, como si atribuyese a tales cualidades la demora en el castigo.
Se esforzó Ferragut por dar a su voz un tono de indiferencia.
—¿Quién es esta individua? —dijo señalando el título del artículo.
Su compañero tuvo que hacer memoria. ¡Ocurrían tantas cosas con motivo de la guerra!
—Es una boche, una espía, sentenciada a muerte… Parece que trabajó mucho aquí y en otros puertos dando aviso a los submarinos alemanes de la salida de nuestros transportes… La prendieron en París hace dos meses, cuando regresaba de Brest.
Dijo esto el amigo con cierta indiferencia. ¡Eran tan numerosos los espías!… Con frecuencia publicaban los periódicos noticias de fusilamientos: dos líneas nada más, como si se tratase de un accidente ordinario.
—Esa Freya Talberg —continuó— ha hecho hablar bastante de su persona. Parece que es una mujer chic: una especie de dama de novela. Muchos protestan de que no la hayan ejecutado aún. Es triste tener que matar a una persona de su sexo. ¡Matar a una mujer, y además una mujer hermosa!… Pero sin embargo, resulta preciso… Creo que la fusilarán de un momento a otro.