Cuatro meses después, el capitán Ferragut estaba en Barcelona.
Había hecho durante este tiempo tres viajes a Salónica, y en el segundo tuvo que comparecer ante un capitán de navío del ejército de Oriente. El marino francés estaba enterado de sus expediciones anteriores para el avituallamiento de las tropas aliadas; conocía su nombre, y le miró como un juez que se interesa por el acusado. Había recibido de Marsella un largo telegrama referente a Ferragut. Un espía sometido a la justicia militar le acusaba de haber trabajado en el aprovisionamiento de los submarinos alemanes.
—¿Qué hay de eso, capitán?…
Ulises quedó indeciso, mirando la cara grave del marino encuadrada por una barba gris. Este hombre inspiraba confianza. Podía responder negativamente a tales preguntas; le sería difícil al alemán probar sus afirmaciones; pero prefirió decir la verdad, con la sencillez del que no intenta disimular su culpa, describiéndose tal como había sido, ciego de torpe pasión, arrastrado por los artificios amorosos de una aventurera.
—¡Las mujeres!… ¡ah, las mujeres! —murmuró el jefe francés con sonrisa melancólica, como un magistrado que no pierde de vista las debilidades humanas y ha participado de ellas.
Sin embargo, el delito de Ferragut era de importancia. Había ayudado a la implantación del ataque submarino en el Mediterráneo… Pero cuando el capitán español contó cómo había sido él una de las primeras víctimas, cómo había muerto su hijo en el torpedeamiento del Californian, el juez pareció conmoverse, mirándolo con ojos menos severos.
Luego relató su encuentro con el espía en el puerto de Marsella.
—He jurado —dijo finalmente— dedicar mi buque y mi vida a causar todo el daño que pueda a los asesinos de mi hijo… Ese hombre me denuncia para vengarse. Reconozco que mi ceguera amorosa me arrastró a un delito que no olvidaré nunca. Bastante castigado estoy con la muerte de mi hijo… pero no importa: que me sentencien también los hombres.
El jefe quedó en profunda reflexión, con la frente en una mano y el codo en la mesa. Ferragut conocía la justicia militar, expedita, intuitiva, pasional, atenta a sentimientos que apenas tienen valor en otros tribunales, juzgando por los movimientos de la conciencia más que por la letra de las leyes, y capaz de fusilar a un hombre con la misma prontitud que emplea para dejarlo en libertad.
Cuando los ojos del juez volvieron a fijarse en él, tenían una luz afectuosa. Había sido culpable, no por dinero ni por traición, sino enloquecido por una mujer. ¿Quién no tenía en su historia algo semejante?… «¡Ah, las mujeres!», repitió el francés, como si lamentase la más terrible de las esclavitudes… Pero bastante pena había sufrido con la pérdida de su hijo. Además, a él le debían el descubrimiento y el arresto de un espía importante.
—La mano, capitán —acabó diciendo, mientras le tendía su diestra—. Todo lo que hemos hablado queda entre los dos: es como una confesión. Yo me entenderé con el Consejo de guerra… Siga usted prestando sus servicios a nuestra causa.
Y Ferragut no se vio inquietado más por el asunto de Marsella. Tal vez le vigilaban discretamente y no le perdían de vista hasta convencerse de su completa inocencia. Pero esta vigilancia que él presentía nunca se hizo sentir ni le acarreó molestia alguna.
En el tercer viaje a Salónica, el capitán de navío le vio una vez de lejos, saludándole con su grave sonrisa. Y no supo más del espía.
A la vuelta, el Mare nostrum ancló en Barcelona para cargar paño destinado al ejército servio y otros artículos industriales que necesitaban las tropas de Oriente. Este viaje no lo hizo Ferragut por el deseo de ganancia. Un interés afectivo tiraba de él… Necesitaba ver a Cinta, sintiendo que en su alma retoñaba el pasado.
La imagen de la esposa surgía en su memoria vivaz y atrayente, como en los primeros tiempos de su matrimonio. No era una resurrección del antiguo amor: esto resultaba imposible… Pero el remordimiento se la hacía ver idealizada por la distancia, con todas sus cualidades de mujer dulce y modesta; y el continuo recuerdo iba tomando la forma de un deseo amoroso.
Quería restablecer las cordiales relaciones de otros tiempos; hacerse perdonar todo lo pasado; que ella no le mirase con odio, creyéndolo responsable de la muerte de su hijo.
En realidad era la única mujer que le había amado sinceramente, como ella podía amar, sin brusquedades y exageraciones pasionales, con la tranquilidad de una compañera. Las otras no existían. Eran un tropel de sombras que apenas si se marcaban en su memoria como espectros daltonianos, de visible contorno, pero sin color. En cuanto a la última, aquella Freya que la desgracia había puesto ante su paso… ¡cómo la odiaba el capitán! ¡Cómo deseaba encontrarse con ella para devolverle una parte del daño que le había hecho!…
Al ver a su esposa, se imaginó Ulises que no había transcurrido el tiempo. La encontró lo mismo que al partir, con las dos sobrinas sentadas a sus pies, fabricando blondas interminables y sutiles sobre los colchoncillos cilíndricos apoyados en sus rodillas.
La única novedad de la llegada del capitán a esta vivienda de monástica calma fue que don Pedro se abstuvo de su visita.
Cinta acogió a su marido con una sonrisa pálida. Se adivinaba en esta sonrisa la obra del tiempo. Seguía pensando en su hijo a todas horas, pero con una resignación que secaba sus lágrimas y le permitía continuar el pausado mecanismo de su existencia. Quiso borrar además sus malas palabras, inspiradas por el dolor: el recuerdo de aquella escena de rebelión en la que se había levantado como una acusadora iracunda contra el padre. Y Ferragut, durante algunos días, creyó vivir lo mismo que años atrás, cuando aún no había comprado el Mare nostrum y proyectaba quedarse para siempre en tierra. Cinta le atendía y obedecía como debe hacerlo una esposa cristiana. Sus palabras y actos revelaban un deseo de olvidar, de hacerse agradable.
Pero algo faltaba que había hecho dulce el pasado. Ulises, varón impetuoso, incapaz de cordura al lado de una mujer, impuso en las noches el ejercicio de sus derechos. Un sentimiento de tristeza y de vergüenza fue el obligado final de sus caricias. Su esposa salía de ellas como de un suplicio: resignada porque así lo exigía su deber, pero con un gesto de repulsión mal disimulado.
La cordialidad de su juventud no podía resucitar. El recuerdo del hijo se incrustaba entre los dos, dejando apenas en el pensamiento un breve espacio para el deseo voluptuoso… ¡Y así sería siempre!
Volvió a esperar con impaciencia la hora de huir de Barcelona. En realidad, aquella casa ya no era suya. Por mucho que la esposa se esforzase, siempre se interpondría entre ambos el irremediable pasado. Su destino era vivir en un buque, pasar el resto de sus días sobre las olas, como el capitán maldito de la leyenda holandesa, hasta que viniese a redimirle una virgen pálida envuelta en velos negros: la muerte.
Mientras el vapor terminaba su carga paseó por la ciudad, visitando a sus primos los fabricantes o permaneciendo, como un desocupado, en los cafés. Seguía con los ojos la corriente humana de las Ramblas, en la que se confundían los hijos del país y los pintorescos y disparatados contingentes aportados por la guerra.
Lo primero que notó Ferragut fue la visible disminución de los refugiados alemanes.
Meses antes los había encontrado en todas partes, llenando los hoteles, apoderándose de los cafés, ostentando en las calles sus sombreros verdes y sus camisas de cuello abierto, que les hacían ser reconocidos inmediatamente. Las alemanas, con trajes vistosos y disparatados, se besaban al encontrarse, hablando a gritos. La lengua germánica, confundida con el catalán y el castellano, parecía pertenecer al país. En los caminos y las montañas se veían filas de mocetones despechugados, con la cabeza descubierta, un palo en la mano y una mochila alpestre a la espalda, entreteniendo sus ocios con excursiones de placer que tal vez eran al mismo tiempo de previsor estudio.
Todos ellos procedían del otro hemisferio. Eran alemanes de América, especialmente del Brasil, de Argentina y Chile, que habían pretendido volver a su país en los primeros momentos de la guerra, quedando aislados en Barcelona, sin poder continuar su viaje, por miedo a los cruceros franceses e ingleses que vigilaban el Mediterráneo.
Al principio ninguno había querido preocuparse de su instalación en esta tierra extraña. Todos se aglomeraban a la vista del mar, con la esperanza de ser los primeros en embarcarse apenas se abriese para ellos el camino de la navegación.
La guerra iba a ser muy corta, ¡cortísima! El kaiser y sus irresistibles ejércitos sólo necesitaban seis meses para imponer la ley a toda Europa. Las familias germánicas enriquecidas por el comercio se habían alojado en los hoteles. Los pobres que trabajaban en el Nuevo Mundo como agricultores o dependientes de tienda se acuartelaban en un matadero de las afueras. Algunos que eran músicos habían adquirido instrumentos viejos y formaban murgas vagabundas, implorando limosna con sus rugidos de pueblo en pueblo.
Pero transcurrían los meses, la guerra se prolongaba, y nadie podía columbrar su término. Cada vez era mayor el número de los que tomaban las armas contra el imperialismo medioeval de Berlín. Y los refugiados alemanes, convencidos finalmente de que la espera iba a ser larga, se esparcían por el interior de la nación, buscando una existencia más amplia y barata. Los que habitaban hoteles lujosos iban a instalarse en «villas» y chalets de los alrededores; los pobres, cansados del rancho del matadero, se enganchaban para trabajar en obras públicas del interior.
Aún quedaban muchos en Barcelona, reuniéndose en determinadas cervecerías para leer los periódicos de su patria y hablar misteriosamente de los trabajos de la guerra.
Ferragut los reconocía inmediatamente al encontrarlos en la Rambla. Eran mercaderes establecidos largos años en el país, que alardeaban de catalanes con la mentirosa facilidad de adaptación propia de su raza. Otros procedían de América y estaban ligados con los de Barcelona por la francmasonería del comercio y del interés patriótico. Pero todos eran germanos, y ello bastaba para que el capitán recordase inmediatamente a su hijo, imaginando sangrientas venganzas. Deseó a veces tener en su brazo las fuerzas ciegas de la Naturaleza para borrar de un solo golpe a estos enemigos. Le molestaba verlos instalados en su tierra, tener que pasar junto a ellos diariamente, sin protesta y sin agresión, respetándolos porque así lo exigían las leyes.
Gustaba en las mañanas de circular por la Rambla ante los puestos de las floristas. Podía pasearse entre dos muros de flores recién cortadas que guardaban aún en sus corolas el rocío del amanecer. Cada mesa de hierro era una pirámide con todas las tintas del iris y todas las fragancias que puede elaborar la tierra.
Empezaba la buena estación. Los árboles añosos de la Rambla se cubrían de hojas, y en sus frondas nacientes chillaban miles de pájaros con la tenacidad ensordecedora de las cigarras, persiguiéndose de tronco en tronco, dejando caer sobre la muchedumbre que circulaba por abajo el olvido casi líquido de sus flojos intestinos.
El capitán, mirando a las señoras con mantilla que llegaban en busca de un ramo, creía percibir el perfume de su carne matinal recién salida del sueño y refrescada por este ambiente de jardín. En Ferragut, el deseo de la mujer predominaba sobre todas las emociones. Ninguna situación, por angustiosa que fuese, le dejaba insensible a los atractivos femeninos.
Una mañana, avanzando lentamente entre la muchedumbre, notó que le seguía una mujer. Varias veces le cortó el paso sonriéndole, buscando un pretexto para entablar conversación. Tal insistencia no podía enorgullecerle. Era una hembra cuarentona, de pecho prominente y sueltas ancas, una cocinera con la cesta en el brazo, igual a muchas otras que pasaban por la Rambla de las Flores para unir un ramo a la diaria compra de víveres.
Al darse cuenta de que el marino no se conmovía con sus sonrisas y las miradas de sus ojos claros, se plantó ante él, hablándole en catalán.
—¿Es usted, y perdone, un capitán de barco al que llaman don Ulises?…
Se entabló la conversación. La cocinera, convencida de que era él, siguió hablando con sonriente misterio. Una señora muy hermosa deseaba verle… Y le dio las señas de una «torre» situada al pie del Tibidabo, en una barriada de reciente construcción. Podía hacer su visita a las tres de la tarde.
—Venga, señor —añadió con una mirada de dulce promesa—. No se arrepentirá del viaje.
Fueron inútiles todas las preguntas. La mujer no quiso decir más. Lo único que pudo entrever en sus evasivas fue que la persona que la enviaba se había separado de ella al ver al capitán.
Cuando se alejó la mensajera quiso seguirla, pero la gorda comadre volvió repetidas veces la cabeza. Su astucia estaba habituada a burlar persecuciones, y sin que Ferragut pudiera darse cuenta de cómo fue su desaparición, se escabulló entre los grupos cerca de la plaza de Cataluña.
«No iré», fue lo primero que se dijo Ulises al quedar solo.
Sabía lo que significaba esta invitación. Recordó un sinnúmero de antiguas e inconfesables amistades que tenía en Barcelona: mujeres que había conocido en otros tiempos, entre dos viajes, sin pasión alguna, por su curiosidad de vagabundo ansioso de novedades. Tal vez una de ellas le había visto en la Rambla, enviándole a esta intermediaria para reanudar viejas relaciones. El capitán debía gozar fama de rico, ahora que todo el mundo hacía comentarios sobre los formidables negocios realizados por los dueños de buques.
«No iré», volvió a decirse con energía. Consideraba una molestia inútil acudir a esta entrevista, para encontrar la sonrisa mercenaria de un rostro conocido y olvidado.
Pero la insistencia del recuerdo y la misma tenacidad con que se repitió su promesa de no acudir a la cita empezaron a hacer sospechar a Ferragut que bien podría ser que fuese a ella.
Después del almuerzo su voluntad flaqueó. No sabía qué hacer durante la tarde. Su única distracción era visitar a sus primos en sus escritorios o pasear por la Rambla. ¿Por qué no ir?… Tal vez se engañaba, y la entrevista fuese interesante. De todos modos, tenía el recurso de retirarse después de una breve conversación sobre el pasado… Su curiosidad estaba excitada por el misterio.
Y a las tres de la tarde tomó un tranvía, que le condujo a los nuevos barrios surgidos al pie del Tibidabo.
La burguesía comercial había cubierto estos terrenos con una floración arquitectónica hija legítima de su fantasía. Tenderos y fabricantes querían tener una casa de placer —llamada «torre» tradicionalmente— para descansar los domingos y hacer alarde al mismo tiempo de su prosperidad. Las había góticas, árabes, griegas y persas. Los más patriotas se confiaban a la inspiración de ciertos arquitectos que habían inventado un arte catalán, con ojivas, almenas y coronas de conde. Estas coronas medioevales, que se repetían hasta en los remates de los reverberos, eran el eterno tema decorativo de una ciudad industrial poco dada a los ensueños y áspera para la ganancia.
Ferragut avanzó por una calle solitaria, entre dos filas de árboles de fresco trasplante, que empezaban a dar su primer estirón. Miraba las fachadas de las «torres», hechas de bloques de cemento imitando la piedra de las viejas fortalezas, o con azulejos que representaban paisajes de ensueño, flores absurdas, ninfas azuladas.
Al descender del tranvía había adoptado una resolución. Sólo deseaba ver la casa exteriormente. Tal vez esto le ayudase a descubrir quién era la mujer. Luego seguiría adelante.
Pero al llegar a la «torre» cuyo número guardaba en su memoria y detenerse unos segundos ante su arquitectura de castillete feudal, que hacía presentir un interior semejante a los salones de las cervecerías, vio que se abría la puerta, apareciendo en ella la misma mujer que le había hablado en la Rambla de las Flores.
—Entre usted, capitán.
Y el capitán no pudo resistirse a los ojos maliciosos y la sonrisa terceril de la cocinera.
Se vio en una especie de hall semejante a la fachada, con chimenea gótica de alabastro imitando el roble, grandes jarros de porcelana, pipas de tamaño de bastones y armas viejas adornando las paredes. Varias estampas reproduciendo cuadros modernos de Munich alternaban con estos adornos. Frente a la chimenea, Guillermo II lucía uno de sus innumerables uniformes entre las rutilancias del marco dorado y esplendoroso.
La casa parecía deshabitada. Gruesas cortinas, blandas alfombras, devoraban todos los ruidos. Había desaparecido la pesada introductora con la ligereza de un ser inmaterial, como tragada por la pared. El marino empezó a sentirse inquieto en esta soledad que le parecía hostil, mirando fijamente el retrato del kaiser… ¡Y él que no llevaba armas!
Volvió a presentarse la sonriente mujer con el mismo deslizamiento silencioso.
—Pase usted, don Ulises.
Había abierto una puerta, y Ferragut, al avanzar, sintió que esta puerta se cerraba a sus espaldas.
Lo primero que pudo ver fue un ventanal, más ancho que alto, con vidrios de colores. Una walkyria galopaba en él, con la lanza en alto y la cabellera flotante, sobre un caballo negro que expelía fuego por las narices. A la luz difusa de la vidriera columbró tapices en las paredes y un diván profundo con almohadones floreados.
Una mujer surgió de la hundida mullidez de este lecho, saltando hacia Ferragut con los brazos extendidos Su impulso fue tan violento que la hizo chocar contra el pecho del capitán. Antes de que el abrazo femenino se cerrase sobre él, vio una boca suspirante, de dientes ávidos; unos ojos lacrimosos por la emoción; una sonrisa que era un rictus, mezcla de amor y de inquietud dolorosa.
—¡Tú!… ¡tú! —balbuceó él, echándose atrás.
Le temblaron las piernas con el estremecimiento de la sorpresa; una ola de frío corrió por su espalda.
—¡Ulises! —suspiró la mujer, intentando abarcarlo de nuevo con sus brazos.
—¡Tú!… ¡tú! —volvió a repetir el marino con voz sorda.
Era Freya.
No supo ciertamente qué fuerza misteriosa le dictó su gesto. Fue tal vez la voz de los buenos consejos, que hablaba en su cerebro en los instantes críticos y ahora había perdido su cordura… Vio instantáneamente el mar, un buque que estallaba y su hijo hecho pedazos.
—¡Ah… tal!
Levantó el brazo robusto, con el puño cerrado como una maza. La voz de la prudencia seguía dándole órdenes: «¡Duro!… Nada de miramientos. Esta hembra es de revólver». Y pegó como si su enemigo fuese un hombre, sin vacilación, sin misericordia, concentrando en el puño toda su alma.
El odio que sentía y el recuerdo de los medios agresivos de la alemana le hicieron iniciar un segundo golpe, temiendo un ataque de ella, queriendo repelerlo antes de que lo realizase… Pero quedó con el brazo en alto.
—¡Ay!…
La mujer había lanzado un gemido infantil, bamboleándose, girando sobre sus pies, con los brazos a lo largo del cuerpo, sin intento alguno de defensa… Fue de un lado a otro, lo mismo que si estuviese ebria. Se doblaron sus rodillas, y cayó con la blandura de un paquete de ropas, chocando su cabeza primeramente con el duro brazo de un sitial de roble, yendo después, de rebote, a posarse sobre los almohadones del diván. El resto del cuerpo quedó como un andrajo sobre la alfombra.
Hubo un largo silencio, interrumpido de tarde en tarde por quejidos de dolor. Freya gemía con los ojos cerrados, sin salir de su inercia.
El marino, ceñudo, ajado por la cólera, con una fealdad trágica, siguió inmóvil, mirando torvamente a la hembra caída. Estaba satisfecho de su brutalidad; había sido un desahogo oportuno; respiraba mejor. Al mismo tiempo sentía vergüenza. «¿Qué has hecho, cobarde?…». Por primera vez en su existencia había pegado a una mujer.
Se llevó su diestra dolorida a la altura de los ojos. Uno de sus dedos sangraba. Tal vez se había enganchado en los pendientes de ella; tal vez se había rasgado en un alfiler perdido en su pecho. Chupó la sangre del profundo arañazo y luego olvidó esta herida, para seguir contemplando el cuerpo tendido a sus pies.
Poco a poco se habituó a la luz difusa de la habitación. Veía ya todos los objetos claramente. Sus ojos abarcaron a Freya con una mirada en la que se confundían el odio y el remordimiento.
La cabeza, hundida en el cojín, presentaba un perfil doloroso. Parecía mucho más vieja, como si su edad se hubiese doblado con las lágrimas. El golpe brutal había hecho huir con fúnebre aleteo su frescura y su maravillosa juventud. Sus ojos entreabiertos tenían una aureola de momentáneas arrugas; la nariz había tomado el lívido afilamiento de los moribundos. El casco de sus cabellos, roto bajo el puñetazo, se esparcía en mallas doradas y ondulantes. Algo negro serpenteaba formando hilillos sobre la seda del almohadón. Era sangre que corría un breve trecho entre las flores heráldicas del bordado; sangre que manaba de la sien oculta, para ser bebida por la sequedad del blando relleno.
Ferragut, al hacer este descubrimiento, sintió aumentarse su confusión. Dio un paso sobre el cuerpo tendido, buscando la puerta. ¿Por qué continuaba allí?… Todo lo que debía hacer ya estaba hecho, todo lo que podían decirse ya estaba dicho.
—¡No te vayas, Ulises! —suspiró una voz doliente—. ¡Óyeme!… Se trata de tu vida.
El miedo a que él huyese la hizo incorporarse con dolorosos gemidos, y este movimiento aceleró la salida de su sangre… El almohadón continuó abrevándose como un prado que tiene sed.
Una piedad irresistible, igual a la que podía sentir por una desconocida abandonada en mitad de la calle, hizo retroceder al marino. Sus ojos se fijaron en un alto tubo de cristal que subía desde el suelo con la boca repleta de flores. De un zarpazo esparció sobre la alfombra toda esta primavera arreglada poco antes por unas manos femeniles con la fiebre del que cuenta los minutos y vive esperando.
Mojó su pañuelo en el agua de las flores y se arrodilló junto a Freya, levantando su cabeza del cojín. Ella se dejó lavar la herida con un abandono de criatura enferma, fijando en su agresor unos ojos implorantes, que se abrían enteros por primera vez.
Cuando la sangre cesó de surgir, formándose en la sien una mancha roja de coágulo, Ferragut intentó levantarla.
—No, déjame así —murmuró ella—. Prefiero estar a tus pies. Soy tu esclava… tu cosa. Pégame más, si eso calma tu cólera.
Quiso afirmar su humildad avanzando hacia él los labios con un beso tímido, de sierva agradecida.
—¡Ah, no!… ¡no!
Ulises, para huir de esta caricia, se puso de pie con violencia.
Sintió otra vez odio contra la mujer que recobraba poco a poco sus sentidos. Al cesar el chorreo de la sangre se había extinguido su compasión.
Ella, adivinando sus pensamientos, sintió la necesidad de hablar.
—Haz de mí lo que quieras… no me quejaré. Tú eres el primer hombre que me ha pegado… ¡y no me he defendido! No me defenderé aunque vuelvas a golpearme… De ser otro, habría contestado a la agresión; ¡pero tú!… ¡te he hecho tanto daño!…
Calló unos momentos. Estaba arrodillada ante él en actitud suplicante, con el cuerpo descansando sobre los talones. Tendía los brazos al hablar con una voz doliente y monótona, igual a la de los espectros en las apariciones de teatro.
—He vacilado mucho antes de verte —continuó—. Temía tu cólera; estaba segura que en el primer momento te dejarías arrastrar por tu carácter, y me daba miedo la entrevista… Te he espiado desde que supe que estabas en Barcelona; he aguardado cerca de tu casa; muchas veces te he visto a la puerta de un café y he tomado la pluma para escribirte; pero temí que no acudieras al conocer mi letra, o que despreciaras una carta de otra mano… Esta mañana, en la Rambla, no pude contenerme por más tiempo, y te envié a esa mujer, y he pasado unas horas crueles sospechando que no vendrías… Al fin te veo, y nada me importan tus violencias… ¡Gracias, muchas gracias por haber venido!
Ferragut permaneció inmóvil, con la mirada perdida, como si no oyese su voz.
—Necesitaba verte —siguió diciendo ella—. Se trata de tu existencia. Te has colocado enfrente de un poder inmenso que puede aplastarte: tu pérdida está decidida. Eres un hombre solo, y desafías, sin saberlo, a una organización grande como el mundo… El golpe aún no ha caído sobre ti, pero caerá de un momento a otro; tal vez hoy mismo; yo no puedo saberlo todo… Por esto necesitaba verte, para que te pongas a la defensiva, para que huyas si es preciso.
El capitán levantó los hombros sonriendo con desprecio, como siempre que le hablaban de peligros aconsejándole prudencia. Además, no creía nada de aquella mujer.
—¡Mentira! —dijo sordamente—. ¡Todo mentira!…
—No, Ulises; óyeme. Tú no sabes el interés que me inspiras. Eres el único hombre que he amado… No sonrías así: me da miedo tu incredulidad… El remordimiento va unido a mi pobre amor; ¡te he hecho tanto daño!… Odio a los hombres, ansío causarles todo el mal que pueda, pero existe una excepción: ¡tú!… Todos mis deseos de felicidad son para ti; mis ensueños sobre el porvenir tienen siempre como centro tu persona… ¿Quieres que permanezca indiferente al verte en peligro?… No, no miento… Todo lo que te diga esta tarde es la verdad; ya no podré mentirte nunca. Bastante me pesan mis artificios y embustes que te atrajeron la desgracia… Vuelve a pegarme, trátame como a la peor de las mujeres, pero cree cuanto yo te diga; sigue mis consejos.
Continuó el marino en su actitud de indiferencia y menosprecio. Las manos le temblaban, impacientes. Iba a marcharse; no quería oírla más… ¿Le había buscado para infundirle miedo con sus peligros imaginarios?…
—¿Qué has hecho, Ulises?… ¿qué has hecho? —siguió diciendo Freya con desesperación.
Sabía todo lo ocurrido en el puerto de Marsella, e igualmente lo sabían los infinitos agentes que trabajaban por la mayor gloria de Alemania. El marino Von Kramer, desde su encierro, había hecho conocer el nombre de su delator. Ella se lamentó de la franqueza vehemente del capitán.
—Comprendo tu odio: no puedes olvidar el torpedeamiento del Californian… Pero debías haber denunciado a Von Kramer anónimamente, sin que él supiese de quién partía la acusación… Has procedido como un loco, como un meridional; eres un carácter arrebatado que no teme el mañana.
Ulises hizo un gesto de desprecio. Él no gustaba de tapujos y traiciones: su procedimiento era el mejor. Lo único que lamentaba era que este asesino del mar viviese aún; no haber podido matarlo por su propia mano.
—Tal vez no vive ya —prosiguió ella—. El Consejo de guerra lo ha condenado a muerte. Ignoramos si la sentencia se ha cumplido; pero lo van a fusilar de un momento a otro, y todos en nuestro mundo saben que eres tú el verdadero autor de su desgracia.
Se asustaba al pensar en el odio acumulado por este hecho y en la próxima venganza. El nombre de Ferragut era objeto en Berlín de una atención especial; en todas las naciones de la tierra lo repetían en aquellos momentos los batallones civiles de hombres y mujeres encargados de trabajar por el triunfo germánico. Los comandantes de los submarinos se pasaban informes acerca de su buque y su persona. Había osado atacar al Imperio más grande de la tierra, él, un hombre solo, un simple capitán mercante, privando al kaiser de uno de sus más valiosos servidores.
—¿Qué has hecho, Ulises?… ¿qué has hecho? —dijo otra vez.
Y Ferragut acabó por reconocer en esta voz un verdadero interés por su persona, un miedo enorme ante los peligros de que le creía amenazado.
—Aquí mismo, en tu país, te alcanzará su venganza. ¡Huye! No sé adónde podrás ir para verte libre de ellos; pero créeme… ¡huye!
El marino salió de su despectiva indiferencia. La cólera dio un brillo hostil a su mirada. Se indignó al pensar que aquellos extranjeros podían perseguirle en su patria: era como si le atacasen dentro de su mismo hogar. El orgullo nacional aumentó su cólera.
—¡Que vengan! —dijo—. Me gustaría verlos hoy mismo.
Y miró en torno, cerrando los puños, como si fuesen a surgir de las paredes estos adversarios innumerables y desconocidos.
—También a mí empiezan a considerarme como a una enemiga —continuó la mujer—. No me lo dicen, porque entre nosotros es cosa corriente ocultar los pensamientos; pero lo adivino en la frialdad que me rodea… La doctora sabe que te amo lo mismo que antes, a pesar de la cólera que ella siente contra ti. Los otros hablan de tu «traición», y yo protesto, porque no puedo tolerar esta mentira… ¿Por qué traidor?… Tú no eres de los nuestros; tú eres un padre que ansía vengarse. Los traidores somos todos nosotros: yo, que te compliqué en una aventura fatal; ellos, que me empujaron hacia ti para aprovechar tus servicios.
La vida en Nápoles resurgía en su memoria, y sintió la necesidad de explicar sus actos.
—Tú no has podido comprenderme; ignorabas la verdad… Cuando te encontré en el camino de Pestum fuiste para mí un recuerdo del pasado, un fragmento de mi juventud, de la época en que sólo conocía vagamente a la doctora y no me había comprometido aún en el servicio de «informaciones»… Al principio me entretuvo tu entusiasmo amoroso. Representabas una diversión interesante con tus galanteos a la española, esperándome fuera del hotel para asediarme con tus promesas y juramentos. Me aburría durante la espera forzosa en Nápoles. Tú, por tu parte, también te veías forzado a esperar, y buscabas en mi persona un recreo agradable… Un día comprendí que me interesabas verdaderamente, como ningún otro hombre me había interesado… Adiviné que iba a amarte.
—¡Mentira!… ¡mentira! —murmuró la voz de Ferragut descendiendo rencorosa hasta la mujer.
—Di lo que quieras, pero así fue… Amamos según el lugar y el momento. De encontrarnos en otra ocasión, nos habríamos visto por unas horas nada más, siguiendo cada cual su camino, sin ningún deseo amoroso. Pertenecemos a mundos distintos… Pero estábamos inmovilizados en el mismo país, poseídos del tedio de la espera, y lo que debía ser… fue. Te digo toda la verdad: ¡si supieses lo que me costaba rehuirte!… Por las mañanas, al levantarme en el cuarto del hotel, mi primer movimiento era mirar a través de las cortinas para convencerme de que me esperabas en la calle. «Allí está mi flirt; allí está mi novio». Tal vez habías dormido mal pensando en mí. Y yo sentía mi alma rehecha, un alma de veinte años, de muchacha entusiasta y candorosa… Mi primer impulso era bajar para unirme a ti, yéndonos por las orillas del golfo, como dos enamorados de novela… Luego surgía la reflexión. Mi pasado se desplomaba en mi memoria como una campana vieja que se desprende de una torre. Había olvidado este pasado, y al caer, me aturdía con su peso sonoro, vibrante de recuerdos. «¡Pobre hombre!… ¡En qué mundo de compromisos y enredos voy a meterle!… ¡No!, ¡no!». Y huía de ti con astucias de colegiala traviesa, saliendo del hotel cuando tú te habías alejado por unos momentos, doblando otras veces una esquina en el preciso instante que ibas a volver los ojos… Sólo me dejaba abordar, fría e irónica, cuando no me era posible librarme de tu encuentro; y después, en casa de la doctora, hablaba de ti a cada instante, riendo con ella de estos galanteos románticos.
Ferragut escuchaba sombrío, pero con una atención cada vez más concentrada. Presintió la explicación de muchos actos incomprensibles. Una cortina iba a correrse en su pasado, viéndolo todo bajo una nueva luz.
—La doctora reía, pero a continuación de mis burlas aseguraba lo mismo: «Te estás enamorando de ese hombre; ese don José te interesa. ¡Cuidado, Carmen!». Y lo raro era que no le pareciese mal mi enamoramiento, siendo enemiga de toda pasión que no sirve directamente a nuestros trabajos… Decía verdad: estaba enamorada. Lo reconocí la mañana en que tuve el deseo imperioso de ir al Acuario. Llevaba muchos días sin verte; vivía fuera del hotel, en casa de la doctora, para no tropezarme con mi flirt. Y esa mañana me levanté muy triste, con un pensamiento fijo: «¡Pobre capitán!… Vamos a darle un poco de felicidad». Estaba enferma aquel día… ¡enferma de ti!, ahora lo comprendo. Nos vimos en el Acuario, y yo fui la que te besé, al mismo tiempo que deseaba el exterminio de los hombres… ¡de todos los hombres, menos tú!
Hizo una breve pausa, elevando sus ojos hacia él para apreciar el efecto de sus palabras.
—Acuérdate de nuestro almuerzo en el restorán del Vomero; acuérdate de cómo te rogué que te marchases, abandonándome a mi destino. Presentía el porvenir: adivinaba que iba a serte fatal. ¿Cómo podía unirse una vida recta y franca como la tuya con mi existencia de aventurera mezclada en tantos compromisos inconfesables?… Pero te amaba. Quise salvarte con mi alejamiento, y a la vez tuve miedo de no verte más. La noche en que me irritaste con la furia de tus deseos, y yo me defendí estúpidamente, como si fueses un extraño, concentrando en tu persona el odio que me inspiran todos los hombres, esa noche lloré al verme sola en mi cama. Lloré pensando en que te había perdido para siempre, y al mismo tiempo me sentí satisfecha, porque así te librabas de mi influencia… Luego llegó Von Kramer. Necesitábamos un barco y un hombre. La doctora habló, orgullosa de su penetración que le había hecho adivinar en ti una fuerza aprovechable. Me dieron la orden de ir en busca tuya, de apoderarme otra vez de tu voluntad. Mi primer impulso fue negarme, pensando en tu porvenir. Pero el sacrificio era dulce; el egoísmo dirige nuestras acciones… ¡y te busqué! Lo demás tú lo sabes.
Calló, quedando en actitud pensativa, como si paladease este período de sus recuerdos, el más grato de su existencia.
—Al irte en la goleta —continuó momentos después— comprendí lo que representabas en mi vida. ¡Qué falta me hiciste!… La doctora estaba preocupada por los sucesos italianos. Yo sólo pensé en contar los días, encontrando que transcurrían con más lentitud que los otros. Uno… dos… tres. «Mi marino adorado, mi tiburón amoroso, va a llegar… ¡va a llegar!». Y lo que llegó de pronto, cuando aún lo creíamos lejos, fue el golpe de la guerra, separándonos rudamente. La doctora maldecía a los italianos pensando en Alemania; yo los maldije pensando en ti, viéndome obligada a seguir a mi amiga, a preparar la fuga en dos horas, por miedo a la indignación del populacho… Mi única satisfacción fue al enterarme de que veníamos a España. La doctora se prometía hacer aquí grandes cosas… Yo pensé que en ningún lugar me era más fácil volver a encontrarte…
Se había incorporado un poco. Sus manos tocaban las rodillas de Ferragut. Quería abrazarse a ellas, y no osaba hacerlo por miedo a que él la repeliese, desvaneciéndose su trágica inercia que le permitía escuchar.
—Estando en Bilbao supe lo del torpedeamiento del Californian y la muerte de tu hijo… No te hablaré de esto; lloré, lloré mucho, ocultándome de la doctora. Desde entonces la odio. Celebró el suceso, pasando indiferente sobre tu nombre. Tú no existías ya para ella: no podía utilizarte… Yo lloré por ti, por tu hijo, al que no conocía, y también por mí, pensando en mi culpabilidad. Desde aquel día soy otra mujer… Luego vinimos a Barcelona, y he pasado meses y meses esperando este momento.
La antigua pasión se reflejó en sus ojos. Un gesto de amor humilde embelleció su cara magullada por el golpe.
—Nos instalamos en esta casa, que es de un electricista alemán amigo de la doctora. Cuando ella salía de viaje, dejándome libre, mis paseos eran siempre hacia el puerto. Esperaba ver tu buque. Mis ojos seguían con simpatía a los marinos, creyendo ver en todos ellos algo de tu persona… «Algún día vendrá», me decía yo. Tú sabes que el amor es egoísta. Llegué a olvidar la muerte de tu hijo… Además, yo no soy la verdadera culpable: son los otros. Yo he sido engañada lo mismo que tú… «Vendrá, y seremos felices otra vez…». ¡Ay!, ¡si pudiese hablarte esta habitación… este diván en el que he soñado tantas veces!… Siempre que arreglaba unas flores en ese vaso, me hacía la ilusión de que tú ibas a llegar; siempre que me embellecía con un poco de tocador, me imaginaba que era para ti… Vivía en tu país, y era natural que tú llegases. De pronto, el paraíso que llevaba en la cabeza se hizo humo. Recibimos la noticia, no sé cómo, de la prisión da Von Kramer y de que tú habías sido su delator. La doctora me increpó, haciéndome responsable de todo. Por mí te había conocido, y esto fue bastante para que me incluyese en su indignación. Todos los nuestros hablaron de tu muerte, deseándotela con los más atroces martirios.
Ferragut la interrumpió. Tenía el ceño fruncido, como si le dominase una idea tenaz… Tal vez no la escuchaba.
—¿Dónde está la doctora?…
El tono de su pregunta fue inquietante. Cerró los puños, mirando en torno de él como si aguardase la aparición de la imponente dama. Su gesto era igual al que había acompañado la agresión contra Freya.
—Viaja no sé dónde —dijo ésta—. Estará en Madrid, en San Sebastián o en Cádiz. Sale con mucha frecuencia; tiene amigos en todas partes… Si yo me he atrevido a llamarte, es porque estoy sola.
Y relató la vida que llevaba en este retiro. Por el momento, su antigua protectora la dejaba en la inacción. Se abstenía de ordenarle trabajo alguno: ella misma lo ejecutaba todo, evitando intermediarios. Lo ocurrido a Von Kramer la había hecho recelosa y suspicaz, y cuando necesitaba auxiliares sólo admitía a sus compatriotas que vivían en Barcelona.
Una banda feroz y decidida se había agrupado en torno de ella. Eran refugiados procedentes de las repúblicas de América del Sur, parásitos de las ciudades de la costa o vagabundos de las selvas del interior. Al frente de ellos, como portaórdenes de la doctora, figuraba Karl, el escribiente que Ferragut había visto en el caserón del barrio de Chiaia.
Este hombre, a pesar de su aspecto meloso, tenía en su historia varios delitos de sangre. Era un digno capataz del grupo de aventureros enardecidos por el entusiasmo patriótico que se reunía todas las tardes en cierto café del puerto. Freya tenía la certeza de que trabajaban en el aprovisionamiento de los submarinos existentes en el Mediterráneo español. Todos conocían al capitán Ferragut por el suceso de Marsella, y hablaban de su persona con lúgubres reticencias.
—Por ellos supe tu llegada —continuó—. Te espían, aguardan un momento favorable. ¿Quién sabe si te habrán seguido hasta aquí?… ¡Ulises, huye; tu vida está amenazada seriamente!
El capitán volvió a levantar los hombros con expresión de desprecio.
—¡Huye, te repito!… Y si puedes, si te inspiro un poco de compasión, si no te soy completamente indiferente… ¡llévame contigo!
Adivinó Ferragut que todo lo dicho era para llegar a este ruego final. La inesperada demanda le produjo una impresión de asombro y escándalo. ¿Huir con ella, que tanto daño le había causado?… ¿Unir otra vez su vida a la suya, conociéndola como la conocía?…
Era tan absurda la proposición, que el capitán sonrió de un modo lúgubre.
—Yo estoy en peligro lo mismo que tú —continuó Freya con acento desesperado—. No sé cuál es el peligro que me amenaza ni de qué parte vendrá, pero lo adivino, lo presiento sobre mi cabeza… De nada puedo servirles; ya no les inspiro confianza y sé muchas cosas. Poseo demasiados secretos para que me abandonen, dejándome en paz; han acordado suprimirme: estoy segura de ello. Lo leo en los ojos de la que fue mi amiga y protectora… Tú no puedes abandonarme, Ulises; tú no desearás mi muerte.
Se indignó Ferragut ante estas súplicas, rompiendo al fin su desdeñoso silencio.
—¡Comedianta!… ¡Todo mentira!… ¡Inventos para juntarte conmigo, haciéndome intervenir otra vez en los enredos de tu vida, mezclándome en tus trabajos de espionaje!…
Él marchaba ahora por la buena senda. Sus deseos de venganza le habían colocado entre los adversarios de Alemania. Lamentaba su antigua ceguera y estaba satisfecho de su nueva situación. No hacía secreto de su conducta: servía a los aliados.
—Y por eso me buscas, por eso has arreglado esta entrevista, tal vez de acuerdo con tu amiga la doctora. Queréis emplearme por segunda vez como instrumento estúpido de vuestro espionaje. «El capitán Ferragut es un tonto enamorado —os habéis dicho—. No hay mas que hacer un llamamiento a su caballerosidad…». Y tú quieres vivir conmigo, tal vez acompañarme en los viajes, seguir mi existencia, para revelar mis secretos a tus compatriotas y que aparezca yo de nuevo como un traidor. ¡Ah, perra!…
Esta supuesta traición despertaba otra vez su cólera homicida. Levantó un brazo y un pie; iba a golpear y aplastar a la mujer arrodillada. Pero su pasiva humildad, su falta de resistencia, le detuvieron.
—No, Ulises… ¡óyeme!
Hizo esfuerzos para demostrar su sinceridad. Tenía miedo a los suyos: los veía a una nueva luz y le inspiraban horror. Su modo de apreciar las cosas había cambiado radicalmente. La martirizaban los remordimientos al pensar en lo que llevaba hecho. Se estaba realizando en su conciencia la saludable transformación de las mujeres arrepentidas que fueron antes grandes pecadoras. ¿Cómo lavar su alma de los pasados crímenes?… Ni siquiera gozaba el consuelo de la fe patriótica, sanguinaria y feroz que enardecía a la doctora y a los suyos.
Había reflexionado mucho. Para ella no había ya alemanes, ni ingleses, ni franceses; sólo existían hombres: hombres con madres, con esposas, con hijas; y su alma de mujer se horrorizaba al pensar en los combates y las matanzas. Odiaba la guerra. El primer remordimiento lo había experimentado al enterarse de la muerte del hijo de Ferragut.
—¡Llévame contigo! —repitió—. Si tú no me sacas de mi mundo, no sabré cómo salir de él… Soy pobre. En los últimos años me ha sostenido la doctora; ignoro el medio de ganar mi existencia y estoy habituada a vivir bien. La miseria me inspira más miedo que la muerte. Tú me mantendrás; contigo aceptaré lo que quieras darme; seré tu criada. En un buque deben necesitarse los cuidados y el buen orden de una mujer… La vida me cierra las puertas: estoy sola.
El capitán sonrió con una ironía cruel.
—Adivino tu sonrisa. Sé lo que quieres decirme… Puedo venderme; crees sin duda que ésta ha sido mi vida anterior. No… ¡no! te equivocas; no sirvo para eso. Hay que tener una predisposición especial, cierto talento para fingir lo que no se siente… Yo he intentado venderme, y no puedo, no sirvo. Amargo la vida de los hombres cuando no me interesan; soy su adversario, los odio, y huyen de mí.
Pero el marino prolongaba su sonrisa atrozmente burlona.
—¡Mentira! —dijo otra vez—. ¡Todo mentira! No te esfuerces… No me convencerás.
Como si la animase de pronto una nueva fuerza, ella se puso de pie. Su rostro quedó a la altura de los ojos de Ferragut. Este vio su sien izquierda con la piel desgarrada: la mancha del golpe se extendía en torno de un ojo rojizo e hinchado. Al contemplar su bárbara obra, volvió a atormentarle el remordimiento.
—Escucha, Ulises; tú no conoces mi verdadera existencia. Te he mentido siempre; he escapado a todas tus averiguaciones en nuestra época feliz. Quería guardar en secreto mi vida anterior… ¡olvidarla! Ahora debo decir la verdad, la definitiva verdad, como si fuese a morir. Cuando la conozcas serás menos cruel.
Pero su oyente no quería escucharla. Protestó por anticipado, con una incredulidad feroz:
—¡Mentiras!… ¡Nuevas mentiras! ¿Cuándo terminarán tus invenciones?
—Yo no soy alemana —continuó ella sin oírle—. Tampoco me llamo Freya Talberg. Éste es mi nombre de guerra, mi nombre de aventuras. Talberg fue el profesor a quien acompañé a los Andes, y que tampoco fue mi marido… Mi verdadero nombre es Beatriz… Mi madre fue italiana, una florentina; mi padre era de Trieste.
Esta revelación no interesó a Ferragut.
—¡Un embuste más! —dijo—. ¡Otra novela!… Sigue inventando.
La mujer se desesperó. Sus manos se elevaron sobre su cabeza, retorciéndose con los dedos entrecruzados. Nuevas lágrimas humedecieron sus ojos.
—¡Ay! ¿Cómo conseguiré que me creas?… ¿Qué juramento podré hacerte para que te convenzas de que digo verdad?…
El capitán dio a entender con su aire impasible la inutilidad de estos extremos. No había juramento que pudiese convencerle. Aunque dijera la verdad, no la creería.
Siguió ella adelante en su relato, no queriendo insistir contra esta muralla inconmovible.
—Mi padre también fue italiano de origen, pero por su nacimiento era austriaco… Además, le inspiraban un entusiasmo ciego los Imperios germánicos. Era de los que abominan de su origen y ven todas las virtudes en los pueblos del Norte.
Inventor de maravillosos negocios, financiero proyectista de empresas colosales, había pasado su existencia asediando a los directores de los grandes establecimientos bancarios y haciendo antesala en los ministerios. Eternamente en vísperas de combinaciones sorprendentes que debían proporcionarle docenas de millones, vivía en una pobreza lujosa, yendo de hotel en hotel, siempre los mejores, con su mujer y su hija única.
—Tú ignoras esa vida, Ulises; tú procedes de una familia tranquila y con dinero. Los tuyos no han conocido la existencia de aparato en los «Palace», ni tampoco los apuros para liquidar la nueva cuenta del mes, logrando que la incorporen a las de los meses anteriores un crédito sin límites.
Ella había visto de niña llorar a su madre en el lujoso departamento del hotel, mientras hablaba el padre con aspecto de iluminado, anunciando para la semana próxima una ganancia de un millón. La esposa, convencida por la facundia de su grande hombre, acababa secando sus lágrimas, empolvando su rostro y adornándose con sus perlas y sus blondas de problemático valor. Luego descendía al magnífico hall, lleno de perfumes, de susurros de conversaciones y gemidos discretos de violines, para tomar el té con sus amistades del hotel, formidables millonarias de los dos hemisferios, que sospechaban vagamente la existencia de una enfermedad llamada pobreza, pero eran incapaces de concebir que pudiese atacar a las personas de su mundo.
Mientras tanto, la niña jugaba en el jardín del «Palace» con otras niñas vestidas y adornadas como muñecas lujosas y frágiles, cada una de las cuales pesaba varios millones.
—Yo he sido compañera de infancia —continuó Freya— de mujeres que son célebres por su riqueza en Nueva York, en París, en Londres… Me he tuteado con grandes millonarias que hoy son, por sus casamientos, duquesas y hasta princesas de sangre real. Muchas han pasado junto a mí sin reconocerme, y yo no he dicho nada, sabiendo que la igualdad de la niñez no es mas que un vago recuerdo…
Así había llegado a ser mujer. Varios negocios casuales del padre les permitían continuar esta existencia de pobreza brillante y costosa. El proyectista consideraba necesario tal aparato para sus futuros negocios. La vida en los hoteles más caros, el automóvil por meses, los trajes de grandes costureros para la mujer y la niña, los veraneos en las playas de moda, el patinaje invernal en Suiza, eran para él una especie de uniforme de respetabilidad que le mantenía en el mundo de los poderosos, permitiéndole entrar en todas partes.
—Esta existencia me moldeó para siempre y ha influido en el resto de mi vida. El deshonor, la muerte, todo lo creo preferible a la miseria… Yo, que no temo los peligros, me siento cobarde al pensar en la pobreza.
Moría la madre, crédula y sensual, fatigada de esperar una fortuna sólida que no llegaba nunca. Ella seguía con su padre, siendo la señorita que vive entre hombres, de hotel en hotel, algo masculina en sus ademanes; la virgen a medias, que lo sabe todo, no se asusta de nada, guarda ferozmente la integridad de su sexo, calculando lo que puede valer, y adora la riqueza como la divinidad más poderosa de la tierra.
Al morir el padre, viéndose sin otra fortuna que sus trajes y unas cuantas joyas artísticas de escaso precio, decidía fríamente su destino.
—En nuestro mundo no hay más virtud que la del dinero. Las muchachas del populacho se dan con menos facilidad que una señorita habituada al lujo, teniendo por única fortuna el conocimiento del piano, del baile y de unos cuantos idiomas… Entregamos nuestro cuerpo como si cumpliésemos una función material, sin rubor y sin pena. Es un simple negocio. Lo único importante es conservar la antigua vida con todas sus comodidades… no descender.
Pasó con precipitación sobre los recuerdos de este período de su existencia. Un conocido de su padre, viejo negociante de Viena, había sido el primero. Luego sintió el aletazo romántico, al que no escapan las hembras más frías y positivas. Había creído enamorarse de un oficial holandés, un Apolo rubio que patinaba con ella en Saint-Moritz. Éste había sido su único esposo. Al fin le aburría la modorra colonial de Batavia, y tornaba a Europa, rompiendo su matrimonio, para reanudar la existencia en los grandes hoteles, pasando de las estaciones invernales a las playas de lujo.
¡Ay, el dinero!… En ningún plano social se podía reconocer su poderío como en el que ella habitaba. Encontró en los «Palace» mujeres de ademanes soldadescos y manos groseras, fumando a todas horas, con los pies en el respaldo de una silla, mostrando la superficie posterior de sus muslos en alto y el triángulo blanco de sus enaguas tendidas sobre el asiento. Eran semejantes a las rameras de los grandes puertos que esperan a la puerta de sus tugurios. ¿Cómo las dejaban vivir allí?… Sin embargo, los hombres se inclinaban ante ellas como esclavos o las perseguían suplicantes. Hablaban con unción de los millones heredados de sus padres, de sus formidables riquezas de origen industrial, que les habían permitido comprar un marido noble, entregándose luego a sus gustos de maritornes andariegas.
—No he tenido suerte… Soy demasiado altiva para triunfar. Los hombres me encuentran de mal carácter, discutidora y nerviosa. Tal vez he nacido para ser una madre de familia… ¡Quién sabe si hubiese sido otra de vivir en tu país!
Su veneración religiosa por el dinero tomó al decir esto un acento de odio. Las jóvenes pobres y bien educadas, si sentían miedo a la miseria, no tenían otro recurso que la prostitución. Les faltaba la dote, requisito indispensable en muchos pueblos civilizados para ser mujer honrada y constituir un hogar.
¡Maldita pobreza!… Había pesado sobre su vida como una fatalidad. Los hombres que se mostraban buenos al principio se envenenaban después, volviéndose egoístas e ingratos. El doctor Talberg, a la vuelta de América, la había abandonado para casarse con una joven fea y rica, hija de un negociante, senador de Hamburgo. Otros habían explotado igualmente su juventud, tomando su parte de alegría y de belleza para unirse luego con mujeres que sólo tenían el atractivo de una gran fortuna.
Ella había acabado por odiarlos a todos, deseando su exterminio, exasperándose al pensar que los necesitaba para vivir y nunca podría libertarse de esta esclavitud. Para ser independiente, se había dedicado al teatro.
—He bailado, he cantado; pero mis éxitos fueron siempre femeniles. Los hombres venían detrás de mí, deseando a la hembra y riéndose de la artista. Además, ¡la vida de los bastidores!… ¡El mercado de blancas con un nombre en el cartel!… ¡Qué explotación!…
El deseo de emanciparse la había arrastrado hacia su amiga la doctora, aceptando sus proposiciones. Le pareció más honorífico servir a un gran Estado, ser un funcionario secreto, laborando en la sombra por su grandeza. Además, le sedujo al principio lo novelesco del trabajo, las aventuras de las misiones arriesgadas, la orgullosa consideración de que con sus espionajes tejía la trama del porvenir, preparando la historia futura.
También aquí había tropezado desde los primeros pasos con la esclavitud sexual. Su belleza era un instrumento para sondear las conciencias, una llave para abrir secretos; y esta servidumbre resultaba peor que las anteriores, por ser irredimible. Había conseguido apartarse con facilidad de su vida de viajera amorosa y de mujer de teatro; pero el que entraba en el «servicio secreto» ya no podía salir de él. Se aprendían demasiadas cosas, se llegaba lentamente a la comprensión de importantes misterios. El agente quedaba prisionero de sus funciones: era un emparedado, y con cada acto nuevo añadía una nueva piedra al muro que le separaba de la libertad.
—Tú sabes el resto de mi vida —continuó—. La obligación de obedecer a la doctora, de seducir a los hombres para arrancarles sus secretos, me hizo odiarlos con una agresividad mortal… Pero llegaste tú, ¡tú, que eres bueno y generoso, que me buscaste con una simplicidad entusiasta, lo mismo que un adolescente, haciéndome retroceder en mi existencia, como si aún estuviese en los diez y ocho años y me viera cortejada por primera vez!… Además, tú no eres egoísta. Te das con noble entusiasmo. Creo que, de conocernos en la primera juventud, no me habrías abandonado para ser rico casándote con otra… Me resistí a ser tuya porque te amaba y no quería hacerte daño… Después, el mandato de mis superiores y mi pasión me hicieron olvidar estos escrúpulos… Me entregué; fui la «mujer fatal» de siempre: te traje desgracia… ¡Ulises!, ¡amor mío!… Olvidemos: de nada sirve recordar el pasado. Conozco bien tu alma, y al verme en peligro acudo a ella. ¡Sálvame!, ¡llévame contigo!…
Como estaba de pie frente a él, le bastó levantar las manos para colocarlas sobre sus hombros, iniciando el principio de un abrazo.
Ferragut permaneció insensible a la caricia. Su inmovilidad repelía estas súplicas. Freya había rodado mucho por el mundo, a través de vergonzosas aventuras, y sabría librarse por su propio esfuerzo, sin necesidad de complicarle nuevamente en sus enredos. La historia que acababa de relatar no era para él mas que un tejido de engaños.
—¡Todo falso! —dijo con voz sorda—. No te creo, no te creeré nunca… Cada vez que nos vemos me cuentas una nueva historia… ¿Quién eres? ¿Cuándo dirás la verdad, toda la verdad de una vez?… ¡Embustera!
Ella, insensible a los insultos, siguió hablando de su porvenir angustiosamente, como si se viese rodeada de misteriosos peligros.
—¿Dónde iré si tú me abandonas?… Si me quedo en España, continúo bajo la dominación de la doctora. No puedo volver a los Imperios donde pasé mi vida; todos los caminos están cerrados, y en aquellas tierras renacería mi esclavitud… Tampoco puedo ir a Francia o Inglaterra: tengo miedo a mi pasado. Cualquiera de mis hazañas anteriores bastaría para que me fusilasen: no merezco menos… Además, me inspira temor la venganza de los míos. Conozco los procedimientos del «servicio» cuando necesita deshacerse de un agente incómodo que está en tierra enemiga. Él mismo lo denuncia: comete voluntariamente una torpeza, hace que se extravíen unos documentos, envía una carta comprometedora con falsa dirección, para que caiga en manos de las autoridades del país. ¿Qué haré si tú no me socorres?… ¿Dónde podré rufugiarme?…
Ulises se decidió a contestar, apiadado de su desesperación. El mundo es grande: podía ir a vivir en una república de América.
Ella no aceptó el consejo. Había pensado lo mismo; pero le daba miedo el porvenir incierto.
—Soy pobre: apenas tengo con qué pagar mi viaje… El «servicio» retribuye bien al principio. Después, como nos tiene seguros a causa de nuestro pasado, sólo da lo necesario para vivir con cierto desahogo. ¿Qué voy á, hacer en aquellas tierras?… ¿Debo pasar el resto de mi existencia vendiéndome a cambio del pan?… No quiero: ¡antes morir!
La desesperada afirmación de su pobreza hizo sonreír burlonamente a Ferragut. Miró el collar de perlas eternamente acostado en la admirable almohadilla de su pecho, las gruesas esmeraldas de sus orejas, los brillantes que chisporroteaban fríamente en sus manos. Ella adivinó su pensamiento, y la idea de vender estas joyas le produjo una inquietud mayor que los terrores que le infundía el porvenir.
—Tú no sabes lo que esto representa para mí —añadió—. Es mi uniforme, mi blasón, el salvoconducto que me permite sostenerme en el mundo de mi juventud. Las mujeres que vamos solas por la tierra necesitamos las alhajas para seguir nuestro camino sin obstáculos. Los gerentes del hotel se humanizan y sonríen ante su brillo. Quien las posee no inspira desconfianza, aunque tarde en pagar la cuenta de la semana… Los empleados de las fronteras se muestran galantes: no hay pasaporte más poderoso. Las señoras altivas se ablandan con su centelleo a la hora del té en los halls donde una no conoce a nadie… ¡Lo que yo he sufrido para conseguirlas!… Arrostraría el hambre antes de venderlas. Con ellas se es alguien: puede una persona no tener una moneda en el bolsillo y entrar donde entran los más ricos, viviendo como ellos…
No aceptaba el consejo. Era como si a un guerrero hambriento le propusiesen entregar sus armas en país enemigo a cambio de pan. Una vez la necesidad satisfecha, quedaría prisionero; se vería envilecido, igualándose con los miserables que horas antes recibían sus golpes. Ella arrostraba todos los peligros y sufrimientos antes que despojarse del casco y el escudo, símbolos de su estirpe superior. El traje de más de un año, las botinas fatigadas, la ropa interior con desgarrones mal compuestos, no le entristecían en los momentos difíciles. Lo importante era poseer un sombrero de moda y conservar el gabán de pieles, el collar de perlas, las esmeraldas, los brillantes, toda la armadura honorífica y gloriosa, dentro de la cual quería morir.
Su mirada pareció apiadarse de la ignorancia del marino, que se atrevía a proponerle tales absurdos.
—Es imposible, Ulises… Llévame contigo. En el mar es donde puedo vivir más segura. Los submarinos no me dan miedo. Las gentes se los imaginan numerosos y apretados como las piedras de un pavimento, pero sólo un buque entre mil recibe sus ataques… Además, contigo no temo nada: si nuestro destino es perecer en el mar, moriríamos juntos.
Se hizo insinuante y seductora, avanzando las manos sobre los hombros de él, tirando de su cuello con un apasionamiento que equivalía a un abrazo. Su boca, al hablar, se aproximó a la del marino. Los labios se arquearon iniciando la redonda caricia de un beso.
—¿Tan mal vivirías con Freya?… ¿No te acuerdas ya de nuestro pasado?… ¿Es que ahora soy otra?
Ulises se acordaba, efectivamente, del pasado, y empezó a reconocer que este recuerdo era demasiado vivo. Llegaron hasta él, como lejanas melodías voluptuosas y medio olvidadas, las ráfagas de una carne bien oliente, despertando su memoria sexual. El contacto de las ocultas redondeces, tibias y firmes, que se apretaban contra su pecho sin perder la turgente dureza, evocó en la imaginación de Ferragut una serie vertiginosa de escenas de amor. La castidad observada en los últimos tiempos a causa de sus dolorosas preocupaciones le atormentó ahora como un suplicio.
Ella, que seguía esta revolución con ojos astutos, adivinándola en las contracciones de su rostro, sonrió triunfadora, pegando su boca a la de él. Estaba segura de su poder… Y reprodujo el beso del Acuario, aquel beso que estremecía la espalda del marino, haciéndole vacilar sobre sus piernas.
Pero cuando se entregaba con más abandono a esta succión dominadora, se sintió repelida, disparada por un manotón brutal, semejante al puñetazo que la había lanzado sobre los almohadones al principio de la entrevista.
Alguien se había interpuesto entre los dos, a pesar de que estaban abrazados estrechamente.
El capitán, que empezaba a perder la conciencia de sus actos, lo mismo que un náufrago, descendiendo y descendiendo a través de las capas vibrantes de un placer sin límites, vio de pronto la cara de Esteban difunto, con los ojos vidriosos fijos en él. Más allá vio igualmente una imagen de triste esfumamiento: Cinta que lloraba, como si sus lágrimas fuesen las únicas que podían caer sobre el cadáver desgarrado del hijo.
—¡Ah, no!… ¡no!
Él mismo quedó sorprendido de su voz. Fue un rugido de bestia herida, un aullar seco de desesperado que se retuerce en el tormento.
Freya, tambaleándose bajo el rudo empujón, intentó aproximarse otra vez a él, enlazarse de nuevo en sus brazos, repetir su beso imperioso.
—¡Amor mío!… ¡amor mío!…
No pudo seguir. La tremenda mano volvió a repelerla, pero tan violentamente, que fue a dar de cabeza contra los cojines del diván.
Tembló la puerta con un rudo tirón que hizo abrir sus dos hojas a la vez, sacando el pestillo de la cerradura.
La mujer, tenaz en sus deseos, se levantó prontamente, sin reparar en el dolor de la caída. Su ligereza sólo le pudo servir para ver cómo escapaba Ferragut después de recoger maquinalmente su sombrero.
—¡Ulises!… ¡Ulises!…
Ulises estaba ya en la calle, mientras en el pequeño hall acababan de bambolearse, rompiéndose luego en el suelo con ruidoso desmenuzamiento, varios objetos de loza que había enganchado y desplazado el fugitivo en su ciega salida.
Al sentir en la frente la sensación del aire libre, resurgieron en su memoria los peligros que le había anunciado Freya. Exploró la calle con una mirada hostil… «¡Nadie!». Su deseo era encontrarse con los enemigos de que hablaba aquella mujer, para desahogar la cólera que sentía contra sí mismo. Estaba avergonzado y furioso por su pasajera debilidad, que casi le había hecho reanudar la antigua existencia.
En los días sucesivos se acordó repetidas veces de la banda de refugiados que obedecía a la doctora. Al encontrar en las calles transeúntes de aspecto germánico, los miraba de frente con ojos de reto. ¿Sería alguno de ellos el encargado de matarle?… Luego seguía adelante, arrepentido de su provocación, seguro de que eran mercaderes de la América del Sur, boticarios o empleados de Banco, indecisos entre volver a sus casas al otro lado del Océano o esperar en Barcelona el triunfo siempre inmediato de su emperador.
Al fin, el capitán acabó por reírse de las recomendaciones de Freya.
«¡Mentiras suyas!… Invenciones para interesarme y que la lleve conmigo. ¡Ah, embustera!».
Una mañana, al pisar la cubierta de su vapor, Toni se acercó a él con aire misterioso. Su rostro tenía una, palidez de ceniza.
Cuando estuvieron en el salón de popa, el segundo habló en voz baja, mirando en torno de él.
La noche anterior había bajado a tierra para ir al teatro. Todos los gustos literarios de Toni y sus emociones estéticas se concentraban en la zarzuela. Los hombres de talento no habían podido inventar nada mejor. De ella iba sacando los canturreos con que animaba sus largas permanencias en el puente. Además, había el coro femenil, brillantemente vestido y con las piernas libres; las tiples abundantes en carnes y ligeras de ropa; un desfile de mallones rosados y voluptuosas redondeces que alegraba la imaginación del navegante, sin hacer olvidar los deberes de la fidelidad.
A la una de la madrugada, cuando volvía al buque por los muelles solitarios, habían intentado asesinarle. Creyó ver gentes que se ocultaban detrás de un montón de mercancías al oír sus pasos. Luego sonaron tres detonaciones, tres tiros de revólver. Una bala silbó en uno de sus oídos.
—Y como yo no llevaba armas, corrí. Afortunadamente, fue cerca del buque, casi junto a la proa. Sólo tuve que dar unos cuantos saltos para meterme plancha adentro en el vapor… Y ya no dispararon más.
Ferragut quedó silencioso. También él había palidecido, pero de sorpresa y de cólera. ¡Luego eran ciertos los anuncios de Freya!…
No quiso fingir incredulidad ni mostrarse temerario y despreciador del peligro cuando Toni siguió hablando.
—¡Ojo, Ulises!… Yo he reflexionado mucho sobre este suceso. Los tiros no eran para mí. ¿Qué enemigos tengo yo? ¿Quién puede querer mal a un pobre piloto que no ve a nadie?… ¡Guárdate! Tú sabrás tal vez de dónde viene eso: tú tratas muchas gentes.
El capitán adivinó que se acordaba de las aventuras de Nápoles y de aquella proposición vergonzosa guardada como un secreto, relacionándolo todo con la nocturna agresión. Pero ni su voz ni sus ojos justificaron tales sospechas, y Ferragut prefirió no darse por enterado de lo que pasaba.
—¿Sabe alguien lo ocurrido?
Toni levantó los hombros. «Nadie…». Se había metido en el vapor, apaciguando al perro de a bordo, que ladraba furiosamente. El hombre de guardia había oído los tiros, imaginándose que eran de una pelea de marineros. Además, a él sólo le interesaba lo que ocurriese a partir de la plancha que unía el muelle con el buque.
—¿No has dado parte a la autoridad?…
El segundo se indignó al oír esta pregunta, con la altivez de los mediterráneos, que nunca se acuerdan de la autoridad en momentos de peligro y sólo confían su defensa a la destreza de su mano. «¿Le tenía acaso por un delator?…».
Pensaba hacer lo que hacen los hombres que son hombres. En adelante, iría armado a todas horas mientras estuviese en Barcelona. ¡Ay del que tirase sobre él, si es que no le hería!… Y guiñando un ojo, mostró a su capitán lo que él llamaba «la herramienta».
Al piloto le repugnaban las armas de fuego, juguetes locos y ruidosos, de problemático resultado. Amaba el golpe en silencio, el arma blanca, prolongación de la mano, con un cariño ancestral que parecía evocar el centelleo de las hachas de abordaje usadas por sus antepasados.
Con amorosa suavidad sacó de su cintura un cuchillo inglés adquirido en la época en que era patrón de barca: una hoja brillante que reproducía los rostros que la contemplaban, con punta aguda de estilete y filo de navaja de afeitar.
Tal vez no tardase en hacer uso de su «herramienta». Recordó a varios individuos que en los días anteriores paseaban lentamente por el muelle examinando el buque, espiando a los que entraban y salían. Si alcanzaba a verlos de nuevo, se echaría fuera del vapor para decirles dos palabras.
—No hagas nada —ordenó Ferragut—. Yo me ocuparé del asunto.
Todo el día estuvo preocupado por la noticia. Al pasear por Barcelona, miró con ojos provocativos a cuantos transeúntes le parecieron alemanes. Se unió a la acometividad de su carácter una indignación de propietario que se ve atropellado dentro de su casa. Los tres tiros eran para él, y él era un español y los boches se atrevían a atacarlo en su propia tierra. ¡Qué audacia!…
Varias veces se llevó la diestra a la parte trasera de su pantalón, tocando un bulto prolongado y metálico. Esperaba el anochecer para realizar cierta idea que se le había fijado entre las dos cejas como un clavo doloroso. Mientras no la realizase no estaría tranquilo.
La voz de los buenos consejos protestó: «No hagas locuras, Ferragut; no busques al enemigo, no lo provoques. Defiéndete nada más».
Pero su arrogancia temeraria, que le había hecho embarcarse en buques destinados al naufragio y le empujaba hacia el peligro por el gusto de vencerlo, gritó más alto que la prudencia.
«¡En mi patria!… —se dijo mentalmente—. ¡Querer asesinarme cuando estoy en mi tierra!… Yo les haré ver que soy un español…».
Conocía el bar del puerto mencionado por Freya. Dos hombres de su tripulación le habían dado nuevos informes. Sus parroquianos eran alemanes pobres, que bebían en abundancia. Alguien pagaba por ellos, y en días señalados hasta se permitían convidar a patrones de barcas de pesca y vagabundos del puerto. Un gramófono sonaba continuamente, lanzando cánticos chillones que los concurrentes coreaban a gritos. Cuando se recibían noticias de la guerra favorables a los Imperios germánicos, redoblaban las canciones y el copeo hasta media noche y la caja de música agria no descansaba un instante. En las paredes se veían los retratos de Guillermo II y varios de sus generales. El dueño del bar, un alemán gordo de piernas, cuadrado de cabeza, con pelos duros de cepillo y mostachos colgantes, respondía al apodo de Hindenburg.
Sonrió el marino al pensar en la posibilidad de meter a Hindenburg debajo de su mostrador… Quería ver este establecimiento, donde muchas veces había sonado su nombre.
Al anochecer, sus pasos le llevaron hacia el bar, con un impulso irresistible que se burlaba de todos los consejos de la prudencia.
La puerta de cristales se resistió a su mano nerviosa, tal vez porque manejaba el picaporte con demasiada fuerza, y el capitán acabó por abrirla dando una patada en su parte baja, que era de madera.
Casi volaron los vidrios al impulso de este golpe, brutal. ¡Magnífica entrada!… Vio mucho humo, perforado por las estrellas rojas de tres lámparas eléctricas que acababan de encenderse, y hombres que estaban de espaldas o frente a él en torno de varias mesas. El gramófono gangueaba como una vieja sin dientes. Detrás del mostrador aparecía Hindenburg, despechugado, con la camisa arremangada sobre sus brazos voluminosos como piernas.
—Yo soy el capitán Ulises Ferragut.
La voz que dijo esto tuvo un poder semejante al de las palabras mágicas de los cuentos orientales, que dejan en suspenso la vida de una ciudad entera, quedando inmóviles personas y objetos, en la actitud que les sorprende el poderoso conjuro.
Se hizo un silencio de asombro. Los que empezaban a volver la cabeza atraídos por el estrépito de la puerta no continuaron su movimiento; los que estaban enfrente permanecieron con los ojos fijos en el que entraba: unos ojos agrandados por la sorpresa, como si no pudiesen creer lo que veían. El gramófono calló repentinamente. Hindenburg, que estaba limpiando un vaso, quedó con las manos inmóviles, sin sacar la servilleta de la cavidad de cristal.
Ferragut fue a sentarse junto a una mesa vacía, con la espalda apoyada en la pared. Un criado, el único del establecimiento, acudió para enterarse de lo que deseaba, el señor. Era un andaluz pequeño y vivaracho, que sus andanzas habían traído a Barcelona. Servía con indiferencia a la clientela, sin que le interesasen sus palabras y sus himnos. «Él no se metía en política». Habituado a los establecimientos de gente alegre y batalladora, adivinó al hombre que viene a «armar bronca», y quiso amansarlo con su actitud sonriente y obsequiosa.
El marino le habló en alta voz. Sabía que en aquel cafetucho le nombraban frecuentemente y eran muchos los que deseaban verle. Podía darles el recado de que el capitán Ferragut estaba allí, a su disposición.
—Así se hará —dijo el andaluz.
Y se fue al mostrador, trayéndole al poco rato una botella y un vaso.
En vano se fijó Ulises en los que ocupaban las mesas inmediatas. Unos permanecían inmóviles, presentándole el dorso; otros tenían los ojos bajos y hablaban quedamente, con susurro de misterio.
Dos o tres de ellos cruzaron al fin sus miradas con la del capitán. Tenían en las pupilas un brillo de cólera naciente. Desvanecida la primera sorpresa, parecían dispuestos a levantarse, cayendo sobre el recién llegado. Pero alguien que estaba de espaldas parecía dominarlos con sus órdenes murmurantes, y le obedecieron al fin, bajando sus ojos para seguir en una actitud cohibida.
Ulises se cansó pronto de este silencio. Empezaba a encontrar algo ridícula su actitud de domador. No sabía a quién dirigirse en un local donde todos rehuían sus miradas y su contacto. En la mesa inmediata había un periódico con ilustraciones, y se apoderó de él, volviendo sus hojas. Estaba impreso en alemán, pero él fingió leerlo con gran interés.
Se había sentado de lado, dejando libre la cadera en la que descansaba el revólver. Su mano, fingiendo distracción, se paseó junto a la abertura del bolsillo, pronta a armarse en caso de ataque. Al poco rato estaba arrepentido de esta postura excesivamente confiada. Iban a caer sobre él, aprovechándose de su lectura. Pero el orgullo le hizo permanecer inmóvil, para que no pudiesen adivinar su inquietud.
Luego rió de un modo insolente, como si leyese en la ilustración germánica algo que provocaba sus burlas. Aún le pareció poco esto, y levantó sus ojos para contemplar con agresiva curiosidad los retratos que adornaban las paredes.
Entonces pudo darse cuenta de la gran transformación que acababa de realizarse en el bar. Casi todos los parroquianos habían desfilado silenciosamente durante su lectura. Sólo quedaban cuatro ebrios, de ojos húmedos, que bebían con fruición, preocupándose únicamente del contenido de sus vasos. Hindenburg, volviendo el fuerte dorso a su clientela, leía en el mostrador un periódico de la noche. El andaluz, sentado en el fondo, sonrió mirando al capitán. «¡Vaya un tío!…». Celebraba interiormente que uno de la tierra hubiese puesto en fuga a los bebedores gritones y brutales que tanto le molestaban otras tardes.
Consultó Ulises su reloj: las siete y media. Ya había espantado a toda aquella gente que inspiraba terror a Freya. ¿Qué le quedaba que hacer allí?… Pagó y salió.
La noche había cerrado. Bajo la luz de los faros eléctricos pasaban tranvías y automóviles hacia el interior de la ciudad. Siguiendo las arcadas de los antiguos edificios vecinos al puerto desfilaban grupos de trabajadores de los establecimientos marítimos. Barcelona, deslumbrante de resplandor, atraía a la muchedumbre. La dársena, negra y solitaria, se poblaba de tenues lucecillas en lo alto de los mástiles.
Quedó indeciso Ferragut entre ir a comer a su casa o en un restorán de la Rambla. Luego sospechó que algunos de los fugitivos del cafetucho podían estar cerca de él, dispuestos a seguirle. En vano esparció sus miradas: no pudo reconocer a ninguno en los grupos que aguardaban el tranvía leyendo periódicos o conversando.
De pronto experimentó el deseo de ver a Toni. El tío Caragol le improvisaría algo que comer mientras relataba a su segundo la aventura del bar. Además, le pareció un digno final de su hazaña ofrecer a los enemigos, si es que le seguían, la ocasión favorable de atacarle en los muelles desiertos. El demonio de la soberbia soplaba en sus orejas: «Así verán que no les tienes miedo».
Y marchó resueltamente hacia el puerto, pasando sobre rieles de ferrocarril, contorneando los muros de largos almacenes, metiéndose entre montañas de mercancías. Primeramente encontró pequeños grupos que iban hacia la ciudad; luego parejas; después individuos sueltos; al final nadie: una soledad absoluta.
Los reverberos trazaban en el suelo amplios redondeles de púrpura. Más allá se extendían las tinieblas, cortadas por siluetas de ébano, que unas veces eran barcos y otras callejones de fardos, colinas de carbón. El agua negra reflejaba las serpientes rojas y verdes de las luces de los buques. Un trasatlántico prolongaba las operaciones de carga al resplandor de sus reflectores eléctricos, destacándose sobre esta lobreguez con la animación de una fiesta veneciana.
De tarde en tarde un hombre de lento paso entraba en el círculo de un reverbero, brillando el cañón de su fusil. Otros estaban como en acecho entre los montones de la descarga. Eran carabineros y guardianes del puerto.
Sintió repentinamente el capitán un aviso de su instinto. Le seguían… Se detuvo en la sombra, pegado a un montón de fardos, y vio a unos hombres que avanzaban en su misma dirección, pasando rápidamente por el borde de la mancha roja de un foco eléctrico para no quedar bajo su lluvia de luz.
Le fue imposible reconocerlos, y a pesar de ello, tuvo la certeza de que eran los enemigos vistos en el bar.
Su buque estaba lejos, junto al muelle más desierto a aquellas horas. «Has hecho una tontería», se dijo mentalmente.
Empezó a arrepentirse de su audacia; pero ya era tarde para volver atrás. La ciudad se hallaba más lejos que el vapor, y sus enemigos caerían sobre él tan pronto como le viesen retroceder. ¿Cuántos eran?… Esto le preocupaba únicamente.
«¡Adelante!… ¡adelante!», gritó su orgullo.
Había sacado el revólver: lo llevaba en su diestra, con el cañón por delante. En la soledad no había por qué guardar los miramientos y prudencias de la vida civilizada. La noche le envolvía con todas las asechanzas de una selva virgen, mientras brillaba ante sus ojos una gran ciudad coronada de diamantes eléctricos, esparciendo en la negrura del espacio un halo de incendio.
Tres veces pasó junto a los carabineros solitarios, pero no quiso hablarles. «¡Adelante! Sólo las mujeres deben pedir apoyo…». Además, tal vez sufría una alucinación; en realidad, no podía afirmar que le persiguiesen.
A los pocos pasos se desvaneció esta duda: sí que le perseguían. Sus sentidos, aguzados por el peligro, tuvieron la misma percepción del jabalí que presiente la jauría intentando cerrarle el paso. A su derecha tenía el agua; a su izquierda trotaban hombres por detrás de los montones de la descarga queriendo salir a su encuentro; detrás avanzaban otros para impedir su retirada.
Podía correr, adelantándose a los que intentaban envolverle; pero ¿un hombre debe correr teniendo un revólver en la mano?… Los que venían detrás se lanzarían en su persecución. Una cacería humana iba a desarrollarse en la noche, y él, Ferragut, sería el gamo acosado por la canalla del bar. «¡Ah, no!…». El capitán se acordó de Von Kramer galopando míseramente en pleno día por los muelles de Marsella… Si lo habían de matar, que no fuese huyendo.
Continuó su avance con paso rápido. Adivinaba el plan de sus enemigos. No querían mostrarse en esta zona del puerto obstruida por montones de fardos, temiendo que se ocultase. Le esperaban cerca de su buque, en un espacio descubierto por el que forzosamente debía pasar.
«¡Adelante —volvió a repetirse—. Si he de morir, que sea a la vista del Mare nostrum!».
El vapor estaba cerca. Reconoció su negra silueta pegada al muelle. En este momento el perro de a bordo empezó a ladrar furiosamente, anunciando la presencia del capitán y al mismo tiempo el peligro.
Abandonó el abrigo de una colina de carbón, avanzando por un terreno descubierto. Concentraba toda su voluntad en el deseo de llegar a su barco cuanto antes.
Brilló una corta llama, seguida de una detonación. Ya disparaban contra él. Otras lucecitas surgieron de diversos lados del muelle, seguidas de estampidos. Fue un tiroteo de combate; a sus espaldas tiraron igualmente. Sintió varios silbidos junto a sus orejas y recibió un golpe en un hombro, una sensación igual a la de una pedrada caliente.
Iban a matarle: sus enemigos eran demasiado numerosos. Y sin saber por qué lo hacía, cediendo al instinto, se arrojó al suelo lo mismo que un moribundo.
Todavía retumbaron unos cuantos disparos. Luego se hizo el silencio. Únicamente en el vapor inmediato seguía ladrando el perro.
Vio una sombra que avanzaba lentamente hacia él. Era un hombre, uno de sus enemigos, destacado del grupo para examinarle de cerca. Dejó que se aproximase, apretando con su diestra el revólver, todavía intacto.
De pronto levantó el brazo, rozando la cabeza que se inclinaba sobre él. Dos relámpagos salieron de su mano, separados por un breve intervalo. La primera llamarada fugaz le hizo ver un rostro conocido… ¿Era verdaderamente Karl, el dependiente de la doctora?… La segunda explosión ayudó a su memoria. Sí que era Karl, con las facciones desencajadas y un agujero negro en la sien… Se irguió con un estiramiento agónico; luego se derrumbó de espaldas, abriendo los brazos.
Esta visión fue instantánea. El capitán sólo podía pensar en él, y se levantó de un salto. Después corrió y corrió, encorvándose para ofrecer a sus enemigos el menor blanco posible.
Presentía una descarga general, una granizada de balas. Pero los perseguidores dudaron unos segundos, desorientados por la obscuridad, no sabiendo si era el capitán el que había caído por segunda vez.
Sólo al ver a un hombre que corría hacia el buque conocieron su error y reanudaron los disparos. Ferragut pasó entre las balas, por el borde del muelle, a lo largo del Mare nostrum. Su salvación era obra de segundos, siempre que los tripulantes no hubiesen retirado la pasarela entre el vapor y la orilla.
Tropezó de pronto con el puente, viendo al mismo tiempo un hombre que avanzaba sobre él con algo reluciente en una mano. Era el segundo, que acababa de salir con el cuchillo por delante.
El capitán temió una equivocación.
—¡Toni!, ¡soy yo! —dijo con voz sofocada por la violencia de la carrera.
Al pisar la cubierta del buque recobró instantáneamente su tranquilidad.
Ya no hubo más disparos. El silencio era lúgubre. A lo lejos lo cortaron silbidos de pitos, voces de alarma, ruido de carreras. Los carabineros y guardianes se llamaban y agrupaban para dar una batida en la obscuridad, marchando hacia el lugar donde había sonado el tiroteo.
—¡Que quiten la plancha! —ordenó Ferragut.
El piloto dio ayuda a tres marineros que acababan de acudir, retirando apresuradamente la pasarela. Luego amenazó al perro para que cesase de aullar.
Ferragut, asomado a la borda, exploraba la lobreguez del muelle. Le pareció ver a unos hombres llevándose a otro en brazos. Un resto de su cólera le hizo levantar la diestra, armada todavía, apuntando al grupo. Luego volvió a bajarla… Pensó en los que se acercaban para averiguar lo ocurrido. Era mejor que encontrasen el buque silencioso.
Entró en el salón de popa jadeando todavía, y tomó asiento.
Al quedar bajo el ruedo de luz pálida que derramaba sobre la mesa una lámpara colgante, Toni se fijó en su hombro izquierdo.
—¡Sangre!…
—No es nada… Un simple rasguño. La prueba es que puedo mover el brazo.
Y lo movió, aunque con cierta dificultad, sintiendo la pesadez de una hinchazón creciente.
—Luego te contaré cómo ha sido esto… Creo que no les quedarán ganas de repetir.
Quedó pensativo un instante.
—De todos modos, conviene que nos vayamos pronto de este puerto… Ve a ver a nuestra gente. ¡Que ninguno hable!… Llama a Caragol.
Antes de que saliese Toni, surgió de la obscuridad la cara esplendorosa del cocinero. Venía al salón sin que nadie le llamase, ansioso por saber lo ocurrido, temiendo encontrar moribundo a Ferragut.
Viendo la sangre, su desesperación se expresó con una vehemencia maternal.
«¡Cristo del Grao!… ¡Mi capitán va a morir!…». Quiso correr a la cocina en busca de algodones y vendas. Él era algo curandero, y guardaba lo necesario para el caso.
Ulises le detuvo. Aceptaba sus servicios, pero quería algo más.
—Deseo comer, tío Caragol —dijo alegremente—. Me contentaré con lo que haya… El susto me ha dado hambre.