Toni, que abominaba de los viajes en ferrocarril, por su entumecedora inmovilidad, tuvo que abandonar el Mare nostrum, sufriendo el tormento de permanecer acoplado doce horas entre personas desconocidas.
Ferragut estaba enfermo en un hotel del puerto de Marsella. Le habían desembarcado de un buque francés procedente de Nápoles, sumido en doloroso mutismo. Quería morir. Durante el viaje le sometieron a una estrecha vigilancia para que no repitiese sus intentos de suicidio. Varias veces quiso arrojarse al agua.
Esto lo supo Toni por el capitán de un vapor español que acababa de llegar de Marsella, precisamente un día después que los periódicos de Barcelona relataron la muerte de Esteban Ferragut en el torpedeamiento del Californian. El viajante de comercio contaba en todas partes el suceso, y a continuación su novelesco encuentro con el padre, la caída mortal de éste al recibir la noticia, su desesperación cuando recobró el conocimiento.
El piloto había corrido a presentarse en la casa de su capitán. Todos los Blanes estaban en ella, rodeando y consolando a Cinta.
—¡Hijo mío!… ¡Mi hijo!… —gemía la madre, retorciéndose en un sofá.
Y el coro de la familia ahogaba sus lamentos derramando sobre ella una lluvia de hipotéticos consuelos y apelaciones a la resignación. Debía pensar en el padre: no estaba sola en el mundo, como ella afirmaba; además de su familia, tenía a su marido.
Toni acababa de entrar en este momento.
—¡Su padre! —dijo ella con desesperación—. ¡Su padre!…
Y clavó los ojos en el piloto, como si pretendiese hablarle con ellos. Toni sabía mejor que nadie quién era este padre y por qué razones se había quedado en Nápoles. Él tenía la culpa de que el muchacho hubiese emprendido el loco viaje a cuyo final le esperaba la muerte… La devota Cinta se representaba esta desgracia como un castigo de Dios, siempre complicado y misterioso en sus designios. La divinidad, para hacer expiar al padre sus culpas, mataba al hijo, sin pensar en la madre, a la que hería de rebote.
El piloto se marchó. No podía sufrir las miradas y las alusiones de doña Cinta. Y como si no tuviese bastante con esta emoción, recibía horas después la noticia del mal estado de su capitán, lo que le obligaba a emprender el viaje a Marsella inmediatamente.
Al entrar en el cuarto del hotel, frecuentado por oficiales de los buques mercantes, encontró a Ferragut sentado junto a un balcón, desde el que se veía todo el puerto viejo.
Estaba más flaco, con los ojos hundidos y mates, la barba revuelta y un olvido manifiesto en su persona.
—¡Toni!… ¡Toni!…
Se abrazó a su segundo, mojándole el cuello de lágrimas. Por primera vez conseguía llorar, y esto pareció darle cierto alivio. La presencia del piloto le devolvía a la vida; se aglomeraron en su memoria los olvidados recuerdos de negocios y viajes. Toni resucitaba todas las energías del pasado; era como si el Mare nostrum viniese en busca de él.
Sintió vergüenza y remordimiento. Este hombre conocía su secreto: era el único a quien había hablado del aprovisionamiento de los sumergibles alemanes.
—¡Mi pobre Esteban!… ¡Mi hijo!
No vacilaba en establecer una fatalista relación entre la muerte de su hijo y aquel viaje ilegal, cuya memoria le pesaba como un pecado monstruoso. Pero Toni fue discreto. Lamentó la muerte de Esteban como una desgracia en la que su padre no había tenido intervención alguna.
—También yo he perdido hijos… y sé que nada se gana desesperándose… ¡Serenidad!
No dijo una palabra de todo lo anterior al trágico suceso. De no conocer Ferragut a su segundo, habría podido creer que lo tenía olvidado. Ni el más leve gesto, ni una luz en sus ojos que revelase el despertar del maligno recuerdo. Su única preocupación era que el capitán recobrase pronto la salud…
Reanimado por la presencia y las palabras de este compañero prudente, Ulises recuperó sus fuerzas, y pocos días después abandonó el cuarto donde había creído morir, dirigiéndose a Barcelona.
Entró en su casa con una preocupación que casi le hacía temblar. La dulce Cinta, considerada hasta entonces con la superioridad protectora de los orientales, que no reconocen un alma en la mujer, le inspiraba cierto miedo. ¿Qué diría al verle?…
No dijo nada de lo que él temía. Se dejó abrazar, e inclinando la cabeza rompió en un llanto desesperado, como si la presencia de su esposo evocase con mayor relieve la imagen del hijo que nunca volvería a ver. Luego secó sus lágrimas, y más pálida, más triste que nunca, continuó su vida habitual.
Ferragut la vio serena como una maestra, con las dos sobrinas pequeñas sentadas a sus pies, proseguir las eternas labores de encaje. Sólo las olvidaba para atender al cuidado del marido, preocupándose de los más pequeños detalles de su bienestar. Era su deber. Conocía desde niña cuáles son las obligaciones de la esposa de un capitán de buque cuando se detiene en su casa por unos días, como un pájaro de paso.
Pero a través de tales atenciones, Ulises adivinó la presencia de un obstáculo inconmovible. Era algo enorme y transparente que se había interpuesto entre los dos. Se veían, pero sin poder tocarse: estaban separados por una distancia dura y luminosa lo mismo que el diamante, que hacía inútil todo intento de aproximación.
Cinta no sonreía nunca. Sus ojos estaban secos, esforzándose por no llorar mientras el marido permaneciese cerca de ella. Ya se entregaría al dolor con toda libertad cuando quedase sola. Su deber era hacerle tolerable la existencia, reteniendo sus palabras, ocultando sus pensamientos.
Pero esta cordura de buena dueña de casa, esta supeditación de cónyuge a uso antiguo, ganosa de evitar toda molestia a su señor, no pudieron mantenerse mucho tiempo.
Un día, Ferragut, por un retorno del antiguo cariño, por un deseo de iluminar con un pálido rayo de sol la vida crepuscular de Cinta, osó acariciarla como en la primera época de su matrimonio. Ella se irguió ofendida y pudorosa, lo mismo que si acabase de recibir un insulto. Se escapó de sus brazos con igual energía que si repeliese una violación.
Contempló Ulises una mujer nueva, intensamente pálida, con el rostro casi verde, la nariz encorvada por la cólera y un fulgor de locura en los ojos. Todo lo que guardaba en el fondo de su pensamiento emergió a borbotones, expelido por una voz ronca cargada de lágrimas.
—No, ¡no!… viviremos juntos porque eres mi marido y Dios manda que sea así, pero ya no te quiero: no puedo quererte… ¡El mal que me has hecho!… ¡Tanto que te amaba yo!… Por más que busques en tus viajes y tus malas aventuras, no encontrarás una mujer que te quiera como te ha querido la tuya.
Su pasado de cariño modesto y sumiso, de fidelidad discreta y tolerante, salía por su boca como una queja interminable.
—Te he seguido desde aquí en tus viajes. A la vuelta conocía tus olvidos, tus infidelidades. Me lo contaban todos los papeles encontrados en tus bolsillos, las fotografías perdidas entre tus libros, las alusiones de tus camaradas, tus sonrisas de orgullo, el aire satisfecho con que volvías muchas veces, una serie de costumbres y cuidados de tu persona que no tenías al salir de aquí… Adivinaba también en tus caricias atrevidas la presencia oculta de otras mujeres que viven lejos, al otro lado del mundo.
Detuvo su alborotado lenguaje unos instantes, dejando que se extinguiese la llamarada del recuerdo impúdico que había enrojecido su palidez.
—Todo lo despreciaba —continuó—. Yo conozco a los hombres de mar: soy hija de marino. Muchas veces vi a mi madre llorando, y su simplicidad me dio lástima. No hay que llorar por lo que hacen los hombres en lejanas tierras. Es siempre amargo para una mujer que ama a su marido, pero no trae consecuencias, y debe perdonarse… Pero ahora… ¡ahora!…
La esposa se irritó al evocar las infidelidades recientes… Ya no eran sus rivales las mercenarias de los grandes puertos, ni las viajeras que sólo pueden dar unos días de amor, como una limosna que se arroja sin detener el paso. Ahora se había enamorado con entusiasmos de jovenzuelo de una dama elegante y hermosa, de una extranjera que le hacía olvidar sus negocios, abandonar su barco y permanecer lejos, como si renunciase a su familia para siempre… Y el pobre Esteban, huérfano por el olvido de su padre, iba en busca de él con la impetuosidad aventurera heredada de sus ascendientes, y la muerte, una muerte horrible, le salía al encuentro en su camino.
Algo más que el dolor de la esposa ultrajada vibró en los lamentos de Cinta. Era la rivalidad con aquella mujer de Nápoles que ella creía una gran señora con todos los atractivos de la riqueza y de un alto nacimiento; la envidia por sus armas superiores de seducción; la rabia por su propia modestia y su humildad de mujer casera.
—Yo estaba resuelta a ignorarlo todo —siguió diciendo—. Tenía un consuelo: mi hijo. ¿Qué me importaba lo que tú hicieses?… Estabas lejos y mi hijo vivía a mi lado… ¡Y ya no lo veré más!… ¡Mi destino es vivir eternamente sola! Tú sabes que no puedo ser madre otra vez; que estoy enferma y no puedes darme otro hijo… Y eres tú, ¡tú!, quien me ha quitado el único que tenía…
Su imaginación fabricó las más inverosímiles deducciones para explicarse a sí misma esta pérdida injusta.
—Dios quiere castigarte por tu mala vida, y ha matado por eso a Esteban y me matará lentamente a mí… Cuando supe su muerte quise arrojarme por el balcón. Vivo aún porque soy cristiana; pero ¡qué existencia me espera! ¡Qué vida para ti, si eres verdaderamente un padre!… Piensa que tu hijo existiría si no te hubieses quedado en Nápoles.
Ferragut era digno de lástima. Bajaba la cabeza, sin fuerzas para repetir las desordenadas y mentirosas protestas con que había acogido las primeras palabras de su esposa.
«¡Si ella supiese toda la verdad!», repitió en su cerebro la voz del remordimiento.
Pensaba con horror en lo que podría decir Cinta de conocer la extensión de su pecado. Afortunadamente, ignoraba que era él quien había favorecido con su ayuda a los asesinos de su hijo… Y la convicción de que nunca llegaría a saberlo le hacía admitir sus palabras con una humildad silenciosa: la humildad del criminal que se oye acusar de un delito por un juez que ignora otros atentados todavía mayores.
Cinta terminó de hablar con un tono desalentado y sombrío. No podía más: se apagaba su cólera, consumida por su propia vehemencia. Los sollozos cortaron sus palabras. Ya no vería en su marido al mismo hombre de antes: el cadáver del hijo se interponía entre los dos.
—Nunca podré quererte… ¿Qué has hecho, Ulises?, ¿qué has hecho para que te tenga horror?… Cuando estoy sola, lloro; mi tristeza es inmensa, pero admito mi desgracia con resignación, como una cosa lejana que fue inevitable… Así que oigo tus pasos y te veo entrar, resucita la verdad. Pienso que mi hijo ha muerto por ti, que aún viviría si no hubiese ido en busca tuya para recordarte que eras su padre y que te debías a nosotros… Y cuando pienso eso, te odio, ¡te odio!… ¡Has matado a mi hijo! Mi único consuelo es creer que, si tienes conciencia, sufrirás más aún que yo.
Salió Ferragut de esta escena horrible con la convicción de que debía huir. Aquella casa ya no era suya. Tampoco era suya su mujer. El recuerdo del muerto lo llenaba todo, se interponía entre él y Cinta, le empujaba, lanzándolo de nuevo al mar. Su buque era el único refugio para el resto de su existencia, y debía acogerse a él como los grandes criminales de otros siglos se refugiaban en el asilo de los monasterios.
Tuvo necesidad de descargar en alguien su cólera, de encontrar un responsable a quien atribuir sus desgracias. Cinta se le había revelado como un ser completamente nuevo. Nunca había podido sospechar tanta energía de carácter, tanta vehemencia pasional en esta mujercita obediente y dulce. Debía tener un consejero que aprovechaba sus quejas para hablarle mal del marido.
Y se fijó en don Pedro el catedrático, porque guardaba dormida cierta prevención contra él desde los tiempos de su noviazgo. Además, le ofendía verlo en su domicilio con cierto aire de personaje noble, cuyas virtudes servían de contraste a los pecados y olvidos del dueño de la casa.
Tenía Ferragut el mismo carácter de todos los grandes corredores de aventuras amorosas: liberales y despreocupados en la vivienda ajena; pundonorosos y suspicaces en la propia.
—Ese viejo carcamal —se dijo— está enamorado de Cinta. Es una pasión platónica; con él no hay que temer otra cosa; pero me hace todo el daño que puede… Voy a decirle dos palabras.
Don Pedro, que continuaba sus diarias visitas para consolar a la madre, hablando del pobre Esteban como si hubiese sido hijo suyo y dedicando serviles sonrisas al capitán, se vio atajado por éste una tarde en el rellano de la escalera.
El marino envejeció de pronto al hablar, acentuándose sus rasgos fisonómicos con una vigorosa fealdad. Se parecía en aquel momento a su tío el Tritón.
Con voz amenazadora hizo memoria de un pasaje clásico bien conocido del profesor. Su homónimo el viejo Ulises, al volver a su palacio, había encontrado a Penélope rodeada de pretendientes, y acababa con ellos colgándoles de una escarpia por la parte más viril y dolorosa.
—¿No fue así, catedrático?… Aquí no veo mas que un pretendiente, pero este Ulises le jura que lo colgará de la misma parte si vuelve a encontrarlo en su casa.
Huyó don Pedro. Juzgaba muy interesantes a los rudos héroes de la Odisea, pero en verso y sobre el papel. En la realidad le parecían unos brutos peligrosos. Y escribió una carta a Cinta para avisarle que suspendía sus visitas hasta que su marido volviese al mar.
Este atropello aumentó el alejamiento de la esposa. Representaba una ofensa para ella. Después de hacerle perder su hijo, Ulises espantaba a su único amigo.
Sintió el capitán la necesidad de marcharse. De seguir en aquel ambiente hostil que exacerbaba sus remordimientos, amontonaría error sobre error. Solamente la acción le podía hacer olvidar.
Un día anunció a Toni que dentro de unas horas iban a partir. Había ofrecido sus servicios a las marinas aliadas para avituallar la flota sitiadora de los Dardanelos. El Mare nostrum transportaría víveres, armas, municiones, aeroplanos.
Toni intentó una objeción. Les era fácil encontrar viajes más seguros e igualmente fructuosos; podían ir a América…
—¿Y mi venganza? —interrumpió Ferragut—. El resto de mi vida quiero dedicarlo a hacer todo el mal que pueda a los asesinos de mi hijo. Los aliados necesitan barcos: yo les doy el mío y mi persona.
Conociendo las preocupaciones de su segundo, añadió:
—Además, pagan bien. Estos viajes son muy remuneradores… Me darán lo que yo pida.
Por primera vez en su existencia a bordo del Mare nostrum tuvo el piloto un gesto de desprecio para el valor del flete.
—Me olvidaba —continuó Ulises, sonriendo a pesar de su tristeza—. Este viaje halaga tus ideales… Vamos a trabajar por la República.
Fueron a Inglaterra, y tomando su cargamento emprendieron el viaje a los Dardanelos. Ferragut quiso navegar solo, sin la protección de los destroyers que escoltaban a los buques reunidos en convoy.
Conocía bien el Mediterráneo. Además, él era de un país neutral y la bandera española ondeaba en la popa de su buque. Este abuso no le produjo remordimiento alguno, ni le pareció una deslealtad. Los corsarios alemanes se aproximaban a sus presas ostentando banderas neutras para engañarlas y que no huyesen. Los submarinos permanecían ocultos detrás de pacíficos veleros, para surgir de pronto junto a los vapores sin defensa. Los procedimientos más felones de los antiguos piratas habían sido resucitados por la flota germánica.
Él no temía a los submarinos. Confiaba en la velocidad del Mare nostrum y en su buena estrella.
—Y si nos sale alguno al paso —dijo a su segundo—, que nos salga ante la proa.
Deseaba que fuese así, para lanzar el buque sobre el sumergible a toda velocidad, espoloneándolo.
Ya no era el Mediterráneo el mismo mar de meses antes, cuyos secretos conocía el capitán; ya no podía vivir en él confiadamente, como en la casa de un amigo.
Sólo permanecía en su camarote el tiempo necesario para dormir. El y Toni pasaban largas horas en el puente, hablando sin mirarse, con los ojos vueltos al mar, espiando la movible superficie azul. Todos los tripulantes, hasta los que estaban en horas de descanso, sentían la necesidad de vigilar del mismo modo.
De día, el más leve descubrimiento enviaba la alarma de la proa a la popa. Toda la basura del mar, que semanas antes corría indiferentemente junto a los costados del buque, provocaba ahora gritos de atención y hacía extenderse muchos brazos para señalarla. Los pedazos de palo, los botes vacíos de conservas que brillaban bajo el sol, los manojos de algas, una gaviota con las alas recogidas dejándose mecer por la ola, hacían pensar en el periscopio del submarino asomando a flor de agua.
De noche, la vigilancia aún era mayor. Al peligro de los sumergibles había que añadir el de una colisión. Los buques de guerra y los transportes aliados navegaban con pocas luces o completamente a obscuras. Los que hacían centinela en el puente ya no miraban la superficie del mar y sus pálidas fosforescencias. Sondeaban el horizonte, temiendo que surgiese ante la proa una forma negra, enorme y veloz, vomitada por la obscuridad.
Si alguna vez se retardaba el capitán en el camarote, surgía inmediatamente en su memoria el recuerdo fatal.
—¡Esteban!… ¡Hijo mío!…
Y sus ojos se llenaban de lágrimas.
El remordimiento y la cólera le hacían imaginar tremendas venganzas. Estaba convencido de que su realización era imposible, pero servían de momentáneo consuelo a su carácter de meridional, predispuesto a las reivindicaciones más sangrientas.
Un día, registrando los papeles olvidados en una maleta, encontró el retrato de Freya. Al ver su sonrisa audaz, sus ojos serenos fijos en él, sintió que se realizaba en su interior un vergonzoso desdoblamiento. Admiró la belleza de esta aparición: un escalofrío estremeció su dorso; surgieron en su memoria las pasadas voluptuosidades… Y al mismo tiempo, el otro Ferragut que existía dentro de él se crispó con la violencia homicida del levantino, que sólo admite la muerte como venganza. Ella era la culpable de todo. «¡Ah… tal!».
Rompió la fotografía; pero luego fue juntando los fragmentos, y acabó por guardarlos entre los papeles.
Su cólera cambiaba de objetivo. Freya, en realidad, no era la principal culpable de la muerte de Esteban. Pensó en el otro, en el falso diplomático, en aquel Von Kramer que tal vez había dirigido el torpedo que despedazó a su hijo… ¿No haría el demonio que lo encontrase alguna vez?… ¡Qué placer verse a solas los dos, frente a frente!
Al fin huía de la soledad del camarote, que le atormentaba con los deseos de una venganza impotente. Junto a Toni, en lo alto del buque, se sentía mejor… Y con una bondad humilde que nunca había conocido su segundo, la bondad del dolor y la desgracia, hablaba y hablaba, gozándose en la atención de su sencillo oyente, como si relatase cuentos maravillosos ante un círculo de niños.
En el estrecho de Gibraltar le describió la gran corriente de alimentación enviada por el Océano al Mediterráneo, y que en aquellos momentos ayudaba a la hélice en el empuje del buque.
Sin esta corriente atlántica, el mare nostrum, que perdía por evaporación atmosférica mucha más agua que la que le aportaban lluvias y ríos, quedaría seco en pocos siglos. Se había calculado que podía desaparecer en cuatrocientos sesenta años, dejando como vestigios de su existencia una capa de sal de cincuenta y dos metros de espesor.
Nacían en sus profundos senos grandes y numerosos manantiales de agua dulce, en la costa del Asia Menor, en Morea, Dalmacia y la Italia meridional; recibía, además, un aporte considerable del mar Negro, pues éste, al revés del Mediterráneo, acaparaba con las lluvias y con el arrastre de sus ríos más agua que la que perdía por evaporación, enviándosela a través del Bósforo y los Dardanelos en forma de corriente superficial. Pero todas estas afluencias, aunque eran enormes, perdían su importancia comparadas con la renovación de la corriente oceánica.
Entraban las aguas del Atlántico en el Mediterráneo tan poderosamente, que no podían detener su curso ni los vientos contrarios ni los movimientos de reflujo. Los buques de vela tenían que esperar a veces meses enteros un viento fuerte que les ayudase a vencer la impetuosa boca del estrecho.
—Eso lo sé muy bien —dijo Toni—. Una vez, yendo a Cuba, estuvimos a la vista de Gibraltar más de cincuenta días, adelantando y perdiendo camino, hasta que un viento favorable nos hizo vencer la corriente y salir al mar grande.
—La tal corriente —añadió Ferragut— fue una de las causas que precipitaron la decadencia de las marinas mediterráneas en el siglo XVI. Había que ir a las Indias recién descubiertas, y el marino catalán o el genovés permanecían aquí en el estrecho semanas y semanas luchando con la atmósfera y el agua contrarias, mientras los gallegos, los vascos, los franceses e ingleses, que habían salido al mismo tiempo de sus puertos, estaban ya cerca de América… Por fortuna, la navegación a vapor nos ha igualado a todos.
Toni admiraba en silencio a su capitán. ¡Lo que había aprendido en los libros que llenaban su camarote!…
Era en el Mediterráneo donde los hombres se habían confiado por primera vez a las olas. La civilización procede de la India, pero los pueblos asiáticos no pudieron hacer el aprendizaje de navegantes en unos mares donde las costas están muy lejanas unas de otras y los monzones del Océano Indico soplan seis meses seguidos en una dirección y seis meses en otra.
Solamente al llegar al Mediterráneo, en sus emigraciones por tierra, el hombre blanco había querido ser marinero. Este mar, que comparado con los otros es un simple lago sembrado de archipiélagos, se le ofreció como una escuela. A cualquier viento que abandonase su velamen, estaba seguro de llegar a una orilla hospitalaria. Las brisas dulces e irregulares giraban con el sol en algunas épocas del año. El huracán atravesaba su cuenca, pero sin fijarse nunca. No existían mareas. Sus puertos y pasos no quedaban en seco; sus costas e islas estaban muchas veces a tan corta distancia, que se veían entre ellas; sus tierras, amadas del cielo, recibían las miradas más dulces del sol.
Ferragut evocaba el recuerdo de los hombres que habían surcado este mar en siglos tan remotos que la Historia no hacía mención de ellos. Como únicos rastros de su existencia quedaban los nuraghs de Cerdeña y los talayòts de las Baleares, mesas gigantescas formadas con bloques, altares bárbaros de pedruscos enormes, que recordaban los menhires y los dólmenes celtas de las costas bretonas. Estos pueblos obscuros habían pasado, de isla en isla, desde el fondo del Mediterráneo hasta el estrecho, que es su puerta.
El capitán se imaginaba sus embarcaciones hechas con troncos de árboles apenas desbastados, movidas a remo, o más bien a golpe de pala, sin otro auxilio que el de una vela rudimentaria que sólo se tendía al soplo franco de popa. La marina de los primeros europeos había sido igual a la de los salvajes de las islas de Oceanía, que aún van actualmente en sus flotillas de troncos de archipiélago en archipiélago.
Así habían osado despegarse de las costas, perder de vista la tierra, aventurarse en el desierto azul, avisados de la existencia de las islas por las gibas vaporosas de las montañas que se marcaban en el horizonte al ponerse el sol. Cada avance en el Mediterráneo de esta marina balbuciente había representado mayores derroches de audacia y energía que el descubrimiento de América o el primer viaje alrededor del mundo… Estos nautas primitivos no se lanzaban solos a las aventuras del mar: eran pueblos en masa; llevaban con ellos familias y animales. Las tribus, una vez instaladas en una isla, soltaban fragmentos de su propia vida, que iban a colonizar, a través de las olas, otras tierras cercanas.
Ulises y su segundo pensaron en las grandes catástrofes ignoradas por la Historia: la tempestad sorprendiendo al éxodo navegante, las flotas enteras de rudas balsas sorbidas por el abismo en unos minutos, las familias muriendo abrazadas a sus animales domésticos cuando iban a intentar un nuevo avance de su embrionaria civilización.
Para formarse una idea de lo que eran sus pequeñas embarcaciones, Ferragut recordaba las flotas de los poemas homéricos, creadas muchos siglos después. Los vientos infundían un terror religioso a los guerreros del mar reunidos para caer sobre Troya. Sus buques permanecían encadenados un año entero en los puertos de Aulide por miedo a la hostilidad de la atmósfera, y para aplacar a las divinidades del Mediterráneo sacrificaban la vida de una virgen.
Todo era peligro y misterio en el reino de las ondas. Los abismos rugían, los peñascos ladraban, los escollos eran sirenas cantoras que iban atrayendo con su música a las naves para despedazarlas. No había isla sin dios particular, sin monstruo, sin cíclope o sin maga urdidora de artificios. El terror era la primera divinidad de los mares. El hombre, antes de domesticar a los elementos, les tributó el más supersticioso de sus miedos.
Un factor material había influido poderosamente en los cambios de la vida mediterránea. La arena, movida al capricho de las corrientes, arruinaba a los pueblos o los subía a la cumbre de una inesperada prosperidad. Ciudades célebres en la Historia no eran actualmente mas que calles de ruinas al pie de un montículo coronado por los restos de un castillo fenicio, romano, bizantino, sarraceno o del tiempo de las Cruzadas. En otros siglos habían sido puertos famosos: ante sus muros se libraron batallas navales. Ahora, desde su derruida acrópolis apenas se alcanzaba a ver el Mediterráneo como una leve faja azul al final de la llanura baja y pantanosa. La arena había alejado el antiguo puerto del mar con una distancia de leguas… En cambio, ciudades de tierra adentro pasaban a ser lugares de embarque, por la continua perforación de las olas que iban a encontrarlas.
La maldad de los hombres había imitado la obra destructora de la Naturaleza. Cuando una república marítima vencía a otra república rival, lo primero que pensaba era en obstruir su puerto con arena y piedras, en torcer el curso de las aguas, para que se convirtiese en ciudad terrestre, perdiendo sus flotas y su tráfico. Los genoveses, triunfadores de los pisanos, cegaban su puerto con las arenas del Arno, y la ciudad de los primeros conquistadores de Mallorca, de los navegantes a Tierra Santa, de los caballeros de San Esteban, guardianes del Mediterráneo, pasaba a ser Pisa la muerta, población que sólo de oídas conoce el mar.
—La arena —terminaba diciendo Ferragut— ha cambiado en el Mediterráneo las rutas comerciales y los destinos históricos.
De cuantos hechos habían tenido por escenario el mare nostrum, el más famoso para el capitán era la inaudita expedición de los almogávares a Oriente, la epopeya de Roger de Flor, que él conocía desde pequeño por los relatos del poeta Labarta, del Tritón y del pobre secretario de pueblo que soñaba a todas horas con las grandezas pretéritas de la marina de Cataluña.
Todo el mundo hablaba en aquellos meses del bloqueo de los Dardanelos. Los buques que surcaban el Mediterráneo, lo mismo los mercantes que los de guerra, trabajaban para la gran operación militar que se iba desarrollando frente a Gallípoli. El nombre del largo callejón marítimo que separa Europa de Asia estaba en todas las bocas. Las miradas de los humanos convergían en este punto, lo mismo que en los remotos siglos de la guerra de Troya.
—Nosotros también hemos estado allí —decía Ferragut con orgullo—. Los Dardanelos han sido durante varios años de catalanes y aragoneses. Gallípoli fue una ciudad nuestra gobernada por el valenciano Ramón Muntaner.
Y emprendía el relato de las conquistas de los almogávares en Oriente, odisea romántica, bárbara y sangrienta a través de las antiguas provincias asiáticas del Imperio romano, que sólo venía a terminarse con la fundación de un ducado español de Atenas y Neopatras en la ciudad de Pericles y Minerva.
Las crónicas de la Edad Media oriental, los libros de caballerías bizantinos, los cuentos paladinescos de los árabes, no tenían aventura más imprevista y dramática que la expedición de estos argonautas procedentes de los valles de los Pirineos, de las márgenes del Ebro y de las moriscas huertas de Valencia. Durante largos años imperaron en la Bitinia, la Troyada, la Jonia, la Tracia, la Macedonia, la Tesalia y la Atica.
Abuelos gloriosos de los conquistadores de América y de la infantería española de los tercios, estos almogávares eran incansables andarines, vestidos y armados a la ligera. Usaban simples petos de lana cuando todos los guerreros se cubrían de hierro; oponían la jabalina arrojadiza a la pesada lanza; saltaban como felinos sobre el caballero acorazado para clavarle su ancha espada por los intersticios de la armadura.
Habían afirmado en Sicilia la dinastía de Aragón, expulsando definitivamente a la dinastía francesa a fines del siglo XIII; pero los nuevos reyes ignoraban cómo mantener a esta milicia inocupada y temible, hasta que del seno de ella surgía un aventurero de genio, Roger de Flor, que la llevaba a Oriente al servicio de los emperadores de Bizancio, amenazados por las primeras agresiones de los turcos.
Estos soberanos, muelles, lujosos, refinados, comenzaron a temblar ante los hombres cuyo auxilio habían solicitado imprudentemente. Eran verdaderos salvajes para los patricios de Constantinopla. El mismo día de su llegada entablaron un combate sangriento en las calles de Pera y de Gálata con los genoveses que explotaban la ciudad.
El viejo basileo Andrónico Paleólogo se dio prisa en alejar a los temibles huéspedes. Cumpliendo sus promesas, confería al obscuro Roger de Flor el título de megaduque o almirante, casándolo luego con una princesa de la familia imperial. A su vez, los almogávares debían dar principio inmediatamente a su colaboración militar.
Los afeminados burgueses de Bizancio y su populacho cosmopolita, aficionados a las fiestas de Circo y las querellas teológicas, vieron partir con satisfacción a estos hombres medio bandidos y medio soldados, que llevaban a la zaga, por una costumbre secular, sus hijos y sus barraganas, duras hembras de Aragón y de Sicilia seguidas de enjambres de chicuelos semidesnudos y acostumbradas a manejar la espada cuando caía herido su rudo compañero.
Retrocedían los turcos en el Asia Menor ante los nuevos auxiliares de Bizancio, más duros y belicosos que ellos. Reconquistaban los almogávares Filadelfia, Magnesia, Efeso, y llegaban hasta las llamadas «Puertas de Hierro», al pie del lejano Taurus. De seguir su marcha, sin temor a intrigas de la corte bizantina que dejaban a sus espaldas, tal vez hubiesen repetido la hazaña de los cruzados, entrando en Palestina por el Norte.
Pero el Imperio temía a los almogávares, y cuanto mayores eran sus victorias, más grande resultaba su miedo. Ascendía a Roger de Flor a la dignidad de César, pero lo obligaba a volver atrás, intentando al mismo tiempo introducir la discordia entre los jefes de la expedición. Al más noble de los capitanes almogávares, Berenguer de Entenza, pariente de los reyes de Aragón, que estaba con sus galeras en el Cuerno de Oro, lo nombraba megaduque, enviándole con gran pompa el lujoso sombrero símbolo de tal dignidad. Pero el marino aragonés, que conocía la perfidia de los bizantinos, ataba el honorífico sombrero a una cuerda como si fuese un cubo, sacando agua con él ante los escandalizados embajadores.
Un hijo del viejo basileo, llamado Miguel IX, príncipe sombrío y receloso, que gobernaba unido a su padre, preparó el exterminio de estos intrusos, cada vez más insolentes por sus victorias. Temía que destronasen a los Paleólogos, estableciendo una dinastía española, como habían hecho los cruzados un siglo antes, instaurando una dinastía franca.
Roger de Flor dejó sus tropas establecidas en Gallípoli y fue a Constantinopla antes de emprender la segunda campaña contra los turcos. Creía posible un acomodamiento con la familia imperial, que era la suya. El viejo Andrónico le halagó con nuevos honores, pero antes de volver a los Dardanelos quiso despedirse de su cuñado, el sombrío Miguel, que estaba en Adrianópolis con muchos guerreros búlgaros, futuros aliados.
El heroico aventurero, contra la opinión de los suyos, que temían una asechanza, fue a Adrianópolis escoltado solamente por unos cientos de catalanes, y le recibieron con grandes fiestas. Luego, a los postres de un banquete, Miguel y sus búlgaros lo asesinaron. Los almogávares de la escolta se defendieron en grupos aislados contra toda una ciudad, y fue tan inaudita su desesperada resistencia, que a muchos les concedieron la vida por admiración.
Los bizantinos se vengaron del miedo sufrido matando en todo el Imperio a los españoles sueltos. Hasta los capitanes principales, casados con princesas del país, fueron asesinados en sus casas. Los almogávares fortificados en Gallípoli, por un escrúpulo caballeresco propio de la época, se creyeron en la imposibilidad de defenderse si no declaraban antes la guerra al basileo solemnemente. Veintiséis de ellos fueron a Constantinopla para hacer esta declaración, pero a pesar de su carácter sagrado de embajadores, la misma escolta bizantina que les había facilitado Andrónico los asesinó en Rodosto, despedazando los cadáveres en el matadero público y exhibiendo sus cuartos en las mesas del mercado.
«Que vuestro corazón se reconforte —decía sombríamente Muntaner en su crónica al dar fin a este relato de horrores—. Da aquí en adelante, veréis cómo nuestra Compañía obtuvo, con la ayuda de Dios, una venganza tan ruidosa como jamás se ha visto venganza alguna».
No llegaban a cuatro mil los almogávares y marineros refugiados en Gallípoli. Todos los demás, esparcidos por el Imperio, habían sido degollados con sus mujeres y sus hijos. Y esta pequeña tropa, sin otro refuerzo que el de algunos grupos que de tarde en tarde llegaban de Sicilia y Aragón, se mantuvo en los Dardanelos durante dos años. Primeramente se defendieron de todo el ejército bizantino, con sus auxiliares alanos y búlgaros.
Muntaner, ciudadano de Valencia, fue el encargado de la defensa de Gallípoli. Luego, derrotando a sus enemigos con una buena suerte casi milagrosa, tomaron la ofensiva, haciéndose dueños de Tracia y llegando en sus audaces correrías hasta la misma Constantinopla. Eran pocos para apoderarse de la enorme ciudad, pero secuestraron a sus habitantes ricos, quemaron sus arsenales, pasaron a cuchillo guarniciones enteras, vengándose ferozmente de la crueldad de sus enemigos.
Al fin, el hambre les obligaba a alejarse. En dos años habían devorado todos los recursos del país. Los griegos huían de ellos, incapaces de resistirles, y en este vacío no disponían de otros medios de subsistencia que los que traían las naves de la lejana patria.
Esta república militar, que se daba el título de «Compañía», emprendió la retirada hacia el Oeste, marcando su camino con los saqueos y violencias que acompañan en toda época la retirada de una horda guerrera. Además, sus jefes estaban enemistados. El sombrío y ambicioso Rocafort hacía matar a Berenguer de Entenza y acababa su vida en una prisión. El prudente Muntaner era el consejero de paz, ahogando las disidencias, buscando nuevos amigos entre los señores feudales que gobernaban la Macedonia y la Tesalia con títulos de Sebastocrator y de Megaskir.
La Compañía hacia grandes daños a su paso por Salónica y los conventos del monte Athos. Una vez en la verdadera Grecia, el duque de Atenas, Gautier de Brienne, descendiente de los cruzados franceses, la tomaba a sueldo.
Trataron con desprecio los caballeros francos a estos guerreros medio salvajes, y los almogávares, poco sufridos de carácter, se enemistaban con ellos. Una batalla decisiva se desarrolló en las márgenes del lago Copais, famoso por sus anguilas, de las que hablan Aristófanes y casi todos los poetas de la antigua Atenas. Los paladines vestidos de hierro sobre corceles acorazados atacaron riendo de lástima a estos infantes andrajosos. Pero la Compañía abundaba en hábiles flecheros, y además, rompiendo los canales, convirtió el terreno en un pantano. Se hundían en él los jinetes, asaetados por todas partes, y los almogávares degollaron a la flor de la caballería franca, condes, marqueses y barones, siendo de los primeros en caer Gautier de Brienne.
Luego de saquear el país, los vencedores se establecían en Atenas. Diez años habían durado sus aventuras en Oriente, sus marchas de Constantinopla a las faldas del Taurus, de la península de Gallípoli a la cumbre de la Acrópolis.
—Ochenta años —decía Ferragut al terminar su relato— vivió el ducado español de Atenas y Neopatras ochenta años gobernaron los catalanes esas tierras.
Y señalaba al horizonte, en el que se marcaban como rojas neblinas los lejanos promontorios y montañas de la tierra griega.
El tal ducado fue, en realidad, una República. La Compañía había conferido su corona a los reyes aragoneses de Sicilia, pero éstos no visitaron nunca sus nuevos dominios, delegando el gobierno en mercaderes y hombres de mar.
Atenas y Tebas fueron administradas con arreglo a las leyes de Aragón. Su código fue el «Libro de usos y costumbres de la ciudad de Barcelona». La lengua catalana reinó como idioma oficial en el país de Demóstenes. Los rudos almogávares se casaron con las más altas damas del país, «tan nobles —decía Muntaner—, que años antes no hubiesen desdeñado el presentarles el agua para que lavasen sus manos».
EL Partenón estaba todavía intacto, como en los tiempos gloriosos de la antigua Atenas. El monumento augusto de Minerva, convertido en iglesia cristiana, no había sufrido otra modificación que la de ver una nueva diosa en sus altares, la Virgen Santísima, la Panagia Ateneiotissa. Y en este templo milenario, de soberana belleza, se cantó durante ochenta años el Te Deum en honor de los duques aragoneses y predicaron los sacerdotes en catalán.
La república de aventureros no se ocupó en construir ni en crear. Nada quedó sobre la tierra griega como rastro de su dominación: edificios, sellos o monedas. Sólo algunas familias nobles, especialmente en las islas, tomaron el nombre patronímico de Catalán.
—Aún se acuerdan de nosotros confusamente, pero se acuerdan —decía Ferragut.
Los campesinos del lago Copais guardaban un recuerdo vago de la batalla de Cefiso, que dio fin al ducado franco de Atenas. «Que la venganza de los catalanes te alcance», fue durante varios siglos en Grecia y en Rumelia la peor de las maldiciones. Para designar a un ser bárbaro y sanguinario, todavía los griegos modernos le apodan «Catalán», y en Morea toda comadre violenta y reñidora se ve insultada por sus vecinas con el nombre de «Catalana».
Así terminó la más gloriosa y sangrienta de las aventuras mediterráneas en la Edad Media; el choque de la rudeza occidental, casi salvaje pero franca y noble, con la malicia refinada y la civilización decadente de los griegos, pueriles y viejos a la vez, que se sobrevivían en Bizancio.
Ferragut sentía placer con estos relatos de esplendores imperiales, palacios de oro, épicos encuentros y furiosos saqueos, mientras su buque navegaba cortando la noche y saltando sobre el mar obscuro, acompañado por el pistoneo de las máquinas y el batir ruidoso de la hélice, que a veces permanecía fuera del agua durante los furiosos balanceos de proa a popa.
Estaban en el peor sitio del Mediterráneo, donde se encuentran los vientos procedentes del callejón del Adriático, de las estepas del Asia Menor, de los desiertos africanos y del portillo de Gibraltar, mezclando tempestuosamente sus corrientes atmosféricas. Las aguas, encajonadas entre las numerosas islas del archipiélago griego, se retorcían en opuestas direcciones, exasperándose al chocar contra los acantilados de las costas, con una violencia de retroceso que se convertía en furioso oleaje.
El capitán, encapuchado como un fraile, encorvándose bajo el viento, que parecía querer arrancar del puente sus gruesas botas, altas hasta la rodilla, hablaba y hablaba a su segundo, inmóvil junto a él, cubierto igualmente con un impermeable que chorreaba humedad por todos sus pliegues. La lluvia iba rayando con leves arañazos de luz la lóbrega pizarra de la noche. Los dos marinos sentían en la cara y en las manos la misma sensación que si cayesen a través de la obscuridad ortigas heladas.
Por dos veces anclaron cerca de la isla de Tenedos, viendo los movibles archipiélagos de los acorazados con velos flotantes de humo. Llegaba a sus oídos, como un trueno incesante, el eco de los cañones que rugían a la entrada de los Dardanelos.
Asistieron de lejos a la emoción causada por la pérdida de algunos navíos ingleses y franceses. La corriente del mar Negro era la mejor arma para los defensores de este desfiladero acuático contra el ataque de las flotas. No tenían mas que arrojar en el estrecho una cantidad de minas flotantes, y el río azul que se desliza por los Dardanelos las arrastraba hacia los buques sitiadores, destruyéndolos con infernal estallido. En las costas de Tenedos, las mujeres helénicas, con las cabelleras sueltas, arrojaban flores al mar en memoria de las víctimas, con un dolor teatral semejante al de las heroínas de la antigua Troya, cuyas murallas estaban enterradas en las colmas de enfrente.
El tercer viaje, en pleno invierno, fue muy duro, y al final de una noche lluviosa, cuando las sutiles palideces del alba empezaban a sacar de la sombra los contornos todavía esfumados de la realidad, el Mare nostrum llegó a la rada de Salónica.
Sólo una vez había estado Ferragut en este puerto, muchos años antes, cuando todavía era de los turcos. Primeramente vio unas tierras bajas en las que parpadeaban los últimos fuegos de los faros. Luego fue reconociendo la rada, vasta extensión acuática con un marco de arenales y lagunas que reflejaban la luz indecisa del amanecer. Las gaviotas, recién despiertas, volaban en grupos sobre la inmensa copa marina. En la desembocadura del Vardar se levantaban los volátiles de agua dulce con ruidosos gritos, o permanecían orlando las orillas, inmóviles sobre sus largas patas.
Frente a la proa fue surgiendo una ciudad entre las ondas albuminosas de la bruma. En un pedazo de cielo limpio y azul se destacaron varios minaretes, brillando sus remates con los fuegos de la aurora. Así como avanzaba el buque iban desvaneciéndose las nubes matinales, y Salónica se mostró completa, desde el caserío de sus muelles hasta el antiguo castillo que ocupa la cumbre de una colina, fortaleza de torreones rojizos, chatos y robustos.
Junto al agua, a lo largo del puerto, estaban las construcciones europeas, las casas de comercio con sus rótulos dorados, los hoteles, los Bancos, los cinematógrafos y cafés-concíertos, y una torre macíza con otra más pequeña superpuesta: la llamada Torre Blanca, resto de las fortificaciones bizantinas.
En este caserío europeo se abrían portillos obscuros. Eran las bocas de las calles en pendiente, que se remontaban colina arriba, a través de los barrios griegos, mahometanos e israelitas, basta llegar a una meseta cubierta de altos edificios entre las agujas obscuras de los cipreses.
La diversidad religiosa del Mediterráneo oriental erizaba a Salónica de cúpulas y torres. El templo griego henchía en el espacio los bultos dorados de su techumbre; la iglesia católica hacía brillar la cruz en lo más alto de su campanario; la sinagoga, de formas geométricas, se desbordaba en una sucesión de terrazas; los minaretes islámicos formaban una columnata blanca, afilada, esbelta. La vida moderna había añadido varias chimeneas de fábrica y brazos de grúas de vapor, que producían el efecto de anacronismos en esta decoración de puerto oriental.
En torno de la ciudad y su acrópolis huía la llanura hasta perderse en el horizonte; una llanura que Ferragut había visto en el viaje anterior desolada, monótona, con pocas casas y escasos cultivos, sin otra vegetación importante que los pequeños oasis de los cementerios musulmanes. Este desierto iba hacia Grecia y Servia, o al encuentro de Bulgaria y Turquía.
Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer, palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construcciones enormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo las ráfagas.
El capitán vio a través de sus gemelos muchedumbres guerreras ocupadas en los quehaceres del despertar, filas de caballos sin jinete que iban al abrevadero, parques de artillería con sus cañones en alto iguales a tubos de telescopio, pájaros enormes de alas amarillas que emprendían su deslizamiento a ras de tierra con rudo traqueteo y poco a poco se remontaban en el espacio, brillando sus alas enceradas con los primeros fulgores del sol.
Todo el ejército aliado de Oriente, volviendo de la sangrienta y errónea aventura de los Dardanelos o procedente de Marsella y Gibraltar, se iba amasando en torno de Salónica.
El Mare nostrum fondeó ante los muelles, repletos de cajas y fardos. La guerra daba a este puerto una actividad mucho más grande que la de los tiempos tranquilos. Vapores de todas las banderas aliadas y neutrales descargaban víveres y material militar.
Venían de todos los continentes, de todos los océanos, atraídos por las necesidades enormes de un ejército moderno. Descargaban cosechas de provincias enteras, rebaños interminables de bueyes y caballos, toneladas y toneladas de acero preparado para esparcir la muerte, muchedumbres humanas a las que sólo faltaba una cola de mujeres y de niños para ser iguales a los grandes éxodos belicosos de la Historia. Luego llenaban sus vientres otra vez con los residuos de la guerra, armas necesitadas de reparación, hombres destrozados, y emprendían su viaje de vuelta.
Estos cargamentos, traídos obscura y modestamente a través del mal tiempo y la amenaza submarina, preparaban la victoria. Muchos de estos vapores eran antiguos buques de lujo, exonerados por la necesidad militar, sucios y grasosos, que servían ahora de barcos de carga. Alineados junto a los muelles, dormitaban, esperando entrar en funciones, los navíos-hospitales, trasatlánticos más dichosos, que retenían aún cierta parte de su antiguo bienestar, blancos, limpios, con una cruz roja pintada en los flancos y otra en las chimeneas.
Algunos de los transportes habían llegado a Salónica milagrosamente. Sus tripulantes relataban, con la serenidad fatalista de los hombres de mar, cómo el torpedo había pasado a corta distancia del casco. Un vapor herido permanecía aparte, con sólo la quilla sumergida, mostrando al aire todo su vientre rojo. Más abajo de la línea de flotación tenía abierta una brecha de anguloso contorno. Al mirar desde la cubierta la profundidad de sus bodegas, invadidas por el agua, se veía el portalón abierto en su flanco como la entrada de una caverna luminosa.
Ferragut, mientras descargaban su buque bajo la vigilancia de Toni, pasó los días en tierra, visitando la ciudad.
Le atrajeron desde el primer momento los callejones de los barrios turcos; sus casas blancas; sus balcones salientes cubiertos de celosías, que son como jaulas pintadas de rojo; las mezquitas, con patios de cipreses y fontanas de melancólico chorreo; las tumbas de los santones en kioscos que cortan las calles bajo el reflejo mortecino de una lámpara; las mujeres veladas por sus negros firadjes; los viejos que transcurren silenciosos y pensativos bajo su gorro de escarlata, siguiendo los bamboleos del asno en que van montados.
La gran vía romana entre Roma y Bizancio, antiguo camino de losas azules, pasaba por una calle de la moderna Salónica. Aún guardaba una parte de su pavimento y aparecía obstruida gloriosamente por un arco de triunfo, junto a cuya base de piedra carcomida trabajaban los limpiabotas, descalzos y con un fez en la cabeza.
Una interminable variedad de uniformes desfilaba por sus calles, y a esta diversidad de trajes venía a añadirse la diferencia étnica de los hombres que los vestían. Los soldados de Francia y de las Islas Británicas se codeaban con las tropas exóticas. Los gobiernos aliados habían hecho un llamamiento a los combatientes profesionales y los voluntarios de sus colonias. Los tiradores negros del centro de África enseñaban sus dientes de marfileña sonrisa a los gigantes bronceados, con grueso turbante blanco, procedentes de la India. El cazador de las llanuras glaciales del Canadá fraternizaba con los voluntarios de Australia y Nueva Zelandia.
El cataclismo de la guerra mundial había arrastrado los hombres de los antípodas hasta este rincón dormido de la Grecia. Volvían a repetirse las invasiones de los siglos remotos que habían hecho encorvarse a la antigua Tesalónica bajo la conquista de bárbaros, bizantinos, sarracenos y turcos.
Las tripulaciones de los buques de guerra surtos en la rada venían a fundir en esta variedad de uniformes la nota monótona de su azul negruzco, casi igual en todas las marinas del mundo… Y a la amalgama militar se agregaba la pintoresca variedad de la vestimenta civil, el carácter híbrido del vecindario de Salónica, compuesto de varias razas y religiones que se entremezclan sin confundirse. Los popes de negras túnicas y sombreros de copa sin alas transcurrían por las calles junto a los sacerdotes católicos o al rabino de luenga hopalanda. En las afueras se veían hombres casi desnudos, sin otro traje que una zamarra de pieles, guiando rebaños de cerdos, lo mismo que los pastores de la Odisea. Los derviches, con aspecto de demencia, canturreaban inmóviles en una encrucijada, envueltos en nubes de moscas, esperando el auxilio de los buenos creyentes.
Gran parte de la población estaba compuesta de israelitas descendientes de los judíos expulsados de España y Portugal. Los más viejos y tradicionalistas se vestían lo mismo que sus remotos abuelos, con largos caftanes de colores fuertes y rayados. Las mujeres, cuando no imitaban las modas europeas, lucían un traje pintoresco que hacía recordar la indumentaria española de la Edad Media. No eran únicamente cambistas o comerciantes, como en el resto de la tierra. Las necesidades de una ciudad dominada por ellos les habían hecho abrazar todas las profesiones, siendo artesanos, pescadores, barqueros, mozos de cordel, cargadores del puerto. Guardaban la lengua castellana como idioma del hogar, como bandera original, cuyo aleteo reunía sus almas dispersas, un castellano en formación, blando y sin consistencia, semejante a una criatura recién nacida.
—¿Tú hispañol? —decían al capitán Ferragut—. Mis antiguos nascieron allá. ¡Terra fermosa!…
Pero no querían volver a ella. Les inspiraba miedo la patria de sus abuelos. Temían que, al verles de regreso, los españoles actuales suprimiesen las corridas de toros y restablecieran la Inquisición, organizando una quema todos los domingos.
Oyendo su lenguaje, el capitán recordaba una fecha: 1492. En el mismo año, Colón había hecho su primer viaje, descubriendo las Indias; los judíos eran expulsados de la Península, y Nebrija daba a luz la primera gramática castellana. Estos españoles habían salido de la tierra natal meses antes de que su idioma fuese codificado por primera vez.
Un marino de Génova, antiguo amigo de Ulises, le llevó a un café del puerto donde se reunían los capitanes mercantes. Eran los únicos que vestían traje civil entre la concurrencia de oficiales de mar y tierra que se apretaba en los divanes, obstruía las mesas y se aglomeraba ante la puerta.
Estos vagabundos del Mediterráneo, que muchas veces no podían conversar por la diversidad de sus idiomas, se buscaban instintivamente, sentándose juntos con un silencio fraternal. Su heroísmo pasivo era en algunos casos más admirable que el de los hombres de guerra, que pueden devolver golpe por golpe. Todos los oficiales de las diversas flotas sentados cerca de ellos disponían del cañón, del espolón, del torpedo, de las grandes velocidades, de la telegrafía aérea. Los valerosos arrieros del mar desafiaban al enemigo en buques indefensos, sin telégrafo y sin cañones. Registrando a todos los hombres de su tripulación, no se encontraba a veces un solo revólver. Y estos bravos osaban los mayores atrevimientos, con un fatalismo profesional, confiándose al destino.
En las tertulias del café contaban lentamente algunos capitanes sus encuentros en el mar, la aparición inesperada del submarino, el torpedo que marraba su blanco por unos metros, la fuga a todo vapor, recibiendo los cañonazos de la persecución. Se enardecían un instante al recordar el peligro; luego volvían a mostrarse indiferentes y fatalistas.
—Si he de morir ahogado —acababan diciendo—, será inútil cuanto haga por evitarlo.
Y aceleraban su partida, para regresar un mes después transportando en su buque una verdadera fortuna, completamente solos, prefiriendo la navegación suelta y astuta a la marcha en convoy, deslizándose de isla en isla y de costa en costa para despistar a los sumergibles.
Más que los peligros de la navegación les conmovía el estado de sus buques, que llevaban más de un año sin conocer la limpieza. Los capitanes de trasatlántico lamentaban sus lujosos camarotes convertidos en dormitorios de tropa, sus cubiertas charoladas, que habían pasado a ser establos; sus comedores, donde se sentaban antes las gentes con smoking o escotadas, y debían ser regados ahora con toda clase de desinfectantes para repeler la invasión de chinches y piojos, los olores animales de tantos hombres y bestias amontonados.
La decadencia de los buques parecía reflejarse en el porte de sus capitanes, más rudos que antes, peor vestidos, con un abandono militar de combatiente de trinchera, las manos callosas y mal cuidadas, iguales a las de un cargador.
Entre los marinos de guerra también los había que mostraban un completo abandono de su persona. Eran los comandantes de los «chaluteros», vaporcitos de pesca del Océano armados con un cañón, que habían entrado en el Mediterráneo para perseguir a los sumergibles. Iban vestidos de tela impermeable, con un casco encerado, lo mismo que los pescadores del mar del Norte, oliendo a carbón y a agua tempestuosa. Pasaban semanas y semanas en el mar, fuese cual fuese el tiempo, durmiendo en el fondo de una cala que apestaba a pescado rancio, manteniéndose en patrulla aunque rugiese la tempestad, saltando como un tapón de botella de ola en ola, para repetir las hazañas de los antiguos corsarios.
Ferragut tenía un pariente en el ejército que se aglomeraba en Salónica para avanzar tierra adentro. No quería marcharse sin verle, y pasó varias mañanas haciendo averiguaciones en las oficinas del Estado Mayor.
Era un sobrino suyo, un hijo de Blanes el fabricante de géneros de punto, que había huido de Barcelona, al iniciarse la guerra, con otros muchachos aficionados a cantar Los Segadores y perturbar la tranquilidad del «cónsul de España» enviado por Madrid. El hijo del pacífico burgués catalán se había alistado en un batallón de la Legión extranjera, compuesto en gran parte de españoles e hispanoamericanos.
Blanes rogó al capitán que viese a su hijo. Estaba triste y orgulloso al mismo tiempo por esta aventura romántica que florecía inesperadamente en la existencia utilitaria y monótona de la familia. ¡Un muchacho que tenía un porvenir tan grande en la fábrica de su padre!… A continuación hacía el relato, con voz insegura y ojos húmedos, de las hazañas de su primogénito: herido en Champaña; dos citaciones y Cruz de Guerra. ¿Quién hubiese imaginado que podía ser un héroe?… Ahora su batallón estaba en Salónica, después de batirse en los Dardanelos.
—Veas si te lo traes —repitió Blanes—. Dile que su madre va a morirse de pena… ¡Tú puedes hacer mucho!
Pero todo lo que pudo hacer el capitán Ferragut fue conseguir un permiso y un automóvil viejo para visitar el campamento de los legionarios.
La llanura árida en torno de Salónica estaba cruzada por numerosos caminos. Los trenes de artillería, los rosarios de automóviles, rodaban por vías recién abiertas que las lluvias habían convertido en lodazales. El barro era la peor calamidad de esta planicie extremadamente polvorienta en tiempo seco.
Dos horas largas pasó Ferragut de campamento en campamento antes da llegar a su destino. Su vehículo tuvo que detenerse para dejar paso a interminables desfiles de camiones. Otras veces le cortaban el paso los auto-ametralladoras blindados, las grandes piezas arrastradas por tractores, los carros del aprovisionamiento con pirámides de sacos y cajas.
Por todas partes miles y miles de soldados de diversos colores y razas variadas. El capitán recordó las grandes invasiones de la Historia: Jerjes, Alejandro, Gengis-Khan, todos los conductores de hombres, que avanzaban llevándose los pueblos en masa detrás de su caballo, transformando a los siervos de la tierra en combatientes. Sólo faltaban las hembras soldadescas y los enjambres de chiquillos para que fuese exacta esta semejanza con los éxodos guerreros del pasado.
A media tarde pudo abrazar a su sobrino. Estaba con otros dos voluntarios, un andaluz y un americano del Sur, unidos los tres por la fraternidad de origen y por el continuo roce con la muerte.
Ferragut los llevó a la cantina de un mercanti, establecida junto al campamento del batallón. Los consumidores se sentaban bajo un toldo de lona, ante cajas que habían contenido ferretería o municiones y hacían oficio de mesas. Esta miseria estaba compensada por los precios. En ningún Hôtel-Palace obtenían las bebidas un valor tan extraordinario.
Sintió el marino a los pocos momentos un afecto paternal por estos tres jóvenes, a los que apodaba «los tres mosqueteros». Quiso obsequiarlos con lo mejor que, tuviese el mercanti, y éste sacó a luz una botella de champaña, o más bien de tisana de Reims, presentándola como si fuese un elixir fabricado con oro.
El líquido de ámbar, burbujeante en los vasos, pareció devolver su antigua existencia a los tres jóvenes. Recocidos por el sol y la intemperie, habituados a la vida dura de la guerra, casi habían olvidado las dulzuras y comodidades de los años anteriores.
Ulises los examinó atentamente. Habían crecido en el curso de la campaña, con el último estirón de la juventud. Sus brazos surgían exageradamente de las mangas del capote, cortas ya para ellos. La gimnasia ruda de las marchas y el manejo de la pala habían ensanchado sus muñecas y encallecido sus manos.
El recuerdo de su hijo surgió en su memoria. ¡Contemplarle así, hecho un soldado, como su primo! ¡Verle sufrir todas las rudezas de la existencia militar… pero viviendo!
Para no enternecerse, bebió y prestó atención a lo que decían los tres jóvenes. El legionario Blanes, romántico como debe serlo un hijo de fabricante metido en aventuras, hablaba de las hazañas de las tropas de Oriente con todo el entusiasmo de sus veintidós años. Le faltaba el tiempo para lanzarse a la bayoneta contra los búlgaros y llegar a Adrianópolis. La guerra en Macedonia le tocaba de cerca, como catalán.
—¡Vamos a vengar a Roger de Flor! —dijo gravemente.
Y su tío sintió deseos de llorar y de reír ante esta fe simple, sólo comparable a la memoria retrospectiva del poeta Labarta y del secretario de pueblo que lamentaba todos los días la remota derrota de Ponza.
Blanes explicó como un caballero andante el motivo que le había llevado a la guerra. Deseaba batirse por la libertad de todos los pueblos oprimidos, por la resurrección de todas las nacionalidades olvidadas: polacos, checos, rutenos, yugo-eslavos… Y sencillamente, como si dijese algo indiscutible, incluyó a Cataluña entre los pueblos que lloraban lágrimas de sangre bajo los latigazos de la tiranía.
Aquí saltó indignado su compañero el andaluz. Pasaban el tiempo discutiendo acaloradamente, cambiando insultos y buscándose a continuación, como si no pudieran vivir el uno sin el otro.
Éste no se batía por la libertad de tales o cuales pueblos. Tenía la vista larga: no era miope y egoísta, como su amigo «el catalán». Daba su sangre por que el mundo entero fuese libre y desapareciesen todas las monarquías.
—Me bato por Francia, porque es el país de la gran Revolución. Su historia anterior no me importa: para reyes ya tenemos los nuestros. Pero a partir del 14 de Julio, lo que es de Francia lo considero mío y de todos los hombres.
Se detuvo unos segundos, buscando una afirmación más concreta:
—Me bato, capitán, por Dantón y por Hoche.
Vio Ferragut en su imaginación las melenas blancas de Michelet y el tupé romántico de Lamartine sobre un doble pedestal de volúmenes que contenían la historia-poema de la Revolución.
—También me bato por Francia —dijo finalmente— porque es la patria de Víctor Hugo.
Ulises presintió que este republicano de veinte años debía guardar en su mochila un cuaderno, escrito con lápiz, lleno de versos.
El sudamericano, habituado a las disputas de sus dos compañeros, se miraba las uñas negras con la melancólica desesperación de un profeta que contempla su patria en ruinas. Blanes, hijo de burgués, le admiraba por su origen. El día de la movilización había ido en París a inscribirse como voluntario montando un automóvil de cincuenta caballos. El y su chófer se alistaban juntos. Luego hacía donación de su lujoso vehículo.
Había deseado ser soldado porque todos los jóvenes de su club partían a la guerra. Además, le halagaba que su última amante le dedicase unas lágrimas de admiración y asombro viéndole con uniforme. Sentía la necesidad de conmover a todas las damas que habían bailado el tango con él hasta la semana anterior. Por otra parte, los millones de su abuelo «el gallego», algo roídos por su padre el criollo, se estaban deshaciendo entre sus manos.
—Esto dura demasiado, capitán.
Al principio había creído en una guerra de seis meses. Las balas le importaban poco; lo terrible era el piojo, el no mudarse la ropa, el verse privado del baño diario. ¡Si él hubiese adivinado!…
Y resumía su entusiasmo con esta afirmación:
—Me bato por Francia porque es un país chic. Sólo en París se visten bien las mujeres. Esos alemanes, por mucho que hagan, serán siempre unos ordinarios.
No necesitaba añadir más: todo quedaba dicho.
Los tres recordaron los meses de infierno sufridos recientemente en los Dardanelos, en un espacio de seis kilómetros conquistado a la bayoneta. Una lluvia de proyectiles caía incesantemente sobre ellos. Había que vivir debajo de la tierra como topos, y aun así, les alcanzaba el estallido de los grandes obuses.
En esta lengua de tierra frente a Troya, por la que se había deslizado la historia remota de la humanidad, las palas, al abrir las trincheras, tropezaban con los más raros hallazgos. Un día, Blanes y sus compañeros habían sacado a luz jarros, estatuillas y platos que tenían treinta siglos. Otra vez cortaron blanduras repulsivas que exhalaban un hedor insufrible. Estaban abriendo trincheras en un pedazo de terreno que había servido de cementerio a los turcos. Los vientres hinchados se partían bajo las palas, derramando los zumos de su putrefacción. La necesidad de resguardarse había obligado a los legionarios a vivir con el rostro al nivel de los cadáveres que asomaban en el corte vertical de la tierra removida.
—Los muertos estaban como las trufas en un pastel —dijo el sudamericano—. Yo tuve que permanecer un día entero tocando con mi nariz los intestinos de un turco muerto dos semanas antes… No, la guerra no es chic, capitán, por más que hablen de heroísmos y cosas sublimes en periódicos y libros.
Quiso ver Ulises otra vez a «los tres mosqueteros» antes de partir de Salónica, pero el batallón había levantando su campo, situándose a muchos kilómetros al interior, frente a las primeras líneas búlgaras. El entusiasta Blanes disparaba ya su fusil contra los asesinos de Roger de Flor.
A mediados de Noviembre llegó el Mare nostrum a Marsella. Su capitán experimentaba siempre cierta admiración al doblar el cabo Croissette, viendo cómo se abría ante la proa una vasta curva marítima. En el centro de ella, una colina abrupta y desnuda avanzaba hacia el mar, sosteniendo en su cumbre la basílica y la torre cuadrada de Nuestra Señora de la Guardia.
Marsella era la metrópoli del Mediterráneo, el puerto terminal para todos los navegantes del mare nostrum. En su bahía, de cortas olas, se alzaban varias islas amarillentas, con franjas de espuma, y sobre una de ellas las torres robustas del novelesco castillo de If.
Todos, desde Ferragut a los últimos marineros, contemplaban como algo propio la ciudad que iba asomando en el fondo de la bahía, sus bosques de mástiles y su amontonamiento de edificios grises, sobre los cuales brillaban las cúpulas bizantinas de la nueva catedral. En torno de Marsella se abría un hemiciclo de alturas desnudas y secas, coloreadas alegremente por el sol de Provenza. Los pueblos y caseríos moteaban de blanco estas pendientes, así como las bastidas, «villas» de placer de los mercaderes de la ciudad. Más allá de dicho semicírculo, el horizonte estaba cerrado por un anfiteatro de ásperas y sombrías montañas.
En los viajes anteriores, la vista de la gigantesca Virgen dorada, que brilla como una lanza de fuego en lo alto de Nuestra Señora de la Guardia, esparcía el regocijo sobre el puente del buque.
—¡Marsella, Toni! —decía el capitán alegremente—. Te convido a una bouillabaisse en casa de Pascal.
Y Toni contraía el peludo rostro con sonrisa de gula viendo por anticipado el restorán famoso del puerto, sus salones crepusculares oliendo a marisco y a salsas picantes, y sobre la mesa el hondo plato de pescado con un caldo suculento teñido de azafrán.
Pero ahora Ulises había perdido su vigorosa alegría de vivir. Contemplaba la ciudad con ojos amorosos pero tristes. Se veía desembarcando la última vez, enfermo, sin voluntad, anonadado por la trágica desaparición de su hijo.
El Mare nostrum llegó a la boca del puerto viejo, teniendo a su derecha las baterías del Faro. Este puerto viejo era el recuerdo más interesante de la antigua Marsella. Penetraba como un cuchillo acuático en las entrañas del caserío; la ciudad se extendía por sus muelles. Era una plaza enorme de agua a la que afluían todas las calles; pero su área resultaba insignificante para el tráfico marítimo, y ocho puertos nuevos venían a cubrir toda la ribera Norte de la bahía.
Una escollera interminable, una muralla más larga que la ciudad, se extendía paralelamente a la costa, y en el espacio entre la orilla y este obstáculo, que obligaba a espumear y rugir a las olas, se extendían los ocho amplios puertos, comunicándose entre sí desde el llamado de la Joliette, que era el de acceso, hasta el lejano de la Estaca. Todavía este último se prolongaba tierra adentro por el gran canal subterráneo que pone en comunicación a la ciudad con el Ródano.
Ferragut había visto ancladas en esta sucesión de abrigos las marinas de toda la tierra y aun de todas las épocas. Junto a los trasatlánticos enormes balanceaban sus vergas las vetustas tartanas y algunos barcos griegos, pesados y de formas arcaicas, que hacían recordar las flotas descritas en la Ilíada.
En sus muelles circulaban todos los hombres mediterráneos: helenos del continente y de las islas; levantinos de la costa de Asia; españoles, italianos, argelinos, marroquíes, egipcios. Muchos guardaban sus trajes originales, y a esta variada indumentaria se unía la diversidad de lenguas, algunas de ellas misteriosas y casi perdidas. Como atraídos por la confusión oral, los mismos franceses olvidaban su idioma, hablando el dialecto marsellés, que conserva rastros indelebles de su origen griego.
Atravesó Mare nostrum el antepuerto, la dársena de la Joliette, la del Lazareto, deslizándose lentamente por los pasos de comunicación, entre grupos de transeúntes y de carros que esperaban el restablecimiento de los puentes giratorios de acero abiertos ante su proa. Luego fue a anclarse en la dársena de Arenc, cerca de los docks.
Cuando Ferragut pudo desembarcar, se dio cuenta de la gran transformación sufrida por este puerto con motivo de la guerra.
El tráfico de los tiempos de paz no existía. Los géneros no eran de una variedad infinita, como otras veces. En los muelles sólo se apilaban cargamentos, monótonos y uniformes, de víveres o de material de guerra.
Habían desaparecido también las legiones de descargadores. Todos estaban en las trincheras. Las orillas eran barridas ahora por mujeres, y las descargas las efectuaban destacamentos de tiradores senegaleses. Se estremecían de frío en los días asoleados del invierno y se encorvaban como moribundos bajo la lluvia o el soplo del mistral. Trabajaban con el gorro rojo calado sobre las orejas, y al menor alto en sus faenas se apresuraban a meter las manos en los bolsillos del capote. Estos negros formaban grupos vociferantes en torno de un fardo o una pieza que cuatro hombres hubiesen movido en tiempo ordinario, y el paso de una mujer o de un vehículo les hacía descuidar el trabajo, volviendo sus caras de diablos con una curiosidad infantil.
La descarga amontonaba en las principales dársenas los mismos artículos: trigo, mucho trigo, y azufre y salitre para la composición de materias explosivas. En otros muelles se alineaban a miles los pares de ruedas grises, sostén de cañones y furgones; las cajas enormes como viviendas que contenían aeroplanos; las piezas de acero que sirven de andamiaje a la artillería gruesa; cajones de fusiles y cartuchos; enormes paquetes de conservas alimenticias y de materias sanitarias; todo el avituallamiento del ejército que peleaba en el extremo remoto del Mediterráneo.
Varios pelotones de hombres precedidos y seguidos de bayonetas marchaban de un puerto a otro con rítmico paso. Eran prisioneros alemanes, sonrosados y alegres a pesar de la cautividad, vistiendo aún sus uniformes de color verde col, con un gorro redondo sobre la esquilada cabeza. Iban a trabajar en el interior de los buques, cargando o descargando el material que debía servir para el exterminio de sus compatriotas y sus amigos.
En las dársenas, los vapores se mostraban extraordinariamente agrandados. A su llegada sólo alzaban sobre el muelle unos cuantos metros de borda; pero ahora que su cargamento estaba apilado en tierra, parecían altísimas fortalezas. Dos tercios del casco ocultos siempre en el mar quedaban al descubierto, mostrando el vivo rojo de su panza. Sólo su quilla se mantenía en el agua. El tercio superior, lo que quedaba visible sobre la línea de flotación en tiempo ordinario, era ahora una simple cornisa negra que remataba el extenso muro purpúreo. Los palos y chimeneas, achicados por esta transformación, parecían corresponder a otro buque más pequeño.
Todos estos vapores mercantes y pacíficos llevaban un cañón en la popa para librarse de los corsarios submarinos. Inglaterra y Francia habían movilizado sus tramps, sus barcos vagabundos, y empezaban a darles medios de defensa. Algunos no habían podido montar el cañón sobre una cureña fija, y llevaban una pieza de artillería terrestre, asomando su boca entre las ruedas clavadas en la cubierta.
El capitán, en todos sus paseos, se sentía atraído por la famosa Cannebière, vía succionante que aspira la actividad entera de Marsella.
Algunos días, un viento fresco y violento arremolinaba en ella el polvo y los papeles. Los camareros de los cafés trincaban los grandes toldos como si fuesen el velamen de un buque. Se aproximaba el mistral, y cada dueño de establecimiento ordenaba la maniobra para hacer frente al helado huracán que vuelca mesas, arrebata asientos y se lleva todo lo que no está asegurado con marinos amarres.
Creyó ver Ferragut en la famosa avenida marsellesa una antesala de Salónica. Los mismos tipos del ejército de Oriente circulaban por sus aceras: ingleses vestidos de kaki, canadienses y australianos con sombreros de ala levantada; indostánicos enormes y esbeltos, de tez cobriza y espesa barba en forma de abanico; tiradores senegaleses, de un negro charolado; tiradores anamitas, de cara redonda y amarillenta, con ojos en triángulo. Pasaban incesantemente camiones obscuros guiados por soldados, automóviles llenos de oficiales, recuas de mulas procedentes de España que iban a ser embarcadas para Oriente, y esparcían detrás de su vivo trote un olor punzante y bravío de cuadra.
El puerto viejo atraía a Ferragut por su antigüedad, casi tan remota como las primeras navegaciones mediterráneas. En esta plaza de agua metida entre casas habían anclado sus pobres naves los primeros fenicios, viéndose sucedidos por los emigrantes de Focea en Asia Menor, marineros griegos que huían de la invasión de los persas. Las colinas calcáreas y desnudas inmediatas al puerto se cubrían de viviendas, y así nació Marsalia, que había de ser siglos adelante la señora del Mediterráneo.
Sus navegantes atrevidos bajaban a lo largo de la costa española, fundando ciudades que eran focos de civilización para los rudos íberos, así como Marsalia lo fue para los belicosos galos.
Ferragut, al pasar ante el palacio de la Bolsa, lanzaba una mirada a las estatuas de los dos grandes navegantes marselleses Eutymenes y Pyteas. Eran los abuelos más remotos de la navegación mediterránea, los primeros capitanes conocidos por la Historia que habían transpuesto las columnas de Hércules, lanzándose a través del Atlántico misterioso. Uno había explorado las costas del Senegal; el otro subía más allá de Irlanda y las Orcadas.
La antigua ciudad griega se había visto suplantada por otras durante largos siglos. Venecia, Génova y Barcelona la tenían en humilde dependencia. Pero cuando caían éstas y le llegaba a ella su hora de prosperidad, esta prosperidad iba acompañada de todas las ventajas de la época presente. Se había inventado la máquina de vapor, y los buques podían salvar fácilmente el obstáculo del estrecho de Gades, sin tener que aguardar semanas a que amainase la violencia de la corriente enviada por el Atlántico. Había nacido el industrialismo, y las fábricas del interior lanzaban por el ferrocarril, recientemente instalado, un oleaje de productos que las flotas iban transportando a todos los puebles del Mediterráneo. Finalmente, al ser abierto el istmo de Suez, se desdoblaba la ciudad de un modo prodigioso, pasando a ser un puerto mundial, poniéndose en contacto con la tierra entera, multiplicando sus dársenas, gigantescos apriscos adonde venían a aglomerarse como rebaños los buques de todos los pabellones.
El puerto viejo, encajonado en plena ciudad, cambiaba de aspecto según las horas y el estado de la atmósfera. En las mañanas serenas era de un verde amarillento y olía ligeramente a agua descompuesta: agua orgánica, agua animal. Los puestos de ostras y erizos establecidos en sus muelles parecían rociados con esta agua impregnada de mariscos.
Los días de fuerte viento todo él se tornaba de un verde terroso y opaco, formando olas cortas y continuas, con una leve espuma amarillenta. Los buques empezaban a bailar, chirriando bajo el tirón de bus amarras. Entre sus cascos y la superficie vertical de los muelles se formaban montones de basura inquieta, mordida abajo por los peces y picoteada arriba por las gaviotas.
En la boca, cerca de los fuertes venerables de San Juan y San Nicolás, el transbordador levantaba sus dos pilastras de celosía de acero y el puente recto que las une, formando una portada triunfal.
Los barcos armados que vigilaban las aguas limítrofes venían a descansar en esta dársena histórica rodeada de cafés, tiendas, almacenes, cúpulas y campanarios.
Ferragut veía los rápidos torpederos, de paredes delgadísimas, danzando a la más leve ondulación sobre sus amarras de acero retorcido. Examinaba los «chaluteros», embarcaciones militares improvisadas, vaporcitos robustos y cortos, construidos para la pesca, que llevaban en la proa un cañón de tiro rápido. Todos estos buques menores, pintados de un gris metálico para confundirse con el color del agua, entraban en el puerto y salían como centinelas que se reemplazan.
Montaban la guardia en alta mar, más allá de las islas rocosas y desiertas que cierran la bahía de Marsella, aproximándose a los buques para reconocer su nacionalidad, corriendo a todo vapor, con sus melenas de humo horizontales, hacia el punto donde esperaban sorprender el periscopio del enemigo oculto entre dos aguas. No había mal tiempo que les adormeciese o les asustase… En plena tormenta se mantenían a la vista de la costa, saltando de ola en ola, con su fragilidad de barcos construidos para ser flechas; y únicamente cuando otros compañeros venían a sustituirles regresaban al puerto viejo, para descansar unas horas a la entrada de la Cannebière.
Las callejuelas de la orilla derecha atraían a Ferragut. Eran la Marsella antigua, en la que aún subsisten algunos palacios ruinosos de los mercaderes y armadores de otros siglos. En estas vías estrechas, pendientes e inmundas, vivía la prostitución pintarrajeada y triste de toda ciudad marítima.
Se aglomeraban en dicho barrio los guerreros de las diferentes Áfricas francesas, impulsados por su ardor de raza y por el deseo de desquitarse con grandes hartazgos de la carestía de los países musulmanes, donde la mujer vive en celoso encierro. En todas las esquinas había grupos de infantería marroquí recién desembarcada o convaleciente de sus heridas, soldados jóvenes con gorros rojos y largos capotes de amarillo mostaza. Los zuavos de Argel conversaban con ellos en un español salpicado de árabe y de francés. Negros adolescentes que servían de fogoneros en los buques avanzaban por las empinadas callejuelas con ojos de inquietante resplandor, como si preparasen un rapto en masa. Se perdían bajo las puertas, con una tiesura sacerdotal, los graves jinetes moriscos, arrastrando el albo alquicel anudado a la cabeza como una bola de nítida blancura, o el manto purpúreo de aguda capucha, que les daba el aspecto de barbudos frailes rojos.
Entre la salida del hospital y el nuevo combate que les esperaba en las trincheras del Norte, estos guerreros venidos de lejanos países de sol para pelear y morir buscaban el poderoso consuelo de la mujer. Sus brazos impacientes se llevaban con un tirón de fiera las hembras esqueléticas y macabras y las que aparecían hinchadas por una falsa robustez, producto de malos humores. Algunas tenían la desproporción embrionaria de los fetos, con enormes cabezas sirviendo de remate a cuerpos raquíticos. Otras avanzaban sus míseros troncos descarnados sobre unas piernas anchas y redondas de paquidermo. Los soldados faltos de dinero miraban con envidia y hambre a las mujeres estacionadas en las puertas: criaturas de lujo e ilusión, con faldellines orinados llenos de lentejuelas, altas botas y medias amarillas.
El capitán iba por las cumbres de estas calles, deteniéndose para apreciar el rudo contraste entre ellas y su vista terminal. Casi todas descendían hasta el puerto viejo, con un reguero de aguas sucias por mitad del arroyo que saltaba de piedra en piedra. Eran obscuras como tubos de telescopio, y al extremo de sus zanjas malolientes, ocupadas por el deforme mujerío, se abría un amplio desgarrón de luz y de azul. Se veían blancos veleros anclados al final de la pendiente, un pedazo de lámina acuática y las casas del muelle opuesto, empequeñecidas por la distancia. En otras aparecía como último plano la montaña de Nuestra Señora de la Guardia, con su basílica puntiaguda y la brillante estatua final, semejante a una llama de oro inmóvil y tortuosa. Algunas veces, un torpedero, al entrar en el puerto viejo, se deslizaba por la boca de una de estas callejuelas sombrías como si pasase por la lente de un anteojo.
Al sentirse fatigado el marino por el mal olor y la miseria viciosa de los barrios viejos, volvía al centro de la ciudad, paseando bajo los árboles de las avenidas de Meilhan o entre los puestos de flores del Coso Belzunce.
Un anochecer, cuando esperaba el tranvía en la Cannebière rodeado de otras personas, volvió la cabeza con el presentimiento de que alguien le estaba contemplando a sus espaldas.
Efectivamente, vio a un hombre detrás de él en el borde de la acera, un señor elegantemente vestido, completamente afeitado, que parecía por su aspecto un inglés cuidadoso de su persona. Este gentleman acababa de detenerse a impulsos de la sorpresa, como si hubiese reconocido a Ferragut.
Se cruzaron las miradas de los dos, sin que esto despertase eco alguno en la memoria del capitán… No podía recordar a este hombre. Casi estaba seguro de no haberlo visto nunca. Su rostro afeitado, sus ojos de un gris metálico, su tiesura elegante, no decían nada a su memoria. Tal vez el desconocido sufría una equivocación.
Así debía ser, a juzgar por la prontitud con que separó su mirada de la de Ferragut, alejándose apresuradamente.
El capitán no dio importancia a este encuentro. Lo había olvidado ya al subir al tranvía, pero minutos después resurgió en su memoria, bajo una nueva luz. El rostro del inglés se presentaba en su imaginación con un relieve distinto al de la realidad. Lo veía más claramente que al resplandor algo mortecino de los reverberos de la Cannebière… Pasaba con indiferencia sobre sus rasgos fisonómicos: en realidad, los había contemplado por primera vez. ¡Pero los ojos!… Él conocía perfectamente aquellos ojos: se habían cruzado muchas veces con los suyos. ¿Dónde?… ¿Cuándo?…
Le acompañó hasta su buque el recuerdo de este hombre como una obsesión, sin lograr que su memoria diese una respuesta a sus preguntas. Luego, al verse en la cámara de popa con Toni y el tercer oficial, volvió a olvidarlo.
En los días sucesivos, al bajar a tierra, su memoria experimentaba invariablemente el mismo fenómeno. Iba el capitán por la ciudad, sin acordarse de aquel individuo, pero al entrar en la Cannebière surgía inmediatamente en su cerebro dicho recuerdo, seguido de una ansiedad inexplicable.
«¿Dónde estará ahora mi inglés? —pensaba—. ¿Dónde le he visto antes?… ¡Porque es indudable que nos conocemos!».
Miraba curiosamente, a partir de este instante, a todos los transeúntes, y a veces apresuraba el paso para examinar a algunos que se le asemejaban por la espalda. Una tarde creyó reconocerlo en un carruaje de alquiler cuyo caballo marchaba a vivo trote por la avenida del Prado; pero cuando quiso seguirle, el vehículo había desaparecido en una calle inmediata.
Transcurrieron los días, y el capitán olvidó definitivamente este encuentro. Otros asuntos más reales e inmediatos le preocupaban. Su buque estaba listo; iban a enviarle a Inglaterra para cargar municiones destinadas al ejército de Oriente.
La mañana de su partida bajó a tierra sin deseos de llegar al centro de la ciudad.
En una calle de los docks había una barbería frecuentada por los capitanes españoles. La charla pintoresca del barbero, nacido en Cartagena, las láminas de colores fijas en la pared representando corridas de toros, los periódicos de Madrid olvidados en los divanes de hule y una guitarra en un rincón, hacían de esta tienda un pedazo de España para los vagabundos del Mediterráneo.
Ferragut, antes de partir, quiso entregar sus barbas al tijereteo del verboso maestro. Cuando, pasada una hora, pudo salir de la barbería, arrancándose a las interminables despedidas del dueño, siguió una amplia calle entre dos filas de docks, solitaria y silenciosa.
Las puertas corredizas de acero estaban cerradas y selladas. Los almacenes, vacíos y sonoros como naves de catedral, exhalaban aún los fuertes olores de los géneros que habían guardado en tiempo de paz: vainilla, canela, rollos de cuero, nitratos y fosfatos para abonos químicos.
No vio en toda la calle mas que un hombre que venía hacia él dando la espalda a la dársena. Entre las dos largas paredes de ladrillos surgía el muelle en el fondo, con montañas de mercancías, escuadras de cargadores negros, vagones y carros. Más allá estaban los cascos de los buques, sustentando un bosque de palos y chimeneas, y en último término la muralla amarilla del malecón exterior y el cielo recién lavado por la lluvia, con un rebaño de nubecillas blancas y plácidas como sedosos carneros.
El hombre que volvía del puerto y caminaba con los ojos fijos en Ferragut se detuvo de pronto, y girando sobre sus talones volvió hacia el muelle… Este movimiento despertó la curiosidad del capitán, aguzando sus sentidos. Repentinamente tuvo el presentimiento de que este transeúnte era «su inglés». Iba vestido de otro modo, con menos elegancia; sólo podía ver su espalda alejándose rápidamente, pero su instinto fue en este momento superior a sus ojos… No necesitaba mirar: era el inglés.
Y sin saber por qué, apresuró el paso para alcanzarle. Luego corrió francamente, al considerar que estaba solo en la calle y el otro había desaparecido doblando la esquina.
Cuando Ferragut salió al muelle, pudo ver cómo se alejaba con un paso elástico que casi era una fuga. Había ante él una cordillera de fardos amontonados, con tortuosos desfiladeros. Iba a perderlo de vista: le sería difícil encontrarle un minuto después.
El capitán vaciló. «¿Qué motivo tenía para acosar a este desconocido?…». Y en el preciso momento que se formulaba esta pregunta, el otro retuvo un poco su marcha para volver la cabeza y darse cuenta de si le seguían.
Se verificó en Ferragut un rápido fenómeno. No había reconocido la mirada de este hombre cuando casi se tocaban en la acera de la Cannebière, y ahora que existía entre los dos una distancia de cincuenta metros, ahora que el otro huía y sólo presentaba un perfil fugitivo, el capitán descubrió quién era por sus ojos, a pesar de que no podía distinguirlos claramente a tal distancia.
Un telón pareció rasgarse en su memoria con doloroso crujido, dejando pasar torrentes de luz… Era el falso conde ruso, estaba seguro de ello, Von Kramer, el marino alemán, afeitado y desfigurado, que «trabajaba» sin duda en Marsella, montando nuevos servicios, meses después de haber preparado la entrada de los sumergibles en el Mediterráneo.
La sorpresa inmovilizó a Ferragut. Con la misma rapidez imaginativa del que va a morir ahogado en el mar y repasa vertiginosamente las escenas de su vida anterior, vio su infame existencia de Nápoles, la expedición en la goleta para avituallar a los submarinos, luego el torpedo que abría una brecha en el Californian… ¡Y este hombre era tal vez el que había hecho saltar por el aire a su pobre hijo hecho pedazos!…
Vio también a su tío el Tritón lo mismo que cuando le escuchaba siendo pequeño en el puerto de Valencia. Recordó su relato de cierta noche de orgía egipcia en un cafetucho de Alejandría, donde tuvo que «pinchar» a un hombre para abrirse paso.
El instinto le hizo llevarse una mano a la cintura. ¡Nada!… Maldijo la vida moderna y sus inciertas seguridades, que permiten a los hombres ir de un lado a otro confiados, inermes, sin medios de agredir. En otros puertos bajaba a tierra con el revólver en un bolsillo del pantalón… ¡pero en Marsella! No llevaba ni un cortaplumas: sólo tenía sus puños… Hubiese dado en aquel momento su buque entero, su vida, por un instrumento que le permitiese matar… ¡matar de un golpe!…
Se fue apoderando de él la vehemencia sanguinaria del mediterráneo. ¡Matar!… No sabía cómo hacerlo, pero debía matar.
Lo más inmediato era detener al enemigo que se escapaba. Iba a caer sobre él con los puños, con los dientes, entablando una lucha prehistórica, la pelea animal antes de que el hombre inventase la maza. Tal vez el otro ocultaba un arma y podía matarle; pero él, en su soberbia vengativa, sólo veía la muerte del enemigo, repeliendo todo temor.
Para que no pudiera ocultarse a su vista, corrió hacia él sin disimulo alguno, como si estuviese en un desierto, a toda la velocidad de sus piernas. El instinto de agredir le hizo agacharse, agarrar una madera que estaba en el suelo, una especie de palanca rústica, y armado de este modo primitivo continuó su carrera.
Todo esto había durado unos segundos. El otro, al notar la hostil persecución, corrió francamente a su vez, desapareciendo entre las colinas de fardos.
El capitán vio confusamente que unas sombras saltaban en torno de él cortándole el paso. Sus ojos, que todo lo contemplaban de color escarlata, acabaron por distinguir unas caras negras y otras blancas… Eran los descargadores militares y civiles, alarmados por el aspecto de un hombre que corría como un loco.
Lanzó una maldición al verse detenido. Con el instinto justiciero de las multitudes, estas gentes sólo se preocupaban del agresor, dejando libre al que huía. No pudo guardar su cólera toda para él: tuvo que revelar su secreto.
—Es un espía… ¡un espía boche!
Dijo esto con voz sorda, entrecortada, y jamás una palabra suya de mando obtuvo un eco más ruidoso. «¡Un espía!…». El grito hizo surgir hombres como si los vomitase la tierra; saltó de boca en boca, repitiéndose hasta lo infinito, conmoviendo los muelles y los buques, vibrando hasta más allá de lo que podía alcanzar la mirada, penetrando en todas partes con la difusión y la rapidez de las ondas sonoras. «¡Un espía!…». Corrían los hombres con redoblada agilidad; los cargadores abandonaban sus fardos para unirse a la persecución; saltaba gente de los vapores para colaborar en la humana cacería.
El autor de la ruidosa alarma, el que había dado el grito, se vio sobrepasado y anulado por la tromba persecutoria que acababa de provocar. Ferragut, siempre corriendo, quedó detrás de los tiradores negros, de los cargadores, de los guardianes del puerto, de los marineros que acudían de todos lados, introduciéndose por los callejones de fardos y cajas… Eran como los lebreles que baten las sinuosidades de la selva, haciendo salir el ciervo a campo llano; como los hurones que se deslizan por las galerías subterráneas, obligando a la liebre a volver a la luz. El fugitivo, cercado en el dédalo de pasadizos, tropezando con enemigos en todas las revueltas, surgió corriendo por el extremo opuesto y continuó su carrera a lo largo del muelle.
La cacería duró breves instantes al desarrollarse en un terreno libre de obstáculos. «¡Un espía!…». La voz, más rápida que las piernas, saltaba a su encuentro. Los gritos de los perseguidores avisaban a las gentes que seguían trabajando a lo lejos, sin comprender la alarma.
Quedó de pronto el fugitivo entre un semicírculo cóncavo de hombres que le aguardaban a pie firme y un semicírculo convexo que seguía sus pasos con ondulante persecución. Se juntaron las dos multitudes cerrando sus extremos, y el espía quedó prisionero.
Ferragut le vio intensamente pálido, jadeante, paseando sus ojos en torno de él con una expresión de animal acosado que piensa aún en la posibilidad de defenderse.
Su diestra buscó en uno de sus bolsillos. Tal vez iba a sacar un revólver para morir matando. Un negro cercano a él levantó un madero que empuñaba a guisa de maza. Resurgió la mano teniendo un papel entre los dedos e intentó llevarlo a la boca. Pero el golpe del negro suspendido en el aire cayó sobre su brazo, haciéndolo colgar inerte. El espía se mordió los labios para contener un rugido de dolor.
El papel había rodado por el suelo y varias manos lo recogieron a la vez. Un suboficial lo desarrugó antes de examinarlo. Era un pedazo de papel fino con el contorno dibujado del Mediterráneo. Todo el mar estaba cuadriculado como un tablero de ajedrez, y en el centro de las casillas había un número de orden. Estos cuadrados eran sectores, y sus números servían para hacer saber a los submarinos, por telegrafía sin hilo, los lugares donde podían aguardar a los buques aliados, torpedeándolos.
Otro suboficial explicó rápidamente a las gentes inmediatas la importancia del descubrimiento. «Sí que era un espía». Esta afirmación despertó el regocijo de una buena presa y el deseo impulsivo de venganza que enloquece en ciertos momentos a las muchedumbres.
Los hombres de los buques eran los más furiosos, por lo mismo que arrostraban a todas horas la traidora asechanza submarina. «¡Ah, bandido!…». Muchos puños cayeron sobre él, haciéndole bambolear bajo sus golpes. Cuando el preso quedó resguardado por los pechos de varios suboficiales, Ferragut pudo verle de cerca, con una sien manchada de sangre y una expresión fría y altiva en los ojos. Entonces se dio cuenta de que llevaba teñidos los cabellos.
Había huido por salvarse, se había mostrado humilde y medroso al ser alcanzado, creyendo que aún le era posible mentir. Pero el papel que deseaba hacer desaparecer dentro de su boca estaba en manos de los enemigos… ¡Resultaba inútil fingir más!…
Y se irguió orgulloso, como todo hombre de guerra que considera su muerte cierta. Reaparecía el oficial de casta, mirando con altivez a sus perseguidores anónimos, implorando únicamente protección de los kepis con galón de oro.
Sus ojos quedaron inmóviles al descubrir a Ferragut. Le contemplaron fijamente, con una insolencia glacial y desdeñosa. Sus labios se movieron con la misma expresión de menosprecio.
No decían nada, pero el capitán adivinó sus palabras sin sonido… Le insultaban. Era el insulto del hombre de jerarquía superior al siervo infiel; el orgullo del oficial noble que se acusa a sí mismo por haber fiado en la lealtad de un simple marino mercante.
—¡Traidor!… ¡traidor! —parecían decirle sus ojos insolentes, su boca murmurante y sin voz.
Ulises se encolerizó ante esta altivez. Pero su cólera fue glacial, una cólera que se contiene viendo al enemigo privado de defensa.
Avanzó hacia él como uno de los muchos que le insultaban mostrándole el puño. Su mirada sostuvo la mirada del alemán, y le habló en español con voz sorda.
—¡Mi hijo… mi único hijo murió hecho pedazos en el torpedeamiento del Californian!
Estas palabras hicieron cambiar el rostro del espía. Sus labios se separaron, lanzando una leve exclamación de sorpresa.
—¡Ah!…
Se apagó la luz arrogante de sus pupilas. Luego bajó los ojos, y poco después la cabeza.
La muchedumbre vociferante lo fue empujando y se lo llevó, sin que nadie se acordase del hombre que había dado la alarma e iniciado la persecución.
Aquella misma tarde el Mare nostrum salió de Marsella.