Al despertar Toni todas las mañanas con las primeras luces del alba, experimentaba una sensación de sorpresa y desaliento.
—¡Todavía en Nápoles! —decía mirando por el ventano de su camarote.
Luego contaba los días. Diez iban transcurridos desde que el Mare nostrum, terminadas sus reparaciones, había anclado en el puerto comercial.
—Veinticuatro horas más —añadía mentalmente el segundo.
Y reanudaba su vida monótona, paseando por la cubierta del buque, vacío y muerto, sin saber qué hacer, desesperándose a la vista de los otros vapores, que movían sus antenas de carga, tragándose cajas y fardos, y empezaban a lanzar por sus chimeneas el humo anunciador de su próximo viaje.
Sufría remordimientos al calcular lo que podía haber ganado el buque de hallarse navegando. El provecho era para el capitán, pero eso no evitaba que se desesperase por el dinero perdido.
La necesidad de comunicar a alguien sus impresiones, de protestar a coro contra esta inercia lamentable, le empujaba hacia los dominios de Caragol. A pesar de la diferencia de categorías, el segundo trataba al cocinero con afectuosa familiaridad.
—¡Nos separa un abismo! —decía Toni gravemente.
Este «abismo» era una metáfora sacada de sus lecturas de periódicos radicales, y hacía alusión a las creencias fervorosas y simples del viejo. Pero el cariño por el capitán, el ser todos de la misma tierra y el empleo del valenciano como lengua de la intimidad, les bacía buscarse a los dos instintivamente. Caragol era para Toni la persona más cuerda de a bordo… después de él.
Apenas se detenía en la puerta de la cocina, apoyando un codo en el quicio y obstruyendo con su cuerpo la entrada da la luz solar, el viejo echaba mano a la botella de caña, preparando un «refresco» o un «caliente» en honor del segundo.
Bebían con lentitud, interrumpiendo el paladeo del líquido para lamentarse de la inmovilidad del Mare nostrum. Hacían cuentas, como si el buque fuese suyo. Mientras estaba en reparación había podido tolerarse la conducta del capitán.
—Los ingleses pagaban —decía Toni—. Pero ahora no paga nadie, el barco está sin ganar, y gastamos todos los días… ¿qué es lo que gastamos?
Calculaban él y el cocinero detalladamente el costo del sostenimiento del vapor, asustándose al llegar al total. Un día de su inmovilidad representaba más que lo que ganaban los dos hombres en un mes.
—Esto no puede seguir —protestaba Toni.
Su indignación le llevó varias veces a tierra, en busca del capitán. Temía hablarle, considerando una falta de disciplina el ingerirse en la dirección del buque, e inventaba los más absurdos pretextos para abordar a Ferragut.
Miró con antipatía al portero del albergo, porque siempre la contestaba que el capitán había salido. Este individuo con aire de alcahuete debía tener gran culpa en la inmovilidad del vapor: se lo avisaba el corazón.
Por no irse a las manos con él y porque no riese solapadamente al verle esperar horas y horas en el vestíbulo, se apostaba en la calle, espiando las entradas y salidas da Ferragut.
Las tres veces que consiguió hablar con él obtuvo al mismo éxito. El capitán celebraba mucho el verle, como si fuese un aparecido del pasado al que podía comunicar la alegría de su exuberante felicidad.
Escuchaba a su segundo, alegrándose de que todo marchase bien en el buque. Y cuando Toni, con voz balbuciente, se atrevía a preguntarle la fecha de la partida, Ulises ocultaba sus vacilaciones bajo un tono de prudencia. Estaba a la espera de un cargamento valiosísimo. Cuanto más aguardasen, más dinero iban a ganar… Pero sus palabras no convencían a Toni. Recordaba las protestas de su capitán, quince días antes, por la falta de buena carga en Nápoles y su deseo de salir sin pérdida de tiempo.
Al volver a bordo, el segundo buscaba a Caragol, comentando ambos las transformaciones de su jefe. Toni lo había visto hecho otro hombre, con la barba recortada, vistiendo lo mejor de su equipaje, delatando en el arreglo de su persona un esmero minucioso, una voluntad decidida de agradar. EL rudo piloto hasta había creído percibir al hablarle cierto perfume femenil igual al de la visitante rubia.
Esta noticia era la más inaudita para Caragol.
—¡El capitán Ferragut perfumado!… ¡El capitán oliendo á… pulga!
Y elevaba los brazos, mientras sus ojos cegatos buscaban las botellas de caña y las alcuzas de aceite para hacerlas testigos de su indignación.
Los dos hombres estaban acordes al apreciar la causa de sus tristezas. Ella era la culpable de todo, ella la que iba a tener el buque encantado en este puerto, quién sabe hasta cuándo, con su poder irresistible de bruja.
—¡Ah, las hembras!… El diablo va como un perro faldero detrás de sus enaguas… Son la podredumbre de nuestra vida.
Y la iracunda castidad del cocinero seguía lanzando contra las mujeres injurias y maldiciones iguales a las de los primeros padres de la Iglesia.
Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar un grito de la proa a la popa. «¡El capitán!». Lo veían aproximarse en un bote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerza a los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió a la cubierta y Caragol sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Desde su primera ojeada presintió Toni que algo importante iba a ocurrir. El capitán tenía un aire animoso y alegre. Al mismo tiempo vio en la exagerada amabilidad de su sonrisa un deseo de seducir, de imponer dulcemente algo que consideraba de dudosa aceptación.
—Ya estarás contento —dijo Ferragut al darle la mano—. Pronto vamos a zarpar.
Entraron en el salón. Ulises miró su buque con cierta extrañeza, como si volviese a él después de un largo viaje. Lo encontraba con aspecto diferente; surgían ante sus ojos detalles que nunca habían atraído su atención.
Recapituló en una síntesis, que fue como un relámpago cerebral, todo lo que había ocurrido en menos de dos semanas. Pudo darse cuenta por primera vez del gran cambio de su vida desde que Freya había venido a buscarle en el vapor.
Se vio en su cuarto del hotel frente a ella, que iba vestida como un hombre y fumaba mirando el golfo.
—Yo soy alemana y…
Iba a explicarse de pronto su vida misteriosa, hasta en los detalles menos comprensibles.
Ella, era alemana y servía a su país. La guerra moderna levanta las naciones en masa; no es, como en otros siglos, un choque de exiguas minorías profesionales que tienen por oficio el pelear. Todos los hombres vigorosos iban a los campos de batalla; los demás trabajaban en los centros industriales convertidos en talleres de guerra. Y esta actividad general comprendía también a las mujeres, que dedicaban al servicio de la patria su labor en fábricas y hospitales o su inteligencia más allá de las fronteras.
Ferragut, sorprendido por esta revelación brutal, quedó silencioso, y al fin se atrevió a formular su pensamiento.
—Según eso, ¿tú eres una espía?…
Ella acogió con desprecio la palabra. Era un término anticuado que había perdido su primitiva significación. Espías eran los que en otros tiempos, cuando sólo los soldados profesionales tomaban parte en la guerra, se mezclaban voluntariamente o por interés en las operaciones, sorprendiendo los preparativos del enemigo. Ahora con la movilización en masa de los pueblos, había desaparecido el antiguo espía de oficio, despreciable y villano, que arrostraba la muerte por dinero. Sólo existían patriotas ganosos de trabajar por su país, unos con las armas en la mano, otros valiéndose de la astucia o explotando las cualidades de su sexo.
Ulises quedó desconcertado por esta teoría.
—¿Entonces, la doctora…? —volvió a preguntar, adivinando lo que podía ser la imponente dama.
Freya contestó con una expresión de entusiasmo y de respeto. Su amiga era una patriota ilustre, una sabia que ponía todas sus facultades al servicio de su país. Ella la adoraba. Era su protectora: la había salvado en los momentos más difíciles de su existencia.
—¿Y el conde? —siguió preguntando Ferragut.
Aquí la mujer hizo un gesto da reserva.
—También es un gran patriota… Pero no hablemos de él.
Había en sus palabras respeto y miedo. Se adivinaba su voluntad de no ocuparse de este altivo personaje.
Un largo silencio. Freya, como si temiese los efectos de la meditación del capitán, la cortó de pronto con su charla apasionada.
La doctora y ella habían venido de Roma a refugiarse en Nápoles, huyendo de las intrigas y murmuraciones de la capital. Los italianos se peleaban entre ellos: unos eran partidarios de la guerra, otros de la neutralidad. Ninguno quería ayudar a Alemania, su antigua aliada.
—¡Tanto que les hemos protegido! —exclamó—. ¡Raza, falsa e ingrata!…
Sus gestos y sus palabras evocaron en la memoria de Ulises la imagen de la doctora increpando a la tierra italiana desde una ventanilla del vagón el primer día en que se hablaron.
Estaban las dos mujeres en Nápoles, entreteniendo su inútil espera con viajes a las poblaciones cercanas, cuando encontraron al marino.
—Yo guardaba un buen recuerdo de ti —continuó Freya—. Adiviné desde el primer instante que nuestra amistad iba a terminar como ha terminado…
Leyó en la mirada de él una pregunta.
—Sé lo que vas a decirme. Te extrañas de que te haya hecho esperar tanto, de que te hiciese sufrir con mis caprichos… Es que te amaba y al mismo tiempo quería alejarte. Representabas una atracción y un estorbo. Temí complicarte en mis asuntos… Además, yo necesito estar libre, para dedicarme al cumplimiento de mi misión.
Hubo otra larga pausa. Los ojos de Freya se fijaron en los de su amante con una tenacidad escrutadora. Quería sondear su pensamiento, darse cuenta de la madurez de su preparación, antes de arriesgar el golpe decisivo. Su examen fue satisfactorio.
—Y ahora que me conoces —dijo con una lentitud dolorosa—, ¡márchate!… Tú no puedes quererme; soy una espía como tú dices: un ser despreciable… Sé que no puedes seguir amándome después de lo que te he revelado. Aléjate en tu buque, como los héroes de las leyendas; ya no nos veremos más. Todo lo nuestro habrá sido un hermoso ensueño… Déjame sola. Ignoro qué suerte será la mía, pero lo que me importa es tu tranquilidad.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de bruces en el diván, ocultando el rostro entre los brazos, mientras un hipo de llanto estremecía las adorables sinuosidades de su dorso.
Ulises, conmovido por este dolor, admiró al mismo tiempo la perspicacia de Freya, que adivinaba todas sus ideas. La voz del buen consejo, aquella voz cuerda que hablaba en la mitad de su cerebro siempre que el capitán se veía en un momento difícil, había empezado a gritar escandalizada a las primeras revelaciones de esta mujer:
«Ferragut, ¡huye!… Estás metido en un mal paso. No te conviene el trato con tales gentes. ¿Qué tienes tú que ver con el país de esta aventurera? ¿Por qué arrostrar peligros por una causa que nada te importa?… Lo que deseabas de ella ya lo tienes. ¡Sé egoísta, hijo mío!».
Pero la voz de su otro hemisferio mental, aquella voz fanfarrona y loca que le impulsaba a embarcarse en los buques destinados al naufragio, a desafiar los peligros por el placer de poner a prueba su vigor, también le dio consejos. Era villano abandonar a una mujer. Sólo un miedoso podía hacerlo… ¡Tanto que parecía amarle esta alemana!…
Y con su exuberancia meridional, la abrazó y la levantó, apartando de su frente los bucles de la cabellera, que se había deshecho, acariciándola como a una niña enferma, bebiendo sus lágrimas con besos interminables.
¡No, no la abandonaría!… Es más: estaba dispuesto a defenderla de todos sus enemigos. Él no sabía quiénes eran estos enemigos; pero si necesitaba un hombre, allí le tenía a él…
En vano la voz cuerda le insultó mientras formulaba tales ofrecimientos. Se comprometía ciegamente; tal vez esta aventura iba a ser la más terrible de su historia… Pero para acallar sus escrúpulos, la otra voz gritaba: «Eres un caballero, y un caballero no abandona por miedo a una mujer horas después de haber recibido el presente de su cuerpo. ¡Adelante, capitán!».
Una excusa de cobarde egoísmo emergió en su pensamiento, fabricado de una sola pieza. Él era español, era un neutral, que nada tenía que ver en la contienda del centro de Europa. Su segundo le había hablado a veces de solidaridad de raza, de pueblos latinos, de la necesidad de acabar con el militarismo, de hacer la guerra para que no hubiese más guerras… ¡Simplezas de lector crédulo! Él no era inglés ni francés. Tampoco era alemán; pero la mujer que él amaba lo era, y no iba a abandonarla por unos antagonismos que le resultaban sin interés.
Freya no debía llorar. Su amante afirmó repetidas veces que deseaba vivir siempre a su lado, que no pensaba abandonarla por lo que había dicho, y hasta empeñó su palabra de honor, como prueba de que la ayudaría en todo lo que considerase posible y digno de él.
Así decidió atropelladamente de su destino el capitán Ulises Ferragut.
Cuando su amante le llevó otra vez a la casa de la doctora, fue recibido por ésta lo mismo que si perteneciese a su familia. Ya no tenía por qué ocultar su nacionalidad. Freya le llamó simplemente Frau Doktor. Y ella, con un entusiasmo verbal de profesora, acabó de catequizar al marino, explicándole el derecho y la razón de su país al entrar en guerra con media Europa.
La pobre Alemania había tenido que defenderse. El kaiser era el hombre de la paz, a pesar de que durante muchos años había preparado metódicamente una fuerza militar capaz de aplastar a la humanidad entera. Todos le habían provocado, todos habían sido los primeros en agredirle. Los insolentes franceses, mucho antes de la declaración de guerra, enviaban nubes de aeroplanos sobre las ciudades alemanas, bombardeándolas.
Ferragut parpadeó de sorpresa. Esto era nuevo para él. Debía de haber ocurrido mientras estaba en alta mar. El autoritarismo verboso de la doctora no le permitió duda alguna… Además, aquella señora debía saber las cosas mejor que los que viven navegando.
Luego había surgido la provocación inglesa. Como un traidor de melodrama, el gobierno británico venía preparando la guerra desde larga fecha, no queriendo presentarse hasta el último momento. Y Alemania, amante de la paz, tenía que defenderse de este enemigo, el peor de todos.
—¡Dios castigará a Inglaterra! —afirmaba la doctora mirando a Ulises.
Y éste, para no defraudarla, en sus esperanzas, movía la cabeza galantemente… Por él podía castigarla Dios.
Pero al expresarse de tal modo se sentía agitado por una nueva dualidad. Los ingleses habían sido buenos camaradas; recordaba agradablemente sus navegaciones como oficial a bordo de buques británicos. Al mismo tiempo le producía cierta irritación su poder creciente, invisible para los hombres de tierra adentro, monstruoso para los que viven en el mar. Se les encontraba como dominadores en todos los océanos o sólidamente instalados en todas las costas estratégicas y comerciales.
La doctora, como si adivinase la necesidad de atizar su odio contra el gran enemigo, apelaba a los recuerdos históricos: Gibraltar robado por los ingleses; las piraterías de Drake; los galeones de América apresados con metódica regularidad por las flotas británicas; los desembarcos en las costas de España, que habían perturbado la vida de la Península en otros siglos. Inglaterra, al iniciar su grandeza en el reinado de Elisabeth, era del tamaño de Bélgica. Si se había hecho enorme, era a costa de los españoles y luego de Holanda, hasta dominar el mundo entero.
Y con tanta vehemencia hablaba la doctora en inglés da las maldades de Inglaterra contra España, que el impresionable marino acabó por decir espontáneamente:
—¡Que Dios la castigue!…
Pero aquí reaparecía el navegante mediterráneo, el Ulises complicado y contradictorio. Se acordó de pronto de las reparaciones de su buque, que debían ser indemnizadas por Inglaterra.
«¡Que Dios la castigue… pero que espere un poco!», murmuró en su pensamiento.
La imponente profesora se exasperaba al hablar de la tierra en que vivía.
—¡Mandolinistas! ¡Bandidos! —gritó, como siempre, contra los italianos.
Cuanto eran lo debían a Alemania. El emperador Guillermo había sido un padre para ellos. ¡Todo el mundo sabía esto!… Y sin embargo, al estallar la guerra, se negaban a seguir a sus viejos amigos. Ahora la diplomacia alemana debía trabajar, no para mantenerlos a su lado, sino para impedir que se fuesen con los adversarios. Todos los días recibía noticias de Roma. Había esperanzas de que Italia se mantuviese neutral. Pero ¿quién podía fiarse de la palabra de tales gentes?… Y repetía sus insultos iracundos.
Se habituó el marino inmediatamente a esta casa, como si fuese la suya. Las contadas veces que Freya se separaba de él, iba a buscarla en el salón de la imponente señora, que tomaba con Ulises un aire de suegra bondadosa.
En varias de sus visitas se encontró con el conde. El taciturno personaje le tendía una mano, guardando cierta distancia instintivamente. Ulises conocía ahora su verdadera nacionalidad, y él no ignoraba esto; pero los dos continuaron la ficción del conde Kaledine, diplomático ruso. Como todo lo de este hombre imponía respeto en la vivienda de la doctora, Ferragut, atento a su egoísmo amoroso, no se permitía ninguna averiguación, acoplándose a las indicaciones de las dos mujeres.
Nunca se había considerado tan feliz como en aquellos días. Experimentaba la monstruosa voluptuosidad del que se halla sentado a la mesa en un comedor bien caldeado y ve por los cristales el mar tempestuoso, con un buque que lucha contra las olas.
Los vendedores de periódicos pregonaban terribles batallas en el centro de Europa: ardían las ciudades bajo el bombardeo, morían cada veinticuatro horas miles y miles de seres humanos… Y él no leía nada, no quería saber nada. Continuaba su existencia como si el mundo viviese en una felicidad paradisíaca, unas veces en espera de Freya, evocando en su memoria las esplendideces de su cuerpo, los refinamientos y sensaciones nuevas que le procuraba su pasión; otras abrazado a la realidad, con un arrobamiento que borraba y suprimía todo lo que no fuese ellos dos.
Algo, sin embargo, le sacó repentinamente de su egoísmo amoroso; algo que ensombrecía su gesto, partía su frente con una arruga de preocupación y le había hecho ir a bordo.
Cuando quedó sentado en la gran cámara del buque, frente a su segundo, apoyó los codos en la mesa y comenzó a chupar un grueso cigarro que acababa de encender.
—Vamos a salir muy pronto —repitió con visible preocupación—. Estarás contento, Toni; creo que estarás contento.
Toni permaneció impasible. Esperaba algo más. El capitán, al iniciar un viaje, le decía siempre el puerto de destino y la especialidad de la carga. Por eso, al darse cuenta de que Ferragut no quería añadir nada, se atrevió a preguntar:
—¿Es a Barcelona adonde vamos?…
Vaciló Ulises, mirando hacia la puerta como si temiese ser escuchado. Luego avanzó el busto hacia Toni.
Se trataba de un viaje sin peligro alguno, pero que debía quedar en el misterio.
—Yo te lo cuento a ti porque tú sabes todas mis cosas, porque te considero como de mi familia.
El piloto no parecía emocionarse con esta muestra de confianza. Permaneció impasible, mientras en su interior empezaban a despertar todas las inquietudes que le habían agitado en los días anteriores.
Siguió hablando el capitán. Los tiempos eran de guerra, y debían aprovecharlos. Para los dos no representaba una novedad transportar cargamentos de material militar. Él había llevado una vez desde Europa armas y municiones para una revolución de la América del Sur. Toni le había contado sus aventuras en el golfo de California mandando una pequeña goleta que servía de transporte a los insurrectos de las provincias septentrionales alzados contra el gobierno de Méjico.
Pero el segundo, a la vez que movía la cabeza afirmativamente, le miraba con ojos interrogantes. ¿Qué iban a transportar en este viaje?…
—Toni, no se trata de artillería ni de fusiles; tampoco de municiones… Es un trabajo corto y bien pagado, que nos hará perder poco camino en nuestra vuelta a Barcelona.
Se detuvo en su confidencia, sintiendo una última vacilación, y al fin añadió bajando la voz:
—¡Los alemanes pagan!… Vamos a proveer de esencia de petróleo a los submarinos que tienen en el Mediterráneo.
Contra lo que esperaba Ferragut, su segundo no hizo un gesto de sorpresa. Permaneció impasible, como si esta noticia resultase sin sentido para él. Luego sonrió levemente, moviendo los hombros lo mismo que si hubiese escuchado algo absurdo… ¿Acaso los alemanes tenían submarinos en el Mediterráneo? ¿Podía una de estas máquinas navegantes, pequeñas y frágiles, hacer la larga travesía desde el mar del Norte al estrecho de Gibraltar?
Estaba enterado de los grandes males que causaban los submarinos en las cercanías de Inglaterra, pero en una zona reducida, en el limitado radio de acción de que eran capaces. El Mediterráneo, afortunadamente para los buques mercantes, se hallaba a cubierto de sus traidoras asechanzas.
Ferragut le interrumpió con una vehemencia meridional. Este hombre, extremado en sus pasiones, se expresaba ya como si la doctora hablase por su boca.
—Tú te refieres a los submarinos, Toni, a los pequeños submarinos que existían al empezar la guerra: cigarros de acero frágiles, que navegan mal a ras del agua y pueden abrirse al menor choque… Pero ahora hay algo más: hay el sumergible, que es como un submarino resguardado por un casco de barco, el cual puede marchar oculto entre dos aguas y al mismo tiempo puede navegar sobre la superficie mejor que un torpedero… Tú no sabes de lo que son capaces los alemanes. Son un gran pueblo, ¡el primero del mundo!…
Y con impulsiva exageración, insistió en proclamar la grandeza alemana y su espíritu inventivo, como si le correspondiese una parte de esta gloria mecánica y destructora.
Luego añadió confidencialmente, poniendo una mano sobre un brazo de Toni:
—A ti solo te lo digo; tú eres el único que conoce el secreto, aparte de las personas que me lo han comunicado… Los sumergibles alemanes van a entrar en el Mediterráneo. Nosotros saldremos a su encuentro para renovar su provisión de aceite y de combustible.
Calló, mirando fijamente a su subordinado, mientras le sonreía para vencer sus escrúpulos.
Durante unos segundos no supo qué creer. Toni permanecía pensativo, con los ojos bajos. Después se enderezó poco a poco; abandonando su asiento, y dijo simplemente:
—¡No!
Ulises abandonó igualmente su sillón giratorio a impulsos de la sorpresa. «¿No?… ¿Por qué?».
Él era el capitán, y todos debían obedecerle. Por esto respondía del buque, de la vida de sus tripulantes, de la suerte de la carga. Además, era el propietario: nadie mandaba sobre él, su poder no tenía límites. Por afecto amistoso, por costumbre, consultaba a su segundo, le hacía partícipe de sus secretos, y Toni, con una ingratitud nunca vista, osaba rebelarse… ¿Qué significaba esto?…
Pero el segundo, en vez de dar explicaciones, se limitó a responder, cada vez más terco y enfurruñado:
—¡No!… ¡no!
—Pero ¿por qué no? —insistió Ferragut, impacientándose, con un temblor de cólera en la voz.
Toni, sin perder energía en sus negativas, vacilaba, confuso, desorientado, rascándose la barba, bajando los ojos para reflexionar mejor.
No sabía explicarse. Envidiaba la facilidad de su capitán para encontrar las palabras. La más simple de sus ideas sufría angustiosamente antes de surgir de su boca… Pero al fin, poco a poco, entre balbuceos, fue diciendo su odio contra aquellos monstruos de la industria moderna que deshonraban el mar con sus crímenes.
Cada vez que leía en los periódicos sus hazañas en el mar del Norte, una oleada de indignación pasaba por su conciencia de hombre simple, franco y recto. Atacaban traidoramente escondidos en el agua, disimulando su ojo asesino y largo, semejante a las antenas visuales de los monstruos de la profundidad. Esta agresión sin peligro parecía resucitar en su alma las almas indignadas de cien abuelos mediterráneos, tal vez piratas y crueles, pero que habían buscado al enemigo frente a frente, con el pecho desnudo, el hacha en la mano y el arpón de abordaje como únicos medios de pelea.
—¡Si sólo torpedeasen a los buques armados! —añadió—. La guerra es un salvajismo, y hay que cerrar los ojos ante sus golpes traidores, aceptándolos como hazañas gloriosas… Pero hacen algo más: tú lo sabes. Echan a pique buques de comercio, vapores de pasajeros, donde van mujeres, donde van pequeños.
Sus mejillas curtidas tomaron una coloración de ladrillo cocido. Le brillaron los ojos con un resplandor azulado. Sentía la misma cólera que al leer los relatos da los primeros torpedeamientos de grandes trasatlánticos en las costas de Inglaterra.
Veía la muchedumbre indefensa y pacífica amontonándose en los botes, que zozobraban; las mujeres arrojándose al mar con un niño en brazos; toda la confusión mortal de la catástrofe… Luego, el submarino que emergía para contemplar su obra; los alemanes agrupados en la cubierta de acero húmedo, riendo y bromeando, satisfechos de la rapidez de su labor; y en una extensión de varias millas, el mar poblado de bultos negros arrastrados lentamente por las olas: hombres que flotaban de espaldas, inmóviles, con los ojos vidriosos fijos en el cielo; niños con la rubia cabellera tendida como una máscara sobre su rostro lívido; cadáveres de madres oprimiendo sobre su seno, con fría rigidez, el pequeño cadáver de una criatura asesinada antes de que pudiera darse cuenta de la vida.
Leyendo el relato de estos crímenes pensaba en su mujer y en sus hijos, imaginándose que podían haber estado en aquel vapor, sufriendo la misma suerte de sus inocentes pasajeros. Esta suposición le hacía sentir una cólera tan intensa, que hasta llegaba a dudar de su cordura el día en que volviera a tropezarse en cualquier puerto con marinos alemanes… ¿Y Ferragut, un hombre honrado, un capitán bueno, al que todos elogiaban, podía ayudar al trasplante de tales horrores en el Mediterráneo?…
¡Pobre Toni!… No sabía explicarse, pero la idea de que su mar presenciase estos crímenes daba nuevas vehemencias a su indignación. El alma del doctor Ferragut parecía revivir en el rudo navegante mediterráneo. No había visto a Anfitrita, pero temblaba por ella, sin conocerla, con religioso fervor. Era el azul luminoso de donde habían surgido los primeros dioses deshonrado por la mancha aceitosa que denuncia un asesinato en masa; las costas rosadas, cuyas espumas fabricaron a Venus, recibiendo racimos de cadáveres empujados por las olas; las alas de gaviota de las barcas de pesca huyendo amedrentadas ante el gris tiburón de acero; su familia y sus convecinos aterrados al despertar frente al cementerio flotante arrastrado por la noche hasta sus puertas.
Todo esto lo pensaba, lo veía; pero no acertando a expresarlo, se limitó a insistir en su protesta.
—¡No!… ¡En nuestro mar, no quiero!
Ferragut, a pesar de su carácter impetuoso, adoptó un tono de bondad, como un padre que desea convencer a su hijo fosco y testarudo.
Los sumergibles alemanes se limitarían en el Mediterráneo a una acción militar. No había cuidado de que atacasen a los barcos indefensos, como en los mares del Norte. Sus tristes hazañas de allá habían sido impuestas por las circunstancias, por el sano deseo de terminar cuanto antes la guerra dando golpes aterradores e inauditos.
—Te aseguro que en nuestro mar no harán nada de eso. Me lo han dicho personas que pueden saberlo… De no ser así, no me hubiese comprometido a darles ayuda.
Lo afirmó varias veces, de buena fe, con una absoluta seguridad en las gentes que le habían hecho la promesa.
—Echarán a pique, si pueden, los navíos de los aliados que están en los Dardanelos. Pero ¿qué nos importa eso?… ¡Es la guerra! Cuando en América llevábamos cañones y fusiles a los revolucionarios, no nos preocupaba el uso que pudieran hacer de ellos.
Toni insistió en su negativa.
—No es lo mismo… No sé explicarme; pero no es lo mismo. Al cañón le puede contestar otro cañón. El que pega también recibe golpes… Pero ayudar a los submarinos es otra cosa. Atacan ocultos, sin peligro… y a mí no me gustan las traidorías.
Esta insistencia de su segundo acabó por irritar a Ferragut, desvaneciendo su forzada bondad.
—¡No hablemos más! —dijo con arrogancia—. Soy el capitán, y mando lo que quiero… He dado mi palabra, y no voy a faltar a ella por darte gusto… Hemos terminado.
Vaciló Toni, como si acabase de recibir un golpe en el pecho. Sus ojos volvieron a brillar, humedeciéndose. Después de una larga reflexión tendió su diestra velluda al capitán.
—¡Adiós, Ulises!…
Él no quería obedecer, y un marino que desacata las órdenes de su jefe debe desembarcar. En ningún buque viviría como en el Mare nostrum. Tal vez le faltase colocación; tal vez los otros capitanes no quisieran de él, por considerarle habituado a una excesiva familiaridad; pero si era necesario, volvería a ser patrón de barca de cabotaje… ¡Adiós! Aquella noche no dormiría a bordo.
Ferragut se indignó, hasta gritar de coraje:
—¡Pero no seas bárbaro!… ¡Qué testarudez la tuya!… ¿A qué vienen esos escrúpulos exagerados?…
Luego sonrió malignamente, y dijo en voz baja:
—Ya sabes que nos conocemos, y no ignoro que en tu juventud has hecho el contrabando.
Se irguió Toni con altivez. Ahora era él quien se indignaba.
—He hecho el contrabando; ¿y qué hay de extraordinario en eso?… También lo hicieron tus abuelos. No hay en nuestro mar un solo navegante honrado que no conozca ese pecadillo… ¿A quién se hace daño con ello?…
El único que podía quejarse era el Estado, vaga personalidad que nadie sabe dónde habita ni qué cara tiene, y que sufre diariamente un millón de atentados semejantes. Toni había visto en las aduanas a viajeros riquísimos engañar la vigilancia de los empleados por evitarse un pago insignificante. Toda persona lleva dentro un contrabandista… Además, gracias a los navegantes del fraude, los pobres fumaban mejor y más barato. ¿A quién asesinaban con sus negocios?… ¿Cómo se atrevía Ferragut a comparar estas faltas a la ley, sin perjuicio para las personas, con la tarea de ayudar a los piratas submarinos en la continuación de sus crímenes?…
El capitán, desarmado por esta lógica simple, quiso apelar a la seducción.
—Toni, a lo menos hazlo por mí. Sigamos amigos como siempre. Yo me sacrificaré en otra ocasión. Piensa que he dado mi palabra.
Y el segundo, algo conmovido por sus ruegos, contestó dolorosamente:
—No puedo… ¡no puedo!
Necesitaba decir más, completar su pensamiento, y añadió:
—Soy republicano…
Esta profesión de fe la elevaba como un muro infranqueable, golpeándose al mismo tiempo el pecho para demostrar la dureza del obstáculo.
Ulises sintió tentaciones de reír, lo mismo que hacía siempre ante las afirmaciones políticas de Toni. Pero la situación no era para burlas, y siguió hablando con el deseo de convencerle.
¡Él amaba la libertad y se ponía del lado del despotismo!… Inglaterra era la gran tirana de los mares: había provocado la guerra para reforzar su poderío, y si alcanzaba la victoria, su soberbia no tendría límites. La pobre Alemania no hacía mas que defenderse… Repitió Ferragut todo lo que había escuchado en casa de la doctora, para terminar con tono de reproche:
—¿Y tú estás al lado de los ingleses, Toni? ¿Tú, un hombre de ideas avanzadas?…
Se rascó la barba el piloto con una expresión de perplejidad, rebuscando las palabras fugitivas. No ignoraba lo que debía responder. Lo había leído en escritos de señores que sabían tanto como su capitán. Además, había reflexionado mucho sobre esto en sus solitarios paseos sobre el puente.
—Yo estoy donde debo estar. Estoy con Francia…
Torpemente, con balbuceos y palabras incompletas, expuso su pensamiento. Francia era el país de la gran Revolución, y él la consideraba por esto como algo que le pertenecía, uniendo su suerte a la de su propia persona.
—Y no necesito decir más. En cuanto a Inglaterra…
Aquí hizo una pausa, como el que descansa y toma fuerzas para dar un salto penoso.
—Siempre habrá una nación —continuó— que esté encima de las otras… Nosotros apenas somos algo en el presente, y según he leído, España pesó sobre el mundo entero durante siglo y medio. Estábamos en todas partes: nos encontraban hasta en la sopa. Después le llegó el turno a Francia. Ahora es Inglaterra… A mí no me molesta que un pueblo se coloque sobre los demás. Lo que me interesa es lo que representa ese pueblo: la moda que va a imponer al mundo.
Ferragut concentraba su atención para comprender lo que Toni quería decir.
—Si triunfa Inglaterra —siguió diciendo el piloto—, será de moda la libertad. ¿Qué me importa su soberbia, si siempre ha de existir un pueblo soberbio?… Las naciones copiarán seguramente al que gane… Inglaterra, según dicen, es una República que se paga el lujo de un rey para las grandes ceremonias. Con ella serán de rigor la paz, el gobierno desempeñado por los paisanos, la desaparición de los grandes ejércitos, la verdadera civilización. Si triunfa Alemania, viviremos como en un cuartel, gobernará el militarismo, criaremos hijos, no para que gocen de la vida, sino para que sean soldados y se hagan matar en plena juventud. La fuerza como único derecho: ésa es la moda alemana; la vuelta a los tiempos bárbaros bajo una careta de civilización.
Calló un instante, como si recapitulase mentalmente todo lo dicho, para convencerse de que no había dejado ninguna idea olvidada en los rincones de su pensamiento. Después se golpeó el pecho. Él estaba donde debía estar, y le era imposible obedecer a su capitán.
—¡Soy republicano!… ¡soy republicano! —repitió con energía, como si luego de dicho esto no necesitase añadir más.
Ferragut, no sabiendo qué contestar a su entusiasmo simple y sólido, se entregó a la cólera.
—¡Márchate, bruto!… ¡No quiero verte, mal agradecido! Yo haré las cosas solo: no te necesito. Me basto para llevar el buque allá donde me plazca y cumplir mi santa voluntad. Aléjate con todas las mentiras viejas de que te han atiborrado el cráneo… ¡ignorante!
Su rabia le hizo caer en un sillón, volviendo la espalda al piloto, ocultando su cabeza entre las manos, para dar a entender con este silencio despectivo que todo había terminado.
Los ojos de Toni, cada vez más hinchados y vidriosos, acabaron por soltar una lágrima… ¡Separarse así después de una vida fraternal en la que los meses valían por años!…
Avanzó tímidamente para apoderarse de una de las manos de Ferragut, blanda, desmayada, inexpresiva. Su frío contacto le hizo vacilar. Se sintió inclinado a ceder… Pero inmediatamente borró esta debilidad con el tono firme y breve de su voz:
—¡Adiós, Ulises!…
El capitán no le contestó, dejando que se alejase sin la menor palabra de despedida.
Se hallaba ya el piloto junto a la puerta, cuando se detuvo para hablarle con una expresión doliente y afectuosa:
—No temas que diga esto a nadie… Todo queda entre los dos. Inventaré un pretexto para que la gente de a bordo no se extrañe de mi marcha.
Vacilaba como si tuviese miedo a parecer importuno, pero añadió:
—Te aconsejo que no intentes ese viaje. Sé cómo piensan nuestros hombres: no cuentes con ellos. Hasta el tío Caragol, que sólo se ocupa de su cocina, te criticará… Tal vez te obedezcan porque eres el capitán, pero cuando bajen a tierra no serás dueño de su silencio… Créeme: no lo intentes. Vas a deshonrarte… Tú sabrás por qué causa… ¡Adiós, Ulises!
Cuando éste levantó la cabeza, el piloto ya había desaparecido. La soledad pesó de pronto con una gravitación mortal sobre su pensamiento. Sintió miedo a realizar sus planes sin el auxilio de Toni. Le pareció que se había roto la cadena de autoridad que iba desde él a sus gentes. El piloto se llevaba una parte del prestigio que Ferragut ejercía sobre los tripulantes. ¿Cómo explicar su desaparición en vísperas de un viaje ilegal que exigía gran reserva? ¿Cómo asegurarse del silencio de todos?…
Quedó pensativo largo rato, y de pronto abandonó su sillón, saliendo a la cubierta.
Dio un grito a los marineros que trabajaban en la limpieza: «¿Dónde está don Antonio? ¡A ver: uno que le llame!».
—¡Don AnToni!… ¡don AnToni! —contestó una fila de voces de la popa a la proa, mientras el tío Caragol asomaba la cabeza a la puerta de sus dominios.
Surgió don AnToni por una escotilla. Estaba revisando todo el buque antes de despedirse de su capitán. Éste le recibió volviendo el rostro, evitando su mirada, con un gesto complejo y contradictorio. Sentía la cólera de su vencimiento, la vergüenza de su debilidad, y junto con esto la gratitud instintiva del que se ve librado de un mal paso por una mano violenta que lo maltrata y lo salva.
—¡Quédate, Toni! —dijo con voz sorda—. Nada hay de lo dicho. Yo recobraré mi palabra como pueda… Mañana sabrás con certeza lo que vamos a hacer.
La cara solar de Caragol sonreía beatíficamente a lo lejos, sin ver nada, sin oír nada. Había presentido algo grave con la llegada del capitán, su larga entrevista a solas con el segundo, y la salida de éste, que pasó silencioso y ceñudo ante la puerta de la cocina. Ahora, el mismo presentimiento le avisaba una reconciliación de los dos hombres, cuyos bultos distinguía confusamente. ¡Bendito sea el Cristo del Grao!… Y al saber que el capitán se quedaba a bordo hasta la tarde, se lanzó a la confección de uno de sus arroces magistrales, para solemnizar la vuelta de la paz.
Poco antes de la puesta del sol, Ulises se encontró con su amante en el hotel. Volvió a tierra nervioso e inquieto. Su zozobra le hacía temer esta entrevista, y al mismo tiempo la deseaba.
«¡Adelante! Yo no soy un niño para sentir tales miedos», se dijo al entrar en su cuarto y ver a Freya esperándole.
La habló con la brutalidad del que necesita terminar pronto… «No podía encargarse del servicio que le había pedido la doctora. Retiraba su palabra. El segundo de a bordo no quería seguirle».
Estalló la cólera de ella sin ningún miramiento, con la franqueza de la intimidad. Odiaba a Toni. «¡Fauno viejo y feo!…». Desde el primer momento había adivinado en él a un enemigo.
—Pero tú eres dueño del buque —continuó—. Tú puedes hacer lo que quieras, y no necesitas su ayuda para navegar.
Cuando dijo Ulises que tampoco estaba seguro de su gente y que el viaje era imposible, la mujer volvió su cólera contra él. Parecía haber envejecido de golpe diez años. El marino la vio con otra cara, de una palidez cenicienta, las sienes fruncidas, los ojos con lágrimas iracundas y una leve espuma en las comisuras de su boca.
—Hablador… embustero… ¡meridional!
Ulises intentó calmarla. Era posible encontrar otro barco: se ofrecía a ayudarles en la busca. Iba a enviar Mare nostrum a que le esperase en Barcelona, y él permanecería en Nápoles todo el tiempo que ella quisiera.
—¡Farsante!… ¡Y yo he creído en ti! ¡Y yo me he entregado considerándote un héroe, tomando como verdad tus ofertas de sacrificio!…
Se marchó furiosa, dando un terrible portazo.
«Va a ver a la doctora… —pensó Ferragut—. Todo ha terminado».
Lamentó la pérdida de esta mujer, aun después de haberla visto con su fealdad trágica y pasajera. Al mismo tiempo le escocían las palabras injuriosas, los insultos cortantes con que había acompañado su salida. Ya estaba harto de oírse llamar «meridional», como si esto fuese un estigma.
Paladeó la alegría forzosa, la sensación de falsa libertad de todo enamorado después de una escena de rompimiento. «¡A vivir!…». Quiso volver inmediatamente al buque, pero temió la resurrección de sus recuerdos evocados por la soledad. Era mejor quedarse en Nápoles, ir al teatro, confiarse a la suerte de un buen encuentro, lo mismo que cuando bajaba a tierra por unas horas. A la mañana siguiente abandonaría el hotel, con todo su equipaje, y antes de la puesta del sol estaría navegando en plena mar.
Comió fuera del albergo. Pasó la noche codeándose con hembras en cafés cantantes, donde un espectáculo insípido y variado servía de pretexto para disimular la feria de la carne. El recuerdo de Freya, fresco y vivo, se elevaba entre él y las bocas pintadas cada vez que éstas le sonreían queriendo atraerle.
A la una de la madrugada subió la escalera del hotel, sorprendiéndose al ver una raya de luz por debajo de la puerta de su cuarto. Entró… Ella le aguardaba leyendo, tranquila y sonriente. Su rostro, refrescado y retocado con juveniles colores, no guardaba ninguna huella del furioso crispamiento que lo había ensombrecido horas antes. Estaba vestida con su pijama hombruno.
Viendo entrar a Ulises, se levantó con los brazos tendidos.
—¡Di que no me guardas rencor!… ¡Di que me perdonas!… He sido muy mala contigo esta tarde, lo reconozco.
Se había abrazado a él, frotando su boca contra su cuello con un arrullo felino. Antes de que el capitán pudiese responder, ella continuó, con una voz infantil:
—¡Mi tiburón! ¡Mi lobo marino, que me ha hecho esperar hasta estas horas!… ¡Júrame que no me has sido infiel!… Deja que te respire. Yo percibo en seguida la huella de otra mujer.
Oliéndole las barbas y el rostro, su boca se aproximó a la del marino.
—No, no has sido infiel… Encuentro aún mi perfume… ¡Oh Ulises!, ¡héroe mío!…
Le besó con aquel beso absorbente que parecía apropiarse toda la vida de él, obscureciendo su pensamiento, anulando su voluntad, haciéndole temblar del occipucio a los talones. Todo quedó olvidado: ofensas, despechos, propósitos de partida… Y cayó, como siempre, vencido bajo la caricia vampiresca.
Se hizo la obscuridad; una obscuridad poblada de suspiros y misteriosos rumores. Una hora después, cuando el silencio era absoluto, sonó quedamente la voz de Freya. Recapitulaba lo que no se habían dicho, pero que los dos pensaban a la vez.
—La doctora cree que debes quedarte. Deja que tu buque se marche con ese fauno feo que sólo sirve de estorbo. Que te espere allá en tu tierra… Tú puedes hacernos aquí un gran favor… Ya lo sabes: te quedas… ¡Qué felicidad!
El destino de Ferragut era obedecer a esta voz amorosa y dominadora… Y en la mañana siguiente, Toni le vio llegar al vapor con un aire de mando que no admitía réplica. Mare nostrum debía partir cuanto antes con rumbo a Barcelona. Confiaba el mando a su segundo. Iría a reunirse con él tan pronto como terminase ciertos asuntos que le retenían en Nápoles.
Toni dilató sus ojos con un gesto de sorpresa. Quiso responder, pero quedó con la boca abierta, sin atreverse a dar salida a sus palabras… Era el capitán, y él no iba a permitirse objeciones a todas sus órdenes.
—Está bien —dijo finalmente—. Sólo te ruego que vuelvas cuanto antes a encargarte del mando… No olvides lo que pierdes teniendo el buque amarrado.
Pocos días después de la partida del vapor, cambió radicalmente el modo de vivir de Ulises.
Ella no quiso continuar alojada en el hotel. Acometida por un pudor repentino, le molestaban las curiosidades y sonrisas de pasajeros y criados. Además, quería gozar de una libertad completa en sus relaciones amorosas. Su amiga, que era para ella como una madre, facilitaba sus deseos. Los dos iban a vivir en su casa.
Ferragut se sorprendió al conocer la amplitud del piso ocupado por la doctora. Más allá de su salón existían un sinnúmero de habitaciones algo destartaladas y sin muebles; un dédalo de tabiques y pasillos en el que se perdía el capitán, teniendo que apelar al auxilio de Freya. Todas las puertas del rellano de la escalera, que parecían sin relación con la mampara verde de la oficina, eran otras tantas salidas de la misma vivienda.
Los amantes se alojaron en un extremo, como si viviesen en una casa aparte. Una de las puertas era sola para ellos. Ocupaban un gran salón, rico en molduras y dorados y pobre en mueblaje. Tres sillas, un diván viejo, una mesa cargada de papeles, de artículos de tocador, de comestibles, y una cama algo estrecha en uno de los rincones, eran todas las comodidades de su nueva instalación.
En la calle hacía calor y ellos temblaban de frío en esta pieza magnífica, donde jamás habían penetrado los rayos solares. Ulises intentó hacer fuego en una chimenea de mármol de colores, grande como un monumento, y tuvo que desistir, medio ahogado por el humo. Para ir hasta la doctora tenían que atravesar un sinnúmero de habitaciones abandonadas y en fila.
Vivieron como recién casados, en amorosa soledad, comentando con un regocijo infantil los defectos de su aposento y los mil inconvenientes de la existencia material. Freya preparaba el desayuno en un hornillo de alcohol, defendiéndose de su amante, que se creía con mayor competencia para los trabajos culinarios. Un marino sabe algo de todo.
La proposición de buscar una sirvienta para los más vulgares menesteres irritó a la alemana.
—¡Nunca!… Tal vez sería una espía.
Y la palabra «espía» tomaba en sus labios una expresión de inmenso desprecio.
La doctora se ausentaba con viajes frecuentes, y era Karl, el empleado del escritorio, el que recibía a los visitantes. Algunas veces atravesaba la fila de piezas desiertas para pedir a Freya un informe, y ésta le seguía, dejando a su amante por unos momentos.
Al verse Ulises solo, experimentaba un repentino desdoblamiento de su personalidad. Resurgía el hombre anterior al encuentro en Pompeya. Veía su buque, veía su casa de Barcelona.
«¿En dónde te has metido? —se preguntaba con remordimiento—. ¿Cómo terminará todo esto?…».
Pero al sonar los pasos de ella en la habitación inmediata, al percibir la onda atmosférica producida por el desplazamiento de su adorable cuerpo, se replegaba en su interior esta segunda persona y un telón opaco caía en su memoria, dejando visible únicamente la realidad actual.
Con la sonrisa beatífica de los fumadores de opio, aceptaba la caricia turbadora de sus labios, el enroscamiento de sus brazos, que le oprimían como boas de marfil.
—¡Ulises!, ¡dueño mío!… Los minutos que me separo de ti me pesan como siglos.
Él, en cambio, había perdido la noción del tiempo. Los días se embrollaban en su memoria, y tenía que pedir ayuda para contar su paso. Llevaba una semana en casa de la doctora, y unas veces creía que el dulce secuestro era sólo de cuarenta y ocho horas, otras que había transcurrido cerca de un mes.
Salían poco. La mañana transcurría insensiblemente entre los largos desperezamientos del despertar y los preparativos del almuerzo, confeccionado por ellos mismos. Si había que ir en busca de un comestible olvidado el día antes, era ella la que se encargaba de la expedición, queriendo evitarle todo contacto con la vida exterior.
Las tardes eran tardes de harén, pasadas sobre el diván o tendidos en el suelo. Ella entonaba a media voz cantos orientales incomprensibles y misteriosos. De pronto saltaba impetuosamente, como un muelle que se despliega, como una serpiente que se yergue, y empezaba a bailar casi sin mover los pies, ondulando sus ágiles miembros… Y él sonreía con estúpido arrobamiento, tendiendo la diestra hacia un taburete árabe cargado de botellas.
Freya cuidaba de la provisión de licores más aún que de los comestibles. El marino estaba ebrio, con una borrachera sabiamente dosificada que nunca iba más allá del período de color de rosa. ¡Pero era tan feliz!…
Comían fuera de la casa. Algunas veces sus salidas eran a media tarde, e iban a los restoranes de Possilipo o del Vomero, los mismos que lo habían conocido a él como suplicante sin esperanza, y le veían ahora llevándola del brazo con orgulloso aire de posesión. Si les sorprendía la noche en su encierro, se dirigían a toda prisa a un café del interior de la ciudad, una cervecería, cuyo dueño hablaba en voz baja con Freya, empleando el idioma alemán.
Siempre que la doctora estaba en Nápoles los sentaba a su mesa, con el aire de una buena madre que recibe a su hija y a su yerno. Sus lentes escrutadores parecían registrar el alma de Ferragut, como si dudasen de su fidelidad. Luego se enternecía en el curso de estos banquetes, compuestos de fiambres a uso alemán, con gran abundancia de bebidas. El amor era para ella lo más hermoso de la existencia, y no podía ver a los dos enamorados sin que un vaho de emoción empañase los cristales de sus segundos ojos.
—¡Ah, capitán!… ¡Quiérala usted mucho!… No la contraríe, obedézcala en todo… Ella le adora.
Frecuentemente, volvía de sus viajes con visible mal humor. Ulises adivinaba que había estado en Roma. Otros días se mostraba alegre, con una alegría irónica y pesada. «Los mandolinistas parecían entrar en razón. Cada vez contaba Alemania más partidarios entre ellos. En Roma, la propaganda germánica repartía millones».
Una noche, la emoción conmovía su áspera sensibilidad. Traía de su viaje un retrato, que apoyó amorosamente en el vasto pecho antes de mostrarlo.
—¡Vedlo! —dijo a los dos—. Éste es el héroe cuyo nombre hace derramar lágrimas de entusiasmo a todos los alemanes… ¡Qué honor para nuestra familia!
El orgullo le hizo apresurarse, arrancando la fotografía de manos de Freya para pasársela a Ulises. Este vio a un oficial de marina algo maduro rodeado de numerosa familia. Dos niñas de cabellera rubia estaban sentadas en sus rodillas. Cinco chiquillos cabezudos y peliblancos aparecían a sus pies con las piernas cruzadas, alineados por orden de edad. Junto a sus hombros se extendían en doble ala varias señoritas huesudas, con las trenzas anudadas en forma de cesto, imitando el peinado de las emperatrices y grandes duquesas… Detrás se erguía la compañera virtuosa y prolífica, aventajada por los excesos de una maternidad de repetición.
Ferragut contempló largamente a este patriarca guerrero. Tenía cara de buena persona, con sus ojos claros y su barba canosa y puntiaguda. Casi le inspiró una tierna compasión por sus abrumadores deberes de padre.
Mientras tanto, la voz de la doctora cantaba las glorias de su pariente.
—¡Un héroe!… Nuestro gracioso kaiser le ha dado la Cruz de Hierro. Varias capitales lo han hecho ciudadano honorífico… ¡Dios castiga a Inglaterra!
Y ensalzó la inaudita hazaña de este jefe de familia. Era el comandante del submarino que había torpedeado a uno de los más grandes trasatlánticos ingleses. De mil doscientos pasajeros que venían de Nueva York, estaban ahogados más de ochocientos… Mujeres y niños habían entrado en la destrucción general.
Freya, más ágil de pensamiento que la doctora, leyó en los ojos de Ulises… Miraba ahora con asombro la fotografía de este oficial rodeado de su bíblica prole como un burgués bondadoso. ¿Y un hombre que parecía bueno había hecho tal carnicería sin arrostrar peligro alguno, oculto en el agua, con el ojo pegado al periscopio, ordenando fríamente el envío del torpedo contra la ciudad flotante e indefensa?…
—¡Es la guerra! —dijo Freya.
—¡Claro que es la guerra! —repuso la doctora, como si le ofendiese el tono de excusa de su amiga—. Y es también nuestro derecho. Nos bloquean, quieren matar de hambre a nuestras mujeres y nuestros niños, y nosotros les matamos a los suyos.
Sintió el capitán la necesidad de protestar, sin hacer caso de los gestos de su amante y de sus tirones ocultos. La doctora le había dicho muchas veces que Alemania no conocería nunca el hambre, gracias a su organización, y que podía resistirse años y años con el consumo de sus propios productos.
—Así es —contestó la dama—. Pero la guerra hay que hacerla feroz, implacable, para que dure menos. Es un deber humano aterrar a los enemigos con una crueldad que vaya más allá de lo que puedan imaginarse.
El marino durmió mal aquella noche, con una visible preocupación. Freya adivinó la presencia de algo que encapaba al influjo de sus caricias. Al día siguiente persistió este alejamiento pensativo, y ella, conociendo la causa, quiso disiparlo con sus palabras…
Los torpedeamientos de vapores indefensos sólo se hacían en las costas de Inglaterra. Había que cortar, fuese como fuese, el abastecimiento de la isla odiada.
—En el Mediterráneo no ocurrirá nunca eso. Puedo asegurártelo… Los submarinos sólo atacarán a los buques de guerra.
Y como si temiese un renacimiento de los escrúpulos de Ulises, extremó sus seducciones en las tardes de voluptuoso encierro. Se renovaba, para que su amante no conociese el hastío. Él, por su parte, llegó a creer que vivía a la vez con varias mujeres, lo mismo que un personaje oriental. Freya, al multiplicarse, no hacía mas que girar sobre sí misma, mostrándole una nueva faceta de su pasada existencia.
El sentimiento de los celos, la amargura de no haber sido el primero y el único, rejuvenecía la pasión del marino, alejando el cansancio de la hartura, dando a las caricias de ella el sabor acre, desesperado y atrayente al mismo tiempo de una forzosa confraternidad con ignorados antecesores.
Dejando libres sus encantos, iba y venía por el salón, segura de su hermosura, orgullosa de su cuerpo duro y soberbio, que no había cedido aún bajo el paso de los años. Unos chales de colores le servían de vestiduras transparentes. Agitándolos como fragmentos de arco iris en torno de su marfileña desnudez, esbozaba las danzas sacerdotales, las danzas al terrible Siva que había aprendido en Java.
De pronto, el frío de la habitación mordía en sus carnes, despertándola de este ensueño tropical. De un último salto iba a refugiarse en los brazos de él.
—¡Oh, mi argonauta amado!… ¡Tiburón mío!
Se apelotonaba contra el pecho del navegante, acariciándole las barbas, empujándolo para incrustarse en el diván, que resultaba estrecho para los dos.
Adivinaba inmediatamente la causa de su enfurruñamiento, de la flojera con que respondía a sus caricias, del fuego sombrío que pasaba por sus ojos… La danza exótica le hacía recordar el pasado de ella. Y para dominarle de nuevo, sometiéndolo a una dulce pasividad, saltaba del diván, corriendo por la habitación.
—¿Qué le daré a mi hombrecito malo para que sonría un poco?… ¿Qué le haré para que olvide sus malas ideas?…
Los perfumes eran su afición dominante. Como ella misma declaraba, podía faltarle que comer, pero nunca las esencias más ricas y costosas. En aquel salón de muebles escasos, semejante al interior de una tienda de campaña, los frascos tallados, con cerraduras doradas y niqueladas, asomaban entre ropas y papeles, surgían de los rincones, denunciando el olvido en que vivían con su embriagadora respiración.
—¡Toma!… ¡toma!
Y derramaba los perfumes preciosos como si fuesen agua sobre la cabeza de Ferragut, sobre sus barbas rizosas, teniendo el marino que cerrar los párpados para no quedar ciego bajo el loco bautismo.
Ungido y oloroso como un déspota asiático, el fuerte Ulises se revolvía algunas veces contra este afeminamiento. Otras lo aceptaba, con la delectación de un placer nuevo.
Veía abrirse de pronto un ventanal en su imaginación, y pasaban por este cuadro luminoso la melancólica Cinta, su hijo Esteban, el puente del buque, Toni junto al timonel.
«¡Olvida! —gritaba la voz de los malos consejos, borrando la visión—. ¡Goza del presente!… Tiempo te queda para ir en busca de ellos».
Y se sumía otra vez en su bienestar artificioso y refinado, con el egoísmo del sátrapa que, luego de ordenar varias crueldades, se encierra en el harén.
Lienzos finísimos esparcidos al azar se arrollaban a su cuerpo o le servían de almohada. Eran prendas interiores de ella, pétalos desprendidos de su hermosura, pantalones y camisas que guardaban la tibieza y el perfume de su carne. Los equipajes de los dos estaban confundidos, como si sufriesen la misma atracción que juntaba sus cuerpos con un enlazamiento continuo. Si Ferragut necesitaba buscar un objeto de su pertenencia, se perdía en el oleaje de faldas, enaguas de seda, ropa blanca, perfumes y retratos tendido sobre los muebles o encrespado en los rincones.
Cuando Freya no se apelotonaba en sus brazos, cansada de danzar en el centro del salón, abría una caja de sándalo. En ella guardaba todas sus joyas, volviendo a extraerlas con nerviosa inquietud, como si temiera que se evaporasen en el encierro. Su amante tenía que oír las graves explicaciones con que acompañaba la exhibición de sus tesoros.
—¡Toca! —decía mostrándole la sarta de perlas unida casi siempre a su cuello.
Estos granos de resplandor lunar eran para ella animalillos vivientes, criaturas que necesitaban el contacto de su piel para alimentarse con su jugo. Se impregnaban de la esencia del que las llevaba: bebían su vida.
—¡Han dormido tantas noches sobre mí! —murmuraba contemplándolas amorosamente—. Ese ligero tono de ámbar se lo he dado yo con mi calor.
Ya no eran una joya: formaban parte de su organismo. Podían palidecer y morir si pasaban varios días olvidadas en el fondo de la caja.
Después iba sacando del perfumado encierro todas las joyas que constituían su orgullo: pendientes y sortijas de gran precio revueltos con otras alhajas exóticas de bizarras formas y escaso valor adquiridas en sus viajes.
—¡Mira bien! —decía gravemente a Ferragut mientras frotaba contra su brazo desnudo el enorme brillante de una de sus sortijas.
Al calentarse, la piedra preciosa se convertía en imán. Un pedazo de papel colocado a unos cuantos centímetros lo atraía con irresistible revoloteo.
A continuación frotaba una de aquellas joyas exóticas y falsas con gruesos vidrios tallados, y el pedacito de papel quedaba inmóvil, sin estremecerse bajo los efectos de la atracción.
Freya, satisfecha de estas experiencias, guardaba sus tesoros en la cajita y la repelía con pasajero tedio, para arrojarse sobre Ulises lo mismo que una bestia que quiere morder.
Estos largos encierros en una atmósfera cargada de esencias, de tabaco oriental, de respiración de carne femenil, desordenaban el pensamiento de Ferragut. Además, bebía para dar nuevo vigor a su organismo, que empezaba a quebrantarse con los monstruosos excesos de la voluptuosa reclusión. Al más leve signo de fastidio, Freya caía sobre él con sus labios dominadores. Si lo dejaba libre de sus brazos, era para ofrecerle la copa llena de licores fuertes.
La embriaguez, al apoderarse de él, entornando sus ojos, evocaba siempre idénticos ensueños. En sus siestas de ebrio saciado y feliz, reaparecía Freya, que no era Freya, sino doña Constanza, la emperatriz de Bizancio. La veía vestida de labradora, tal como figuraba en el cuadro de la iglesia de Valencia, y al mismo tiempo completamente desnuda, igual que la otra cuando danzaba en el salón.
Esta doble imagen, que se separaba y se juntaba caprichosamente con las inverosimilitudes del ensueño, decía siempre lo mismo. Freya era doña Constanza perpetuándose a través de los siglos, tomando nuevas formas. Había nacido de la unión de un alemán y una italiana, igual que la otra… Pero la púdica emperatriz sonreía ahora de su desnudez; estaba satisfecha de ser simplemente Freya. La infidelidad marital, la persecución y la pobreza, habían sido el resultado de su primera existencia, tranquila y virtuosa.
«Ahora conozco la verdad —continuaba diciendo doña Constanza con una sonrisa dulcemente impúdica—. Sólo existe el amor; lo demás es engaño. ¡Bésame, Ferragut!… He vuelto a la vida para recompensarte. Tú me diste la virginidad de tu cariño; me deseaste antes de ser hombre».
Y su beso era igual al de la espía, un beso absorbente que tiraba de toda su persona, haciéndole despertar… Al abrir los ojos, veía a Freya abrazada a él y con la boca junto a la suya.
—¡Levántate, mi lobo marino!… Ya es de noche. Vamos a comer.
Fuera de la casa, Ulises aspiraba el viento del crepúsculo, mirando las primeras estrellas que empezaban a brillar sobre los tejados. Sentía la fresca delectación y la flojedad de piernas de la odalisca que sale de su encierro.
Terminada la comida, andaban por las calles más obscuras o seguían los paseos de la ribera, huyendo de la gente. Una noche se detuvieron en los jardines de la Villa Nazionale, junto al banco que había presenciado su lucha a la vuelta de Possilipo.
—¡Aquí me quisiste matar, ladrón!… ¡Aquí me amenazaste con tu revólver, bandido mío!…
Ulises protestó… «¡Vaya un modo de recordar las cosas!». Pero ella dio fin a sus rectificaciones con un autoritarismo audaz y mentiroso.
—Fuiste tú… ¡fuiste tú!… Lo digo y basta. Es preciso que te acostumbres a aceptar lo que yo afirme.
En la cervecería donde comían las más de las noches, falso salón medioeval, con vigas de artesonado hechas a máquina, paredes de yeso imitando el roble y vidrieras neogóticas, el dueño mostraba como gran curiosidad un jarro de figurillas grotescas entre los bocks de porcelana que adornaban las repisas del zócalo.
Ferragut lo reconoció inmediatamente: era un jarro antiguo peruano.
—Sí; es una huaca —dijo ella—. Yo también he estado allá… Nos dedicábamos a fabricar antigüedades.
Freya interpretó mal el gesto que hizo su amante. Creyó que se asombraba ante lo inaudito de esta fabricación de recuerdos incásicos. «Alemania es grande. Nada se resiste al poder de adaptación de su industria…».
Y los ojos de ella brillaron con un fuego de orgullo al enumerar estas hazañas de falsa resurrección histórica. Habían llenado museos y colecciones particulares de estatuillas egipcias y fenicias recién hechas. Luego habían fabricado en tierra alemana antigüedades del Perú para venderlas a los viajeros que visitaban el antiguo Imperio de los incas. Unos indígenas a sueldo se encargaban de desenterrarlas oportunamente, con gran publicidad. Ahora, la moda favorecía al arte negro, y los coleccionistas buscaban los ídolos horribles de madera tallados por las tribus del interior de África.
Pero lo que interesaba a Ferragut era el plural empleado por ella al hablar de tales industrias. ¿Quién fabricaba las antigüedades peruanas?… ¿Era su marido el sabio?…
—No —dijo Freya tranquilamente—; fue otro: un artista de Munich. Tenía escaso talento para la pintura, pero una gran inteligencia para los negocios. Volvimos del Perú con la momia de un inca, que paseamos por casi todos los museos de Europa, sin encontrar quien la comprase. Un mal negocio. Guardábamos al inca en nuestro cuarto del hotel, y…
Ferragut no se interesó con las andanzas del pobre monarca indio arrancado al reposo de su tumba… ¡Uno más! Cada confidencia de Freya sacaba un nuevo antecesor de las tinieblas de su pasado.
Al salir de la cervecería, el capitán marchó con aspecto sombrío. Ella, por el contrario, reía de sus recuerdos, viendo a través de los años, con un optimismo halagador, esta lejana aventura de su época de bohemia; regocijándose al evocar la carroña del inca paseada de hotel en hotel.
De pronto estalló la cólera de Ulises… El oficial holandés, el sabio naturalista, el cantante que se pegó un tiro, y ahora el falsificador de antigüedades… Pero ¿cuántos hombres había en su existencia? ¿Cuántos quedaban aún por llegar?… ¿Por qué no los soltaba todos de una vez?…
Freya quedó sorprendida por la violencia del exabrupto. Le daba miedo la cólera del marino. Luego rió, apoyándose con fuerza en su brazo, tendiendo el rostro hacia él.
—¡Tienes celos!… ¡Mi tiburón tiene celos! Sigue hablando. No sabes lo que me gusta oírte. ¡Quéjate!… ¡pégame!… Es la primera vez que veo a un hombre con celos. ¡Ah, los meridionales!… Por algo os adoran las mujeres.
Y decía verdad. Experimentaba una sensación nueva ante esta cólera viril provocada por el despecho amoroso. Ulises se le aparecía como un hombre distinto a todos los que había conocido en su existencia anterior, fríos, acomodaticios y egoístas.
—¡Ferragut mío!… ¡Mi mediterráneo! ¡Cómo te amo! Ven… ven… Necesito recompensarte.
Estaban en una calle céntrica, junto a la esquina de un callejón que formaba una cuesta de rellanos. Ella le empujó, y a los primeros pasos en la estrecha y obscura vía se abrazó a él, volviendo la espalda al movimiento y la luz de la gran calle para besarlo con aquel beso que hacía temblar las piernas del capitán.
Aplacado en su cólera, siguió quejándose durante el resto del paseo. ¿Cuántos le habían precedido?… Necesitaba conocerlos. Quería saber, por lo mismo que esto le causaba un daño horrible. Era el sádico deleite del celoso que persiste en arañar su herida.
—Quiero conocerte —repitió—. Debo conocerte, ya que me perteneces. ¡Tengo derecho!…
Este derecho, invocado con una testarudez infantil, hizo sonreír a Freya dolorosamente. Largos siglos de experiencia parecieron asomar en el fruncimiento melancólico de su boca. Brilló en ella la sabiduría de la mujer, más cauta y previsora que la del hombre, por ser el amor su única preocupación.
—¿Por qué quieres saber? —preguntó con desaliento—. ¿Qué adelantas con eso?… ¿Serás acaso más feliz cuando sepas?…
Calló durante algunos pasos, y luego dijo sordamente:
—Para amar no es preciso conocerse. Todo lo contrario: un poco de misterio mantiene la ilusión y aleja la hartura… El que quiere saber nunca es dichoso.
Siguió hablando. La verdad tal vez era buena en las otras cosas de la existencia, pero resultaba fatal para el amor. Era demasiado fuerte, demasiado cruda. El amor se asemejaba a ciertas mujeres, bellas como diosas a una luz artificial y discreta, horribles como monstruos bajo los resplandores quemantes del sol.
—Créeme: repele esas quimeras del pasado. ¿No te basta el presente?… ¿No eres feliz?
Y necesitando convencerla de que lo era, pobló aquella noche el cerrado misterio del dormitorio con una serie interminable de voluptuosidades feroces, exasperadas, que hicieron caer a Ulises en un anonadamiento pesado y dulce a la vez.
Tenía la convicción de su vileza. Adoraba y detestaba a esta mujer que dormía a su lado con un cansancio impuro… ¡Y no poder separarse!…
Ansioso de encontrar una excusa, evocó la imagen de su cocinero tal como era cuando filosofaba en el rancho de la marinería. Para desear los mayores males a un enemigo, este varón cuerdo formulaba siempre el mismo anatema: «¡Permita Dios que encuentres una mujer arreglada a tu gusto!…».
El piadoso y malhablado Caragol no designaba a la mujer por entero, circunscribiéndose a nombrar la parte más interesante de su sexo; pero la maldición era la misma.
Ferragut había encontrado la mujer «arreglada a su gusto» y era esclavo para siempre de su suerte. La seguiría, a través de todos los envilecimientos, hasta donde ella quisiera llevarle; cada vez con menos energía para protestar, aceptando las situaciones más deshonrosas a cambio del amor… ¡Y siempre sería así! ¡Y él, que se consideraba meses antes un hombre duro y dominador, acabaría por suplicar y llorar si ella se alejaba!… ¡Ah, miseria!…
En las horas de tranquilidad, cuando la hartura les hacía conversar plácidamente como dos amigos del mismo sexo, Ulises evitaba las alusiones al pasado y le dirigía preguntas sobre su vida actual. Le preocupaban los trabajos misteriosos de la doctora; quería conocer la parte que tomaba Freya en ellos, con el interés que inspiran siempre las acciones más fútiles de la persona amada. ¿No pertenecía él a la misma asociación por el hecho de obedecer sus órdenes?…
Las respuestas eran incompletas. Ella se había limitado a obedecer a la doctora, que lo sabía todo… Luego vacilaba, rectificándose. No; su amiga no podía saberlo todo. Por encima de ella estaban el conde y otros personajes que venían de tarde en tarde a visitarla, como viajeros de paso. Y la cadena de agentes, de menor a mayor, se perdía en misteriosas alturas que hacían palidecer a Freya, poniendo en sus ojos y en su voz una expresión de supersticioso respeto.
Únicamente le era lícito hablar de sus trabajos, y lo hacía discretamente, contando los procedimientos que había empleado, pero sin nombrar a sus colaboradores ni decir cuál era su finalidad. Las más de las veces se había movido sin saber adónde convergían sus esfuerzos, como voltea una rueda, conociendo únicamente su engranaje inmediato, ignorando el conjunto de la maquinaria y la clase de producción a que contribuye.
Se admiró Ulises de los inverosímiles y grotescos procedimientos empleados por los agentes del espionaje.
—¡Pero eso es de novela de folletón!… Son medios gastados y ridículos que todos pueden aprender en libros y melodramas.
Freya asentía. Por eso mismo los empleaban. El medio más seguro de desorientar al enemigo era valerse de procedimientos vulgares; así, el mundo moderno, inteligente y sutil, se resistía a creer en ellos. Bismarck había engañado a toda la diplomacia europea diciendo simplemente la verdad, por lo mismo que nadie esperaba que la verdad saliese de su boca. El espionaje alemán se agitaba como los personajes de una novela policíaca, y la gente no quería creer en sus trabajos, aunque estos trabajos pasasen ante sus ojos, por parecerle demasiado gastados y fuera de moda.
—Por eso —continuó ella— cada vez que Francia descubría una parte de nuestros manejos, la opinión mundial, que sólo cree en cosas ingeniosas y difíciles, se reía de ella, considerándola atacada del delirio de persecuciones.
La mujer entraba por mucho en el servicio de espionaje. Las había sabias como la doctora, elegantes como Freya, venerables y con un apellido célebre, para obtener la confianza que inspira una viuda noble. Eran numerosas, pero no se conocían unas a otras. Algunas veces se tropezaban en el mundo, se presentían, pero cada una continuaba su camino, empujadas en distintas direcciones por la fuerza omnipotente y oculta.
Le mostró retratos suyos que databan de algunos años. Ulises tardó en reconocerla al contemplar la fotografía de una japonesa delgada, jovencita, envuelta en un kimono sombrío.
—Soy yo, cuando estuve allá. Nos interesaba conocer la verdadera fuerza de ese pueblo de hombrecitos con ojos de ratón.
El otro retrato aparecía con falda corta, botas de montar, camisa de hombre y un fieltro de cow-boy. Era del Transvaal. También había andado por el Sur de África, en compañía de otros alemanes del «servicio», para sondear el estado de ánimo de los boers bajo la dominación inglesa.
—Yo he estado en todas partes —afirmó ella con orgullo.
—¿También en París? —dijo el marino.
Dudó antes de contestar, pero al fin hizo un movimiento de cabeza… Había estado muchas veces en París. La guerra le había sorprendido viviendo en el Gran Hotel. Afortunadamente, recibió aviso dos días antes de la ruptura de hostilidades, pudiendo librarse de quedar prisionera en un campo de concentración… Y no quiso decir más. Era verbosa y franca al relatar los trabajos pasados, pero el recuerdo de los recientes le infundía una reserva inquieta y medrosa.
Para torcer el curso de la conversación, habló de los peligros que la habían amenazado en sus viajes.
—Necesitamos ser valientes… La doctora, tal como la ves, es una heroína… Ríete; pero si conocieses su arsenal, tal vez te infundiese miedo. Es una científica.
La grave señora experimentaba una repugnancia invencible por las armas vulgares. Freya le conocía todo un botiquín portátil lleno de anestésicos y venenos.
—Además, lleva encima un saquito repleto de ciertos polvos de su invención: tabaco, pimienta… ¡demonios! El que los recibe en los ojos queda ciego. Es como si le echasen llamas.
Ella era menos complicada en sus medios de defensa. Tenía el revólver, arma que lograba ocultar como esconden el aguijón ciertos insectos, sin saberse nunca con certeza de dónde volvía a surgir. Y por si no le era posible valerse de él, contaba con el alfiler de su sombrero.
—Míralo… ¡Con qué gusto lo clavaría en el corazón de muchos!…
Y le mostró una especie de puñal disimulado, un estilete sutil y triangular de verdadero acero, rematado por una perla larga de vidrio que podía servir de empuñadura.
«¡Entre qué gente vives! —murmuraba en el interior de Ferragut la voz de la cordura—. ¡Dónde te has metido, hijo mío!».
Pero su tendencia a desafiar el peligro, a no vivir como los demás, le hizo encontrar un profundo encanto a esta existencia novelesca.
La doctora ya no emprendió más viajes. En cambio aumentaban sus visitantes. Algunas veces, cuando Ulises intentaba dirigirse hacia sus habitaciones, le detenía Freya.
—No vayas… Tiene una consulta.
Al abrir la puerta del rellano que correspondía a su alojamiento, vio en varias ocasiones la mampara verde de la oficina cerrándose detrás de muchos hombres, todos ellos de aspecto germánico: viajeros que venían a embarcarse en Nápoles con cierta precipitación, vecinos de la ciudad que recibían órdenes de la doctora.
Ésta se mostró más preocupada que de costumbre. Sus ojos pasaban con distracción sobre Freya y el marino, como si no los viese.
—Malas noticias de Roma —decía a Ferragut su amante—. Estos mandolinistas malditos se nos escapan.
Ulises empezó a sentir la saciedad de los días voluptuosos, que se sucedían siempre iguales. Sus sentidos se embotaban con tantos placeres repetidos maquinalmente. Además, un monstruoso desgaste le hacía pensar por instinto defensivo en la vida tranquila del hogar.
Tímidamente hacía cálculo sobre su dulce reclusión. ¿Cuánto tiempo vivía en ella?… Su memoria confusa y nebulosa pedía auxilio.
—Quince días —contestaba Freya.
De nuevo insistía en sus cálculos, y ella le afirmaba que sólo iban transcurridas tres semanas desde que su vapor partió de Nápoles.
—Tendré que irme —decía Ulises con vacilación—. Me esperan en Barcelona: no tengo noticias… ¿Qué será de mi buque?…
Ella, que le escuchaba con aire distraído, no queriendo entender sus tímidas insinuaciones, respondió una tarde categóricamente:
—Se acerca el momento de que cumplas tu palabra, de que te sacrifiques por mí. Luego podrás marcharte a Barcelona, y yo… yo iré a juntarme contigo. Si no puedo ir, ya nos encontraremos… El mundo es pequeño.
Su pensamiento no llegaba más allá de este sacrificio exigido a Ferragut. Luego, ¿quién podía saber dónde iría ella a parar?…
Dos tardes después, la doctora y el conde llamaron al marino. La voz de la dama, siempre bondadosa y protectora, tomó esta vez un leve acento de mando.
«Todo está listo, capitán». Como no había podido disponer de su vapor, ella le tenía preparado otro buque. Debía limitarse a seguir las instrucciones del conde. Éste le enseñaría el barco cuyo mando iba a tomar.
Se marcharon juntos los dos hombres. Era la primera vez que Ulises salía a la calle sin Freya, y a pesar de su entusiasmo amoroso, sintió una agradable sensación de libertad.
Descendieron a la ribera, y en el pequeño puerto de la isla del Huevo pasaron el tablón que servía de puente entre el muelle y una goleta pequeña de casco verdoso. Ferragut, que la había apreciado exteriormente de una sola ojeada, corrió su cubierta… «Ochenta toneladas». Luego examinó el aparejo y la máquina auxiliar, un motor a petróleo que le permitía hacer siete millas por hora cuando el velamen no encontraba viento.
Había visto en la popa el nombre del buque y su procedencia, adivinando en seguida la clase de navegación a que estaba dedicado. Era una goleta siciliana de Trápani, construida para la pesca. Un calafate artista había esculpido una langosta de madera subiendo por el timón. Por los dos lados de la proa se remontaba un doble rosario de cangrejos, tallados con la prolijidad inocente de un imaginero medioeval.
Al asomarse a una escotilla vio la mitad de la cala llena de cajas. Ferragut reconoció este cargamento. Cada una de las cajas contenía dos latas de esencia de petróleo.
—Muy bien —dijo al conde, que había permanecido silencioso a sus espaldas, siguiéndole en todas sus evoluciones—. ¿Dónde está la tripulación?…
Kaledine le señaló tres marineros algo viejos acurrucados en la proa y un muchacho vestido de andrajos. Eran veteranos del Mediterráneo, silenciosos y ensimismados, que obedecían maquinalmente las órdenes, sin preocuparse de adonde iban ni de quién los mandaba.
—¿No hay más? —preguntó Ferragut.
El conde aseguró que otros hombres vendrían a reforzar la tripulación en el momento de la salida. Esta iba a ser tan pronto como la carga quedase terminada. Había que tomar ciertas precauciones para no llamar la atención.
—De todos modos, esté usted pronto para embarcarse, capitán. Tal vez le avise con sólo un par de horas de avance.
En la noche, hablando a Freya, se asombró Ulises de la prontitud con que la doctora había encontrado un buque, de la discreción con que hacían su carga, de todos los detalles de este negocio, que se desarrollaba fácil y misteriosamente en la misma boca de un gran puerto, sin que nadie se percatase de ello.
Su amante afirmó con orgullo que Alemania sabía conducir bien sus asuntos. No era la doctora la que obraba tales prodigios. Todos los negociantes germánicos de Nápoles y Sicilia le habían dado ayuda… Y convencida de que el capitán iba a ser avisado de un momento a otro, puso en orden su equipaje, arreglando una pequeña maleta que le había de acompañar en la corta navegación.
Al anochecer del día siguiente el conde vino a buscarle. Todo estaba listo: el buque esperaba a su capitán.
La doctora despidió a Ulises con cierta solemnidad. Se hallaban en el salón, y dio una orden en voz baja a Freya. Ésta salió para volver inmediatamente con una botella estrecha y larga. Era vino añejo del Rhin, regalo de un comerciante de Nápoles, que guardaba la doctora para una ocasión extraordinaria. Llenó cuatro vasos; y tomando el suyo, miró en torno de ella con indecisión.
—¿Dónde cae el Norte?
El conde lo señaló silenciosamente. Entonces la dama fue levantando su vaso con solemne lentitud, como si ofreciese una libación religiosa al misterioso poder oculto en el Norte, lejos, muy lejos. Kaledine la imitó con el mismo gesto de fervor.
Ulises iba a llevarse el vaso a los labios, queriendo ocultar un principio de risa provocado por la gravedad de la imponente señora.
—Haz lo mismo que ellos —murmuró Freya junto a su oído.
Y los dos brindaron mudamente, con los ojos vueltos hacia el Norte.
—¡Buena suerte, capitán! —dijo la doctora—. Volverá usted pronto y con toda felicidad, ya que trabaja por una causa justa… Nunca olvidaremos sus servicios.
Freya quiso acompañarlo hasta el buque. El conde inició una protesta, pero se contuvo viendo el gesto bondadoso de la sensible dama. «¡Se amaban tanto!… Había que conceder algo al amor…».
Bajaron los tres por las calles pendientes de Chiaia hasta la ribera de Santa Lucía. Ferragut, a pesar de su preocupación, se fijó en el aspecto del conde. Iba vestido de azul y con gorra negra, lo mismo que un yachtman que se prepara a tomar parte en una carrera de balandros. Sin duda había adoptado este traje para hacer más solemne la despedida.
En los jardines de la Villa Nazionale se detuvo Kaledine, dando una orden a Freya. No toleraba que pasase más adelante. Podía llamar la atención en el pequeño puerto de la isla del Huevo, frecuentado sólo por pescadores. El tono de la orden fue cortante, imperioso, y ella obedeció sin protesta, como si estuviese habituada a tal superioridad.
—¡Adiós!… ¡adiós!
Olvidando la presencia del testigo severo, abrazó a Ulises ardorosamente. Después rompió a llorar con un estertor nervioso. Le pareció a él que nunca había sido tan sincera como en este momento, y tuvo que esforzarse para salir del anillo de sus brazos. «¡Adiós!… ¡adiós!…». Luego marchó detrás del conde, sin atreverse a volver la cabeza, presintiendo que ella le seguía con los ojos.
En la ribera de Santa Lucía vio de lejos su antiguo hotel con las ventanas iluminadas. El portero precedía los pasos de un joven que acababa de descender de un carruaje llevando su maleta. Ferragut se acordó de pronto de su hijo Esteban. El viajero adolescente ofrecía de lejos cierta semejanza con él… Y siguió adelante, sonriendo con amargura de este recuerdo inoportuno.
Al entrar en la goleta encontró a Karl, el dependiente de la doctora, que había traído su pequeño equipaje y acababa de instalarlo en el camarote. «Podía retirarse…». Luego pasó revista a la tripulación. Además de los tres sicilianos viejos, vio ahora siete mocetones rubios y carnudos con los brazos arremangados. Hablaban italiano, pero el capitán no tuvo dudas sobre su verdadera nacionalidad.
Empezaron varios de ellos a levar el ancla, y Ferragut miró al conde como si le invitase a salir. El buque se despegaba poco a poco del muelle. Iban a retirar la tabla que servía de puente.
—Yo voy también —dijo Kaledine—. Me interesa el paseo.
Ulises, que estaba dispuesto a no sorprenderse de nada en este viaje extraordinario, se limitó a una exclamación de alegría cortés. «¡Tanto mejor!…». Ya no se ocupó de él, dedicándose a sacar el barco del pequeño puerto, dirigiendo su rumbo hacia la salida del golfo. Los vidrios de la ribera de Santa Lucía temblaron con el ronquido del motor de la goleta, máquina vieja y escandalosa, que imitaba el chapoteo de un perro cansado. Mientras tanto, las velas se tendían a lo largo de los mástiles, aleteando bajo los primeros manotones del viento.
Tres días duró la navegación. En la primera noche el capitán paladeó el voluptuoso egoísmo del descanso a solas. Ya no tenía una mujer a su lado como prolongación inevitable; vivía entre hombres… Y apreció la castidad como un placer que se le ofrecía con todos los encantos de lo nuevo.
La segunda noche, en la estrecha y maloliente cámara del patrón, se sintió desvelado por los recuerdos, que volvían a retoñar. ¡Oh, Freya!… ¡Cuándo la vería otra vez!…
El conde y él hablaron poco, pero pasaban largas horas juntos, sentados al lado de la rueda del timón, mirando el mar. Eran más amigos que en tierra, aunque se cruzaban entre ellos escasas palabras. La vida común aminoraba la altivez del fingido diplomático y hacía que el capitán descubriese nuevos méritos en su persona.
La soltura con que andaba por el buque y ciertas palabras técnicas empleadas contra su voluntad no permitieron a Ferragut más dudas sobre su verdadera profesión.
—Usted es marino —dijo de pronto.
Y el conde asintió, juzgando inútil el disimulo. Sí, era marino.
«Entonces, ¿qué hago yo aquí? ¿Para qué me han dado el mando?…». Así pensó Ferragut, sin atinar por qué buscaba su concurso este hombre que podía dirigir el buque sin ayuda ajena.
Indudablemente era un oficial de marina, y también debían proceder de una flota todos los marineros rubios que trabajaban como autómatas. La disciplina les hacía acatar las órdenes de Ferragut, pero se adivinaba que para ellos su mando no pasaba de ser una simple delegación, y que el verdadero jefe de a bordo era el conde.
La goleta pasó a la vista del archipiélago de Lípari; luego, torciendo el rumbo hacia el Oeste, siguió las costas de Sicilia desde el cabo Gallo al cabo de San Vito. A partir de aquí puso su proa al Sudoeste, yendo en busca de las islas Egades.
Debía esperar en estas aguas, donde empieza a angostarse el Mediterráneo entre Túnez y Sicilia, irguiéndose el pico volcánico de la isla Pantelaria en mitad del inmenso estrecho.
Le bastaban al conde breves indicaciones para que el rumbo seguido por Ferragut fuese con arreglo a sus deseos. Acabó por no ocultar la admiración que le inspiraba su maestría de navegante.
—Conoce usted bien su mar —dijo el conde.
El capitán se encogió de hombros sonriendo. Era verdaderamente suyo. Podía llamarle mare nostrum, lo mismo que los romanos, sus antiguos dominadores.
Como si adivinase el fondo a simple vista, mantuvo el buque en los límites del extenso banco de la Aventura. Navegaba lentamente con sólo algunas velas, cruzando y recruzando las mismas aguas.
Kaledine, al transcurrir dos días, empezó a inquietarse. Varias veces oyó Ferragut cómo murmuraba el nombre de Gibraltar. El paso del Atlántico al Mediterráneo era el mayor peligro para los que él esperaba.
Desde la cubierta de la goleta sólo se podía ver a corta distancia, y el conde trepó repetidas veces por las escalas de cuerda de la arboladura, para abarcar con sus ojos un espacio más extenso.
Una mañana gritó desde lo alto al capitán, señalándole un punto del horizonte. Debía hacer rumbo en la misma dirección. Allí estaban los que él buscaba.
Ferragut le obedeció, y media hora después fueron apareciendo, uno tras otro, dos buques prolongados y bajos de borda, que navegaban con gran velocidad. Eran como destroyers, pero sin mástiles, sin chimeneas, deslizándose casi a ras del agua, pintados de un color gris que les hacía confundirse con el mar a cierta distancia.
Se colocaron a ambos lados del velero, aproximándose a él de tal modo, que parecía que iban a aplastarlo con el encontrón de sus cascos. Varios cables metálicos surgieron de sus cubiertas para enroscarse en los palos de la goleta, aprisionándola, formando una sola masa de los tres buques, que siguieron unidos la lenta ondulación del mar.
Ulises examinó curiosamente a los dos compañeros de flotación. ¿Éstos eran los famosos submarinos?… Vio en su cubierta de acero escotillas redondas y salientes como chimeneas, por las que asomaban grupos de cabezas. Los oficiales y tripulantes iban vestidos como pescadores de las costas del Norte, con traje impermeable de una sola pieza y casco encerado. Muchos de ellos agitaron en lo alto estos cascos, y el conde les respondió tremolando su gorra. Los marineros rubios de la goleta gritaron, contestando a las aclamaciones de sus camaradas de los sumergibles: «¡Deutschland über alles!…».
Pero este entusiasmo en medio de la soledad del mar, que equivalía a un canto de triunfo, duró muy poco. Sonaron pitos, corrieron hombres por las aceradas cubiertas, y Ferragut vio invadido su buque por dos filas de marineros. En un momento quedaron abiertas las escotillas, sonó un ruido de maderas rotas, y las latas de esencia empezaron a transbordarse por ambos lados. En torno del velero se pobló el agua de cajones abiertos, que se alejaban con mansa flotación.
El conde oía en la popa a un hombre vestido de tela impermeable, que era un oficial.
Relataba el paso por el estrecho de Gibraltar completamente sumergidos, viendo por el periscopio los torpederos ingleses en patrulla de vigilancia.
—Nada, comandante —continuó el oficial—; ni el menor incidente… Una navegación magnífica.
—¡Que Dios castigue a Inglaterra! —dijo el conde, llamado ahora comandante.
—¡Que Dios la castigue! —repuso el oficial, como si dijese «amén».
Ferragut se vio olvidado, desconocido por todos estos hombres que llenaban la goleta. Algunos marineros le empujaron en la precipitación de su trabajo. Era el patrón del velero, un civil falto de jerarquía al estar entre hombres de guerra.
Empezó a comprender por qué motivo le habían dado el mando del pequeño buque. El conde se quedaba. Le vio acercarse como si de repente se acordase de él, tendiéndole su diestra con una afabilidad de camarada.
—Capitán, muchas gracias. Este servicio es de los que no se olvidan. Tal vez no nos veremos nunca… Pero, por si alguna vez me necesita, sepa quién soy.
Y como si presentase a otra persona, dijo sus nombres ceremoniosamente: Archibaldo Von Kramer, teniente de navío de la flota imperial… Su personalidad de diplomático no era enteramente falsa. Había servido como agregado naval en varias Embajadas.
Luego le dio instrucciones para el regreso. Podía esperar frente a Palermo. Un bote vendría en busca suya para llevarle a tierra. Todo estaba previsto… Debía entregar el mando al verdadero dueño de la goleta: un miedoso que se había hecho pagar muy caro el alquiler del buque, pero sin atreverse a poner en riesgo su persona. En la cámara estaban los papeles en regla para justificar esta navegación.
—Salude en mi nombre a las señoras… Dígales que pronto oirán hablar de nosotros. Vamos a hacernos dueños del Mediterráneo.
Continuó el desembarque de combustible. Ferragut vio a Von Kramer introduciéndose por la capota abierta de uno de los submarinos. Luego creyó reconocer en el otro sumergible a dos marineros de los que habían tripulado la goleta, los cuales fueron recibidos con gritos y abrazos por sus camaradas, metiéndose a continuación por una escotilla tubular.
La descarga duró hasta media tarde. Ulises no se había imaginado que el pequeño buque llevase tantas cajas. Cuando la bodega quedó vacía, desaparecieron los últimos marineros germánicos, y con ellos los cables que aprisionaban al velero. Un oficial le gritó que podía marcharse. Los dos sumergibles, más achatados sobre el mar que a su llegada, con los depósitos henchidos de esencia y aceite, empezaron a alejarse.
Al verse solo en la popa de la goleta, sintió una repentina inquietud.
«¿Qué has hecho?… ¿qué has hecho?», clamó una voz en su cerebro.
Pero contemplando a los tres viajeros y al muchacho que habían quedado como única tripulación, olvidó sus remordimientos. Debía moverse mucho para suplir esta falta de brazos. En dos noches y un día apenas descansó, manejando casi al mismo tiempo el timón y el motor, pues no se atrevía a emplear todas sus velas con esta escasez de hombres.
Cuando se vio, en un amanecer, frente al puerto de Palermo, que empezaba a extinguir sus luces, Ferragut pudo dormir por primera vez, dejando encargado a uno de los marineros la vigilancia del buque, que se mantenía con el velamen recogido. A media mañana le despertaron unas voces que gritaban desde el mar: «¿Dónde está el capitán?».
Vio un bote y varios hombres que saltaban a la goleta. Era el dueño, que venía a recobrar su buque para hacerlo entrar en el puerto con toda legalidad. El mismo bote se encargó de llevar a tierra a Ulises con su pequeña maleta. Le acompañaba un señor rojizo y obeso, que parecía tener gran ascendiente sobre el patrón.
—Ya estará usted enterado de lo que ocurre —le dijo, mientras dos remeros hacían deslizar el bote sobre las olas—. ¡Esos bandidos!… ¡Esos mandolinistas!…
Ulises, sin saber por qué, hizo un gesto afirmativo. Este burgués indignado era un alemán: uno de los que ayudaban a la doctora. Bastaba oírle.
Media hora después, Ferragut saltó a un muelle, sin que nadie se opusiera a su desembarco, como si la protección de su obeso compañero adormeciese todas las vigilancias. A pesar de esto, el buen señor mostraba un deseo ferviente de apartarse de él, de huir, atendiendo a sus propios asuntos.
Sonrió al enterarse de que Ulises quería salir inmediatamente para Nápoles. «Hace usted bien…». El tren partía dos horas más tarde. Y lo metió en un coche de alquiler, desapareciendo con precipitación.
El capitán, al quedarse solo, casi creyó que había soñado lo de los días anteriores.
Volvía a ver Palermo después de una ausencia de largos años. Experimentó la alegría de un siciliano desterrado al cruzarse con varios carros del país tirados por rocines con plumas y cuyas cajas pintarrajeadas representaban escenas de La Jerusalén libertada. Recordó los nombres de las vías principales, que eran los de antiguos virreyes españoles. Vio en una plaza las estatuas de cuatro reyes de España… Pero todos estos recuerdos sólo le inspiraron un interés fugaz. Le preocupaban el movimiento extraordinario de las calles, el gentío formando grupos para escuchar la lectura de los periódicos. Muchas ventanas tenían banderas nacionales entrelazadas con las de Francia, Inglaterra y Bélgica.
Al llegar a la estación supo la verdad; se enteró del suceso al que había aludido el comerciante mientras iban en el bote. ¡Era la guerra!… Italia había roto sus relaciones el día anterior con los Imperios centrales.
Ulises se sintió agitado por la inquietud al recordar lo que había hecho en pleno Mediterráneo. Creyó que los grupos populares que pasaban dando vivas detrás de las banderas iban a adivinar su hazaña, cayendo sobre él. Necesitaba alejarse de este entusiasmo patriótico; y respiró satisfecho al verse en el interior de un vagón… Además, iba a ver a Freya, y le bastaba evocar su imagen para que se desvaneciesen todos sus remordimientos.
El viaje fue largo y difícil. Las necesidades de la guerra se hacían sentir desde el primer momento, absorbiendo todos los medios de comunicación. El tren quedaba inmóvil horas enteras para dejar paso a otros trenes cargados de hombres y de material militar. En todas las estaciones había soldados en traje de campaña, banderas, muchedumbres que vitoreaban.
Cuando llegó a Nápoles, fatigado por un viaje de cuarenta y ocho horas, le pareció que el cochero se dirigía con demasiada lentitud hacia el viejo palacio de Chiaia.
Al atravesar el zaguán con su pequeña maleta, le cortó el paso la portera, gruesa comadre de pelo encrespado y polvoriento, que sólo había entrevisto algunas veces en las profundidades de su caverna.
—Las señoras ya no viven en la casa… Las señoras han partido de repente con Karl, su empleado.
Y explicaba el resto de esta huida con una sonrisa hostil y maligna.
Comprendió Ferragut que no debía insistir. La mujerona estaba furiosa por la fuga de las damas tedescas, y examinaba al marino como un presunto espía, bueno para una denuncia patriótica. Sin embargo, por honradez profesional, le avisó que la signora rubia, la más joven y simpática, había pensado en él al irse, dejando su equipaje en la portería.
Se apresuró Ulises a desaparecer. Ya enviaría alguien que recogiese sus maletas. Y tomando otro carruaje, se dirigió al albergo de Santa Lucía… ¡Qué golpe inesperado!
Al verle entrar, el portero hizo un gesto de sorpresa y de asombro. Antes de que Ferragut alcanzase a preguntarle por Freya, con la vaga esperanza de que se hubiese refugiado en el hotel, este hombre le dio una noticia.
—Capitán, aquí ha estado su hijo esperándole.
El capitán balbuceó, desorientado: «¿Qué hijo?…». El hombre de las llaves bordadas trajo el libro de viajeros, mostrándole una línea: «Esteban Ferragut. Barcelona». Y Ulises reconoció la letra de su hijo, al mismo tiempo que se le oprimía el pecho con una angustia indefinible.
La sorpresa le dejó sin voz, y el portero se aprovechó de su silencio para seguir hablando.
Era un muchacho simpático e inteligente… Algunas mañanas le había acompañado para enseñarle lo mejor de la ciudad. Se había puesto en relación con los consignatarios del Mare nostrum, buscando por todas partes noticias de su padre. Al fin, convencido de que el capitán estaba ya de regreso a Barcelona, había partido a su vez el día anterior.
—Si llega usted doce horas antes, todavía lo encuentra aquí.
El portero no sabía más. Ocupado en cumplir los encargos de unas señoras sudamericanas, no había podido saludar al joven cuando salió del hotel. Dudaba entre hacer el viaje en un vapor inglés hasta Marsella o ir por ferrocarril a Génova, donde encontraría buques directos para Barcelona.
Ferragut quiso saber cuándo había llegado, y el portero, elevando los ojos, se entregó a un largo cálculo mental… Al fin marcó una fecha, y el marino, a su vez, compulsó sus recuerdos.
Se dio en la frente una palmada, ruda como un puñetazo.
Era su hijo el joven que había visto entrando en el albergo cuando él marchaba a encargarse de la goleta para llevar combustible a los submarinos alemanes.