Creyó después de este beso que sus otros deseos iban a realizarse inmediatamente. Lo más difícil del camino ya estaba andado. Pero con Freya había que esperar siempre algo absurdo e inconcebible.
El cañonazo del mediodía los sacó de su arrobamiento voluptuoso, que había durado unos segundos, largos como años. Los pasos del guardián, cada vez más próximos, acabaron por separar sus dos bustos y desenredar sus brazos.
Freya fue la primera en serenarse. Sólo un ligero humo quedó flotando en el fondo de sus pupilas, como si fuese el vaho del ardor recién extinguido.
—¡Adiós!… Me esperan.
Y salió del Acuario seguida de Ferragut, todavía balbuciente y tembloroso.
Fueron inútiles las preguntas y ruegos con que la persiguió al atravesar el paseo.
—Hasta aquí nada más —dijo ella en una de las bocacalles de Chiaia—. Nos veremos… Se lo prometo formalmente… Ahora déjeme…
Y desapareció con su paso firme de hermosa cazadora, sereno el rostro, como si no quedase en ella el menor recuerdo de su fiero arrebato pasional.
Esta vez cumplió su promesa. Ferragut la vio todos los días.
Se encontraron por las mañanas en las inmediaciones del hotel, y algunas veces bajó ella al comedor, cruzando sonrisas y miradas con el marino, que ocupaba por su desgracia una mesa lejana. Luego pasearon, hablaron, rió Freya bondadosamente de los amorosos juramentos del capitán… Y esto fue todo.
Con la habilidad de las mujeres para sondear al hombre y penetrar en sus secretos, manteniendo cerrados e inabordables los secretos propios, ella fue enterándose de los accidentes y aventuras de la vida de Ulises. En vano éste, por una reciprocidad natural, habló de la isla de Java, de las danzas misteriosas ante Siva, de los viajes por los lagos de los Andes. Freya hacía un esfuerzo para recordar. «¡Ah!… ¡sí!». Y después da emitir por toda respuesta esta exclamación distraída, continuaba averiguando con avidez la vida anterior de su enamorado. Ulises, en algunos momentos, llegó a sospechar si lo del abrazo en el Acuario habría ocurrido en sueños.
Una mañana consiguió el capitán ver realizado uno de sus deseos. Estaba celoso de los incógnitos amigos que almorzaban con Freya. En vano afirmó ésta que era la doctora la única compañera de las horas que pasaba fuera del hotel. El marino, para tranquilizarse, exigió que la viuda aceptase sus invitaciones. Debían dar mayor amplitud a sus paseos, debían visitar las bellas afueras de Nápoles, almorzando en sus alegres trattorias.
Ascendieron juntos en el funicular del monte Vomero a las alturas coronadas por el castillo de Sant Elmo y la cartuja de San Martino. Luego de admirar en el museo da la abadía los recuerdos artísticos de la dominación borbónica y la dominación muratesca, entraron en un restorán próximo, una trattoria con las mesas puestas en una explanada desde cuyas barandas podía abarcarse el espectáculo inolvidable del golfo, viéndose además el Vesubio y la cadena de montañas que se esfumaba en el horizonte como un oleaje inmóvil de rosa obscuro.
Nápoles se extendía en herradura por el borde arqueado del mar, expeliendo de su enorme masa blanca, cual si fuesen núcleos de espuma, los caseríos de los suburbios.
Un ostricario moreno, enjuto, de ojos de brasa y enormes bigotes, tenía su puesto en la puerta del restorán, ofreciendo mariscos de intenso olor, que tal vez habían echado media semana en ascender desde la ciudad a las alturas del Vomero. Freya rió de la belleza típica del ostricario y las miradas ardientes que dirigía por costumbre a todas las damas que entraban en el establecimiento… Un verdadero hallazgo para una viajera ansiosa de aventuras con color local.
En el fondo, una pequeña orquesta acompañaba la voz de un tenor, o sonaba sola, estirando las melodías, amplificando los compases con napolitana exageración.
Freya sintió un regocijo infantil al sentarse a la mesa, viendo más allá del mantel el vacío luminoso de la altura. Cortado en primer término por un tubo de cristal lleno de flores, extendíase el lejano panorama de la ciudad, el golfo y sus cabos. Le embriagó el aire de esta cumbre, después de dos semanas transcurridas sin salir de Nápoles. Las arpas y violines daban al ambiente un temblor patético y servían de fondo a las conversaciones, como los vagos murmullos de una orquesta oculta realzan en el teatro la salmodia de los versos melancólicos, arrancando lágrimas.
Comieron con el apetito nervioso que proporciona la alegría. Unas mesas más allá, una pareja joven olvidaba los platos para estrecharse las manos por debajo del mantel y apretarse pierna contra pierna con frenética presión. Los dos sonreían mirando el paisaje y mirándose mutuamente. Tal vez eran extranjeros recién casados, tal vez amantes fugitivos que veían realizadas sus ilusiones al arrullarse en este país tantas veces evocado en sus lejanos galanteos.
Dos médicos ingleses de un buque-hospital, canosos y con uniforme, despreciaban el almuerzo para pintar directamente en sus álbumes, con una torpeza escrupulosa y pueril, el mismo panorama que figuraba en las tarjetas postales ofrecidas a la puerta del restorán.
Una botella ventruda, con faldellín de paja y cuello larguísimo, atrajo en la mesa las manos de Freya. Rió de la sobriedad de Ferragut, que aclaraba con agua la rojiza negrura del vino italiano.
—Así debieron beber sus antecesores los argonautas —dijo alegremente—. Así bebía indudablemente su abuelo Ulises.
Y llenando ella misma la copa del capitán, con una dosificación exageradamente escrupulosa de la parte de agua y la parte de vino, añadió alegremente:
—Vamos a hacer una libación a los dioses.
Estas libaciones sagradas fueron frecuentes. Las risas de Freya hacían volver la vista a los ingleses, interrumpiéndolos en su concienzudo trabajo. El marino se sintió invadido por un tibio bienestar, por una sensación de reposo y confianza, como si esta mujer fuese ya suya indiscutiblemente.
Al ver que los dos amorosos, terminando su almuerzo a toda prisa, se levantaban con ruborosa precipitación, como si les pinchase un repentino deseo, su mirada fue tierna y fraternal… ¡Adiós, compañeros!
La voz de la viuda le trajo a la realidad.
—Ulises, hábleme de amor… Aún no me ha dicho en todo el día que me ama.
A pesar del tono risueño e irónico de esta orden, la obedeció, repitiendo una vez más sus promesas y sus deseos. El vino daba a sus palabras un temblor de emoción; los gemidos de la orquesta excitaban su sensibilidad. Se conmovía a sí mismo, hasta el punto de que sus ojos se humedecieron levemente.
La voz exasperada del tenor, como si fuese un eco del pensamiento de Ferragut, lanzaba una romanza de la fiesta de Piedigrotta, una lamentación de amor melancólica, un cántico a la muerte, última madre de los enamorados sin esperanza.
—¡Todo mentira! —dijo Freya riendo—. Estos mediterráneos… ¡qué comediantes para el amor!…
Ulises quedó indeciso, no sabiendo si se refería a él o al cantante. Ella continuó hablando, complacida y desdeñosa al mismo tiempo al considerar el ambiente que la rodeaba.
—¡Amor… amor! En estos países no se habla de otra cosa. Es casi una industria, algo preparado escrupulosamente para las gentes del Norte, crédulas y simples. Todos representan el amor: ese cantante gritón, usted… hasta el ostricario.
Luego añadió con malignidad:
—Debo advertirle que tiene usted un rival. ¡Mucho cuidado, Ferragut!
Volvió la cabeza para mirar al oscricario. Estaba ocupado en la contemplación da una gruesa señora de pelo gris y abundantes joyas, una viajera escoltada por su marido, que acogía con extrañeza las ojeadas asesinas del vendedor, sin llegar a explicárselas.
Se atusaba el bigote, mirándose de vez en cuando el terno de lana inglesa para corregir los pliegues y expulsar las motas de polvo. Era un hermoso pirata disfrazado de gentleman. Al notar la atención de Freya cambió el curso de sus miradas, balanceó el fino talle y contestó a los ojos interrogantes de ella con una sonrisa de ángel malo, dando a entender su discreción y habilidad para insinuarse a espaldas de mandos y acompañantes.
—¡Ya está! —dijo Freya entre carcajadas—. ¡Ya tengo un nuevo enamorado!…
El moreno seductor quedó cohibido por la escandalosa publicidad con que acogía esta señora sus insinuaciones misteriosas. Ferragut habló de acostar al badulaque sobre sus ostras y caracolas bajo un buen par de bofetadas.
—No sea usted ridículo —protestó ella—. ¡Pobre hombre! Tal vez tiene mujer y larga prole… Es un padre de familia que desea llevar dinero a casa.
Hubo un largo silencio entre los dos. Ulises parecía ofendido por la ligereza y la crueldad de su acompañante.
—No esté usted enfadado —dijo ella—. ¡A ver, tiburón mío, sonría usted un poco, muéstreme sus dientes!… Las libaciones a los dioses tienen la culpa. ¿Está usted ofendido porque he querido compararle con ese tipo?… ¡Pero si usted es el único hombre que yo aprecio un poco!… Ulises, le hablo en serio, con toda la franqueza que da el vino. No debía decírselo, pero se lo digo… Si yo pudiese amar a un hombre, ese hombre sería usted.
Olvidó instantáneamente Ferragut todo su enfado para escucharla y envolverla en la luz admirativa de sus ojos. Freya volvió la cabeza al hablar, no queriendo verle, como si le pesase lo que estaba diciendo, y sus miradas vagaron por el amplio paisaje.
El origen de Ulises era lo que le interesaba más. Ella, que conocía casi toda la tierra, sólo había pisado por unas horas el suelo de España, cuando desembarcó en Barcelona del transatlántico mandado por él. Los españoles le inspiraban miedo y atracción. Una noble gravedad reposaba en el fondo de sus hipérboles amorosas.
—Usted es un exagerado, un meridional, que lo amplifica todo y miente, creyéndose sus propias mentiras. Pero tengo la seguridad de que si llegara a enamorarse de veras, sin frases, sin embustes pasionales, su afecto sería más sano y profundo que el de los otros hombres… Mi amiga la doctora dice que son ustedes un pueblo crudo, que sólo ha tomado en apariencia las nerviosidades, desequilibrios y cabildeos que acompañan al amor en otros países civilizados hasta el refinamiento.
Miró Freya al marino, haciendo una larga pausa.
—Por eso ustedes pegan —continuó—, por eso ustedes matan cuando sienten el amor y los celos. Son brutos, pero no son mediocres. No abandonan a una mujer por cálculo; no la explotan… Usted es un hombre nuevo para mí, que he conocido tantos. Si yo pudiese creer en el amor, me tendría a su lado por toda la vida… ¡por toda la vida!
Una música suave, ligera, como la vibración de un vaso de cristal frágil y delgado, se esparció por la terraza. Freya siguió su ritmo con un leve movimiento de cabeza. Conocía esta música dulzona, la Serenata de Toselli, lamento de pasión que removía el alma de las viajeras en los halls de los grandes hoteles. Ella, que había reído otras veces de esta musiquilla artificial y refinada, sintió que las lágrimas se agolpaban ahora en sus ojos.
—¡No poder amar a nadie! —murmuró—. ¡Vagar sola por el mundo!… ¡Tan hermoso que es el amor!
Adivinó lo que iba a decir Ferragut, sus protestas de eterna pasión, sus ofrecimientos de unir su vida a la de ella para siempre, y cortó sus palabras con un gesto enérgico.
—No, Ulises, usted no me conoce, no sabe quién soy… Aléjese de mí. Hace unos días me era indiferente. Y odio a los hombres, y nada me importa hacerles daño. Pero ahora me inspira usted cierto interés, porque le creo bueno y franco a pesar de sus exterioridades arrogantes… ¡Márchese, no me busque! Es la mejor prueba de afecto que puedo darle.
Dijo esto con vehemencia, como si viera a Ferragut corriendo hacia un peligro y le gritase para apartarlo de él.
—En el teatro —continuó— hay un papel que llaman de «mujer fatal», y ciertas artistas no pueden desempeñar otro. Han nacido para fingir este personaje… Yo soy una «mujer fatal», pero en la realidad. ¡Si usted conociese mi vida!… Es mejor que no la conozca: yo misma quiero ignorarla. Únicamente soy feliz cuando pierdo la memoria… Ferragut, amigo mío, dígame ¡adiós! y no me salga más al paso.
Pero Ferragut protestaba, como si le propusiese una cobardía. ¿Huir, amándola tanto?… Si tenía enemigos, podía contar con él para su defensa. Si deseaba riquezas, él no era un millonario, pero…
—Capitán —interrumpió Freya—, váyase con los suyos. Yo no he nacido para usted. Piense en su mujer y en su hijo; siga su vida. No soy la conquista que se guarda unas semanas nada más. A mí nadie me toca impunemente. Tengo ventosas, como los animales que vimos el otro día; quemo como las sombrillas transparentes del Acuario… ¡Huya, Ferragut!… Déjeme sola… ¡sola!
Y la imagen de un vacío inmenso como único porvenir hizo saltar lágrimas de la humedad aglomerada en sus ojos.
La música había cesado. Un camarero, inmóvil, fingía mirar a lo lejos, escuchando al mismo tiempo su conversación. Los dos ingleses interrumpieron su pintura para contemplar duramente a este gentleman que hacía llorar a una mujer. El marino sintió la inquietud nerviosa que infunde una situación ridícula.
—Ferragut, pague y vámonos —dijo ella, adivinando su estado.
Mientras Ulises daba dinero a los camareros y los músicos, ella se limpió los ojos y reparó los estragos de su fisonomía sacando del bolso de oro la borla de polvos y un pequeño espejo, en cuyo óvalo se contempló largamente.
Al salir, el ostricario le volvió la espalda, fingiéndose muy ocupado en el arreglo de los limones que adornaban su puesto. No pudo verle la cara, y sin embargo adivinó que una mala palabra agitaba sus bigotes: la más terrible que puede decirse a una mujer.
Caminaron lentamente hacia la estación del funicular por calles solitarias, entre muros de jardín, con un lado amarillo de sol y el otro azul de sombra.
Ella fue la que buscó el brazo de Ulises, apoyándose con un abandono pueril, como si la fatiga la hubiese dominado desde los primeros pasos.
Ferragut apretó este brazo contra su cuerpo, sintiendo inmediatamente la excitación del contacto. Nadie podía verles; los pasos resonaban en las aceras, bajo las guirnaldas de las tapias, con un eco de lugar abandonado. El ardor fermentativo de las libaciones a los dioses daba al capitán una nueva audacia.
—¡Pobrecita mía!… ¡cabecita loca!… —murmuró atrayendo hacia él la cabeza de Freya, reclinada en uno de sus hombros.
La besó, sin que opusiese resistencia. Y ella, a su vez, le besó a él, pero con un beso triste, ligero, desmayado, que en nada recordaba la histérica caricia del Acuario. Su voz, que parecía venir de muy lejos, fue repitiendo lo que le había aconsejado en la trattoria.
—Váyase, Ulises, no me vea más. Se lo digo por su bien… Yo traigo desgracia. Lamentaría que maldijese el momento en que me conoció.
El marino aprovechaba todas las revueltas de la calle para cortar estas recomendaciones con sus besos. Ella avanzó remolcada por él, sin voluntad, como si fuera a dormirse marchando. Una voz cantaba con diabólica satisfacción en el cerebro del capitán: «¡Ya está madura!… ¡ya está madura!». Y seguía tirando de ella, siempre en línea recta, sin saber hacia dónde caminaba, pero seguro de su triunfo.
Cerca de la estación, un hombre se aproximó a la pareja: un señor respetable, canoso, con chaqué viejo y gafas. Les dio la tarjeta de un hotel que poseía en las inmediaciones, ensalzando las cualidades de sus cuartos: «Todo el confort moderno… Agua caliente». Ferragut la tuteó por primera vez.
—¿Quieres?… ¿quieres?…
Ella pareció despertar, abandonando bruscamente su brazo.
—No sea loco, Ulises… Eso no será nunca… ¡nunca!
Y súbitamente engrandecida al alejarse, entró en la estación con paso altanero, sin volver la cabeza, sin preocuparse de si Ferragut la seguía o la abandonaba.
Durante la larga espera y el descenso a la ciudad, Freya se mostró irónica y frívola, como si no guardase ya memoria de su reciente indignación. El marino, bajo el peso de su fracaso y de las extraordinarias libaciones, se sumió en un mutismo enfurruñado.
En el barrio de Chiaia se separaron. Ferragut, al quedar solo, sintió con más fuerza los efectos de la embriaguez que le dominaba, una embriaguez de sobrio, con la sorpresa fulminante de la novedad.
Por un momento tuvo la mala idea de ir a su buque. Necesitaba dar órdenes, pelear con alguien. Pero la flojedad de sus piernas le empujó hacia el hotel, y se dejó caer de bruces en la cama, mientras rodaba por tierra su sombrero, contento de la grave tiesura con que había llegado hasta su cuarto sin llamar la atención de la servidumbre.
Se durmió inmediatamente; pero apenas la noche hubo caído sobre sus ojos, volvieron éstos a abrirse, o a lo menos él creyó que se abrían, viéndolo todo bajo una luz que no era la del sol.
Alguien había entrado en el cuarto y avanzaba de puntillas hasta su lecho.
Ulises, que no podía moverse, vio con el rabillo de un ojo que la que llegaba era una mujer, y que esta mujer se parecía a Freya. ¿Era realmente ella?…
Tenía el mismo rostro, los cabellos rubios, los ojos negros y orientales, igual óvalo de cara. Era Freya y no era, como dos gemelas repetidas exactamente en el mismo molde físico guardan siempre un aire indefinible que las diferencia.
Un lento trabajo que venía minando desde mucho antes, con labor sorda y subterránea, la parte inconsciente de Ferragut hizo de pronto explosión. Siempre que veía a la viuda, este inconsciente se agitaba, presintiendo que la había conocido mucho antes del viaje trasatlántico. Ahora, bajo una luz de fantástico resplandor, los vagos pensamientos se precisaron.
El dormido vio que Freya vestía un justillo de mangas sueltas ajustadas a los brazos, con botones de filigrana de oro; que unas joyas algo bárbaras adornaban su pecho y sus orejas; que una falda de flores cubría el resto de su persona. Era un traje de labradora de otros siglos que él había visto pintado. ¿Dónde?… ¿dónde?…
—¡Doña Constanza!…
Freya era igual a la augusta basilisa de Bizancio. Tal vez era la misma, que se perpetuaba a través de los siglos valiéndose de prodigiosos avatares. En aquel momento todo lo encontraba posible Ulises.
Además, le preocupaba muy poco la racionalidad de las cosas; lo importante era que existiesen. Y Freya estaba a su lado: Freya y la otra, fundidas en una sola mujer que iba vestida como la soberana griega del exvoto.
Otra vez repitió el dulce nombre que había iluminado su infancia con un esplendor novelesco. «¡Doña Constanza! ¡Oh, doña Constanza!…». Y se sumió en la noche definitivamente, sin una nueva visión, abrazándose a la almohada lo mismo que cuando era niño y creía dormirse teniendo entre sus brazos a la joven viuda de «Vatacio el Herético».
Cuando al día siguiente volvió a encontrar a Freya, se sintió atraído por una nueva fuerza, el interés redoblado que inspiran las personas vistas en sueños. Fuese realmente la emperatriz resucitada bajo una nueva forma, como en los libros de caballerías, o fuese simplemente la viuda errante de un sabio, para el marino era lo mismo. Él la deseaba, y a su deseo carnal se iban yuxtaponiendo otros menos materiales: la necesidad de velar por el placer de verla, de oírla, de sufrir sus negativas, de sentirse repelido en todos sus avances.
Ella guardaba un buen recuerdo de la expedición a las alturas de San Martino.
—Debió usted encontrarme ridícula a causa de mis sensiblerías y mis lágrimas. Usted, por su parte, fue como siempre, impetuoso y atrevido… La próxima vez beberemos menos.
La «próxima vez» era una invitación que Ferragut repetía diariamente. Deseaba llevarla a comer en una de las trattorias del camino de Possilipo, viendo a sus pies todo el golfo coloreado de rosa por la puesta del sol.
Freya había aceptado su invitación con un entusiasmo de colegiala. Estos paseos representaban para ella horas de alegría y libertad, como si sus largas permanencias al lado de la doctora fuesen de monótona servidumbre.
Una tarde la esperó Ulises lejos del hotel, para evitar el espionaje del portero. Al juntarse y lanzar una mirada hacia el inmediato puesto de coches, cuatro vehículos avanzaron a la vez, como una fila de carros romanos ansiosos de obtener el premio del circo, con estrepitoso pataleo de bestias, crujidos de tralla y gesticulaciones rabiosas de los cocheros, que se amenazaban apelando a la Madona.
Iban a matarse entre ellos. Ferragut lo creyó por un instante, oyendo sus maldiciones napolitanas… Subieron los dos al vehículo más próximo, e inmediatamente cesó el tumulto. Los coches vacíos volvieron a ocupar su lugar en la fila y los rivales a muerte reanudaron su plácida y risueña conversación.
Una pluma recta y enorme se balanceaba sobre la cabeza del caballo. El cochero, para no ser descortés con sus dos clientes, a los que presentaba la espalda, volvía de vez en cuando el busto, dándoles explicaciones.
—Por aquí —y señalaba con el látigo— se va a Piedigrotta. Los señores debían ver el día de la fiesta: es en Septiembre. Pocos vuelven de ella a pie firme. Santa María di Piedigrotta hizo que Carlos III derrotase a los tedescos en Velletri… ¡Aooó!.
Movía su látigo lo mismo que una caña de pescar sobre la enhiesta pluma, excitando la marcha del caballo con un alarido profesional… Y como si su grito figurase entre las más dulces melodías, continuó diciendo, por una asociación de ideas:
—En la fiesta de Piedigrotta se daban a conocer, siendo yo mozo, las mejores canciones del año. Allí se proclamaba la romanza de moda, y cuando ya la habíamos olvidado, venían los extranjeros, años después, a repetirla como una novedad.
Hizo una breve pausa.
—Si los señores quieren —continuó—, los llevaré a la vuelta a Piedigrotta. Verán la pequeña iglesia de San Vitale. Muchas señoras extranjeras la buscan para colocar flores en la sepultura de un jorobadito que hacía versos: el conde Giacomo Leopardi.
El silencio con que acogían estas explicaciones los dos clientes le hizo abandonar su oratoria maquinal para fijarse en ellos. El señor le había tomado una mano a la señora y se la apretaba hablando en voz muy baja. La señora fingía no escucharle, mirando las «villas» y los jardines del lado izquierdo del camino, que descendían hasta el mar.
Todavía, con doble magnanimidad, quiso instruir a estos parroquianos indiferentes, mostrando a punta de látigo las bellezas y curiosidades de su catálogo.
—Aquella iglesia es Santa María del Parto, llamada por otros del Sannazaro. El Sannazaro fue también un gran poeta, que describió amores de pastoras, y Federico II de Aragón le hizo el regalo de una «villa» con jardines, para que trabajase con más comodidad… ¡Otros tiempos, señores míos! Sus herederos la convirtieron en iglesia, y…
Se cortó la voz del cochero. A sus espaldas hablaba la pareja en un idioma incomprensible, sin prestarle atención, sin agradecer sus eruditas explicaciones. ¡Extranjeros ignorantes!… Y ya no dijo más. Se replegó en un silencio ofendido, aliviando su verbosidad napolitana con una serie de gritos y gruñidos dedicados a su caballo.
El camino nuevo de Possilipo, obra del rey Murat, costeaba el golfo, elevándose lentamente por la falda de la montaña, haciendo cada vez mayor el declive entre su calzada y el borde del mar. En esta pendiente asomaban las «villas» sus fachadas blancas o rosadas entre los esplendores de una vegetación siempre verde y lustrosa.
Más allá de las columnatas de palmeras y pinos parasoles se elevaba el golfo, como un telón azul. Su borde superior sobrepasaba las rumorosas copas de los árboles.
Un edificio enorme apareció, metido en el agua. Era un palacio en ruinas, o más bien un palacio sin terminar, de gruesos muros, labrados ventanales y sin techo. En el piso bajo entraban las olas mansamente por puertas y ventanas, sirviendo sus salones de refugio a las barcas de los pescadores.
Los dos viajeros hablaban indudablemente de esta ruina, y el cochero, piadoso, olvidó su enfado para venir en su ayuda.
—Eso es lo que muchos llaman el palacio de la reina Juana… ¡Error, señores míos!… ¡Ignorancia de la gente indocta! Éste es el palacio de Donna Anna, y doña Ana Carafa fue una gran señora napolitana, mujer del duque, de Medina, virrey español, que construyó el palacio para ella y no pudo acabarlo.
Iba a decir más, pero se contuvo. ¡Ah, no!, ¡por la Madona!… Otra vez se ponían a hablar, sin escucharle… Y se sumió definitivamente en un silencio ofendido, mientras a sus espaldas continuaba la charla.
Ferragut sintió interés por los remotos amores de aquella napolitana, gran señora, con el magnate español, prudente y linajudo. La pasión había hecho cometer al grave virrey la locura de construir un palacio en el mar. También el marino amaba a una mujer de otra raza y sentía iguales deseos de hacer por ella cosas disparatadas.
—Yo he leído los mandamientos de Nietzsche —dijo, para explicar su entusiasmo—. «Busca tu mujer fuera de tu país…». Esto es lo mejor.
Freya sonrió tristemente.
—¡Quién sabe!… Es complicar el amor con las preocupaciones del antagonismo nacional. Es crear hijos con doble patria, que acaban por no tener ninguna, y vagan por el mundo lo mismo que mendicantes sin abrigo… Yo sé algo de eso.
Y volvió a sonreír con tristeza y escepticismo.
Ferragut iba leyendo los rótulos de las trattorias a ambos lados del camino: El escollo de la sirena, La alegría de Partenope, El mazo de flores… Y mientras tanto, apretaba la mano de Freya, avanzando sus dedos por la parte interior de la muñeca, acariciando su piel, que se estremecía a cada nuevo rozamiento.
El cochero dejó al caballo que ascendiese lentamente la cuesta continua de Possilipo. Se preocupaba ahora de no volverse para no ser molesto. Conocía bien a los que hablaban a sus espaldas: «Enamorados; gente que no desea llegar pronto». Y olvidó sus ofensas, pensando en la generosidad del señor al ir en tan buena compañía.
Ulises le hizo detenerse en lo alto de Possilipo. Era allí donde había comido una famosa «sopa marinesca» y donde se vendían las mejores ostras de Fusaro. A la derecha del camino se alzaba un edificio pretencioso y moderno, con el título del restorán en letras de oro. En el lado opuesto estaba el anexo, un jardín cortado por terrazas que descendían hasta el mar, y en dichas terrazas había mesas al aire libre o casitas de techos bajos con las paredes cubiertas de enredadera. Estas construcciones tenían ventanas discretas, abiertas sobre el golfo a gran altura, que no permitían ninguna curiosidad exterior.
Al recibir la generosa propina de Ferragut, el cochero le saludó con una sonrisa familiar, un gesto de compañerismo que pasaba por encima de todas las diferencias sociales, uniéndolos como simples hombres. Él había traído muchas parejas a este discreto jardín, con sus cerrados comedores sobre el golfo. «Buen apetito, signore».
El viejo camarero que salió al encuentro de la pareja en un senderillo descendente mostró un gesto idéntico al fijar sus ojos en Ferragut. «Tenía lo que necesitaba el señor». Y atravesando una terraza bajo emparrado, con varias mesas libres, abrió una puerta y les hizo entrar en una habitación que sólo tenía una ventana.
Freya fue instintivamente hacia ella, como un insecto hacia la luz, dejando a sus espaldas el cuarto sombrío y húmedo, cuyo papel pendía a trechos. «¡Qué hermoso!». El golfo, encuadrado por la ventana, parecía un lienzo con marco, un original vivo y palpitante de las infinitas copias esparcidas por el mundo.
Mientras tanto, el capitán, sin dejar de enterarse de los platos disponibles, seguía la discreta mímica del camarero. Con una de sus manos sostenía la puerta entreabierta. Sus dedos acariciaban en la cara interior un cerrojo enorme, arcaico, que había pertenecido a una puerta mucho más grande, y parecía que iba a desprenderse de la madera por su peso excesivo… Ferragut adivinó que este cerrojo iba a gravitar sobre la cuenta de la comida con todo su volumen.
Interrumpió ella su contemplación del panorama al sentir los labios de Ferragut que intentaban acariciar su cuello.
—¡Quieto, capitán!… Ya sabe usted lo que hemos convenido. Recuerde que he aceptado su convite con la condición de que me dejará en paz.
Permitió que el beso se pasease por su mejilla, llegando hasta su boca. Esta caricia estaba ya aceptada: tenía la fuerza de la costumbre. Por esto no se resistió a ello, recordando los precedentes, pero el miedo al abuso la hizo retirarse de la ventana.
—Veamos el palacio encantado que me ha prometido mi flirt —dijo alegremente, para distraer la insistencia de Ulises.
En el centro había una mesa de tablas mal cepilladas y rudos pies. Los manteles y los platos disimularían luego este horror. Sus ojos, pasando despectivamente por las sillas viejas, las paredes de suelto empapelado y los cromos de marcos verdosos, tropezaron con algo obscuro, rectangular y profundo que ocupaba todo un ángulo de la pieza. No se sabía si era un diván, una cama o un catafalco fúnebre. Las mantas pardas que lo cubrían evocaban en la memoria los lechos de cuartel o de presidio.
«¡Ah, no!…». Freya dio un salto hacia la puerta. Ella no podría comer al lado de este mueble inmundo, por el que había pasado lo peor de Nápoles. «¡Ah, no! ¡Qué asco!».
Ulises estaba junto a la puerta, temiendo que los descubrimientos de Freya fuesen más allá, tapando con su espalda aquel cerrojo que era el orgullo del camarero. Balbuceaba excusas, pero ella se engañó al notar su insistencia, creyendo que pretendía cerrarle el paso.
—¡Capitán, déjeme salir! —dijo con voz colérica—. Usted no me conoce. Eso es para otras… ¡Atrás, si no quiere que le tenga por un grosero!…
Y lo empujó en su salida, a pesar de que Ulises le dejaba franco el paso, repitiendo sus excusas, haciendo recaer toda la responsabilidad en la torpeza del sirviente.
Se detuvo ella ante el emparrado, súbitamente tranquilizada al verse en pleno aire. Buscó la mesa más lejana y fue a sentarse de espaldas al cuarto.
—¡Qué antro!… —dijo—. Venga aquí, Ferragut. Estaremos mejor al aire libre, contemplando el golfo… ¡Venga y no sea niño!… Todo está olvidado. Usted no tiene la culpa.
El viejo camarero, que volvía con manteles y platos, no hizo el menor gesto al ver a la pareja instalada en la terraza. Estaba acostumbrado a estas sorpresas. Evitó los ojos de la señora, como un reo convicto, y miró al señor con el mismo aire desolado que empleaba para anunciar el agotamiento de un plato puesto en la lista. Sus gestos de muda protección intentaban consolar a Ferragut de su fracaso. «¡Paciencia y tenacidad!… Victorias más difíciles había visto él en su clientela».
Antes de servir la comida puso sobre la mesa, a guisa de aperitivo, una botella ventruda de vino del país, un néctar de las laderas del Vesubio, con un lejano sabor de azufre. Freya tenía sed y le inspiraba recelo el agua de esta trattoria. Ulises necesitaba olvidar su reciente fracaso… Y los dos hicieron sus libaciones a los dioses, pero con absoluta pureza, sin que una gota de agua viniese a cortar la diafanidad de piedra preciosa del vino.
Un grupo de cantores y bailarines invadió la terraza. Una joven cobriza, hermosa y sucia, con el pelo revuelto, grandes aros en las orejas y un delantal de rayas multicolores, bailó bajo el emparrado, moviendo en alto un pandero que era casi del tamaño de una sombrilla. Dos chicuelos vestidos de antiguos lazaroni, con gorro rojo y las piernas remangadas, acompañaron dando gritos la agitada danza de la tarantela.
El golfo se coloreaba de rosa, como si creciesen en sus entrañas, bajo los rayos oblicuos del sol, inmensos bosques de corales. El azul del cielo también se tornó rosado, y las montañas se incendiaron al reflejar el astro agonizante. El penacho del Vesubio era menos blanco que en la mañana. Su columna nebulosa, rayada con estrías rojizas por la luz moribunda, parecía reflejar el fuego interior.
Sintió Ulises la placidez amistosa que inspiran los paisajes contemplados en la infancia. Él había visto muchas veces este mismo panorama, con sus bailarinas y su volcán, allá en su caserón de Valencia: lo había visto en los abanicos del llamado «estilo romántico» que coleccionaba su padre.
Freya experimentó una emoción igual a la de su compañero. El azul del golfo era de una intensidad rabiosa allí donde no reflejaba el sol; las costas parecían de ocre; las casas tenían unas fachadas chillonas; y sin embargo, todos estos elementos discordes se compenetraban y se fundían en un ambiente armonioso, discreto, de dulce elegancia. La vegetación temblaba bajo la brisa con arreglo a una medida. El aire era musical, como si en sus ondas vibrasen las cuerdas de invisibles arpas.
Ésta era para Freya la verdadera Grecia imaginada por los poetas, no las islas de rocas quemadas y desnudas de vegetación que había visto en sus excursiones por el archipiélago helénico.
—¡Vivir aquí el resto de mi vida! —murmuró con los ojos húmedos—. ¡Morir aquí, olvidada, sola, feliz!…
Ferragut también quería morir en Nápoles… ¡pero con ella!… Y su imaginación pronta y exuberante describió las delicias de una vida a dos, de amor y de misterio, en cualquiera de las pequeñas «villas» con jardín asomadas sobre el mar en la ladera de Possilipo.
Los bailarines habían pasado a una terraza interior, donde era más grande la concurrencia. Entraban nuevos clientes —casi todos formando parejas— así como iba cayendo el día. El camarero hizo pasar al comedor cerrado a unas mujeres pintarrajeadas y con grandes sombreros, seguidas de unos jóvenes. Por la puerta entreabierta salió un ruido de persecuciones, de choques y saltos, con brutales carcajadas y risas de sofocante cosquilleo.
Freya volvió la espalda, como si le ofendiese el recuerdo de su paso por este antro.
El viejo camarero se ocupaba ahora de ellos, empezando a servir la comida. A la botella de vino vesubiano, completamente agotada, había sucedido otra distinta, que perdía poco a poco su contenido.
Los dos comieron poco; pero sentían una sed nerviosa, que les hizo tender la mano hacia el vaso frecuentemente. El vino de Freya era melancólico. La dulzura del crepúsculo parecía hacerlo fermentar, dándole el acre perfume de los recuerdos tristes.
Sintió nacer el marino en su interior la fiebre agresiva de los sobrios cuando caen en la embriaguez. De estar con un hombre, habría entablado una discusión violenta bajo cualquier pretexto. Encontró sin sabor las ostras, la sopa marineresca, la langosta, todo lo que hacía sus delicias otras veces al comer solo o con una amiga de paso en este mismo sitio.
Miraba a Freya con ojos enigmáticos, mientras en su pensamiento empezaba a bullir la cólera. Sentía odio al recordar la arrogancia con que ella le había tratado huyendo del cuarto. «¡Farsante!…». Se estaba divirtiendo con él. Era una gata juguetona y feroz prolongando la agonía del ratón caído en sus zarpas. En su cerebro hablaba una voz brutal, como si le aconsejase un homicidio. «¡De hoy no pasa!… ¡de hoy no pasa!…», se repitió varias veces, dispuesto a las mayores violencias para salir de una situación que consideraba ridícula.
Y ella, ignorante de los pensamientos de su compañero, engañada por la inmovilidad de su rostro, seguía hablando con la mirada perdida en el horizonte, hablando con voz queda, lo mismo que si se contase a sí misma sus ilusiones.
La dominaba como una obsesión el momentáneo proyecto de vivir en una, casita de Possilipo, completamente sola, llevando una existencia de aislamiento monacal con todas las comodidades de la vida moderna.
—Y sin embargo —siguió diciendo—, este ambiente no es favorable a la soledad; este paisaje es para el amor. ¡Envejecer lentamente dos que se amen, ante la eterna belleza del golfo!… ¡Lástima que no haya sido yo amada nunca!…
Esto fue una ofensa para Ulises, que le hizo expresarse con toda la agresividad que hervía en el fondo de su mal humor. ¿Y él?… ¿No la amaba y estaba dispuesto a probárselo con toda clase de sacrificios?…
Los sacrificios como prueba de amor dejaban fría a esta mujer, acogiéndolos con un gesto escéptico.
—Todos los hombres me han dicho lo mismo —añadió—; todos prometen matarse si no se les ama… y en la mayor parte de ellos no es mas que una frase de retórica pasional. Y aunque se maten de verdad, ¿qué prueba esto?… Quitarse la vida es una resolución de un minuto, que no da lugar a arrepentimiento; una simple ráfaga nerviosa, un gesto que se hace muchas veces pensando en lo que dirá la gente, con el orgullo frívolo del actor que desea caer en buena postura. Yo sé lo que es eso. Un hombre se mató por mí…
Ferragut, al oír las últimas palabras, sacudió su inmovilidad. Una voz maliciosa cantó en su cerebro: «¡Ya van tres!…».
—Le vi moribundo —continuó ella— en una cama de hotel. Tenía una mancha roja como una estrella en el vendaje de su frente: el agujero del pistoletazo. Murió agarrado a mis manos, jurando que me amaba y que se había matado por mí… Una escena penosa, horrible… Y sin embargo, estoy segura de que se engañaba a sí mismo, de que no me amaba. Se mató por vanidad herida al ver que me alejaba de él, por testarudez, por gesto teatral, por influencia de sus lecturas… Era un tenor rumano. Esto fue en Rusia… Yo he sido artista un poco de tiempo…
El marino quiso expresar el asombro que le producían las diversas mutaciones de esta existencia andante y misteriosa que cada vez mostraba una nueva faceta; pero se contuvo, para oír mejor los crueles consejos de la voz maligna que hablaba en su pensamiento… Él no pretendía matarse por ella… Muy al contrario: su agresividad silenciosa la examinaba como una víctima próxima. Había en sus ojos algo del difunto Tritón cuando columbraba en la costa una falda mujeril lejana y fugitiva.
Freya siguió hablando.
—Matarse no es una prueba de amor. Todos me han prometido desde las primeras palabras el sacrificio de su existencia. Los hombres no saben otra canción… No les imite, capitán.
Quedó pensativa largo rato. El crepúsculo avanzaba rápidamente. Medio cielo era de ámbar y el otro medio de azul nocturno, en el que empezaban a parpadear las primeras estrellas. El golfo se adormecía bajo la capa plomiza de sus aguas, exhalando una frescura misteriosa que se comunicaba a las montañas y los árboles. Todo el paisaje parecía adquirir la fragilidad del cristal. El aire silencioso temblaba con exagerada sonoridad, repitiendo la caída de un remo en las barcas, pequeñas como moscas, que se deslizaban abajo por la copa del golfo, prolongando las voces femeninas e invisibles que se perseguían en las arboledas de las alturas.
Los sirvientes fueron de mesa en mesa colocando bujías encerradas en faroles de papel. Los mosquitos y falenas, revividos por el crepúsculo, zumbaron en torno de estas flores de luz rojas y amarillas.
Volvió a sonar la voz de ella en el ambiente crepuscular, con la misma vaguedad que si hablase en sueños.
—Hay un sacrificio mayor que el de la vida, el único que puede convencer a una mujer de que es amada. ¿Qué significa la vida para un hombre como usted?… Su profesión la pone en peligro todos los días, y cuando descansa en tierra le creo capaz de arriesgarla por el más fútil motivo…
Hizo una nueva pausa y continuó:
—El honor vale más que la vida para ciertos hombres; la respetabilidad, la conservación del lugar que ocupan. Sólo me convencería un hombre que arriesgase por mí honra y posición, que descendiese a lo más bajo, sin perder su voluntad de vivir… ¡Eso es un sacrificio!
Ferragut se sintió alarmado por tales palabras. ¿Qué sacrificio deseaba proponerle esta mujer?… Pero se calmó al seguirla escuchando. Todo era una hipótesis de su desordenada imaginación. «Está loca», afirmó de nuevo en su cerebro el consejero interior.
—He soñado muchas veces —continuó ella— con un hombre que robase por mí, que matase si era preciso, y fuese a pasar el resto de sus años en una cárcel… ¡Pobre ladrón mío!… Yo viviría únicamente para él, pasando día y noche junto a las murallas de su prisión, espiando las rejas, trabajando como una mujer del pueblo para enviar buena comida a mi bandido… Eso es amor, y no las mentiras frías, los juramentos teatrales de nuestro mundo.
Ulises repitió su comentario mental: «Decididamente está loca». Pero este pensamiento se reflejó en sus ojos con tal claridad, que ella lo adivinó.
—No tenga miedo, Ferragut —dijo sonriendo—. No pienso exigirle tal sacrificio. Todo esto que hablo son fantasías, inventos imaginativos para llenar el vacío de mi alma. Culpa del vino, de nuestras exageradas libaciones a los dioses, que hoy han sido sin agua… ¡Mire usted!
Y señaló con una gravedad cómica las dos botellas vacías que ocupaban el centro de la mesa.
Había cerrado la noche. En el cielo obscuro parpadeaban los infinitos ojos de la luz sideral. La taza inmensa del golfo reflejaba sus destellos como helados fuegos fatuos. Los farolillos del restorán trazaban manchas purpúreas sobre los manteles, viéndose en torno de ellas los rostros de los que comían, con violentos contrastes de luz y de sombra. De los cuartos cerrados se escapaban escandalosos ruidos de besos, persecuciones y caídas de muebles.
—¡Vámonos! —ordenó Freya.
Le molestaba este estrépito de orgía vulgar, como si deshonrase la majestad de la noche. Necesitaba moverse, caminar en la obscuridad, aspirando el fresco de la misteriosa lobreguez.
En la puerta del jardín vacilaron ante los ofrecimientos de varios cocheros. Freya fue la que desechó sus ofertas. Quería volver a pie a Nápoles, siguiendo el suave descenso del camino de Possilipo, después de la larga inmovilidad en el restorán. Su rostro estaba acalorado y rojo por el abuso del vino.
Ulises la dio el brazo y empezaron a avanzar en la sombra impulsados insensiblemente en su marcha por la facilidad de ir cuesta abajo. Freya sabía lo que representaba este viaje. A los primeros pasos se lo avisó el marino con un beso en el cuello. Iba a aprovecharse de todos los recodos del camino; de los altos en ciertos lugares descubiertos para columbrar el golfo fosforescente a través de la arboleda; de los largos espacios de sombra, cortada sólo de tarde en tarde por los reverberos públicos o las linternas de carruajes y tranvías…
Pero estas libertades de su acompañante eran ya cosa aceptada: ella había dado el primer paso en el Acuario. Además, estaba segura de su serenidad, que mantendría al enamorado en el límite que ella quisiera fijarle… Y convencida de su fuerza para reaccionar a tiempo, se abandonó lo mismo que una mujer vencida.
Jamás había tenido Ferragut una ocasión tan propicia. Era una cita a solas en el misterio de la noche, con un amplio espacio de tiempo por delante. Lo único molesto era la necesidad de marchar, de unir a los abrazos y los juramentos de amor una incesante actividad ambulatoria. Ella protestaba, saliendo de su arrobamiento, cada vez que el enamorado le proponía sentarse al borde del camino.
La esperanza hizo que Ulises obedeciese a Freya, deseosa de llegar cuanto antes a Nápoles. Allá abajo, en la curva de luces vecinas al golfo, estaba el hotel, y el marino lo veía como un lugar de felicidad.
—¡Di que sí! —susurró en el oído de ella, cortando las palabras con besos—. ¡Di que será esta noche!…
Ella no contestaba, abandonándose en el brazo que el capitán había pasado por su talle, dejándose arrastrar como si estuviese medio desvanecida, entornando los ojos y ofreciendo su boca.
Mientras Ulises iba repitiendo súplicas y caricias, la voz de su cerebro cantaba victoria. «¡Ya está!… ¡Esto es hecho!… Lo que importa es meterla en el hotel».
Llevaban caminando cerca de una hora y se imaginaban que sólo habían transcurrido unos minutos.
Al llegar a los jardines de la Villa Nazionale, cerca del Acuario, se detuvieron un instante. Había más luz y menos gente que en el camino de Possilipo. Huyeron de los faros eléctricos de la vía Caracciolo, que reflejaban en el mar sus lunas de nácar. Los dos, instintivamente se aproximaron a un banco, buscando la sombra de ébano de los árboles.
Freya se había serenado de pronto. Parecía irritada contra ella misma por su abandono durante la marcha. La excitación de los besos, incesantemente renovada, le había hecho ansiar una entrega inmediata, con el exasperamiento del deseo… Al verse ahora cerca del hotel recobró su energía, como en presencia de un peligro.
—¡Adiós, Ulises! Mañana nos veremos… Voy a pasar la noche en casa de la doctora.
El marino se apartó un poco, con el tirón de la sorpresa. «¿Era una broma?…». Pero no: no podía dudar. El tono de sus palabras delataba una firme resolución.
Suplicó humildemente para que no se marchase, con voz entrecortada y fosca. Al mismo tiempo el consejero mental le decía rencorosamente: «¡Se está burlando de ti!… Hora es ya de que esto acabe… Hazla sentir tu autoridad de hombre». Y esta voz tenía el mismo timbre que la del difunto Tritón.
De pronto ocurrió una cosa violenta, brutal, innoble. Ulises se arrojó sobre ella como si fuese a matarla, la oprimió en sus brazos, y los dos, hechos un solo cuerpo, cayeron sobre el banco, jadeando, luchando. La sombra se rasgó con el blanco relampagueo de un oleaje de ropas interiores removidas. Pero esto sólo duró un instante.
El vigoroso Ferragut, temblando de emoción y de deseo, sólo disponía de la mitad de sus fuerzas. Saltó repentinamente hacia atrás llevándose las dos manos a un hombro. Experimentaba un dolor agudísimo, como si uno de sus huesos acabase de quebrarse. Ella le había repelido con una certera presión de la hábil esgrima japonesa, que emplea las manos como armas irresistibles.
—¡Ah… tal! —rugió lanzando el peor de los insultos femeninos.
Y cayó sobre ella otra vez, como si fuese un hombre, uniendo a su ansia amorosa un deseo de maltratarla, de envilecerla, haciéndola su esclava.
Freya le aguardó a pie firme… Viendo el brillo glacial de uno de sus ojos, Ulises, sin saber por qué, se acordó de Ojo de la mañana, el reptil compañero de sus danzas.
En este ataque de toro furioso quedó detenido por un simple contacto en la frente, un diminuto círculo metálico, una especie de dedal helado que se apoyaba en su piel.
Miró… Era un pequeño revólver, un juguete mortífero de relumbrante níquel. Había aparecido en la mano de Freya saliendo del secreto de sus ropas, o tal vez de aquel bolso de oro cuyo contenido parecía inagotable.
Ella, puesto un dedo en el gatillo, le contempló fijamente. Se adivinaba su familiaridad con el arma que tenía en la mano. No debía ser la primera vez que la sacaba a la luz.
La indecisión del marino fue breve. Con un hombre, su garra se hubiese apoderado de la mano amenazante, torciéndola hasta romperla, sin que le inspirase miedo el revólver. Pero tenía enfrente a una mujer… Y esta mujer era capaz de herirle, colocándolo al mismo tiempo en una situación ridícula…
—¡Retírese, señor! —ordenó Freya con tono ceremonioso y amenazante, como si hablase a un extraño.
Pero fue ella la que se retiró finalmente al ver que Ulises daba un paso atrás, quedando meditabundo y confuso. Le volvió la espalda, al mismo tiempo que desaparecía de su mano el revólver.
Antes de alejarse murmuró varias palabras que no pudo entender Ferragut, mirándole por última vez con ojos despectivos. Debían ser terribles insultos, y por lo mismo que los profería en un idioma misterioso, él sintió más profundamente su menosprecio.
—No puede ser… Se acabó, ¡se acabó para siempre!…
Dijo esto repetidas veces antes de volver al hotel, y lo pensó durante toda una noche de vigilia, cortada por pesadillas angustiosas. Bien avanzada la mañana le despertaron del sopor final las trompetas de los bersaglieri.
Pagó su cuenta en el despacho del gerente y dio la última propina al portero, anunciándole que horas después vendría un hombre del buque a llevarse su equipaje.
Estaba alegre, con la alegría forzosa del que necesita amoldarse a los acontecimientos. Se felicitaba por su libertad, como si esta libertad la hubiese conquistado voluntariamente y no le fuese impuesta por el desprecio de ella. Le dolía el recuerdo del día anterior, viéndose ridículo y grosero. Era mejor no acordarse de lo pasado.
Se detuvo en la calle para lanzar una última mirada al hotel. «¡Adiós, maldito albergo!… Nunca volvería a verle. ¡Ojalá se quemase con todos sus habitantes!».
Al pisar la cubierta del Mare nostrum, su forzada satisfacción fue en aumento. Sólo aquí podía vivir, lejos de las complicaciones y mentiras de la vida terrestre.
Todas las gentes del buque, que en las semanas anteriores temían la llegada del malhumorado capitán, sonrieron ahora, como si viesen la salida del sol después de una tormenta. Distribuyó buenas palabras y palmadas afectuosas. El trabajo de recomposición iba a terminarse al día siguiente… ¡Muy bien! Estaba contento. Pronto volverían a navegar.
Saludó en la cocina al tío Caragol… Éste era un filósofo. Todas las mujeres del mundo no valían para él lo que un buen arroz. ¡Ah, grande hombre!… Seguramente iba a llegar a les cien años. Y el cocinero, halagado por tantas alabanzas, cuyo origen no acertaba a comprender, respondía como siempre: «Así es, mi capitán».
Toni, silencioso, disciplinado y familiar, le inspiraba no menos admiración. Su vida era una vida recta, firme y llana como el camino del deber. Cuando los oficiales jóvenes hablaban en su presencia de ruidosas cenas al saltar a tierra con mujeres de distintos países, el piloto se encogía de hombros. «El dinero y lo otro deben guardarse para casa», decía sentenciosamente.
Ferragut había reído muchas veces de la virtud de su segundo, que se paseaba encogida y soñolienta por una gran parte del planeta, sin permitirse distracción alguna, para despertar con una tensión arrolladora siempre que los azares de la carrera le llevaban a vivir unos días en su casa de la Marina.
La pobre esposa, morena, enjuta y obediente, le veía llegar con alegría y con susto, como si fuese una tormenta de lluvia interminable. Cuando Toni se sentía héroe, sus hazañas iban más allá del cero de la decena. Y con el impudor tranquilo del virtuoso que todo lo deja en casa, calculaba las fechas de sus viajes por la edad de sus ocho hijos: «Éste fue a la vuelta de Filipinas… Este otro, después que hice el cabotaje en el golfo de California…».
Su serenidad de varón ordenado, incapaz de perturbarse con frívolas aventuras, le hizo adivinar desde el primer momento el secreto de los entusiasmos y las cóleras del capitán. «Debe vivir con una mujer», se dijo al verle instalado en un hotel de Nápoles y al sufrir su mal humor en las rápidas apariciones que hacía a bordo.
Ahora, al escuchar sus regocijados comentarios sobre la tranquila vida de Toni y su filosófica cordura, volvió a decirse mentalmente, sin que el capitán pudiese adivinar nada en su rostro: «Ya ha roto con la mujer: se ha cansado de ella. ¡Más vale así!».
Se afirmó aún más en esta creencia al escuchar los planes de Ferragut. Tan pronto como el buque quedase listo, irían a fondear en el puerto comercial. Le habían hablado de cierto cargamento para Barcelona, un flete de ocasión; pero mejor era esto que ir de vacío… Si el cargamento se demoraba, partirían con lastre. Deseaba reanudar cuanto antes sus viajes. Cada vez eran más escasos y buscados los buques. Ya era hora de salir de esta inercia forzosa.
—Sí, ya es hora —respondió Toni, que en todo un mes sólo había bajado dos veces a tierra.
El Mare nostrum abandonó el lugar de su reparación, yendo a fondear frente a los muelles de comercio, brillante y rejuvenecido, sin ningún desperfecto que recordase sus recientes averías.
Una mañana, cuando el capitán y el segundo estaban en el salón de popa, indecisos entre salir aquella misma noche o esperar cuatro días más, como lo solicitaban los dueños de la carga, se presentó el tercer oficial, un joven andaluz, que parecía emocionado por la noticia de que era portador. Una señora muy hermosa y muy elegante —el joven apoyó con su admiración estos detalles— acababa de llegar en un bote, y sin pedir permiso había subido la escala, metiéndose en el buque como si fuese su vivienda propia.
A Toni le dio un vuelco el corazón. Su rostro moreno tomó una palidez de ceniza. «¡Cristo!… ¡la de Nápoles!». Él no sabía quién era la de Nápoles, no la había visto nunca, pero tenía la certeza de que llegaba como un estorbo fatal, como una calamidad inesperada. ¡Tan bien que marchaban las cosas!…
El capitán hizo girar su sillón, despegándose de la mesa, y en dos saltos salió a la cubierta.
Algo extraordinario perturbaba a los tripulantes. Todos estaban arriba, como si una atracción poderosa los hubiese arrancado de los sollados, del fondo de las bodegas, de los metálicos corredores de las máquinas. Hasta el tío Caragol sacaba su cara episcopal por la puerta de la cocina, llevándose una mano cerrada en forma de telescopio a uno de sus ojos, sin llegar a distinguir claramente la anunciada maravilla.
Freya estaba a pocos pasos, con un traje azul que tenía algo de marino, como si esta visita al buque impusiera a su elegancia la necesidad de imitar el porte de las multimillonarias que viven en un yate. Los marineros fingían trabajos extraordinarios para aproximarse a ella, limpiando cobres o encerando maderas. Sentían la necesidad de respirarla, de vivir en el ambiente perfumado que la envolvía, siguiendo sus pasos.
Al ver al capitán le tendió una mano simplemente, lo mismo que si se hubiesen visto el día anterior.
—¡No se quejará usted, Ferragut!… Como no le encontraba en el hotel, he sentido la necesidad de visitarle en su buque… Deseaba conocer su casa flotante. Todo lo de usted me interesa.
Parecía otra mujer. Ulises se dio cuenta del gran cambio que se había efectuado en su persona durante los últimos días. Sus ojos eran atrevidos, incitantes, de un impudor tranquilo. Toda ella parecía ofrecerse. Sus sonrisas, sus palabras, su modo de marchar por la cubierta hacia las cámaras del buque, denotaban una resolución de dar fin cuanto antes a su larga resistencia, cediendo a los deseos del marino.
A pesar de los anteriores fracasos, éste sintió de nuevo la alegría del triunfo. «¡Ahora va a ser! Mi ausencia la ha vencido…». Y al mismo tiempo que paladeaba la dulce satisfacción del amor y el orgullo triunfantes, un vago instinto le sugirió la sospecha de que esta mujer, repentinamente transformada, tal vez le quería menos ahora que en los días anteriores, cuando se resistía, aconsejándole que huyese.
En el comedor hizo la presentación de su segundo. El rudo Toni experimentó el mismo deslumbramiento que había perturbado a todos los del buque. ¡Qué mujer!… En el primer instante excusó y comprendió la conducta de su capitán. Luego, sus ojos quedaron fijos en ella con una expresión de alarma, como si su presencia le hiciese temblar por la suerte del vapor.
Acabó por sentirse cohibido delante de esta señora que examinaba el salón como si fuese a quedarse en él para siempre.
Freya se interesó unos momentos por la peluda fealdad de Toni. Era un verdadero mediterráneo, tal como ella se los imaginaba: un fauno perseguidor de ninfas. Ulises rió de los elogios dirigidos a su segundo.
—Debe tener dentro de los zapatos —continuó ella— unas pezuñitas lindas como las de las cabras. Debe saber tocar el caramillo. ¿No lo cree así, capitán?…
El fauno, enfurruñado y rabioso, acabó por marcharse, saludando torpemente al salir. Ferragut sintió un gran alivio con esta ausencia, pues temía alguna palabra ruda de Toni.
Al quedar sola con Ulises, corrió de un lado a otro por la gran cámara.
—¿Aquí es donde vive usted, querido tiburón?… Déjeme que lo vea todo, que lo registre todo. Me interesa lo suyo: no dirá ahora que no le quiero. ¡Qué orgullo para el capitán Ferragut! Las señoras vienen a buscarle en su buque…
Interrumpió su parloteo irónico y amoroso para defenderse suavemente del marino. Éste, olvidando lo pasado y queriendo aprovechar la felicidad que se le ofrecía de pronto, abrazaba a la visitante, besándola en la nuca.
—¡Luego… luego! —suspiró ella—. Ahora déjeme ver. Siento una curiosidad de niña.
Abrió el piano, el pobre piano del capitán escocés, y unos acordes tenues y lloriqueantes, producto de una desafinación de varios años, conmovieron el salón con la melancolía de los recuerdos que resucitan.
Era una música igual a la de las cajas melódicas que se encuentran olvidadas en el fondo de un armario, entre las ropas de una vieja difunta. Freya declaró que esta música olía a rosas secas.
Luego, abandonando el piano, abrió una tras otra todas las puertas de los camarotes que daban al salón. En la del dormitorio del capitán se detuvo, sin querer pasar del umbral, sin soltar el picaporte de bronce que mantenía en su diestra. Ferragut, detrás de ella, la empujaba con suave traición, repitiendo al mismo tiempo sus caricias en la nuca.
—No, aquí no —dijo ella—. ¡Por nada del mundo!… Seré tuya, te lo prometo: te doy mi palabra. Pero donde yo quiera, cuando a mí me parezca… ¡Muy pronto, Ulises!
Él sintió toda la voluptuosidad de estas afirmaciones, hechas con una voz acariciadora y sumisa; todo el orgullo de este tuteo espontáneo, que equivalía a una primera entrega.
La llegada de un acólito del tío Caragol les hizo recobrar su tranquilidad. Traía dos enormes vasos llenos de un cocktail rojizo y espumoso; embriagadora y dulce mixtura, resumen de todos los conocimientos adquiridos por el cocinero en su trato con los borrachos de los primeros puertos del mundo.
Ella probó el líquido, entornando los ojos como una gata golosa. Luego prorrumpió en alabanzas, elevando el vaso de un modo solemne. Ofrecía su libación a Eros, el más bueno de los dioses. Y Ferragut, que siempre había sentido cierto pavor ante las infernales y gratas mixturas de su cocinero, apuró de un trago su vaso, para unirse a la invocación.
Todo quedó concertado entre los dos. Ella daba las órdenes. Ferragut volvería a tierra, aposentándose en el mismo albergo. Continuarían su vida de antes, como si nada hubiese ocurrido.
—Esta tarde me esperarás en los jardines de la Villa Nazionale… Sí, allí donde quisiste matarme, ¡bandido!…
Antes de que pudiese evocar la imagen de aquella noche de violencia, Freya se adelantaba a sus recuerdos con una astucia femenil… Era Ulises el que había querido matarla; lo afirmaba ella, sin admitir respuesta.
—Iremos a visitar a la doctora —continuó—. La pobre desea verte, y me ha rogado que te lleve. Se interesa mucho por ti desde que sabe que te amo, ¡pirata mío!…
Después de haber fijado la hora del encuentro, Freya quiso irse. Pero antes de volver a su lancha sintió la curiosidad de registrar el buque, como había registrado el salón y los camarotes.
Con aires de princesa reinante, precedida del capitán y seguida de los oficiales, corrió las dos cubiertas; se asomó a las galerías de hierro de las máquinas y al abismo cuadrado de las escotillas de carga, recibiendo el olor mohoso de las bodegas. En el puente tocó con un entusiasmo pueril la caperuza de bronce de la bitácora y los demás instrumentos de dirección, brillantes como si fuesen de oro.
Quiso ver la cocina, o invadió los dominios del tío Caragol, poniendo en lamentable desorden sus formaciones de cacerolas, asomando su hocico sonrosado a la boca humeante del gran puchero en el que hervía el almuerzo de la gente.
El viejo pudo verla de cerca con sus ojos cegatos. «¡Sí que era guapa!». El revoloteo de sus faldas y los frecuentes encontrones que tuvo con ella en sus idas y venidas por la cocina perturbaron al apóstol. Su olfato de guisandero se sintió molestado por el perfume de esta señora. «Guapa, pero con olor de…», repitió mentalmente. Para él, todo perfume femenil merecía este título injurioso. Las mujeres buenas huelen a pescado y a estropajo: estaba seguro de ello… En su lejana juventud, los conocimientos del pobre Caragol no habían ido más allá.
Al quedar solo, agarró un trapo, agitándolo violentamente como si sacudiese moscas. Quería limpiar el ambiente de malos olores. Sentíase escandalizado, como si hubiesen dejado caer una pastilla de jabón en uno de sus arroces.
Los hombres del buque se amontonaron en las bordas para seguir la marcha del bote que se alejaba.
Toni, al pie del puente, lo contempló también con ojos enigmáticos.
—Hermosa eres; pero ¡que la mar te trague antes de que vuelvas!…
Un brazo tremolaba un pañuelo en la popa de la barca. «¡Adiós, capitán!». Y el capitán movía la cabeza, sonriente y emocionado por el saludo femenil, mientras los marineros envidiaban su buena suerte.
Otra vez un hombre de la tripulación llevó el equipaje de Ferragut al albergo de la ribera de Santa Lucía. El portero, como si presintiese las inclinaciones de este cliente de propina fácil, se encargó de escoger su habitación: un piso más abajo que la vez anterior, cerca de la que ocupaba la signora Talberg.
Se encontraron a media tarde en la Villa Nazionale, y emprendieron juntos la marcha por las calles de Chiaia. Al fin iba a saber Ulises dónde ocultaba la doctora su majestuosa personalidad. Presentía algo extraordinario en este alojamiento, pero estaba dispuesto a disimular sus impresiones, por miedo a perder el afecto y el apoyo de la sabia dama, que parecía ejercer un gran dominio sobre Freya.
Entraron en el zaguán de un antiguo palacio. Muchas veces se había detenido el marino ante su puerta, pero seguía adelante, desorientado por las chapas de metal que anunciaban las oficinas y escritorios instalados en sus diversos pisos.
Vio un patio de arcadas, pavimentado con grandes losas, al que daban los balcones ventrudos en los cuatro lados interiores del palacio. Subieron por una escalera de ecos despiertos, grande como una calle en pendiente, con revueltas anchurosas que permitían en otros tiempos el paso de las literas y sus portadores. Como recuerdo de los personajes de blanca peluca y las damas de anchuroso guardainfante que habían pasado por ella, quedaban algunos bustos clásicos en los rellanos, una baranda de hierro forjada a martillo y varios farolones de oros borrosos y vidrios turbios.
Se detuvieron en el primer piso, ante una fila de puertas algo carcomidas por los años.
—Aquí es —dijo Freya.
Y señaló precisamente la única puerta que estaba cubierta con una mampara de cuero verde, ostentando un rótulo comercial, enorme, dorado, pretencioso. La doctora se alojaba en una oficina… ¡Cómo hubiera llegado él a encontrarla!
La primera pieza era realmente una oficina, un despacho de comerciante, con casillero para los papeles, mapas, caja de caudales y varias mesas. Un solo empleado trabajaba: un hombre de edad incierta, con cara pueril y bigote recortado. Su gesto obsequioso y sonriente contrastaba con su mirada fugitiva; una mirada de alarma y desconfianza.
Al ver a Freya se levantó de su asiento. Ésta le saludó llamándole Karl, y pasó adelante, como si fuese un simple portero. Ulises, al seguirla, adivinó fija en sus espaldas la mirada recelosa del escribiente.
—¿También es polaco? —preguntó.
—Sí, polaco… Es un protegido de la doctora.
Entraron en un salón amueblado a toda prisa, con el arte especial y fácil de los que están acostumbrados a viajar y tienen que improvisarse una vivienda: divanes con indianas vistosas y baratas, pieles de guanaco americano, tapices chillones, de un falso orientalismo, y en las paredes láminas de periódicos entre varillas doradas. Sobre una mesa lucía sus marfiles y platas un gran neceser con la tapa de cuero abierta. Unas cuantas estatuillas napolitanas habían sido compradas a última hora para dar cierto aire de sedentaria respetabilidad a este salón que podía deshacerse rápidamente, y cuyos adornos más valiosos eran objetos de viaje.
Por una cortina entreabierta distinguieron a la doctora, que escribía en la pieza inmediata. Estaba encorvada sobre un pupitre americano, pero los vio inmediatamente en el espejo que tenía delante de ella para espiar todo lo que pasaba a sus espaldas.
Adivinó Ulises que la imponente señora había hecho ciertos preparativos de tocador para recibirle. Un vestido estrecho como una funda moldeaba la exuberancia de su formas. La falda, recogida y angosta en el remate de sus piernas, parecía el mango de una maza enorme. Sobre el verde marino del traje llevaba un tul blanco con lentejuelas plateadas, a modo de chal. El capitán, a pesar de su respeto por la sabia dama, la comparó a una nereida madre bien alimentada en las praderas oceánicas.
Con las manos tendidas y una expresión gozosa en el rostro, que hacía irradiar sus lentes, avanzó hacia Ferragut. Su encontrón casi fue un abrazo… «¡Querido capitán!, ¡tanto tiempo sin verle!…». Sabía de él con frecuencia, por los informes de su amiga; pero aun así, lamentaba como una desgracia que el marino no hubiese venido a verla.
Parecía olvidar su frialdad al despedirse en Salerno, el cuidado que había tenido en ocultarle las señas de su domicilio.
Ferragut tampoco se acordó de esto, gratamente conmovido por la amabilidad de la doctora. Se había sentado entre los dos, como si quisiera protegerles con toda la majestad de su persona y el afecto de sus ojos. Era una madre para su amiga. Acariciaba, al hablar, los mechones de la cabellera de Freya, que acababan de librarse del encierro del sombrero. Y Freya, adaptándose al ambiente tierno de la situación, se apelotonaba contra la doctora, tomando un aire de niña tímida y acariciante, mientras fijaba en Ulises sus ojos de dulce promesa.
—Quiérala usted mucho, capitán —siguió diciendo la matrona—, Freya sólo habla de usted… ¡Ha sido tan desgraciada!… ¡La vida se ha mostrado tan cruel con ella!…
El marino sintió la misma emoción que si se hallase en un plácido ambiente de familia. Aquella señora daba las cosas por hechas discretamente, hablándole como a un yerno. Su mirada de bondad tenía una expresión melancólica. Era la dulce tristeza de las personas maduras que ven monótono el presente, medido el porvenir, y se refugian en los recuerdos del pasado, envidiando a las jóvenes porque pueden gozar en la realidad lo que ellas sólo paladean con la memoria.
—¡Felices ustedes!… ¡Amense mucho!… Únicamente por el amor vale la vida la pena de ser vivida.
Y Freya, como si le enterneciesen de un modo irresistible estos consejos, avanzó un brazo sobre los globos encorsetados de la doctora, apretando convulsivamente la diestra de Ulises.
Los lentes de oro, con su brillo protector, parecían incitarles a mayores intimidades. «Podían besarse…». La imponente señora, para facilitar sus expansiones, iba a salir, alegando un pretexto insignificante, cuando se levantó el cortinaje de la puerta que comunicaba el salón con la oficina.
Entró un hombre de la edad de Ferragut, pero más bajo de estatura, menos endurecido el rostro por el curtimiento de la intemperie. Iba vestido a la inglesa, con escrupulosa corrección. Se adivinaban en él las preocupaciones más nimias y pueriles en todo lo referente al adorno de su persona. El traje, de lanilla gris, aparecía realzado por la unidad de la corbata, los calcetines y el pañuelo asomado al bolsillo del pecho. Las tres prendas eran azules, sin la más leve variación en su tono, escogidas con exactitud, como si este hombre pudiese sufrir crueles molestias saliendo a la calle con la corbata de un color y los calcetines de otro. Sus guantes tenían el mismo amarillo obscuro de sus zapatos.
Ferragut pensó que este gentleman, para ser completo, debía llevar el rostro afeitado. Y sin embargo, usaba barba, una barba recortada a flor de piel en las mejillas y formando sobre el mentón una punta corta y aguda. El capitán presintió que era un marino. En la flota alemana, en la rusa, en todas las marinas del Norte, los oficiales que no iban rasurados a la inglesa usaban esta barbilla tradicional.
Se inclinó, o más bien dicho, se dobló en ángulo, con brusca rigidez, al besar las manos de las dos señoras. Luego se llevó un monóculo de impertinente fijeza a uno de sus ojos, mientras la doctora hacía las presentaciones.
—El conde Kaledine… El capitán Ferragut.
Dio la mano el conde al marino, una mano dura, bien cuidada y forzuda, que se mantuvo largo rato sobre la de Ulises, queriendo dominarla con una presión sin afecto.
La conversación continuó en inglés, que era el idioma empleado por la doctora en sus relaciones con Ulises.
—¿El señor es marino? —preguntó éste para aclarar sus dudas.
No se movió el monóculo de su órbita, pero un temblor ligero de sorpresa parecía rizar su luminosa convexidad. La doctora se apresuró a responder:
—El conde es un diplomático ilustre que está ahora con licencia, cuidando su salud. Ha viajado mucho, pero no es marino.
Y continuó sus explicaciones. Los Kaledine eran una noble familia rusa de tiempos de la gran Catalina. La doctora, por ser polaca, estaba relacionada con ellos hacía muchos años… Y cesó de hablar, dando entrada a Kaledine en la conversación.
Al principio el conde se mostró frío y algo desdeñoso en sus palabras, como si no pudiera despojarse de su altivez diplomática. Pero lentamente esta altivez se fue fundiendo.
Conocía por su «distinguida amiga la señora Talberg» muchas de las aventuras náuticas de Ferragut. A él le interesaban los hombres de acción, los héroes del Océano.
Ulises notó de pronto en su noble interlocutor un afecto caluroso, un deseo de agradar semejante al de la doctora. ¡Hermosa casa aquélla, en la que todos se esforzaban por hacerse simpáticos al capitán Ferragut!
El conde, sonriendo amablemente, dejó de valerse del inglés, y le habló de pronto en español, como si hubiese reservado este golpe final para acabar de captarse su afecto con el más irresistible de los halagos.
—He vivido en Méjico —dijo para explicar su conocimiento de esta lengua—. He hecho un largo viaje por las Filipinas cuando vivía en el Japón.
Los mares del Extremo Oriente eran los menos frecuentados por Ulises. Sólo dos veces había navegado hacia los puertos chinos y nipones, pero conocía lo suficiente para mantener la conversación con este viajero que mostraba en sus gustos cierto refinamiento de artista. Durante media hora desfilaron por el vulgar ambiente del salón imágenes de enormes pagodas de techos superpuestos, vibrantes a la brisa, como un arpa, con sus filas de campanillas; ídolos monstruosos tallados en oro, en bronce o en marfil; casas de papel, tronos de bambú, muebles de nacaradas incrustaciones, biombos con filas de cigüeñas volantes.
Desapareció la doctora, aturdida por este diálogo, del que sólo podía adivinar algunas palabras. Freya, inmóvil, con los ojos adormecidos y una rodilla entre sus manos cruzadas, se mantuvo aparte, entendiendo la conversación, pero sin intervenir en ella, como si le ofendiese el olvido en que la dejaban los dos hombres. Al fin se deslizó discretamente, siguiendo el llamamiento de una mano asomada a un cortinaje. La doctora preparaba el té y pedía auxilio.
La conversación continuó, sin hacer alto en estas ausencias. Kaledine había abandonado los mares asiáticos para pasar al Mediterráneo, y se anclaba en él con una insistencia admirativa. Un motivo más de afecto para Ferragut, que lo encontraba cada vez más simpático, a pesar de su trato un poco glacial.
Se dio cuenta repentinamente de que ya no era el conde ruso el que hablaba, pues con breves y certeras preguntas le hacía hablar a él, lo mismo que si lo sometiese a un examen.
Agradeció las muestras de interés que este gran viajero daba por el pequeño mare nostrum, y especialmente por las particularidades de su cuenca occidental, que deseaba conocer minuciosamente.
Podía preguntar cuanto quisiera. Ferragut poseía milla por milla todo el litoral español, el francés y el italiano, así en la superficie como en sus fondos.
Kaledine, tal vez por vivir en Nápoles, insistió con predilección en la parte mediterránea comprendida entre la Cerdeña, la Italia del Sur y la Sicilia, o sea lo que los antiguos habían llamado el mar Tirreno… ¿Conocía el capitán Ferragut las islas poco frecuentadas y casi perdidas enfrente de Sicilia?
—Yo lo conozco todo —afirmó éste con orgullo.
Y sin discernir completamente si era curiosidad del conde o si quería someterle a un examen interesado, habló y habló.
Conocía el archipiélago de las islas Lípari, con sus minas de azufre y de piedra pómez, grupo de cimas volcánicas que emergen de las profundidades del Mediterráneo. En ellas habían colocado los antiguos a Eolo, señor de los vientos; en ellas está el Stromboli vomitando enormes bolas de lava, que estallan con un estrépito de trueno. Las escorias volcánicas vuelven a caer en las chimeneas del cráter o ruedan por la pendiente de la montaña, sumiéndose en las olas.
Más al Oeste, aislada y solitaria en un mar limpio de escollos, está Ustica, una isla volcánica y abrupta que colonizaron los fenicios y sirvió de refugio a los piratas sarracenos. Su población es escasa y pobre. Nada hay que ver en ella, aparte de ciertas conchas fósiles que interesan a los hombres de ciencia…
Pero el conde se sintió interesado por este cráter muerto y solitario en medio de un mar que sólo frecuentan las barcas de pesca.
Ferragut había visto igualmente, aunque de lejos, al entrar en el puerto de Trápani, el archipiélago de las Egades, donde existen grandes pesquerías de atunes. Había desembarcado una vez en la isla Pantelaria, situada a medio camino entre Sicilia y África. Era un cono volcánico altísimo que emergía en mitad del estrecho, y a cuyo pie existían lagos alcalinos, humaredas sulfurosas, aguas termales y construcciones prehistóricas de grandes bloques, semejantes a las de Cerdeña y las Baleares. Los buques que iban a Túnez y Trípoli tomaban cargamento de pasas, única exportación de esta antigua colonia fenicia.
Entre la Pantelaria y Sicilia, el suelo submarino se elevaba considerablemente, guardando sobre su dorso una capa acuática que en algunos puntos sólo tenía doce metros de espesor. Era el extenso banco llamado de la Aventura, hinchazón volcánica, doble isla anegada, pedestal submarino de Sicilia.
También el banco de la Aventura pareció interesar al conde.
—Conoce usted bien su mar —dijo con tono de aprobación.
Ferragut iba a seguir hablando, pero entraron las dos señoras con una bandeja que contenía el servicio de té y varios platos de pasteles. El capitán no extrañó esta falta de servidumbre. La doctora y su amiga eran para él unas mujeres de costumbres extraordinarias, y todos sus actos los encontraba lógicos y naturales. Freya sirvió el té con una gracia púdica, como si fuese la hija de la casa.
Pasaron el resto de la tarde conversando sobre lejanos viajes. Nadie aludió a la guerra ni a las preocupaciones de Italia en aquel momento por mantener su neutralidad o salir de ella. Parecían vivir en un lugar inaccesible, a miles de leguas de todo tropel humano.
Las dos mujeres trataban al conde con una familiaridad de buen tono, como personas de su mismo mundo; pero el marino creyó notar en ciertos momentos que le tenían miedo.
Al terminar la tarde, este personaje abandonó su asiento, y Ferragut hizo lo mismo, comprendiendo que debía poner fin a su visita. El conde se ofreció a acompañarle. Mientras se despedía de la doctora, agradeciendo con extremos corteses que le hubiese hecho conocer al capitán, éste sintió que Freya le apretaba la mano de modo significativo.
—Hasta la noche —murmuró levemente, sin mover apenas los labios—. Volveré tarde… Espérame.
¡Oh, dicha!… Los ojos, la sonrisa, la presión de la mano, decían para él mucho más.
Nunca dio un paseo tan agradable como al marchar al lado de Kaledine por las calles de Chiaia hacia la ribera. ¿Qué decía aquel hombre?… Cosas insignificantes para evitar el silencio, pero a él le parecieron observaciones de profunda sabiduría. Su voz era, según él, armoniosa y acariciadora. Todo lo encontraba igualmente amable, la gente que transitaba por las calles, el ruido napolitano del anochecer, el mar obscuro, la vida entera.
Se despidieron ante la puerta del hotel. El conde, a pesar de sus ofrecimientos de amistad, se fue sin decirle cuál era su domicilio.
«No importa —pensó Ferragut—. Volveremos a encontrarnos en casa de la doctora».
El resto de la velada lo pasó agitado alternativamente por la esperanza y la impaciencia. No quería comer; la emoción había paralizado su apetito… Y una vez sentado a la mesa, comió más que nunca, con una avidez maquinal y distraída.
Necesitaba pasear, hablar con alguien, para que transcurriese el tiempo con mayor rapidez, engañando su inquieta espera. Ella no volvería al hotel hasta muy tarde… Y precisamente se retiró a su habitación más temprano que de costumbre, creyendo, con un ilogismo supersticioso, que de este modo llegaría antes Freya.
Su primer movimiento al verse en su cuarto fue de orgullo. Miró al techo, apiadándose del marino enamorado que una semana antes habitaba el piso superior. ¡Pobre hombre! ¡Cómo se habían reído de él!… Ulises se admiró a sí mismo como una personalidad completamente nueva, feliz y triunfadora, separado de la otra por un período doloroso de humillaciones y fracasos que no quería recordar.
¡Las horas larguísimas del que aguarda con ansiedad!… Se paseó fumando, encendiendo un cigarro en el resto del anterior. Luego abrió la ventana, queriendo borrar este perfume de tabaco fuerte. Ella sólo gustaba de los cigarrillos orientales… Y como persistiese el acre olor del cigarro habano, jugoso y bravío, rebuscó en su maletín de aseo, derramando sobre la cama el fondo de varios frascos de esencia largo tiempo olvidados.
Una repentina inquietud amargó su espera. La que iba a llegar ignoraba tal vez cuál era su habitación. Él no estaba seguro de haberle dado las señas con suficiente claridad. Era posible que se hubiese equivocado… Empezó a creer que, efectivamente, se había equivocado.
El miedo y la impaciencia le hicieron abrir su puerta, plantándose en el corredor para mirar de lejos el cerrado cuarto de Freya. Cada vez que sonaban pasos en la escalera o chirriaba la verja del ascensor, el barbudo marino se estremecía con una inquietud infantil. Deseaba esconderse y al mismo tiempo quería mirar, por si era ella la que llegaba.
Los huéspedes que vivían en el mismo piso le fueron viendo, al retirarse a sus cuartos, en las más inexplicables actitudes. Unas veces permanecía firme en el corredor, como el que espera a los domésticos, fatigado por inútiles llamamientos. Otras veces le sorprendían con la cabeza asomada a la puerta entreabierta, retirándola precipitadamente. Un viejo conde italiano le dirigió al pasar una sonrisa de inteligencia y compañerismo… ¡Estaba en el secreto! Aguardaba, indudablemente, a una de las doncellas del hotel.
Acabó por meterse en la habitación, pero dejando la puerta abierta… Un rectángulo de viva luz que se marcaba en el suelo y la pared de enfrente guiaría a Freya, indicándole el camino.
Tampoco pudo mantener mucho tiempo esta señal. Damas mal tapadas con un kimono, señores en pijama, se deslizaban por el pasillo discretamente sobre la suavidad silenciosa de sus pantuflas, todos en la misma dirección, lanzando una ojeada de cólera hacia la puerta luminosa que sorprendía el secreto de sus miserias corporales.
Por fin tuvo que cerrar la puerta. Abrió un libro, y le fue imposible leer dos párrafos seguidos. Su reloj marcaba las doce.
—¡No vendrá!… ¡no vendrá! —dijo con desesperación.
Una idea nueva le sirvió de alivio. Era imposible que una persona discreta como Freya se atreviese a avanzar hasta su cuarto viendo luz por debajo de la puerta. El amor necesita obscuridad y misterio. Además, esta espera visible podía atraer el espionaje de algún curioso.
Dio vuelta al conmutador eléctrico y buscó en la obscuridad su lecho, tendiéndose con un ruido exagerado, para que nadie pudiese dudar de que se acostaba. Esta lobreguez reanimó su esperanza.
—Va a venir… Llegará de un momento a otro.
Otra vez se levantó cautelosamente, sin ningún ruido, yendo de puntillas. Había que facilitar las dificultades de la entrada. Dejó la puerta entreabierta levemente, para evitar el ruido giratorio del picaporte. Una silla mantuvo su hoja apoyada con suavidad en el marco del quicio.
Todavía se levantó varias veces, despojándose en cada uno de estos saltos de una parte de sus vestidos. Así aguardaría mejor.
Se estiró sobre el lecho, dispuesto a permanecer en vela toda la coche si era preciso. No debía dormir; no quería dormir; lo ordenaba su voluntad… Y media hora después dormía profundamente, sin saber en qué momento se había dejado rodar por las blandas laderas del sueño.
Despertó de pronto, como si le hubiesen asestado un mazazo en el cráneo. Los oídos le zumbaban… Era la brusca impresión del que se duerme sin deseo de dormir y se siente sacudido por la inquietud resucitadora. Tardó unos instantes en darse cuenta de su situación. Luego lo recordó todo de golpe… ¡Solo!… ¡Ella no había llegado!… Ignoraba si iban transcurridos minutos u horas.
Otra cosa, además de la inquietud, le había vuelto a la vida. Adivinó en la silenciosa obscuridad algo real que se acercaba. Un pequeño ratón parecía moverse en el corredor. Los zapatos colocados ante una de las puertas resbalaron con leve chirrido. Ferragut percibió una vaga impresión de aire que se desplaza con el lento avance de un cuerpo.
Se movió la puerta; la silla retrocedió poco a poco, suavemente empujada. En la obscuridad fue marcándose una sombra móvil, mucho más negra y densa. Él hizo un movimiento.
—¡Quieto! —suspiró una voz tenue, de fantasma, una voz del otro mundo—. Soy yo.
Pero Ferragut había saltado cama abajo, avanzando las manos en la sombra. Tropezó con unos brazos desnudos y mórbidos, luego con la frescura suave de una carne envuelta en velos.
Instintivamente llevó su diestra a la pared, y se hizo la luz.
Bajo la lámpara eléctrica estaba ella, una Freya distinta a la que había visto siempre, con los cabellos opulentos cayendo en sierpes sobre sus hombros, completamente desnuda en el interior de una túnica asiática que la envolvía como una nube.
No era el kimono japonés vulgarizado por el comercio. Consistía en una pieza de tela indostánica bordada de fantásticas flores y plegada caprichosamente. A través de su tejido sutil se percibía el contacto de la fina carne, como si fuese una envoltura de aire multicolor.
Ella lanzó un murmullo de protesta. Luego imitó el gesto de Ulises tendiendo una mano hacia la pared… Y se hizo la obscuridad.
Sintió él que se anudaban como tentáculos irresistibles en torno de su cuello los brazos soberanos, y que una boca dominadora se apoderaba de la suya lo mismo que en el Acuario… Y rodó bajo esta caricia de fiera, con el pensamiento perdido, olvidándose del resto del mundo, descendiendo y descendiendo por un mar de sensaciones nuevas, como un náufrago satisfecho de su suerte… Pero esta vez llegó al fondo.
Despertó al sentir en su rostro un rayo de sol. La ventana, cuyas cortinas se había olvidado de correr, estaba azul: azul de cielo en lo alto y azul de mar en sus vidrios inferiores.
Miró junto a él… ¡Nadie! Por un momento creyó haber soñado. Pero el suave perfume de su cabellera impregnaba aún la almohada. El lecho desordenado guardaba todavía la huella de su cuerpo… Recordó entonces, como una de esas visiones pálidas de la mañana que animan las últimas horas del sueño, el paso de un cuerpo sobre el suyo con suave precaución; un beso de despedida que le había hecho entreabrir los ojos, volviendo a cerrarlos; el ruido de una puerta…
La realidad del despertar fue tan alegre para Ulises como dulces habían sido las horas de la noche en el misterio de la sombra. Estaba fatigado; sus piernas vacilaron al tocar el suelo, y al mismo tiempo nunca se había sentido tan fuerte y tan feliz.
Sonó en la ventana su voz de barítono cantando una de las canciones de Nápoles. ¡Oh dulce tierra!, ¡dulce golfo!… Aquél era el lugar más hermoso del mundo. Satisfecho y orgulloso de su suerte, hubiese querido abrazar las olas, las islas, la ciudad, el Vesubio.
El timbre repiqueteó con impaciencia en el corredor. El capitán Ferragut tenía hambre: el hambre de la desnutrición, el hambre del náufrago que ha consumido todas las reservas de su cuerpo.
Abarcó con una mirada de ogro el café con leche, el abundante pan y la escasa mantequilla que le trajo el camarero. ¡Poca cosa para él!… Y cuando atacaba todo esto con avidez, se abrió la puerta y entró Freya, sonrosada, fresca por un baño reciente y vestida de hombre.
La túnica indostánica había sido reemplazada por un pijama masculino de seda violeta. El pantalón tenía los bordes levantados sobre unas babuchas blancas que contenían sus pies desnudos. En el lugar del corazón llevaba bordada una cifra, cuyas letras no pudo desenmarañar Ulises. Encima de esta cifra avanzaba su punta un pañuelo asomado a la abertura del bolsillo. La opulenta cabellera retorcida en lo alto del cráneo y las curvas voluptuosas que tomaba la seda en ciertos lugares del masculino traje eran lo único que denunciaba a la mujer.
El capitán olvidó su desayuno, entusiasmado por esta novedad. ¡Era una segunda Freya: un paje, un andrógino adorable!… Pero ella repelió sus caricias, obligándole a sentarse.
Había entrado con una expresión interrogante en los ojos. Sentía la inquietud de toda mujer a la segunda entrevista de amor. Deseaba adivinar las impresiones de él, convencerse de su gratitud, tener la certeza de que la embriaguez de la primera hora no se había disipado durante su ausencia.
Mientras el marino volvía a atacar su desayuno, con la familiaridad de un amante que ha llegado a la posesión y no necesita ocultar y poetizar sus necesidades groseras, ella se sentó en una vieja chaise longue, encendiendo un cigarrillo.
Se replegó en este asiento, con las piernas encogidas y formando ángulo dentro del círculo de uno de sus brazos. Apoyó luego la cabeza en las rodillas, y así estuvo largo rato, fumando con los ojos fijos en el mar. Se adivinaba que iba a decir algo interesante, algo que arañaba el interior de su frente pugnando por salir.
Al fin habló con lentitud, sin dejar de mirar al golfo. De vez en cuando se arrancaba de esta contemplación, para fijar los ojos en Ulises, midiendo el efecto de sus palabras.
Éste dejó de ocuparse definitivamente de la bandeja del desayuno, presintiendo la aproximación de algo muy importante.
—Tú has jurado que harás por mí todo lo que yo te pida… Tú no querrás perderme para siempre.
Ulises protestó. ¿Perderla?… No podía vivir sin ella.
—Yo conozco tu existencia anterior: me la has contado… Tu nada sabes de mí, y debes conocerme, ya que soy tuya.
El marino movió la cabeza: nada más justo.
—Te he engañado, Ulises… Yo no soy italiana.
Ferragut sonrió. ¡Si sólo consistía en esto el engaño!… Desde el día en que se hablaron por primera vez, yendo a Pestum, había adivinado que lo de su nacionalidad era una mentira.
—Mi madre fue italiana. Te lo juro… Pero mi padre no lo era…
Se detuvo un momento. El marino la escuchó con interés, vuelta la espalda a la mesa.
—Yo soy alemana y…