A pesar de su promesa, Freya no hizo nada para volver a encontrarse con el marino. «Nos veremos… Yo le buscaré». Pero era Ferragut quien buscaba el encuentro, apostándose en las inmediaciones del hotel.
—¡Qué loca estuve la otra mañana!… ¡Qué habrá pensado usted de mí! —dijo ella la primera vez que volvieron a hablarse.
No todos los días conseguía Ulises el placer de esta conversación que se desarrollaba invariablemente desde la vía Partenope al monumento de Virgilio. Las más de las mañanas aguardaba en vano frente a los puestos de los ostricarios, escuchando a los músicos que saludaban con sus romanzas y sus mandolinas las ventanas cerradas de los hoteles. Freya no aparecía.
La impaciencia arrastraba a Ulises hasta su hotel, para implorar las luces del portero. Éste, animado por la esperanza de un nuevo billete, hacía sonar el teléfono y preguntaba a los criados de los pisos superiores. Luego una sonrisa triste y obsequiosa, como si lamentase sus propias palabras: «La signora no está. La signora ha pasado la noche fuera del albergo». Y Ferragut partía furioso.
Unas veces iba a ver cómo marchaban las reparaciones de su buque, excelente pretexto para descargar en alguien su mal humor. Otras mañanas se dirigía al jardín de la ribera de Chiaia por los mismos lugares que había pisado yendo con Freya. Esperaba verla aparecer de un momento a otro. Todo lo que le rodeaba tenía algo de ella. Arboles y bancos, aceras y candelabros eléctricos, la conocían perfectamente, por hallarse en su camino habitual.
Al convencerse de que esperaba en vano, una última ilusión le hacía volver los ojos hacia el blanco palacio del Acuario.
Freya le había hablado de él. Con frecuencia se entretenía horas enteras contemplando la vida de los seres marinos. Y Ferragut parpadeaba al pasar rápidamente del jardín caldeado por el sol a la penumbra de unas galerías húmedas, sin otro alumbrado que el de la luz diurna descendida al interior de los acuarios: luz que tomaba a través del agua y el cristal un tono misterioso, el tinte verde y difuso de las profundidades submarinas.
Esta visita le hacía pasar el tiempo plácidamente. Surgían en su memoria antiguas lecturas, afirmadas ahora por una visión directa. Él no era de los marinos que navegan sin preocuparse de lo que existe debajo de su quilla. Había querido conocer los misterios del inmenso palacio azul por cuyo techo circulaba, dedicándose al estudio de la oceanografía, la más reciente de las ciencias.
Al dar sus primeros pasos en el Acuario, se imaginaba inmediatamente la marina profundidad, con las divisiones desiguales en que la ha fraccionado la exploración. Junto a las orillas la zona llamada litoral, donde desembocan los ríos, se amontonan las substancias nutridoras al impulso de mareas y corrientes y crecen las vegetaciones subacuáticas. Esta zona era la de las grandes pescas, y llegaba hasta doscientos metros de fondo, profundidad en la que se pierden los rayos del sol. Más allá cesaba la luz, desaparecían las plantas, y con ellas los animales herbívoros.
La pendiente submarina, suave hasta este límite, se acentuaba, descendiendo rápidamente a los abismos oceánicos, y esta parte del mar —la casi totalidad del Océano—, inmensa masa de agua sin luz, sin olas, sin mareas, sin corrientes, sin oscilaciones de temperatura, era la llamada zona abisal.
En el litoral, las aguas, saludablemente agitadas, cambiaban de salinidad según la cercanía de los ríos. Las rocas y fondos se cubrían de una vegetación que era verde cerca de la superficie y se iba ensombreciendo, hasta llegar al rojo obscuro y al amarillo bronce así como se alejaba de la luz. En este paraíso oceánico, de aguas nutritivas y luminosas cargadas de bacterias y alimentos microscópicos, se desarrollaba la vida con exuberancia. A pesar de los continuos ataques del pescador, los rebaños marinos se mantenían incólumes por medio de una procreación infinita.
La fauna de la profundidad abisal, donde la falta de luz hace imposible toda vegetación, era forzosamente carnívora. Los habitantes débiles devoraban los residuos y los animales muertos que descendían de la superficie. Los fuertes se nutrían a su vez con las substancias concentradas de los pequeños carniceros.
El fondo del Océano, desierto monótono de barro o de arena, producto de un sedimento de centenares de siglos, ofrecía de tarde en tarde un oasis de extraña vegetación. Estos bosques surgían como manchas de vida allí donde el encuentro de las corrientes superficiales hacía llover un maná de diminutos cadáveres. Las plantas retorcidas y calcáreas, duras como la piedra, no eran plantas: eran animales. Sus hojas, tentáculos inertes y traidores, se encogían de pronto. Sus flores, bocas ávidas, se inclinaban sobre la presa, sorbiéndola por sus ventosas glotonas.
Una luz fantástica atravesaba con ráfagas multicolores este mundo de absoluta lobreguez. Era luz animal, producida por los organismos vivientes.
En los abismos abisales resultaban muy contados los seres ciegos, contra la opinión del vulgo, que se los imagina a casi todos faltos de ojos por su lejanía del sol. Los filamentos de los árboles carnívoros eran guirnaldas de lámparas; los ojos de los animales cazadores, globos eléctricos; las insignificantes bacterias, glándulas fotógenas; y todos ellos abrían o cerraban sus conmutadores fosforescentes según la necesidad del momento, unas veces para perseguir y devorar, otras para mantenerse disimulados en las tinieblas.
Los animales-plantas, inmóviles como estrellas, rodeaban de un círculo de rayos sus bocas feroces, y los seres minúsculos se sentían empujados irresistiblemente hacia ellos, lo mismo que las mariposas vuelan hacia la lámpara y los pájaros de mar chocan con el faro.
Ninguna de las luces de la tierra podía compararse con las del mundo abisal. Todos los fuegos de artificio palidecían ante las variedades del fulgor orgánico.
Las ramas vivientes del polípero, los ojos de las bestias, hasta el barro sembrado de puntos brillantes, emitían chorros fosfóricos, haces de chispas cuyos resplandores se abrían y cerraban incesantemente. Y estas luces iban pasando en su gradación por los más diversos colores: violeta, púrpura, rojo anaranjado, azul, y, sobre todo, verde. Los pulpos gigantescos se iluminaban al percibir la proximidad de una víctima como soles lívidos, moviendo sus brazos de mortífero tirón.
Todos los seres abisales tenían el órgano de la vista enormemente desarrollado, para poder captar hasta los más débiles rayos de luz. Muchos eran de ojos salientes y enormes. Otros los tenían despegados del cuerpo, al final de dos tentáculos cilíndricos como telescopios.
Los que eran ciegos y no producían resplandor compensaban esta inferioridad con el desarrollo de los órganos táctiles. Sus antenas y nadaderas se prolongaban desmesuradamente en la obscuridad. Los filamentos de su cuerpo, largos pelos ricos en terminaciones nerviosas, distinguían instantáneamente la presa apetecida o el enemigo en acecho.
El abismo abisal tenía dos pisos o techumbres. En lo más alto estaba la llamada zona nerítica, la superficie oceánica, diáfana y luminosa, lejos de toda costa. A continuación venía la zona pelágica, mucho más profunda, en la que residen los peces de incesante movimiento, capaces de vivir sin reposarse en el fondo.
Los cadáveres de los animales neríticos y de los que nadan entre dos aguas eran el sustento directo e indirecto de la fauna abisal. Los seres de frágil dentadura y escasa velocidad, mal armados para la conquista de las presas vivas, se alimentaban con las gotas de esta lluvia de materia alimenticia. Los grandes nadadores, pertrechados de mandíbulas formidables y estómagos elásticos e inmensos, preferían las peripecias de la lucha, las persecuciones de la caza viviente, y devoraban —como devoran en la tierra los carnívoros a los herbívoros— a todos los pequeños comedores de residuos y de plancton.
Esta palabra, de invención científica reciente, hacía ver al capitán Ferragut el más humilde e interesante de todos los personajes del Océano. El plancton es la vida que flota en grumos sueltos o formando nubes a través de la superficie nerítica, descendiendo hasta las profundidades abisales.
Allá donde iba el plancton iba la animación viviente, agrupándose en apretadas colonias animales. El agua salada más pura y diáfana mostraba bajo ciertos rayos luminosos una multitud de pequeños cuerpos, inquietos como las espirales de polvo que danzan en un rayo de sol. Estos seres transparentes, revueltos con algas microscópicas y mucosidades embrionarias, eran el plancton. En su masa densa y poco visible para el ojo humano flotaban los sifonóforos, guirnaldas de individuos unidos por un hilo transparente, frágiles, delicados y luminosos como cristales de Bohemia. Otros organismos igualmente sutiles tenían la forma de pequeños torpedos de vidrio. La suma de todas las materias albuminúricas flotantes en el mar se condensaba en estas nubes nutritivas, añadiéndose a ellas las secreciones de los animales vivientes, los residuos de sus cadáveres, los cuerpos arrastrados por los ríos, las briznas alimenticias de los prados de algas.
Cuando el plancton, a impulsos del azar o siguiendo misteriosas atracciones se iba aglomerando en un punto determinado del litoral, las aguas hervían en peces con asombrosa fecundidad. Las poblaciones ribereñas se agrandaban, el mar se llenaba de velas, las mesas eran más opulentas, surgían industrias, se abrían fábricas y circulaba el dinero en la costa, atraído del interior por el comercio de pesquería y de conservas.
Si se retiraba el plancton caprichosamente, bogando hacia otro litoral, los rebaños marinos emigraban detrás de las praderas vivientes y la llanura azul quedaba vacía como un desierto maldito. Las flotas de barcas permanecían en seco, se cerraban los talleres, ya no humeaba la olla, los caballos de la gendarmería cargaban contra la muchedumbre protestante y famélica, la oposición gritaba en las Cámaras y los periódicos hacían responsable de todo al gobierno.
Este polvo animal y vegetal nutría a las especies más numerosas, para que ellas a su vez sirviesen de pasto a los grandes nadadores armados de dientes.
La ballena, el más voluminoso de los habitantes oceánicos, cerraba este ciclo destructor en el que se devoran unos a otros para vivir. El gigante pacífico y sin dientes mantenía su organismo sólo con plancton, absorbiéndolo a toneladas. El maná imperceptible y cristalino alimentaba su cuerpo de campanario tumbado, haciendo circular bajo la piel grasosa ríos purpúreos de sangre caliente.
La transparencia de los seres planctónicos evocaba en la memoria de Ferragut las coloraciones maravillosas de los habitantes del mar, ajustadas exactamente a las necesidades de su conservación. Las especies que viven en la superficie tenían, por lo general, el lomo azul y el vientre plateado. De este modo les era posible escapar a la vista de los enemigos. Su color claro, visto desde las tinieblas de la profundidad, se confundía con la lámina blanca y luminosa de la superficie. Las sardinas, que nadan en bancos, podían pasar inadvertidas gracias a sus lomos azules como el agua, librándose así de los peces y los pájaros que las dan caza.
Viviendo en abismos donde la luz no penetra nunca, los animales pelágicos ignoraban la necesidad de ser transparentes o azules como los seres neríticos de la superficie. Unos eran opacos e incoloros, otros bronceados y negros; los más se revestían con tintas soberbias, cuyo esplendor desesperaba a los pinceles humanos, incapaces de imitarlas. Un rojo magnífico era la base de esta coloración, descendiendo gradualmente al rosa pálido, al violeta, al ámbar, hasta perderse en el lácteo iris de las perlas y la policromía temblona y vagorosa del nácar de los moluscos. Los ojos de ciertos peces, colocados al final de varillas separadas del cuerpo, brillaban como diamantes en los extremos de un doble alfiler. Las glándulas salientes, las verrugas, las sinuosidades dorsales, tomaban coloraciones de joyería.
Pero las piedras preciosas de la tierra son minerales muertos que necesitan el rayo de luz para existir con breve chisporroteo. Las alhajas animadas del Océano, peces y corales, brillaban con colores propios que eran reflejos de su vitalidad. Su verde, su rosado, su amarillo intenso, sus iris metálicos, tintas jugosas eternamente barnizadas por un charol húmedo, no podían subsistir en el mundo atmosférico.
Algunos de estos seres eran capaces de un poderoso mimetismo que les hacía confundirse con los objetos inanimados o pasar en pocos momentos por toda la gama de colores. Unos, de nerviosa actividad, se inmovilizaban y encogían, llenándose de rugosidades, tomando el tono obscuro de las rocas. Otros, en momentos de irritación o de fiebre amorosa, se cubrían de rayas y temblonas manchas, extendiéndose por su epidermis nubes diversas con cada uno de sus estremecimientos. Las sepias y calamares, al verse perseguidos, se hacían invisibles dentro de una nube, lo mismo que los encantadores de los libros de caballerías, enturbiando el agua con la tinta almacenada en sus glándulas.
Ferragut iba avanzando entre las dos filas de estanques verticales del Acuario, escaparates de rocas con un grueso vidrio que dejaba a la vista todo su interior. Estos dos muros claros y luminosos, que recibían el fuego del sol por su parte alta, esparcían un reflejo verde en la penumbra de los corredores. Al circular, los visitantes tomaban una palidez lívida, como si marchasen por un desfiladero submarino.
El agua tranquila de los estanques apenas era visible. Detrás de los vidrios sólo parecía existir una atmósfera maravillosa, un ambiente de sueño, en el que subían y bajaban flotantes seres de colores. Las burbujas de su respiración era lo único que delataba la presencia del líquido. En la parte superior de estas jaulas acuáticas, la atmósfera luminosa se estremecía bajo un chorro continuo de polvo transparente. Era agua de mar con aire inyectado, que renovaba las condiciones de existencia de los huéspedes del Acuario.
Viendo el capitán estas mangas vivificantes, admiró la fuerza nutridora del agua azul sobre la que había transcurrido casi toda su existencia.
La tierra perdía sus orgullos al ser comparada con la inmensidad acuática. En el Océano habían apuntado las primeras manifestaciones de la vida, continuando luego su ciclo evolutivo sobre las montañas, surgidas igualmente de su seno. Si la tierra era la madre del hombre, el mar era su abuela.
El número de los animales terrestres resultaba insignificante comparado con el de los marítimos. Sobre la tierra —mucho más pequeña que el Océano—, los seres sólo ocupan la superficie del suelo y una capa atmosférica de unos cuantos metros. Las aves y los insectos rara vez van más allá en sus vuelos. En el mar, los animales están dispersados en todos los niveles de su espesor, pudiendo disponer de muchos kilómetros de profundidad, multiplicados por miles y miles de leguas de extensión. Cantidades infinitas de seres que escapan a todo cálculo nadan incesantemente en todos los pisos de sus aguas. La tierra es una superficie, un plano, y el mar es un volumen.
La inmensa masa acuática —tres veces más salada que al nacer el planeta, a causa de una evaporación milenaria que había disminuido el líquido sin absorber sus componentes— guardaba, revueltos con sus cloruros, el cobre, el níquel, el hierro, el cinc, el plomo, y hasta el oro procedente de los filones que la ebullición planetaria aglomeró en el fondo oceánico, y de cuya masa no son mas que insignificantes tentáculos los filones de las montañas, con sus arenas auríferas arrastradas por los ríos.
También la plata estaba disuelta en sus aguas. Ferragut sabía por ciertos cálculos que con la plata flotante en el Océano podían levantarse pirámides más enormes que las de Egipto.
Los hombres que habían pensado en la explotación de estas riquezas minerales desistían de su quimera. Estaban tan diluidas, que era imposible su aprovechamiento. Los seres oceánicos sabían reconocer mejor su presencia, filtrándolas a través de su cuerpo para la renovación y coloración de sus órganos. El cobre lo acumulaban en su sangre; el oro y la plata se descubrían en los tejidos de los animales-plantas; el fósforo era absorbido por las esponjas; el plomo y el cinc, por los fucos.
Todos podían extraer del agua los residuos de unos metales disueltos en fragmentos tan imponderablemente pequeños, que ningún procedimiento químico alcanzaba a captarlos. Los carbonatos de cal arrastrados por los ríos o arrancados a las costas servían a innumerables especies para la construcción de sus caparazones, esqueletos, conchas y caracolas. Los corales, filtrando el agua a través de sus cuerpos blanduchos y mucosos, solidificaban sus duros esqueletos, para convertirse al final en islas habitables.
Los seres de una diversidad desconcertante que flotaban, rampaban o coleaban en torno de Ferragut no eran mas que agua oceánica. Los peces, agua hecha carne; los animales mucosos, agua en estado de gelatina; los crustáceos y los políperos, agua transformada en piedra.
Contempló en uno de los estanques un paisaje que parecía de otro planeta, grandioso y reducido al mismo tiempo, como un bosque visto en un diorama. Era un palmeral surgiendo entre rocas; pero las rocas no pasaban de ser guijarros, y las palmeras anélidos de mar, simples gusanos que se mantenían en vertical inmovilidad.
Guardaban su cuerpo anillado dentro de un tubo coriáceo que los protegía, y sobre este tronco rectilíneo de color de marfil lanzaban, como un surtidor de ramas, los tentáculos movedizos que les sirven para respirar y para comer.
Dotados de una rara sensibilidad, bastaba el paso de una nube ante el sol para que se contrajesen en el interior de los tubos, quedando éstos sin su vistoso capitel, como palmeras desmochadas. Luego, lenta y prudentemente, iban surgiendo otra vez los animados pinceles por la abertura de sus vainas, flotando en el agua con ansiosa espera. Todos estos árboles y flores-animales eran de una voracidad mecánica cuando la víctima microscópica se dejaba atraer por sus tentáculos El suave ramaje se contraía, se cerraba, arrastrando a la esbelta torre secretada por él mismo, digería su conquista.
Otros estanques atrajeron después la atención del marino.
Deslizándose sobre las rocas, introduciéndose en las cavernas, dormitando medio enterrada en la arena, toda la varia y tumultuosa nación de los crustáceos movía sus herramientas cortantes y tentaculares, hacía brillar sus armaduras japonesas, unas teñidas de rojo casi negro, como si guardasen la sangre seca de un lejano combate, otras de fresca escarlata, lo mismo que si reflejaran en su dureza los primeros fuegos de la aurora.
El fiero bogavante —el homard, soberano de las ricas mesas— descansaba sobre las tijeras de sus patas anteriores, arma poderosa como una doble hacha de combate. La langosta saltaba con agilidad por las peñas valiéndose de los ganchos de sus patas, herramientas de guerra y de nutrición. Su próximo pariente la cigarra de mar, animal torpe y pesado, permanecía en los rincones, cubierta de fango y de algas, en una inmovilidad que le hacía confundirse con las piedras. Y en torno de estos gigantes, como una democracia roja acostumbrada a sufrir de vez en cuando el ataque de los fuertes, nadaban los enjambres de langostinos y camarones. Sus movimientos eran sueltos y graciosos, su sensibilidad tan afinada, que la menor agitación les hacía dar saltos enormes.
Ulises pensó en la esclavitud que había impuesto la Naturaleza a estos animales dándoles su hermosa envoltura defensiva.
Nacían acorazados, y el crecimiento les obligaba repetidas veces a cambiar de armadura. Mudaban de piel, como los reptiles; pero éstos, al ser cilíndricos, podían ejecutar la operación con la misma facilidad que una pierna que abandona su media. Los crustáceos habían de sacar de su coraza, que empezaba a rajarse, el múltiple mecanismo de sus miembros y sus apéndices: las patas, las antenas, las gruesas pinzas, operación lenta y peligrosa, en la que muchos parecían rasgados por su propio esfuerzo. Luego, desnudos e inermes, habían de esperar a que se formase una nueva piel que a su vez se convirtiese en armadura. Y esto en medio de un ambiente hostil, rodeados de ávidas bestias, grandes y pequeñas, que sentían la atracción de su rica carne, y sin otra defensa que el ocultamiento.
Entre el hormiguero de pequeños crustáceos que se movían en el fondo arenoso, cazando, comiendo o batiéndose con feroz enredijo de patas, buscaban los observadores a un ser bizarro y extravagante, el paguro, apodado Bernardo el Eremita. Era una caracola que avanzaba recta como una torre sobre unas patas de cangrejo, teniendo por corona la cabellera de una anémona de mar.
La cómica aparición estaba compuesta de tres animales distintos, uno sobre otro, o más bien, de dos seres vivientes llevando en medio un féretro. El paguro nacía con la parte posterior desprovista de coraza: un excelente bocado, tierno y sabroso, para los peces hambrientos. La necesidad de defenderse le hacía buscar una caracola para guardar la parte débil de su organismo. Si encontraba vacía una vivienda de esta especie, se la apropiaba. De no ser así, se comía al habitante, introduciendo después en el nacarado refugio su posterior, armado de dos patas ganchudas.
No bastaban al débil paguro sus precauciones defensivas. Necesitaba ser ofensivo para vivir; inspirar respeto a los monstruos devoradores, especialmente a los pulpos, que buscaban la presa de su busto y sus patas peludas, asomadas por la locomoción fuera de la torre.
Una anémona de mar venía a fijarse en la cúspide calcárea: a veces llegaban a ser cinco o seis. Ninguna relación corporal existía entre el paguro y los organismos de arriba. Eran simples socios, por un interés recíproco. Los animales-plantas picaban como ortigas; todos los monstruos sin coraza huían del veneno de sus órganos urticantes; las briznas de su cabellera quemaban como alfileres de fuego. De este modo, el humilde paguro inspiraba terror a las fieras gigantescas de la profundidad, llevando sobre el dorso su torre coronada de formidables baterías. Las anémonas, por su parte, le agradecían que las pasease incesantemente de un lado a otro, poniéndolas en contacto con toda clase de animales. Podían comer así con más facilidad que sus hermanas fijas en la roca. No tenían que esperar, como ellas, que el alimento viniese casualmente a sus tentáculos. Además, siempre flotaban hasta sus alturas algunos despojos de las presas que hacía por abajo el cangrejo socarrón en su errabunda impunidad.
Ferragut, al pasar de un estanque a otro, establecía mentalmente la gradación de los diversos órdenes de la fauna marítima, desde el boceto primitivo al organismo perfecto.
Las esponjas del Mediterráneo nadaban en los primeros días de su nacimiento —cuando eran como cabezas de alfiler— con movimientos vibrátiles. Luego permanecían inmóviles, filtrando el agua por las celdas y corredores de sus tejidos, protegiendo su carne suave con un erizamiento de espículas, agujas calcáreas y picantes, con las que ensartaban e inmovilizaban a los peces, sirviéndolas de alimento sus residuos en putrefacción.
Desplegaban por millares las ortigas de mar sus hilos urticantes, proyectando un veneno que aturdía a la víctima y la hacía caer en su corola, boca y ano al mismo tiempo. De una voracidad sin límites, se apoderaban, fijas en su roca, de pescados más grandes que ellas, y al presentir un peligro se encogían de tal modo, que era difícil verlas. Las plumas de mar yacían flácidas y obscuras, como animales muertos, hasta que absorbiendo el agua, se levantaban transparentes y llenas de hojas. Así iban de un lado a otro, con una ligereza de pluma, o se clavaban en la arena, emitiendo un brillo fosfórico.
Las petimetras del mar, las elegantes medusas, extendían el ruedo flotante de su hermosura frágil. Eran setas transparentes, sombrillas abiertas de vidrio, que avanzaban por medio de contracciones. Del centro interior de su cúpula colgaba un tubo igualmente transparente y gelatinoso: la boca del animal. Largos filamentos pendían del ruedo de sus bordes, tentáculos sensitivos que al mismo tiempo servían para mantener el equilibro flotante.
Estos seres frágiles, que parecían pertenecer a una fauna de ensueño, blancos como el cristal de roca, con suaves bordes de color de rosa o violeta, eran urticantes lo mismo que las ortigas y se defendían con un contacto de llama. Algunas sombrillas sutiles o incoloras vivían en el estanque bajo el amparo de un segundo encierro de cristal, y apenas si su mucosa vaporosidad se marcaba dentro de la campana como una débil línea de humo azul.
Por debajo de estas formas transparentes y frágiles que quemaban cuanto tocaban, atreviéndose a capturar presas mucho más grandes que ellas, extendíase en jardines la llamada «flor de sangre», el coral rojo, y especialmente el astroides, formando con sus corolas una alfombra de color anaranjado.
El marino había visto estas vegetaciones pétreas, como bosques sumergidos, en el fondo del mar Rojo y en los mares del Sur. Había navegado sobre ellas haciéndose la ilusión de que por las entrañas azules del Océano circulaban anchos ríos de sangre.
Los oseznos y las estrellas agitaban lentamente sus formas que habían dado origen a sus nombres, secretando venenos para aturdir a sus víctimas, contrayéndose hasta formar una bola de lanzas que atravesaba a la presa con abrazo mortal o cortándola con los cuchillos óseos de su cuerpo radiado. Los lirios de mar se balanceaban al término de su varilla, moviendo sus miembros en forma de pétalos.
Sobre fondos de menuda arena o agarrados a la roca vivían los moluscos en el refugio de sus conchas.
La necesidad de entregarse al sueño con relativa seguridad, sin miedo al devoramiento general, que es la ley oceánica, preocupa a todos los seres marinos, haciéndolos constructores e inventores. Los crustáceos viven metidos en corazas o aprovechan como refugio las envolturas calcáreas, expulsando a sus dueños; los animales-plantas expelen toxinas; los seres planctónicos, transparentes y gelatinosos, queman como un cristal puesto al fuego; algunos organismos en apariencia débiles y blanduchos tienen en su cola la fuerza del berbiquí, perforando la roca hasta crearse una caverna de refugio en sus duras entrañas… Y los tímidos moluscos, de carne dulce y temblona, se habían fabricado los fuertes escudos de sus valvas, dos murallas cóncavas que al abrirse son puerta y al cerrarse son casa.
Un pedazo de su carne asomaba fuera de la concha como una lengua blanca. En unos tomaba la forma de suela y servía de pie, marchando el molusco, con la vivienda a cuestas, sobre este único sostén. En otros era nadadera, y la concha, abriendo y cerrando sus valvas como una boca propulsora, subía en línea recta a la superficie, para dejarse caer luego con los dos escudos apretados.
Estos dulces herbívoros vivían de beber la luz, sintiendo la necesidad de las aguas superficiales o de los fondos escasos con sus claras praderas. La luz, al esparcirse por el blanco interior de su vivienda, la decoraba con todos los colores temblones del iris, dando a la cal la palpitación misteriosa de la madreperla.
Ulises admiró las bizarras formas de sus envolturas. Eran iguales a los palacios de Oriente: obscuras y tristes en los muros exteriores; deslumbrantes en su interior, como un lago de nácar. Algunos recibían nombres terrestres, por la forma especial de su concha: la liebre, el casco, el cuerno de Tritón, el tonel, la sombrilla mediterránea.
Pacían con una tranquilidad bucólica en los céspedes marítimos, contemplados de lejos por las almejas, las ostras y otros bivalvos adheridos a las rocas por una madeja de seda dura y córnea que envolvía sus encierros. Algunas de estas conchas —las llamadas «jamones»—, almejas de gran tamaño, con las valvas en forma de maza, se fijaban, rectas en el fango, dando la impresión de un campo celta sumergido, de una sucesión de menhires tragados por el fondo del mar.
El llamado «dátil», valiéndose de un líquido ácido, perforaba la piedra más dura con cilíndrico taladro. Las columnas de los templos helénicos sumergidos en el golfo de Nápoles y vueltos a la luz por un levantamiento del suelo aparecían atravesadas de parte a parte por este diminuto perforador.
Gritos de sorpresa y nerviosas risas llegaban de pronto hacia Ferragut. Procedían de la parte del Acuario donde estaban los estanques de los peces. En el corredor había una pileta de agua y en su fondo una especie de harapo flácido y gris, con redondeles negros en el dorso. Este animal atraía inmediatamente la curiosidad de los visitantes. Todos preguntaban por él.
Los grupos de campesinos, las familias de la ciudad precedidas de su prole, las parejas de soldados, se consultaban y dudaban al avanzar una mano sobre la pileta con cierta vacilación. Al fin tocaban el trapo viviente del fondo, la carne gelatinosa del pez-torpedo, recibiendo una serie de descargas eléctricas que les hacían soltar la presa, riendo y llevándose la otra mano al brazo sacudido.
Ulises, al llegar a los estanques de los peces, experimentaba una sensación igual a la del viajero que luego de vivir entre una humanidad inferior tropieza con seres que casi son de su raza.
Allí estaba la aristocracia oceánica, el pez, libre como el mar, suelto, onduloso y resbaladizo lo mismo que la ola. Todos ellos le habían acompañado durante muchos años, dejándose ver en las transparencias abiertas por la proa de su buque.
Eran vigorosos, y por esto habían suprimido el cuello —la parte más frágil y débil de los organismos terrestres—, asemejándose al toro, al elefante, a todos los animales arietes. Necesitaban ser ligeros, y para serlo prescindían de la coraza rígida y dura del crustáceo, que impide los movimientos, prefiriendo la cota de malla cubierta de escamas, que se dilata y se pliega, cede al golpe y no se rompe. Querían ser libres, y su cuerpo, como el de los luchadores antiguos, estaba cubierto de un aceite resbaladizo, el mucus oceánico, que escapa fugaz a toda presión.
Los animales más sueltos de la tierra no podían compararse con ellos. Los pájaros necesitan posarse y descansar durante su sueño; el pez sigue flotando y moviéndose mientras duerme. El mundo entero les pertenecía. Allí donde hubiera una masa de agua, océano, río o lago, fuese cual fuese la altura y la latitud, montaña perdida en las nubes, valle hirviente como una olla, mar tropical y luminoso con selvas de colores en sus entrañas, mar polar con corteza de hielos poblados de focas y osos blancos, el pez hacía su aparición.
El público del Acuario, al ver junto a los vidrios las chatas cabezas de los animales nadadores, gritaba y movía los brazos, como si pudiera ser visto por sus ojos de estúpida fijeza. Luego experimentaba cierto desaliento al notar que continuaban indiferentes al curso de sus flotaciones.
Ferragut sonreía ante esta decepción. El cristal que separaba el agua de la atmósfera tenía un espesor de millones de leguas: era un obstáculo insuperable entre dos mundos que no se conocen.
Recordaba el marino la imperfecta visión de los habitantes oceánicos. A pesar de sus ojos abultados y movibles, que les permiten ver delante y detrás de ellos, su potencia visual sólo abarcaba cortas distancias. Los esplendores de mariposa con que los viste la Naturaleza no podían apreciarlos. Como el enfermo daltoniano, todos ellos ignoraban los colores y sólo conocían las diferencias de claridad.
Un absoluto silencio acompañaba a su visión incompleta. Todos los animales acuáticos eran sordos, o más bien, carecían completamente de órganos auditivos, por serles innecesarios. Los estrépitos atmosféricos, truenos y huracanes, no penetraban en el agua. Sólo el crujido de la coraza de ciertos cangrejos y el mugir doloroso, cerca de la superficie, de algunos peces llamados «roncadores» alteraban este silencio.
Como el Océano carece de ondas acústicas, sus habitantes no habían necesitado formar los órganos que las transforman en sonidos. Sentían impetuosamente las necesidades primarias de la vida animal: el hambre y el amor; sufrían rabiosamente la crueldad de enfermedades y dolores; se batían entre ellos a muerte por la comida o por la hembra; pero todo esto en absoluto mutismo, sin los aullidos de triunfo o de agonía con que acompañan los animales terrestres iguales manifestaciones de su existencia.
Era el olfato su principal sentido, así como la vista es el del pájaro. En el mundo crepuscular del Océano, cortado por resplandores fosfóricos y engañosos, los grandes pescados sólo fiaban en su olfato y a veces en el tacto.
Algunos, enterrados en el fango, ascendían centenares de metros, atraídos por el olor de los peces que nadan en la superficie. Esta prodigiosa facultad inutilizaba en parte los colores de que se visten las especies tímidas para fundirse con la luz o la sombra. Los grandes carniceros veían mal, pero rascaban el fondo con un tacto adivinatorio y husmeaban a prodigiosas distancias.
Sólo peces mediterráneos, especialmente los del golfo de Nápoles, vivían en los estanques de Acuario. Faltaban algunos: el delfín, de nerviosa movilidad; el atún, impetuoso en su carrera. El capitán sonrió al pensar en la travesura de estos huéspedes ingobernables, cuya presencia había sido desdeñada.
El voraz tiburón «cabeza de olla», lobo perseguidor de los rebaños mediterráneos, tampoco estaba allí. Para suplir su ausencia nadaban otros animales de la misma especie, blancuzcos, largos, de grandes aletas, con los ojos siempre abiertos por falta de párpados movibles y una boca hendida en media luna debajo de la cabeza, al principio del estómago.
Ferragut buscó en el suelo de los estanques los llamados peces de fondo, bestias aplanadas que pasaban la mayor parte del tiempo hundidas en la arena bajo un sudario de algas. El uranoscopo obscuro, con los ojos casi unidos en la cumbre de su enorme cabeza y el cuerpo en forma de maza, sólo dejaba visible un largo hilo que surgía de su mandíbula inferior, agitándolo en todas direcciones para atraer a sus víctimas. Estas perseguían el movible objeto creyéndolo una lombriz, hasta que eran alcanzadas por los dientes del cazador. Luego surgía de su lecho, flotaba unos minutos y caía pesadamente en el fondo, abriéndose una nueva fosa con sus nadaderas pectorales en forma de palas.
El llamado peje-sapo —el animal más feo del Mediterráneo— cazaba de igual modo. Las tres cuartas partes de su cuerpo aplastado eran la cabeza, con una boca no menos grande armada de ganchos y cuchillos encorvados. Con los ojos amarillentos fijos en lo alto, agitaba las barbillas de su rostro, recortadas como hojas, y unos apéndices dorsales semejantes a plumas. Este cebo falaz atraía a los inexpertos, cerrándose sobre ellos las cavernosas mandíbulas.
Los peces planos nadaban veloces sobre estos monstruos del fango, que también eran planos, pero en sentido horizontal, descansando sobre el vientre, mientras que la platitud de los lenguados y otros de su misma especie era vertical. Las dos caras del cuerpo de los lenguados, comprimido lateralmente, tenían diversa coloración. De este modo, acostándose, podían fundirse a la vez con la luz de la superficie y la penumbra del fondo, librándose de sus perseguidores.
Todas las infinitas variedades de la fauna mediterránea se movían en los otros estanques.
Pasaban por las láminas de cristal verdoso las salpas, las bogas y las obladas, vestidas de plata viva con bandas de oro en los costados. Pasaban también el purpúreo relámpago del salmonete, la majestad brillante de la dorada, el vientre azulado de los pajeles, el lomo rallado del sargo, la boca en forma de trompeta de la brema de mar, la risa inmóvil del llamado festivo, el remate dorsal del pavón, que parecía hecho de plumas, la cola inquieta y hondamente bifurcada de la caballa, el estiramiento del mújol entre sus triples aletas, las redondeces grotescas del peje-jabalí y del peje-cerdo, la platitud obscura de la pastinaca flotando como un harapo, el largo hocico del peje-becacina, la esbeltez del róbalo, ágil y recogido como un torpedo, el rubio, todo espina, el ángel de mar, con sus carnosas alas, el gobio, erizado de angulosidades natatorias, el escribano, rojo y blanco, con bandas negras semejantes al rubricado de las firmas, el esmarrido modesto, el pequeño peje-araña, el soberbio rodaballo, casi redondo, con la cola de abanico y un ribete natatorio en torno de su disco manchado a redondeles, y la corvina sombría, que tiene en su piel el negro azulado de los cuervos.
Oculta entre dos rocas, como los crustáceos cazadores, estaba la rascaza. Era la escòrpa del mar de Valencia, que Ferragut había conocido en su niñez; el animal amado de su tío el Tritón, a causa de su carne substanciosa que espesa la sopa marinera; el precioso componente buscado por el tío Caragol para el caldo de sus arroces. La cabeza, enorme, tenía unos ojos completamente rojos. Sus grandes nadaderas picaban venenosamente. El cuerpo, pesado, con fajas y manchas sombrías, estaba cubierto de apéndices singulares en forma de hojas y tomaba fácilmente el color del fondo. En la semiobscuridad parecía una piedra cubierta de plantas. Con este mimetismo se libraba de los enemigos, espiando mejor a su presa.
Un animal sombrío —igual, en opinión de Ferragut, a un alguacil del Santo Oficio— iba por la parte alta de los estanques, pasando de vidrio en vidrio y reflejándose como un animal doble cuando llegaba a la superficie. Era la raya, de cabeza chata, ojos feroces y cola da látigo, moviendo el negro manteo de sus alas carnosas con una lentitud que rizaba los bordes.
Del arenoso fondo se desprendía un escudo convexo, que, al flotar, mostraba su cara inferior plana y amarillenta. Las cuatro patas rugosas de la tortuga y su cabeza de serpiente emergían de esta coraza de carey. Los caballitos de mar, esbeltos y graciosos como piezas de ajedrez, subían y bajaban en el ambiente azulado, contrayendo sus colas, retorciéndose como un signo de interrogación.
Cuando el capitán llegaba al final de las cuatro galerías del Acuario sin haber visto mas que animales marítimos detrás de los vidrios luminosos y personas indiferentes y escasas en la verde penumbra, sentía el desaliento de una jornada perdida.
—¡Ya no vendrá!…
Al pasar de este ambiente de bodega húmeda al jardín, amarillo de sol, recibía como un puñetazo atmosférico el disparo del mediodía. ¡La hora del almuerzo!… ¡Y seguramente Freya no iba a almorzar en el hotel!
Por la tarde, sus pasos le llevaban instintivamente hacia las calles empinadas del barrio de Chiaia. Todos los edificios viejos y de aspecto señorial atraían su atención. Eran caserones rojizos del tiempo de los virreyes españoles o palacios del reinado de Carlos III. Sus anchas escalinatas estaban adornadas con bustos policromos procedentes de las primeras excavaciones en Herculano y Pompeya.
Ulises esperaba tropezarse con la viuda al pasar frente a una de estas mansiones, loteadas ahora por pisos, y que exhibían en el portal las chapas indicadoras de oficinas y almacenes. En una de ellas viviría indudablemente la familia amiga de Freya.
Luego dudaba, atraído por la blancura de las flamantes construcciones surgidas entre el caserío venerable. La doctora sólo podía habitar un edificio moderno e higiénico. Pero no se atrevía a hacer preguntas y pasaba adelante, temiendo ser espiado desde una ventana.
Al fin desistía de su empeño. Chiaia tiene muchas calles, y él vagaba sin rumbo, pues el conserje del hotel no había podido proporcionarle ninguna indicación precisa. La signora Talberg burlaba todas sus astucias, procurando mantener ocultas las señas de sus amigos.
El capitán, a la mañana siguiente, hacía como de costumbre su guardia en el paseo, al pie del blanco Virgilio. Todo inútil. Pasadas las diez se introducía en el Acuario animado por una vaga esperanza.
—Tal vez venga hoy…
Con la superstición de los enamorados y de todos los que esperan, buscaba ciertos lugares preferidos por la viuda, creyendo que de este modo tiraría de su pensamiento lejano, obligándola a venir.
Los estanques de los moluscos le atraían especialmente. Recordaba que Freya le había hablado algunas veces de esta sección.
Entre sus escaparates acuáticos prefería el marcado con el número 15, dominio exclusivo de los pulpos. Un vago presentimiento le avisaba que en dicho lugar iba a desarrollarse algo importante para su vida. Siempre que Freya visitaba el Acuario, era con el deseo de ver comer a estas bestias repulsivas y ávidas. No había mas que permanecer ante su caverna de horrores.
Y mientras ella llegaba, el capitán se entretenía, lo mismo que un burgués de tierra adentro, contemplando las cazas feroces y las laboriosas digestiones de estos monstruos.
Los había visto mucho más grandes en las pescas de alta mar; pero con un encogimiento imaginativo, suponía que la lámina azul del estanque era toda la masa del Océano, los pedruscos del fondo montañas submarinas, y él, aplastando su personalidad, se hacía del tamaño de las pequeñas víctimas que bajaban hasta los tentáculos devoradores. De este modo veía a los pulpos del Acuario con dimensiones gigantescas, tal como deben ser los calamares monstruosos que viven en fondos de miles de metros, iluminando la lobreguez de las aguas con la estrella verdosa de sus núcleos fosforescentes.
Desde tiempos remotos, los hombres de mar habían conocido a la gran bestia blanda de los abismos. Los geógrafos de la antigüedad hablaban de ella dando la medida de sus terribles brazos.
Plinio contaba las destrucciones realizadas por un pulpo gigantesco en los viveros de pescado del Mediterráneo. Cuando unos marinos conseguían matarlo, llevaban al epicúreo Lúculo la cabeza, grande como un tonel, y algunos de sus tentáculos, que una persona apenas podía abarcar. Los cronistas de la Edad Media hablaban también del pulpo gigante, que en más de una ocasión había arrebatado a hombres, de las cubiertas de las naos, con sus brazos de serpiente.
Los navegantes escandinavos, que lo habían entrevisto en sus fiords, le apodaban el kraken, exagerando sus proporciones hasta convertirlo en un ser fabuloso. Si subía a la superficie, lo confundían con una isla; si permanecía entre dos aguas, los capitanes, al echar la sonda, se desorientaban en sus cálculos, encontrando menos fondo que el marcado en las cartas. En tal caso, había que escapar antes de que despertase el kraken y hundiera la nave, como un frágil esquife, entre sus remolinos de espuma.
Durante largos años la ciencia había reído del pulpo gigantesco y de la serpiente de mar, otra bestia prehistórica entrevista muchas veces. Eran invenciones de los navegantes de imaginación: cuentos de proa para pasar las guardias nocturnas. Los sabios sólo pueden creer en lo que estudian directamente y catalogan a continuación en sus museos…
Y Ferragut reía a su vez de la pobre ciencia, ignorante y desarmada ante la inmensidad misteriosa del Océano. Apenas si había llegado a medir sus grandes fondos: la escafandra del buzo sólo podía descender unos cuantos metros. Su único instrumento de exploración era el alambre sondeador, menos importante que un hilo de araña que intentase explorar la tierra vagando a través de su atmósfera.
Los grandes pulpos, que viven en formidables profundidades, no se dignaban subir para darse a conocer a los hombres. La enfermedad y la guerra oceánica eran los únicos agentes que de tarde en tarde delataban su existencia de un modo casual. Flotaban sobre las olas sus patas sueltas, arrancadas por la férrea mandíbula de los peces carniceros. Lo difícil era que el azar de una corriente o de un rumbo colocase este despojo, en el inmenso desierto marino, ante la proa de un velero sin prisa.
Una corbeta de guerra francesa encontraba entero, cerca de las Canarias, a uno de estos monstruos, flotando sobre el mar, enfermo o herido. Los oficiales habían dibujado sus formas y anotado sus fosforescencias y cambios de color. Pero después de una lucha de dos horas con su fuerza indomable y su mucosidad resbaladiza, que escapaba a la presa de nudos y arpones, lo habían dejado perderse en la profundidad.
Era el príncipe de Mónaco, sumo pontífice de la ciencia oceanógrafica, el que afirmaba para siempre la existencia del fabuloso kraken con los descubrimientos de sus sabias correrías a través de las soledades oceánicas. En una de ellas había pescado una pata de pulpo de ocho metros de longitud. Además, los estómagos de los tiburones, al ser abiertos, revelaban las formas gigantescas de sus adversarios.
Batallas cortas y monstruosas agitaban con torbellinos de muerte las aguas negras y fosforescentes a miles de brazas de la superficie.
El tiburón descendía atraído por el regalo de un animal sin huesos, todo carne, y que pesa toneladas. Este viaje lo hacía a toda prisa, por no poder soportar largo tiempo las formidables presiones del abismo. La lucha era breve y mortal entre los dos guerreros feroces que se disputan el dominio oceánico. La mandíbula batallaba con el chupón; la dentellada cortante y sólida, con la mucosidad fosforescente que resbala y huye; el golpe de cabeza demoledor como un ariete, con el latigazo de los tentáculos, más gruesos y pesados que la trompa del elefante. Unas veces el escualo se quedaba abajo para siempre, enredado en una madeja de culebras blandas que le absorbían con glotona lentitud; otras llegaba a la superficie con la piel erizada de negros tumores —huellas de unas ventosas grandes como platos—, pero llevando el estómago bien repleto de carne gelatinosa.
Estos pulpos del Acuario no eran mas que habitantes ribereños de las costas mediterráneas, parientes pobres de los calamares gigantescos que alumbran con su fuego azul de planetas devoradores la lúgubre negrura de la noche oceánica. Pero a pesar de su relativa pequeñez, estaban animados por la maldad destructora de los otros. Eran estómagos rabiosos que limpiaban las aguas de toda vida animal, digiriendo en un vacío de muerte. Hasta las bacterias e infusorios parecían huir del líquido que envolvía a estos solitarios feroces.
Ferragut pasó varias mañanas contemplando su traidora inmovilidad, seguida de desdoblamientos mortales apenas una presa descendía en el estanque. Empezó a odiar a estos monstruos, por la sola razón de que interesaban a Freya. Su estúpida crueldad le pareció un reflejo del carácter de aquella mujer incomprensible que le repelía huyendo de él y al mismo tiempo dejaba en su sonrisa y en sus palabras algo semejante a un hilo suelto para mantenerle prisionero.
Una cólera viril estremecía al marino después de toda jornada inútil transcurrida en la persecución de su personalidad invisible.
—¡Si lo hace por interesarme más!… —exclamaba—. ¡Se acabó! No admito más toreo… Yo le demostraré que puedo vivir sin ella.
Juró no buscarla. Era un dulce entretenimiento para las semanas que había de pasar en Nápoles; pero ¿qué hacer, si ella le fatigaba de un modo insufrible?…
—Todo acabó —dijo otra vez, cerrando los puños.
Y a la mañana siguiente aguardaba fuera del hotel, como los otros días. Luego iba al paseo; después entraba en el Acuario, con la esperanza de verla ante el estanque de los pulpos.
Allí la encontró una mañana, cerca de mediodía. Había estado en su buque, y al volver entró en el museo oceánico, por el automatismo de la costumbre, seguro de que a esta hora sólo podía tropezarse con el empleado que daba de comer a los peces.
Sus ojos parpadearon con instantánea ceguera antes de habituarse a la penumbra de los verdosos corredores… Y cuando las primeras imágenes fueron marcándose vagamente en su retina, casi hizo un paso atrás, a impulsos de la sorpresa.
Dudó, se llevó una mano a los ojos, como si quisiera aclarar su visión con enérgico restriego. ¿Realmente era ella?… Sí; era ella, vestida de blanco, apoyándose en la barra de hierro que separaba los estanques del público, mirando fijamente el espejo sin azogue que cubría como una puerta transparente la caverna rocosa. Acababa de abrir su bolso de mano, entregando varias monedas al guardián, que se alejó por el fondo de la galería.
—¡Ah!, ¿es usted? —dijo al ver a Ferragut, sin sorpresa alguna, como si se hubiese separado de él poco tiempo antes.
Luego explicó su presencia a esta hora tardía. Llevaba mucho tiempo sin visitar el Acuario. El estanque de los pulpos era para ella como la jaula de pájaros tropicales, llena de colores y de gritos, que alegra la soledad de una dama melancólica.
Adoraba a los monstruos que vivían al otro lado del cristal, y antes de ir a almorzar había sentido la irresistible necesidad de verlos. Temía que el guardián no los hubiese cuidado bien durante su ausencia.
—¡Mire usted qué hermosos son!
Y señaló el estanque, que parecía vacío. En sus aguas muertas y en el suelo de gruesa arena no se notaba el más leve estremecimiento animal. Ferragut siguió los ojos de ella, y aleccionado por sus largas contemplaciones, fue encontrando a los tres huéspedes.
Con el poderoso mimetismo de su especie, se habían convertido en minerales. Sólo unos ojos expertos los podían descubrir, apelotonado cada uno en una grieta de las rocas, alterando voluntariamente su piel lisa con protuberancias y arrugas iguales a las de la piedra. Su facultad de cambiar de color les permitía adquirir el de su duro zócalo, y disimulados de este modo, como tres tumores peñascosos, esperaban traidoramente el paso de sus víctimas, lo mismo que si estuviesen en pleno mar.
—Pronto los verá usted con toda su majestad —continuó Freya, como si hablase de algo que le pertenecía—. El guardián va a darles de comer… ¡Pobres! Nadie se ocupa de ellos; todos los detestan. A mí me deben sus comidas suplementarias.
Como si oliese la proximidad del alimento, una de las tres piedras se agitó con policromo escalofrío. Su envoltura elástica se fue hinchando. Pasaron por ella rayas de color, nubes ruborosas que iban del rojo al verde, redondeles que se inflaban sobre la hinchazón, formando temblonas excrecencias. Entre des arrugas se abrió un ojo amarillento, de feroz y estúpida fijeza, un globo empañado y maligno, igual al de las serpientes, que miró hacia el cristal como si pudiese ver más allá de esta muralla de diamante.
—¡Me conocen! —exclamó Freya con alegría—. ¡Yo creo que me conocen!…
Y enumeró las habilidades de estos monstruos, a los que atribuía una gran inteligencia. Ellos eran los que habían rodado, como astutos constructores, las piedras amontonadas en el suelo, formando baluartes, a cuyo abrigo se disimulaban para caer sobre sus víctimas. En el mar, cuando querían sorprender a una ostra de carne sabrosa, esperaban ocultos a que abriese sus dos valvas para nutrirse de agua y de luz, e introducían un guijarro entre ellas, metiendo a continuación por el intersticio sus tentáculos mortales.
Su amor a la libertad era otro motivo de los entusiasmos de Freya. Si llevaban más de un año encerrados en el Acuario, enfermaban de tristeza y roían sus patas hasta matarse.
—¡Ah, bandidos simpáticos y vigorosos! —continuó, con un entusiasmo histérico—. ¡Los adoro! Quisiera tenerlos en mi casa, como se tienen los peces dorados, en un bocal; darles de comer a todas horas; ver cómo devoran…
Ferragut sintió la misma inquietud que había experimentado una mañana ante el templete de Virgilio.
«¡Está loca!», se dijo mentalmente.
Pero a pesar de su locura, la apetecía vehementemente al percibir el suave perfume que exhalaba su carne por el escote del vestido.
No vio ya el mundo silencioso que nadaba o rampaba con un chisporroteo de colores detrás de los cristales. Sólo ella existía. Y escuchó, como una música lejana, su voz, que iba explicando brevemente todas las particularidades de aquellas piedras que pasaban a ser animales, de aquellos globos que, al hincharse, mostraban sus órganos, volviendo a ocultarlos bajo un oleaje gelatinoso.
Eran un saco, una bolsa, una máscara elástica, en cuyo interior sólo existía agua o aire. Entre las raíces de sus brazos estaba la boca, armada de fuertes mandíbulas semejantes a un pico de loro. Al respirar, una grieta de su piel se abría y cerraba alternativamente. De uno de sus costados surgía un tubo en forma de embudo, que tragaba igualmente el agua respirable, alimentándose por ambas entradas su cavidad branquial. Los múltiples brazos armados de ventosas funcionaban como aparatos de presión. Les servían para asir y mantener su presa, para rampar y correr.
El ojo vidrioso de uno de los monstruos asomando y desapareciendo entre los blandos repliegues evocaba los recuerdos de Freya. Habló a media voz, para ella misma, sin preocuparse de Ferragut, que estaba desorientado por la incoherencia de sus palabras. Esta mirada del pulpo traía a su memoria la de Ojo de la mañana.
El marino preguntó: «¿Quién es Ojo de la mañana?…». Y volvió a decirse mentalmente que Freya estaba loca al saber que este nombre era el de una serpiente amiga, un reptil de lomo cuadriculado que le servía de collar y de pulsera allá en su casa de la isla de Java, entre bosques que exhalaban un perfume irresistible, cubiertos a la luz del sol de flores temblonas y monstruosas semejantes a animales, poblados nocturnamente de fosforescentes estrellas que saltaban de árbol en árbol.
—Yo danzaba desnuda, con un velo transparente anudado a mis caderas y otro flotante sobre mi cabeza… Danzaba horas y horas, lo mismo que una sacerdotisa brahmánica ante la imagen del terrible Siva, y Ojo de la mañana seguía mis danzas con sus ondulaciones elegantes… Yo creo en el divino Siva. ¿Usted no conoce a Siva?…
Ferragut dio de lado al sombrío dios. Lo que él quería conocer era el motivo que la había llevado a Java, la isla paradisíaca y misteriosa.
—Mi marido era comandante holandés —dijo ella—. Nos casamos en Amsterdam y le seguí a Asia.
Ulises protestó ante esta noticia. ¿No había sido un sabio su esposo?… ¿No la había llevado a los Andes, en busca de bestias prehistóricas?…
Freya vaciló un momento para hacer memoria; pero su duda fue corta.
—Así es —dijo con naturalidad—. El profesor fue mi segundo marido. Yo he sido casada dos veces.
No tuvo tiempo el capitán de manifestar su sorpresa. En lo alto del estanque, sobre la superficie cristalina plateada por el sol, pasó una sombra humana. Era la silueta del guardián. Abajo se conmovieron las tres bolsas informes. Freya temblaba de emoción, como un espectador entusiasta e impaciente.
Algo cayó en el agua, descendiendo poco a poco: un pedazo de sardina muerta, que iba soltando filamentos de carne y escamas amarillas. Una extraña solidaridad parecía existir entre los monstruos. Sólo se agitaba para comer aquél que veía más cerca la presa. Tal vez se sometían voluntariamente a un turno; tal vez su vista sólo alcanzaba un poco más allá de sus tentáculos.
El que estaba más próximo al vidrio se desdobló de pronto con la violencia de un muelle que se escapa, de un proyectil que hace explosión. Dio un salto, quedando pegado al suelo por una de sus patas y teniendo las otras en alto como un manojo de reptiles. De informe guiñapo se convirtió en estrella monstruosa, llenando casi todo el vidrio con su cuerpo hinchado de rabia y de agua, coloreando su envoltura de verde, de azul, de rojo.
Los tentáculos agarraron la triste presa, doblándose hacia adentro para llevarla a su boca. La bestia se contrajo, se fue aplanando, hasta descansar en el suelo. Desaparecieron las patas, y sólo quedó a la vista una bolsa temblona por la que pasaba como un oleaje, de extremo a extremo, la hinchazón digestiva. Fue un bullón de mucosidades que se colorearon y descolorieron con las contorsiones de la furia asimilatoria, dejando al descubierto de vez en cuando sus ojos estúpidos y feroces.
Siguieron cayendo nuevas víctimas y los otros monstruos saltaron a su vez, distendiendo sus estrellas, encogiéndolas luego para moler la presa en sus entrañas con una digestión de tigre.
Freya asistía a esta alimentación horrorosa con temblores de voluptuosidad. Ulises sintió cómo se apoyaba en él instintivamente, con un contacto que fue haciéndose por momentos más íntimo. Del hombro al tobillo percibió el capitán los suaves relieves de una carne tibia y firme, que se hacía sentir a través de las ropas y parecía tirar de él con nerviosos estremecimientos.
Varias veces los ojos de ella se apartaron del cruento espectáculo para mirarle rápidamente de un modo extraño. Sus pupilas parecían agrandadas. Sus córneas tenían una acuosidad de malsano reflejo. Ferragut pensó que así debían mirar las locas en sus grandes crisis.
Hablaba entre dientes, con pausas de emoción, admirando la ferocidad de aquellas bestias, doliéndose de no poseer su vigor y su crueldad.
—¡Ser así!… Poder ir por las calles… por el mundo, tendiendo las garras… ¡Devorar!… ¡devorar! Ellos se debatirían inútilmente por deshacer el anillo de mis tentáculos… ¡Absorberlos!… ¡comerlos!… ¡hacerlos desaparecer!
Ulises la vio como el primer día, junto al templete del poeta, poseída de una cólera sorda contra los hombres, ansiando su exterminio con temblores voluptuosos.
Los pulpos, terminada su digestión, se habían lanzado a nadar. Eran ahora madejas horizontales que surcaban el estanque con elegancia. Parecían torpedos de proa cónica, llevando a la rastra la gruesa y larga cabellera de sus tentáculos. Su apetito excitado les hacía correr el agua en todos sentidos, buscando nuevas víctimas.
Freya protestó. El guardián sólo les había arrojado cuerpos inanimados. Ella deseaba la lucha, el sacrificio, la muerte. Los pedazos de sardina eran una comida sin substancia para estos bandidos que sólo encontraban sabor al alimento sazonado con el asesinato.
Como si los pulpos entendiesen sus quejas, se habían dejado caer en el fondo arenoso, flácidos, inertes, respirando por sus embudos.
Un pequeño cangrejo empezó a descender al extremo de un hilo, con pataleo desesperado.
Ella se apretó aún más contra Ulises, emocionada al pensar en el próximo espectáculo. Saltó una de las bolsas convertida en estrella: sus patas serpentearon buscando al recién llegado. En vano el guardián movió hacia arriba el hilo, queriendo prolongar la caza. Los tentáculos pegaron sus irresistibles ventosas al cuerpo de la víctima y al bramante, tirando de este último con tal fuerza, que se rompió, cayendo en el fondo el pulpo con su presa.
Freya hizo un movimiento como si fuese a aplaudir. «¡Bravo!…». Estaba intensamente pálida. Un calor de fiebre pasó a través de las ropas desde un costado de su cuerpo al costado de Ferragut que le servía de apoyo.
Avanzaba el busto hacia el cristal para ver mejor la actividad devoradora de este estómago en forma de pirámide, que tenía en su cúspide una diminuta cabeza de loro con dos ojos feroces y en torno da la base la retorcida madeja de sus patas llenas de redondeles salientes. Con ellas apretaba al cangrejo contra su boca, inyectando bajo su caparazón el producto venenoso de sus glándulas salivares, paralizando todo movimiento de resistencia. Luego se lo tragó lentamente, con una deglución de boa.
—¡Qué hermoso! —dijo ella.
Las otras bestias tenían igualmente su víctima viva y la paralizaban y devoraban, agitando sus cuerpos blanduchos, por los que hacía pasar la hinchazón nutritiva rayas y nubes de diversos colores.
Ahora el guardián arrojó un cangrejo, pero en libertad, sin atadura alguna. Freya gritó de entusiasmo.
Era la caza tal como se desarrolla en el feroz misterio del mar, la carrera de la muerte, la destrucción precedida de angustias y azares emocionantes. El pobre crustáceo, adivinando el peligro, nadaba hacia las rocas, para guarecerse en la grieta más próxima. Un pulpo salió tras de él, mientras los otros continuaban su digestión.
—¡Se escapa!… ¡se escapa! —gritó Freya, palpitando de interés.
El cangrejo corrió por las piedras, abrigándose en sus sinuosidades. El pulpo ya no nadaba; corría también como un animal terrestre, subiendo por las rocas con sus garras armadas, que le servían de aparatos de locomoción. Era una lucha de tigre contra rata… Cuando el cangrejo tenía ya medio cuerpo oculto entre los verdes líquenes de un agujero, cayó sobre su posterior una de las pesadas serpientes, arrancándolo con el tirón irresistible de sus ventosas, haciéndole desaparecer entre la madeja de tentáculos.
—¡Ah! —suspiró Freya, echándose atrás como si fuese a desmayarse sobre el pecho de Ulises.
Éste se estremeció, sintiendo que se había enroscado a su cuerpo un anillo de temblona presión. Los actos de aquella desequilibrada habían acabado por excitar sus nervios.
Creyó que un monstruo de la misma clase que los del estanque, pero mucho mayor, un pulpo gigantesco de los fondos oceánicos, se había deslizado traidoramente a sus espaldas, echándole de pronto uno de sus tentáculos. Sentía la presión de esta garra en su cintura, cada vez más apretada, más feroz.
Freya le tenía sujeto con uno de sus brazos. Violentamente se había enroscado a él y le apretaba el talle con toda su fuerza, como si pretendiese partir en dos su cuerpo vigoroso.
Luego vio aproximarse la cabeza de esta mujer con una rapidez agresiva, cual si fuese a morderle… Sus ojos, agrandados, lagrimeantes y vagorosos, parecían estar lejos, muy lejos. Tal vez no le veían… Su boca, temblona y azuleada por la emoción, una boca redonda y en relieve, como un músculo absorbente, buscó la boca del marino, apoderándose de ella, tirando de sus labios.
Fue un beso de ventosa, largo, dominador, doloroso. Ulises reconoció que nunca había sido besado así. El agua de aquella boca, remontándose al filo de los dientes, se desbordó en la suya como dulce veneno. Un estremecimiento desconocido hasta entonces corrió a lo largo de su espalda, haciéndole cerrar los ojos.
Se sintió vaciado, como si todo su interior se liquidase, pasando al otro cuerpo a través de la imperiosa succión. Tuvo el presentimiento de que este beso iba a datar en su vida; de que empezaba para él una nueva existencia; de que nunca llegaría a despegarse de estos labios mordedores y acariciantes, que tenían un lejano sabor de canela, de incienso, de selva asiática poblada de voluptuosidades y asechanzas.
Y se dejó arrastrar por la caricia de fiera, con el pensamiento perdido y el cuerpo inerte y resignado, lo mismo que el náufrago que desciende y descienda las infinitas capas del abismo, sin llegar nunca al fondo.