El nombre de Ulises Ferragut empezó a ser famoso entre los capitanes de los puertos españoles. Las aventuras náuticas de su primera época entraban por muy poco en esta popularidad. Los más de ellos habían arrostrado mayores peligros, y si le apreciaban, era por el instintivo respeto que sienten los hombres enérgicos y simples ante una inteligencia que consideran superior. Sin otras lecturas que las de su carrera, hablaban con asombro de los numerosos libros que llenaban el camarote de Ferragut, muchos de ellos sobre materias que les parecían misteriosas. Algunos hasta hacían afirmaciones inexactas para completar el prestigio de su camarada:
—Sabe mucho… Además de marino, es abogado.
La consideración de su fortuna contribuía igualmente al aprecio general. Era accionista importante de la compañía naviera a la que prestaba sus servicios. Los compañeros calculaban con orgullosa exageración la riqueza de su madre, tasándola en millones.
Encontraba amigos en todo buque que ostentase a popa la bandera española, fuese cual fuese su puerto de origen y el regionalismo de sus tripulantes.
Todos le querían: los capitanes vascos, sobrios en palabras, rudos y de tuteo confianzudo; los capitanes asturianos y gallegos, enamoradizos y derrochadores, que desmienten con su carácter la avaricia y la tristeza de tierra adentro; los capitanes andaluces, que parecen llevar en su gracioso lenguaje un reflejo de la blanca Cádiz y sus vinos luminosos; los capitanes valencianos, que hablan de política en el puente, imaginando lo que podrá ser la marina de la futura República; los capitanes de Cataluña y de Mallorca, conocedores de los negocios tan a fondo como sus armadores. Siempre que les unía la necesidad de defender sus derechos, pensaban inmediatamente en Ulises. Ninguno escribía como él.
Los viejos pilotos venidos de abajo, hombres de mar que habían empezado su carrera en las barcas de cabotaje y a duras penas ajustaban sus conocimientos prácticos al manejo de los libros, hablaban de Ferragut con orgullo:
—Dicen que los del mar somos gente bruta… Ahí tienen a don Luis, que es de los nuestros. Pueden preguntarle lo que quieran… ¡Un sabio!
El nombre de Ulises les hacía titubear. Lo creían apodo, y no queriendo incurrir en una falta de respeto, habían acabado por transformarlo en don Luis. Para algunos de ellos, el único defecto de Ferragut era su buena suerte. Aún no se había perdido un buque mandado por él. Y todo buen marino que navega sin descanso debe tener en su historia una de estas desgracias para ser un capitán completo. Solamente los labradores no pierden barcos.
Cuando murió su madre, Ulises quedó indeciso ante el porvenir, no sabiendo si continuar su vida de navegante o emprender otra completamente nueva. Sus parientes de Barcelona, mercaderes de ágil entendimiento para la evaluación de una fortuna, sumaban lo que habían dejado el notario y su esposa, y añadiendo lo de Labarta y el médico, casi llegaban a un millón de pesetas… ¿Y un hombre con tanto dinero iba a seguir viviendo lo mismo que un pobre capitán que necesita el sueldo para mantener a su familia?…
Su primo Joaquín Blanes, dueño de una fábrica de géneros de punto, le instó repetidas veces a que siguiese su ejemplo. Debía quedarse en tierra y emplear su capital en la industria catalana. Ulises era del país, por su madre y por haber nacido en la vecina tierra de Valencia. Se necesitaban hombres de fortuna y energía para que interviniesen en el gobierno. Blanes hacía política regionalista con el entusiasmo de un burgués que se lanza en aventuras novelescas.
Cinta no dijo una palabra para decidir a su esposo. Era hija de un marino y había aceptado ser la esposa de otro. Además, entendía el matrimonio con arreglo a la tradición familiar: la mujer dueña absoluta del interior de la casa, pero confiada en los asuntos exteriores a la voluntad del señor, del guerrero, del jefe del hogar, sin permitirse pensamientos ni objeciones sobre sus actos.
Fue Ulises el que adoptó por sí mismo la decisión de abandonar la vida de navegante. Trabajado por las sugestiones de sus primos, le bastó una pequeña disputa con uno de los directores de la casa armadora para ofrecer su renuncia, sin que lograsen hacerle retroceder los ruegos y explicaciones de los otros consocios.
En los primeros meses de su existencia terrestre, extrañó la inmovilidad desesperante de las cosas. El mundo era de una rigidez y una dureza antipáticas. Sintió algo semejante a un principio de mareo al ver que todo permanecía allí donde él lo dejaba, sin permitirse el menor vaivén, la más leve fantasía dinámica.
Por las mañanas, al entreabrir sus ojos, experimentaba la dulce sensación de la libertad irresponsable. Nada le importaba la suerte de aquella casa. Las vidas de los que dormían en los otros pisos, encima y debajo de él, no estaban confiadas a su vigilancia… Pero a los pocos días sintió que le faltaba algo que era una de las mayores satisfacciones de su existencia: la voluntad del poder, el gusto del mando.
Dos criadas de aire azorado acudían a sus voces y sus repiqueteos de timbre. Esto era todo para él, que había mandado docenas de hombres de áspera dureza que infundían terror al bajar en los puertos.
Nadie le consultaba ahora, mientras que en el mar todos buscaban su consejo y muchas veces necesitaban interrumpir su sueño. La casa podía existir sin que él la visitase diariamente desde las cuevas al tejado, revisando hasta el último grifo. Las mujeres que hacían la limpieza por las mañanas le obligaban a refugiarse en el despacho con sus terrestres escobazos. No le era permitido formular observaciones, no podía extender un brazo galoneado, lo mismo que cuando reñía a la grumetería descalza y despechugada, exigiendo que la cubierta quedase limpia como un salón. Se sentía empequeñecido, exonerado. Pensaba en Hércules vestido de mujer, hilando su rueca. El amor a la familia le había hecho renunciar a su vida de varón poderoso.
Sólo el trato de su esposa, que le rodeaba de asiduos cuidados, como si quisiera compensarse con esto de las largas separaciones, le hizo llevadera la situación. Además, sentía satisfecha su conciencia al hacer de padre «terrestre», preocupándose de su hijo, que empezaba a prepararse para ingresar en el Instituto, repasando sus libros, ayudándole en la comprensión de los textos.
Pero tampoco estos placeres fueron de larga duración. Le aburrían las tertulias de familia en su casa y en la de sus parientes; las conversaciones con tíos, primos y sobrinos sobre ganancias y negocios o sobre los defectos de la tiranía centralista. Según ellos, todas las calamidades del cielo y de la tierra procedían de Madrid. El gobernador de la provincia era el «cónsul de España».
Estos mercaderes sólo interrumpían sus críticas para oír con religioso silencio la música de Wágner golpeada en el piano por las niñas de la familia. Un amigo con voz de tenor cantaba Lohengrin en catalán. El entusiasmo hacía rugir a los más exaltados: «¡El himno… el himno!». No era posible equivocarse. Para ellos sólo existía un himno. Y acompañaban con una canturria a media voz la música litúrgica de Los segadores.
Ulises recordaba con nostalgia su vida de comandante de trasatlántico: una vida amplia, mundial, de incesantes y variados horizontes, de muchedumbres cosmopolitas. Se veía detenido en las cubiertas por grupos de muchachas elegantes que le pedían nuevos bailes en la semana. Salían a su paso faldas de blanco revoloteo, velos que ondulaban como nubes de colores, risas y trinos parlantes en un español que parecía puesto en música; todo el estrépito juguetón de una jaula de pájaros del Trópico.
Los ex presidentes de República —generales o doctores que iban a descansar a Europa— le contaban en el puente, con una gravedad napoleónica, los principales hechos de su historia. Los hombres de negocios, al dirigirse a América, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles a través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el desierto en unas semanas; todas las maravillas de un mundo en la pubertad, que desea realizar cuanto concibe su joven imaginación. Era el demiurgo del pequeño mundo flotante; disponía a su antojo de la alegría y del amor.
En las tardes calurosas de la Línea, le bastaba dar una orden para sacudir la embrutecida modorra de las cosas y los seres. «Que suba la música y que sirvan refrescos». Y a los pocos minutos giraban las parejas a lo largo de la cubierta, sonreían las bocas, se iluminaba en los ojos un punto brillante de ilusión y de deseo. A sus espaldas sonaba el elogio. Las matronas le encontraban muy distinguido. «Se ve que es persona bien». Camareros y tripulantes hacían una relación exagerada de su riqueza y sus estudios. Algunas jóvenes que navegaban hacia Europa con la imaginación en pleno hervidero novelesco, se contraían decepcionadas al saber que el héroe era casado y tenía un hijo. Las damas solitarias, tendidas en una chaise longue, con un volumen en la mano, arreglaban, al verle, la corola de sus faldas, tapándose las piernas con tanta precipitación, que siempre las dejaban más al descubierto. Luego, fijando en él una mirada profunda, iniciaban el diálogo, siempre del mismo modo:
—¿Cómo ha llegado usted a capitán, siendo tan joven?
¡Ah, miseria!… El que había convivido varios años, de un extremo a otro del Atlántico, con un mundo rico, alegre, perfumado, resistiéndose unas veces por prudencia a los caprichos femeniles, entregándose otras con un recato de marino discreto, se veía ahora sin otros admiradores que la vulgarota tribu de los Blanes, sin otras ilusiones que las que le sugería su primo el fabricante, entusiasmado porque los grandes apóstoles del partido se fijaban con cierta simpatía en el capitán.
Todas las mañanas, al despertar, sufría un rudo choque en sus gustos. Lo primero que contemplaba era una habitación «sin personalidad», una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvientas con limpieza prolija y falta de lógica, que cambiaba incesantemente el emplazamiento de las cosas.
Recordaba con nostalgia su camarote reducido y ordenado, donde no había un mueble que escapase a su vista ni un cajón cuyo contenido no estuviera en su memoria. Su cuerpo se deslizaba, con el desembarazo de la costumbre, por los desfiladeros del mobiliario. Se había adaptado a todos los ángulos entrantes y salientes, como la carne del molusco se adapta a las sinuosidades internas de sus valvas. El camarote parecía formado con secreciones de su ser: era un caparazón, una concha que iba con él de un extremo a otro de los océanos, caldeándose con las altas temperaturas del Trópico, cerrándose con un calafateo de cabaña esquimal al aproximarse a los mares fríos.
Le inspiraba un amor semejante al que siente el fraile por su celda; pero esta celda era mundial, y al entrar en ella, después de una noche de tormenta pasada en el puente o de una bajada a tierra en los puertos más diversos, la veía siempre lo mismo, con los papeles y los libros inmóviles sobre la mesa, las ropas colgadas de las perchas, las fotografías fijas en las paredes. Cambiaba el diario espectáculo de mares y tierras, cambiaba la temperatura y el curso de los astros; las gentes, arrebujadas en gabanes invernales, vestían de blanco una semana después y buscaban en el cielo las nuevas estrellas del opuesto hemisferio… y su camarote siempre igual, como si fuese un rincón de un planeta aparte, insensible a las variaciones de este mundo.
Por las mañanas, al despertar en él, se veía envuelto en una atmósfera, verdosa y suave, lo mismo que si hubiese dormido en el fondo de un lago encantado. El sol trazaba sobre la blancura del techo y de las sábanas una red inquieta de oro, cuyas mallas se sucedían incesantemente: era el reflejo del agua invisible. En la inmovilidad de los puertos entraban por el ventano el chirrido de las grúas, los gritos de los cargadores, las conversaciones de los que ocupaban los botes en torno del trasatlántico. En alta mar era el silencio fresco y rumoroso de la inmensidad lo que llenaba su dormitorio. Un viento de infinita pureza, que venía tal vez del otro lado del planeta, deslizándose miles de leguas por los desiertos salados sin tocar una sola corrupción, resbalaba en la garganta de Ferragut como un vino de gaseosa embriaguez. Su duro costillaje iba dilatándose a impulsos de este trago de vida, mientras sus ojos parpadeaban ante el azul luminoso del horizonte.
En su casa, lo primero que veía al despertar era un edificio catalán, rico y monstruoso, semejante a los palacios que dibujan los hipnotizados en sus ensueños: una amalgama de flores persas, columnas góticas, troncos de árboles con cuadrúpedos, reptiles y caracoles entre follajes de cemento. El adoquinado le enviaba por sus respiraderos la fetidez de unas alcantarillas solidificadas por la escasez de agua; los balcones esparcían el polvo de las alfombras sacudidas; el palacio-quimera se tragaba con una insolencia de rico novel todo el cielo y el sol que correspondían a Ferragut.
Una noche sorprendió a sus parientes haciéndoles saber que volvía al mar. Cinta asintió con un silencio doloroso a esta resolución, como si la hubiese adivinado mucho antes. Era algo inevitable y fatal que debía aceptar. El fabricantes Blanes tartamudeó de asombro. ¡Volver a su vida de aventuras cuando los grandes señores del partido se ocupaban de su persona!… Tal vez en las primeras elecciones le hiciesen concejal.
Ferragut rió de la simpleza de su primo. Quería mandar otra vez un barco, pero suyo, sin tener que sufrir las imposiciones de los armadores. Él podía permitirse este lujo. Sería como un yate enorme, pronto a hacer rumbo a su gusto o su conveniencia y proporcionándole al mismo tiempo cuantiosas ganancias. Tal vez su hijo llegase a ser director de compañía marítima, al convertirse con los años este primer vapor en una flota enorme.
Conocía todos los puertos del mundo, todos los caminos del tráfico, y sabría adivinar los lugares faltos de buques, donde se pagan fletes altos. Hasta ahora había sido un asalariado valeroso y ciego. Iba a empezar su vida de explotador del mar.
Dos meses después escribió desde Inglaterra diciendo que había comprado el Fingal, vapor-correo de tres mil toneladas, que hacía el servicio dos veces por semana entre Londres y un puerto de Escocia.
Ulises se mostraba entusiasmado por la baratura de su adquisición. El Fingal había sido propiedad de un capitán escocés, que, a pesar de sus largas dolencias, no quiso abandonar nunca el mando, muriendo a bordo de su buque. Los herederos, hombres de tierra adentro, cansados de una larga espera, ansiaban deshacerse de él a cualquier precio.
Cuando el nuevo propietario entró en el salón de popa, rodeado de camarotes —único lugar habitable en este buque de carga—, los recuerdos del muerto salieron a su paso. En los planos de las entrepuertas estaban pintados los héroes de la Ilíada escocesa: el bardo Ossián y su arpa; Malvina la de los redondos brazos y sueltas crenchas de oro; los guerreros bigotudos, con cascos de aletas y salientes bíceps, que se daban cuchilladas en los broqueles, despertando los ecos de los lagos verdes.
Un sillón mullido y profundo abría sus brazos ante una estufa. Allí había pasado sus últimos años el dueño del buque, enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, dirigiendo desde su asiento un rumbo que se repetía todas las semanas, a través de las nieblas, a través de las olas invernales que arrastraban pedazos de hielo arrancados a los icebergs. Cerca de la estufa había un piano, y sobre su tapa un rimero de partituras amarilleadas por el tiempo: La sonámbula, Lucía, romanzas de Tosti, canciones napolitanas, melodías fáciles y graciosas que esparcían las viejas cuerdas del instrumento con el timbre frágil y cristalino de una caja de música. El pobre nauta de piernas de piedra tendía su corazón enfermo hacia el mar de la luz. Esta música hacía surgir en medio de los cielos brumosos las colinas de Sorrento, cubiertas de naranjos y limoneros, las costas de Sicilia, perfumadas por una flora ardorosa.
Ferragut tripuló el buque con gente amiga. Su segundo fue un piloto que había empezado su carrera en las barcas de pesca. Era del mismo pueblo de los abuelos de Ulises, y se acordaba del Dotor con respeto y admiración. Había conocido a su capitán actual cuando éste era pequeño e iba a pescar con su tío. En dicha época, Toni era ya marinero en un laúd de cabotaje, superioridad de años que le había autorizado para tutear a Ulises.
Al verse ahora bajo sus órdenes, quiso modificar el tratamiento, pero el capitán no lo consintió. Toni y él eran tal vez parientes lejanos. Todos los de aquel pueblo de la Marina estaban unidos por largos siglos de existencia aislada y peligros comunes. La tripulación, desde el primer maquinista a los últimos marineros, se mostraba igualmente familiar en su respeto. Unos eran de la misma tierra del capitán, otros habían navegado largamente a sus órdenes.
Ulises conoció como armador un sinnúmero de preocupaciones que no había sospechado antes. Se verificó en él la angustiosa transformación del artista que se convierte en empresario, del literato que se desdobla en editor, del ingeniero dedicado a la fantasía de los inventos que pasa a ser dueño de fábrica. Su amor romántico por el mar y sus aventuras fue acompañado ahora de preocupaciones sobre el precio y el consumo del carbón, sobre la concurrencia rabiosa que hacía bajar los fletes, y la busca de puertos nuevos con carga pronta y remuneradora.
El Fingal, que había sido rebautizado por su nuevo propietario con el nombre de Mare nostrum, en memoria de su tío, resultaba una compra dudosa a pesar de su bajo precio. Ulises se había entusiasmado como navegante al ver su proa alta y afilada dispuesta a afrontar los peores mares, su esbeltez de buque veloz, sus máquinas sobradamente poderosas para un vapor de carga, todas las condiciones que le habían hecho servir de correo durante varios años. Consumía demasiado combustible para dedicarse con ganancia al transporte de mercancías. El capitán, durante sus navegaciones, sólo pensaba ahora en el alimento de las calderas. Siempre le parecía que Mare nostrum marchaba con excesiva rapidez.
—¡Media máquina! —gritaba por el tubo a su primer mecánico.
Pero a pesar de esta precaución y de otras, el gasto de combustible resultaba enorme al hacer el arqueo de un viaje. El buque consumía todas las ganancias. Su velocidad era insignificante comparada con la de un trasatlántico, pero resultaba absurda en relación con la de los vapores mercantes de gran casco y pequeña máquina que iban solicitando carga a cualquier precio por todos los puntos.
Esclavo de la superioridad de su buque y en continua lucha con ella, Ferragut se esforzó por seguir navegando sin grandes pérdidas. Todas las aguas del planeta vieron a Mare nostrum dedicado a los transportes más raros. Gracias a él ondeó la bandera española en puertos que no la habían visto nunca.
Hizo viajes por los mares solitarios de Siria y Asia Menor, ante costas donde la novedad de un buque con chimenea hacía correr y aglomerarse a las gentes de los aduares. Realizó desembarcos en puertos fenicios y griegos cegados por la arena, que sólo conservaban unas cuantas chozas al pie de montones de ruinas. Algunas columnas de mármol se erguían aún como troncos de palmeras desmochadas. Ancló junto a temibles rompientes de la costa occidental de África, bajo un sol que hacía arder la cubierta, para recibir caucho, plumas de avestruz y colmillos de elefante traídos en largas piraguas por remeros negros. Salían siempre de un río poblado de cocodrilos e hipopótamos, en cuyas orillas alzaba la factoría los conos pajizos de sus techumbres.
Cuando faltaban estos viajes fuera de las rutas ordinarias, Mare nostrum hacía rumbo a América, resignándose a luchar en baratura con ingleses y escandinavos, que son los arrieros del Océano. Su tonelaje y su calado le permitían remontar los grandes ríos de la América del Norte, llegando hasta las ciudades del remoto interior que hacen humear las filas de chimeneas de sus fábricas al borde de un lago dulce convertido en puerto.
Navegó por el rojizo Paraná hasta Rosario y Colastiné, para cargar trigo argentino; fondeó en las aguas de ámbar de Uruguay, frente a Paysandú y Fray Ventos, recibiendo cueros destinados a Europa y carne salada para las Antillas. En el Pacífico remontó el Guayas a través de una vegetación ecuatorial, en busca del cacao de Guayaquil. Su proa cortó la infinita lámina del Amazonas, apartando los troncos gigantescos arrastrados por las inundaciones de la selva virgen, para anclar frente a Pará o frente a Manaos, tomando cargamentos de tabaco y café. Hasta llevó de Alemania pertrechos de guerra para los revolucionarios de una pequeña República.
Estos viajes, que en otro tiempo entusiasmaban a Ferragut, tenían ahora como final una decepción. Después de pagados los gastos y de haber vivido con rabiosa economía, apenas quedaba algo para el armador. Cada vez eran más numerosos los buques de carga y el flete más barato. Ulises, con su elegante Mare nostrum, no podía luchar contra los capitanes septentrionales, alcoholizados y taciturnos, que aceptaban a cualquier precio el llenar sus buques sórdidos, emprendiendo una marcha de tortuga a través de los océanos.
—No puedo más —decía con tristeza a su segundo—. Voy a arruinar a mi hijo. Si me compran Mare nostrum, lo vendo.
En una de sus expediciones infructuosas, cuando sentía mayor desaliento, una noticia inesperada cambió su situación. Acababan de llegar a Tenerife con maíz de la Argentina y fardos de alfalfa seca. Toni volvió a bordo después de haber legalizado los papeles del buque.
—¡La guèrra, che! —gritó en valenciano, la lengua de su intimidad.
Ulises, que se paseaba por el puente, acogió la noticia con indiferencia. «¿La guerra?… ¿Qué guerra era ésa?…». Pero al saber que Alemania y Austria habían roto las hostilidades contra Francia y Rusia, y que Inglaterra acababa de intervenir en defensa de Bélgica, el capitán se lanzó a calcular las consecuencias políticas de esta conflagración. No veía otra cosa.
Toni, menos desinteresado, habló de la suerte futura del buque… ¡Terminada la miseria! Los fletes a trece chelines tonelada de un hemisferio a otro iban a ser en adelante un recuerdo vergonzoso. No tendrían ya que solicitar carga de puerto en puerto como quien pide una limosna. Ahora les tocaba darse importancia, viéndose solicitados por los consignatarios y comerciantes desdeñosos. Mare nostrum iba a valer como si fuese de oro.
Tales predicciones, que Ferragut se resistía a aceptar, empezaron a cumplirse al poco tiempo. Escasearon los barcos en las rutas del Océano. Unos se refugiaban en los puertos neutrales más próximos, temiendo a los cruceros enemigos. Los más eran movilizados por sus gobiernos para los enormes transportes de material que exige la guerra moderna. Los corsarios alemanes, valiéndose de astucias, aumentaban con sus presas el pánico de la marina mercante.
Saltó el precio del flete de trece chelines la tonelada a cincuenta; luego a sesenta, y a los pocos días a ciento. Ya no podía subir más, según el capitán Ferragut.
—Aún subirá —afirmaba el segundo con una alegría cruel—. Veremos la tonelada a ciento cincuenta, a doscientos… ¡Vamos a hacernos ricos!
Y Toni empleaba el plural al hablar de la futura riqueza, sin que se le ocurriese por un momento pedir a su capitán unos céntimos más sobre los cuarenta y cinco duros que recibía al mes. La fortuna de Ferragut y del buque la consideraba como suya. Se tenía por dichoso siempre que no le faltase el tabaco y pudiera enviar su sueldo íntegro a la mujer y los hijos, que vivían allá en la Marina.
Su ambición era la de todos los navegantes modestos: comprar un pedazo de tierra y hacerse labrador en su vejez. Los pilotos vascos soñaban con praderas y manzanos, una casita en una cumbre, y muchas vacas. Él se imaginaba una viña en la costa, una vivienda blanca con emparrado, a cuya sombra fumaría su pipa, y toda la familia, hijos y nietos, extendiendo la cosecha de pasa sobre los cañizos.
Le unía a Ferragut una admiración familiar, igual a la del antiguo escudero por su paladín, a la de un sargento viejo por un oficial de genio. Los libros que llenaban el camarote del capitán le hacían recordar sus angustias al examinarse en Cartagena para adquirir el título de piloto. Los graves señores del tribunal le habían visto palidecer y balbucear como un niño ante los logaritmos y las fórmulas trigonométricas. A él que le preguntasen sobre casos prácticos, y su pericia de patrón de barca, habituado a todos los peligros del mar, le haría responder con el aplomo de un sabio.
En los trances difíciles —días de tormenta, bajos tortuosos, vecindad de costas traidoras—, Ferragut sólo se decidía a descansar cuando Toni le reemplazaba en el puente. Con él no había miedo a que entrase por descuido la ola de través que barre la cubierta y apaga las máquinas, o que el escollo invisible clavase su colmillo de piedra en el vientre del buque. Seguía junto al timonel el rumbo indicado, inmóvil y silencioso, como si durmiese de pie; pero en el momento oportuno dejaba caer la breve palabra de mando.
Era enjuto de carnes, con la recocida delgadez de los mediterráneos bronceados. El viento salino más que los años había curtido su rostro, frunciéndolo con profundas arrugas. Una coloración caprichosa hacía negro el fondo de estas grietas, mientras que la parte expuesta al sol parecía lavada por la luz, con tonos más claros. La barba corta y dura se extendía por los surcos y lomas de su piel. Además, tenía pelo en las orejas, pelo en las fosas nasales, anchas y respingadas, prontas a estremecerse en los momentos de cólera o de admiración… Pero esta fealdad disminuía bajo la luz de sus ojos pequeños, con las pupilas entre verdes y aceitosas; unos ojos que miraban dulcemente, con expresión canina de resignación, cuando el capitán se burlaba de sus creencias.
Toni era «hombre de ideas». Ferragut sólo le conocía cuatro o cinco, pero duras, cristalizadas, inconmovibles, como los moluscos que, adheridos a la roca, acaban por convertirse en una excrecencia pétrea. Las había adquirido en veinticinco años de cabotaje mediterráneo, leyendo todos los periódicos de un radicalismo lírico que le salían al encuentro en los puertos. Además, al final de sus viajes estaba Marsella, y en una de sus callejuelas un salón rojo adornado de columnas simbólicas, donde se encontraba con navegantes de todas las razas y todas las lenguas, entendiéndose fraternalmente por medio de signos misteriosos y palabras rituales.
Cuando entraba en un puerto de la América del Sur, después de larga ausencia, admiraba los rápidos adelantos de los pueblos jóvenes: muelles enormes construidos en un año, calles interminables que no existían en el viaje anterior, parques frondosos y elegantes sobre antiguas lagunas desecadas.
—Es natural —afirmaba rotundamente—. Por algo son República.
Al entrar en los puertos españoles, la menor contrariedad en el amarre del buque, una discusión con los empleados oficiales, la falta de espacio para un buen fondeo, le hacían sonreír con amargara. «¡Desgraciado país!… Todo era obra del altar y el trono».
En el río de Londres o ante los muelles de Hamburgo, el capitán Ferragut se burlaba de su subordinado.
—¡Aquí no hay República, Toni…! Y sin embargo, esto es algo.
Pero Toni no se daba por vencido. Contraía el peludo rostro, haciendo un esfuerzo mental para dar forma a sus vagas ideas, vistiéndolas de palabras. En el fondo de estas grandezas presentía una afirmación de sus mismos pensamientos. Al fin se entregaba, desarmado, pero no convencido.
—No sé explicarme: me faltan palabras… Son las gentes las que hacen todo eso.
Al recibir en Tenerife la noticia de la guerra, resumió todas sus doctrinas con el laconismo de un triunfador.
—Hay en Europa demasiados reyes… ¡Si todos los pueblos fuesen Repúblicas!… Esta calamidad había de llegar forzosamente.
Y Ferragut no se atrevió a burlarse esta vez de la simpleza de su segundo.
Toda la gente de Mare nostrum se mostraba entusiasmada por el nuevo aspecto de los negocios. Los marineros, taciturnos en las navegaciones anteriores, como si presintiesen la ruina o el cansancio de su capitán, trabajaban ahora alegremente, lo mismo que si fuesen a participar de las ganancias.
En el rancho de proa se entregaban muchos de ellos a cálculos comerciales. El primer viaje de la guerra equivalía a diez de los anteriores; el segundo tal vez proporcionase ganancia como veinte. Y se alegraban por Ferragut, con el mismo desinterés que su primer oficial, acordándose de los malos negocios de antes. Los maquinistas ya no eran llamados al camarote del capitán para idear nuevas economías de combustible. Había que aprovechar el tiempo, y Mare nostrum iba a todo vapor, haciendo catorce millas por hora, como un buque de pasajeros, deteniéndose únicamente cuando le cerraba el paso un destroyer inglés a la entrada del Mediterráneo, enviándole un oficial para convencerse de que no llevaba a bordo súbditos de los Imperios enemigos.
La abundancia reinaba igualmente entre el puente y la proa, donde estaban la cocina y el alojamiento de los marineros, espacio del buque respetado por todos como dominio incontestable del tío Caragol.
Este viejo apodado «Caracol» —otro amigo antiguo de Ferragut— era el cocinero de a bordo, y aunque no se atrevía a tutear al capitán, como en otros tiempos, la expresión de su voz daba a entender que mentalmente seguía usando de esta familiaridad. Había conocido a Ulises cuando huía de las aulas para remar en el puerto, y él, por el mal estado de sus ojos, acababa de retirarse de la navegación de cabotaje, descendiendo a ser simple lanchero. Su gravedad y su corpulencia tenían algo de sacerdotal. Era el mediterráneo obeso, de cabeza pequeña, cuello voluminoso y triple mentón, sentado en la popa de su barca de pesca como un patricio romano en el trono de la trirreme.
Su talento culinario sufría eclipses cuando no figuraba el arroz como tema fundamental de sus composiciones. Todo lo que este alimento puede dar de sí lo conocía perfectamente. En los puertos del Trópico, los tripulantes, hastiados de bananas, piñas y aguacates, saludaban con entusiasmo la aparición de la gran sartén de arroz con bacalao y patatas o de la cazuela de arroz al horno, con la dorada costra perforada por la cara roja de los garbanzos y el lomo negro de las morcillas. Otras veces, el cocinero, bajo el cielo plomizo de los mares septentrionales, les hacía evocar el recuerdo de la lejana patria dándoles el monástico arroz con acelgas o el mantecoso arroz con nabos y judías.
En los domingos y fiestas de santos valencianos, que eran los primeros del cielo para el tío Caragol —San Vicente Mártir, San Vicente Ferrer, la Virgen de los Desamparados y el Cristo del Grao—, aparecía la humeante paella, vasto redondel de arroz, sobre cuya arena de hinchados granos yacían despedazadas varias aves. El cocinero sorprendía a su gente repartiendo cebollas crudas, voluminosas, de acre perfume que arrancaba lágrimas y una blancura de marfil. Eran un regalo de príncipe mantenido en secreto. No había mas que quebrarlas de un puñetazo para que soltasen su viscosidad, y luego se perdían en los paladares como bocados crujientes de un pan dulce y picante, alternando con las cucharadas de arroz. El buque estaba a veces cerca del Brasil, a la vista de Fernando de Noroña, distinguiéndose las chozas cónicas de los negros instalados en la isla bajo un sol ecuatorial, y los tripulantes creían comer en una barraca de la huerta de Valencia, pasándose de mano en mano el porrón de vino fuerte de Liria.
Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban a la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. Él se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.
Hervido aparte (abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldo de la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentración de todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón a cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío perfumado, que evoca la imagen de un jardín oriental. Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman a cualquier rancho arroz a la valenciana.
Ulises asentía a las reflexiones del cocinero, llevándose a la boca la primera cucharada con gesto interrogante… Luego sonreía, sumiéndose en gastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragol!». Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragol, presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, mi capitán». Toni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja, interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiese quedado corto al medir la ambrosía.
El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragol vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando a ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!…». Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.
Ulises le creía capaz de subir al puente declarando que la navegación no podía continuar por haberse agotado los odres del líquido color de amatista procedente de la sierra de Espadán.
Sus ojos cegatos reconocían inmediatamente en los puertos la nacionalidad de los buques que fondeaban a ambos costados del Mare nostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente. «¡Nada!…». Eran barcos insípidos, barcos del Norte, que hacían su comida con manteca: tal vez barcos protestantes.
Otras veces avanzaba por la borda con lentitud, siguiendo un rastro embriagador, hasta que se colocaba enfrente de la cocina del buque vecino, aspirando su rico perfume. «¡Hola, hermanos!…». Imposible equivocarse. Eran españoles; y si no, procedían de Marsella, de Génova o de Nápoles; en suma, compatriotas que comían y vivían bajo todas las latitudes lo mismo que si estuviesen en su pequeño mar interior. Pronto se entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de español, de provenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costa de África, desde Egipto a Marruecos. Unas veces se enviaban presentes como los que se cruzan entre tribu y tribu: frutos del lejano país. Otras, enemistados de pronto sin saber por qué, avanzaban los puños sobre las bordas, gritándose insultos en los que reaparecían metódicamente, a cada dos palabras, la Virgen y su santo hijo.
Ésta era la señal para que el tío Caragol, alma religiosa, volviese con altivo silencio a su cocina. Toni, el segundo, se burlaba de sus entusiasmos devotos. La gente de proa, materialista y tragona, le escuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y los mejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relato nuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre una escalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar su milagroso cargamento.
Había sido esto cuando el Grau no era mas que un grupo de chozas lejos de las murallas de Valencia y amenazado por los desembarcos de los piratas moros. Durante muchos años, Caragol había sacado en hombros y descalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombres de mar disfrutaban de tal honor, y él, viejo y cegato, aguardaba entre el público de la procesión para lanzarse sobre la enorme reliquia, pasando sus ropas por la madera.
Todo cuanto llevaba encima estaba santificado por dicho contacto. En realidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de las preocupaciones humanas.
Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucio algodón o de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta. El pecho de la camisa estaba abierto en todo tiempo, dejando ver un matorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablemente con un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía a la luz un nuevo triángulo peludo y blanco, con el vértice hacia arriba, que era continuación del triángulo enmarañado del pecho, con el vértice hacia abajo. Un sombrero de palma cubría su cabeza hasta cuando trabajaba en sus cacerolas.
El Mare nostrum no podía naufragar ni sufrir daño alguno mientras le llevase a él. En días de tormenta, cuando las olas barrían la cubierta de proa o popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se los llevase un golpe de mar, Caragol sacaba la cabeza por la puerta de la cocina, despreciando un peligro que no podía ver.
Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo a apagar sus fogones, pero esto enardecía su fe. «¡Animo, muchachos!». El Cristo del Grao se ocupaba en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque… Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y su santa escala, sin que el devoto se indignase. Dios, que envía los peligros al hombre de mar, sabe que sus malas palabras carecen de malicia.
Su religiosidad se extendía a las profundidades. Nada quería decir de los peces del Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellos buques fríos y sin perfume que ignoraban el aceite y todo lo guisaban con «pomada». Debían ser herejes.
A los peces del Mediterráneo los conocía mejor, y llegaba a tenerlos por buenos católicos, ya que proclamaban a su modo la gloria de Dios. De pie junto a la borda, en las tardes cálidas del Trópico, contaba, para honra de los habitantes del lejano mar, el portentoso milagro del barranco de Alboraya.
Un sacerdote vadeaba a caballo su desembocadura para llevar el Viático a un moribundo, cuando tropezó la bestia, y abriéndose el copón cayeron las hostias, siendo arrastradas por la corriente. Desde entonces brillaron todas las noches luces misteriosas en el mar, y a la salida del sol un enjambre de pececillos venía a situarse frente al barranco, emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno de ellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas. Huían mar adentro con su tesoro. Sólo cuando llegó el clero con cruz alzada y el mismo sacerdote se metió en el barranco hasta las rodillas, se decidieron a acercarse, y uno tras otro fueron depositando su hostia en el copón, retirándose luego, de ola en ola, moviendo graciosamente sus colitas.
A pesar de la vaga esperanza de un porrón de vino extraordinario que animaba a los más de los oyentes, un murmullo de incredulidad surgía al final del relato. El devoto Caragol era iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo de pulga que se atrevía a dudar de lo que él había visto?…». Y lo que él había visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos los años, oyendo a doctísimos varones el relato del milagro en la capilla conmemorativa edificada al borde del barranco.
Este prodigio de los pescaditos iba seguido casi siempre de lo que él llamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con el peso del tal pescadote aplastar las dudas de la impiedad.
La galera de Alfonso V de Aragón —el único rey marino de España— chocaba al salir del golfo de Nápoles con un peñasco oculto, cerca de la isla de Capri. Se partía un costado de la nave, sin que ésta hiciese agua, y seguía navegando a velas desplegadas, con el rey, las damas de su corte y el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días después llegaban a Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentos de peligro pide auxilio a la Virgen del Puig. Al registrar los maestros calafates el casco de la galera, veían a un pescado enorme desprenderse de su fondo con la tranquilidad de una persona honrada que ha cumplido su deber. Era un delfín enviado por la Santísima Señora para que pegase su lomo a la brecha abierta. Y así, como un tapón, había navegado de Nápoles a Valencia, sin dejar pasar una gota de agua.
El cocinero no admitía críticas y protestas. Este milagro era innegable. Él lo había visto con sus ojos cuando estaban buenos; lo había visto en un cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la tabla con el relieve de la verdad: la galera, el rey, el peixòt, y la Virgen en lo alto dándole la orden.
La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomen partido en dos hemisferios por la tirantez del botón único.
—Tío Caragol, ¡que se le escapa! —avisaba una voz burlona.
El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, de las pompas y vanidades de la existencia.
—Déjalo: ya no vuela.
Y emprendía el relato de un nuevo milagro.
Ferragut asimilaba estas exaltaciones del cocinero a su ligereza de ropa en todo tiempo. Ardía en su interior un fuego incesantemente renovado. En los días brumosos subía al puente con unos vasos de bebida humeante que él llamaba calentets. Nada mejor para los hombres que habían de pasar largas horas a la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era café mezclado con aguardiente de caña, pero en desiguales proporciones, siendo más el alcohol que el líquido negro. Toni bebía rápidamente todos los vasos ofrecidos. El capitán los rechazaba, pidiendo café puro.
Su sobriedad era la del antiguo nauta: la sobriedad del padre Ulises, que mezclaba el vino con agua en todas sus libaciones. Las divinidades del viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas. Anfitrita y las nereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez a causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la embriaguez el más vil de los rebajamientos. Los que no eran sobrios evitaban emborracharse francamente como los marineros de otros mares, disimulando la rudeza del brebaje alcohólico con el café o con el azúcar.
Caragol era el encargado de beberse todos los «calentitos» despreciados por el capitán, con otros más que se dedicaba a sí mismo en el misterio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasar fulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad a una angélica embriaguez.
El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos. Iba a quedarse ciego… Pero él no se conmovía ante la amenaza. Necesitaba celebrar a su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lo más interesante para él era poder abusar del aceite y de la caña, sin miedo a recriminaciones en el momento de las cuentas. ¡Cristo del Grao, que durase siempre la guerra!…
El tercer viaje de la América del Sur a Europa vino a terminarlo el Mare nostrum en Nápoles, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisión a la entrada del puerto con un buque-hospital inglés que iba a los Dardanelos abolló su popa, rompiéndole además una aleta de la hélice.
Toni rugió de impaciencia al enterarse de que tendrían que permanecer cerca de un mes en forzosa inmovilidad. Italia no había intervenido aún en la guerra, pero sus precauciones defensivas acaparaban todas las industrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragut calculó lo que representaba para sus negocios esta pérdida de tiempo. Le esperaban valiosos fletes en Marsella y Barcelona. Pero queriendo tranquilizarse a sí mismo y aplacar a su segundo, repetía muchas veces:
—Inglaterra nos indemnizará… Los ingleses son generosos.
Y para adormecer su impaciencia, se trasladaba a tierra.
Nápoles no le parecía gran cosa al compararla con otras ciudades célebres italianas. Su verdadera belleza era el golfo inmenso, entre colinas de naranjos y pinos, con un segundo marco de montañas, una de las cuales extendía sobre el azul del cielo su eterna cimera de vapores volcánicos.
El caserío no abundaba en edificios famosos. Los monarcas de Nápoles habían sido las más de las veces extranjeros que residían lejos y gobernaban por delegación. Las mejores calles, los palacios, las fontanas monumentales, procedían de los virreyes españoles. Un soberano de origen mixto. Carlos III, castellano de nacimiento y napolitano de corazón, había hecho lo mejor de la ciudad. Sus entusiasmos de constructor embellecían aún los barrios antiguos con obras semejantes a las que había levantado años después en España al ocupar su trono.
Luego de admirar en los museos la estatuaria griega y los objetos desenterrados que revelaban la vida íntima de los antiguos, corrió Ulises las arterias tortuosas y muchas veces sombrías de los barrios populares.
Eran calles en pendiente, formando rellanos, flanqueadas de casas estrechas y altísimas. Todos los huecos tenían balcones, y de una baranda a la de enfrente se tendían cuerdas, empavesadas con ropas de diversos colores puestas a secar. La fecundidad napolitana hacía hervir de gentío estas callejuelas. En torno de las cocinas al aire libre se agolpaban los clientes, comiendo de pies los macarrones hervidos o los pedazos de carne.
Anunciaban los vendedores sus géneros con pregones melódicos semejantes a romanzan, y de los balcones bajaban a su encuentro cordeles rematados por castillos. Los regateos y compras eran desde el fondo de la calle-zanja a los séptimos pisos. En cambio, los rebaños de cabras subían las escaleras tortuosas, con la agilidad de la costumbre, para dejarse vaciar las ubres en todas las mesetas.
Los muelles de la Marinela atraían al capitán por su «color» de puerto mediterráneo. La unidad italiana había derribado y reconstruido mucho, pero aún quedaban en pie varias filas de casitas, bajas de techo, con la fachada blanca o rosada, las puertas verdes y el piso bajo más avanzado que el superior, sirviendo de sostén a una galería con balaustres de madera. Todo lo que en ellas no era ladrillo era carpintería gruesa, igual al trabajo de los calafates. El hierro no existía en estas construcciones terrestres que recordaban el buque de vela. Las piezas eran obscuras como camarotes. Por las ventanas se veían grandes caracolas de mar sobre las cómodas, cuadros de pintura dura y pueril representando fragatas, conchas multicolores traídas de lejanos mares.
Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.
Sobre el caserío alineado a lo largo de la Marinela, las iglesias de Nápoles asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes y amarillas. Más que techos de templos cristianos, parecían remates de baños orientales.
Ya no existía el lazarone descalzo y con gorro rojo, pero la muchedumbre —vestida como los trabajadores de todos los puertos— se aglomeraba aún en torno del cartelón pintarrajeado que representaba un crimen, un milagro o un específico prodigioso, escuchando en silencio el relato del narrador o el charlatán. Los viejos recitantes populares declamaban con heroicos manoteos las octavas épicas del Tasso. Sonaban arpas y violines acompañando la última romanza que Nápoles había puesto de moda en el mundo entero. Los puestos de los ostricarios esparcían un perfume orgánico de ola muerta. En torno de ellos, las conchas vacías de las ostras destacaban sobre el barro los redondeles de su cal nacarada.
Junto a la antigua Capitanía del puerto —palacete de Carlos III, blanco y azul, con una imagen de la Inmaculada— se aglomeraban los carros del desembarque. Ferragut los encontraba lo mismo que años antes, con sus tiros de híbrida originalidad. Las varas estaban ocupadas por un buey blanco, lustroso, con cuernos enormes y muy abiertos, un animal semejante a los que figuraban en las ceremonias religiosas de los antiguos. A su derecha iba enganchado un caballo, a su izquierda un asno grande y enjuto. Y este triple y discordante enganche se repetía en todos los carros inmóviles ante los buques a lo largo de los muelles o volteando sus pesadas ruedas por la pendiente que conduce a la ciudad alta.
A los pocos días, el capitán se sintió fatigado de Nápoles y su bullicio. En los cafés de la calle de Toledo y de la Galería de Humberto I tenía que defenderse de unos mozos inquietantes, con chaleco de gran escote, corbata de mariposa y un pequeño fieltro ladeado sobre las guedejas, que le proponían en voz baja espectáculos inauditos organizados para recreo de los extranjeros.
Bastante había visto también las pinturas y objetos domésticos de las ciudades antiguas desenterradas. Las lubricidades del gabinete secreto acababan por irritarle. Le parecía un recreo de invertido contemplar tantas fantasías pueriles de la escultura y la pintura teniendo el falo como personaje principal…
Una mañana tomó el tren, y luego de faldear la montaña humeante del Vesubio, pasando entre pueblos de color de rosa circundados de viñas, bajó en una estación: Pompeya.
De los hoteles y restoranes, en fúnebre soledad, surgieron los guías como un enjambre de avispas súbitamente despertadas. Se lamentaban de la guerra, que había cortado la circulación de viajeros. Él era tal vez el único que iba a llegar en todo el día. «¡Señor, a cualquier precio!…». Pero el marino siguió adelante. Siempre, al acordarse de Pompeya, había formulado el deseo de volver a verla solo, absolutamente solo, para recibir una impresión directa de la vida antigua.
Su primera visita había sido diez y siete años antes, cuando era piloto de un velero catalán, surto en el puerto de Nápoles, aprovechando la baratura de precios de un domingo. Todo lo había visto confundido en un grupo que se empujaba y pisaba por escuchar al guía de más cerca.
Al frente de la expedición iba un sacerdote joven y elegante, un monseñor romano vestido de seda, y con él dos damas extranjeras y guapetonas, que se plantaban en los lugares más altos, teniendo sus faldas algo levantadas por miedo a las salamanquesas que serpenteaban en las ruinas. Ferragut, con la humildad de la admiración, se quedaba siempre abajo, viéndolo todo al través de sus piernas. «¡Ay!, ¡veintidós años!…». Luego, cuando oía hablar de Pompeya, se verificaba en su memoria una superposición de imágenes: «Muy hermoso, muy interesante». Veía las calles, los palacios, los templos, pero en segundo término, como un fondo esfumado, mientras se destacaban en primera línea cuatro piernas magníficas, una columnata humana de fustes esbeltos forrados en seda negra que transparentaba la blancura de la carne.
La soledad tantas veces deseada para su segunda visita le salió al encuentro. La ciudad muerta no tenía otros ruidos que el aleteo de los insectos sobre las plantas, que empezaba a vestir la primavera, y el correteo invisible de los reptiles bajo las capas de hiedra.
En la Puerta Herculana, el guardián del pequeño museo dejó que Ferragut examinase en paz los vaciados de los cadáveres seculares: varios pompeyanos de yeso en la actitud del terror en que los había sorprendido la muerte. No abandonó la silla para molestarle con sus explicaciones; apenas levantó los ojos del diario que tenía delante. Le absorbían las noticias de Roma, las intrigas de los diplomáticos alemanes, la posibilidad de que Italia entrase en la guerra.
Luego, en las calles solitarias, el marino tropezó con la misma preocupación. Retumbaban sus pasos bajo la luz del sol con una sonoridad igual a la de los subterráneos de huecas tumbas. Al detenerse, renacía el silencio: «un silencio de dos mil años», según pensaba Ferragut. Y en este silencio antiguo sonaban voces lejanas con la violencia de una agria discusión. Eran los guardianes y los empleados de las excavaciones, que, faltos de trabajo, gesticulaban y se insultaban en sus asientos de veinte siglos, profundamente separados por el entusiasmo patriótico o el miedo a los horrores de la guerra.
Ferragut, con el plano en la mano, pasó ante estos grupos, sin que nadie se levantase para guiarle. Durante dos horas pudo creerse un vecino de la antigua Pompeya que había quedado solo en la ciudad en un día de fiesta dedicado a las divinidades campestres. Su mirada iba hasta el último extremo de las rectas calles, sin tropezar con personas ni cosas que le recordasen los tiempos modernos.
Pompeya le pareció más pequeña en esta soledad. Era un cruzamiento de vías estrechas con altas aceras pavimentadas de bloques poligonales de lava azul. En sus intersticios formaba la fecundidad primaveral apretados cordones de hierba moteados de florecillas. Carruajes milenarios, de los que no quedaba ni el polvo, habían abierto con sus ruedas profundos relejes en este pavimento. En todas las encrucijadas se encontraba una fuente pública con un mascarón que había arrojado agua por su boca.
Ciertos letreros rojos de las paredes eran anuncios de elecciones verificadas en los principios de la era actual: candidaturas de edil o de diunviro que se recomendaban a los electores pompeyanos. Unas puertas ostentaban el falo, para conjurar el mal de ojo; otras un par de serpientes enroscadas, símbolo de la vida familiar. En los rincones de las callejuelas, un verso latino grabado en el muro rogaba al transeúnte que se abstuviese de sucios desahogos. Vivían aún en las paredes de estuco caricaturas y monigotes, obra de los pilluelos del siglo de César.
Las casas estaban construidas a la ligera sobre un suelo en el que se habían sucedido los temblores, hasta la llegada de la catástrofe final. Sólo tenían de ladrillos o de cemento el piso bajo. Los otros eran de maderos, y habían sido devorados por el fuego volcánico, quedando únicamente las escaleras.
En esta ciudad graciosa, de vida amable y fácil, más griega que romana, todos los pisos bajos de las casas plebeyas habían estado ocupados por pequeños comercios. Eran tiendas con la puerta del mismo tamaño que el establecimiento: cuevas cuadradas, iguales a las de los zocos árabes, que dejan ver hasta sus últimos rincones al comprador detenido en la calle. Muchas guardaban aún sus mostradores de piedra y sus tinajas de barro. Los edificios particulares carecían de fachada. Sus muros exteriores eran lisos, inabordables, con algún que otro tragaluz enrejado y alto, lo mismo que en los palacios de Oriente. La puerta se asemejaba a un portillo de escape; toda la vida estaba vuelta hacia el interior, afluyendo las riquezas y magnificencias al patio central, adornado con piscinas, estatuas y arriates de flores.
El mármol era raro. Las columnas, construidas con ladrillos, estaban cubiertas de un estuco que ofrecía su superficie a la pintura. Pompeya había sido una ciudad policroma. Todas las columnas, rojas o amarillas, tenían capiteles de diversos colores. Predominaba en los muros el negro charolado con el rojo y el ámbar, ocupando su centro un pequeño cuadro, las más de las veces erótico. En los frisos cabalgaban amores y tritones entre emblemas campestres y marítimos.
Cansado de su excursión por la muerta ciudad, Ferragut se sentó en un banco de piedra entre las ruinas de un templo. Miraba el plano puesto sobre sus rodillas, saboreando los títulos con que habían sido designadas las construcciones más interesantes a causa de un mosaico o de una pintura: villa de Diómedes, casa de Meleagro, de Adonis herido, del Laberinto, del Fauno, del Muro Negro. Los nombres de las calles no eran menos interesantes: vía de las Termas, vía de las Tumbas, vía de la Abundancia, vía de los Teatros.
Un ruido de pasos hizo levantar la cabeza al marino. Dos señoras marchaban precedidas por un guía. Eran de alta estatura y andar firme. Llevaban el rostro cubierto con el velo del sombrero y otro velo más grande cruzaba sus espaldas, sostenido por los brazos a guisa de chal. Ferragut adivinó una diferencia importante en las edades de las dos. La más gruesa se movía con disimulada pesadez. Su paso era vivo, pero apoyaba en el suelo con cierta autoridad sus pies voluminosos, calzados ampliamente y con tacones bajos. La joven, más alta y esbelta, caminaba a pequeños saltos, como un ave que sólo sabe volar, contoneándose sobre sus empinados talones.
Las dos miraron con inquietud a este hombre que surgía inesperadamente entre las ruinas. Mostraban el aire preocupado y temeroso del que va a un lugar prohibido o medita una mala acción. Su primer movimiento fue de retroceso; pero el guía continuó impasible su camino, y acabaron por seguirle.
Ferragut sonrió. Sabía adónde iban. La callejuela de los Lupanares estaba próxima. El guardián abriría una puerta, quedándose luego en acecho, con dramática ansiedad, como si expusiera su empleo por esta complacencia a cambio de una propina. Y las dos señoras iban a ver unas pinturas borrosas que demuestran cómo no hay nada nuevo y original en este mundo: figuras amarillentas y desnudas, iguales a primera vista, sin otra novedad que el exagerado abultamiento del sexo diferencial.
Media hora después, Ulises abandonó su banco con las ojos fatigados por la inmovilidad severa de las ruinas. En la calle de las Termas volvió a visitar la casa del poeta trágico; luego admiró la de Pansa, la más grande y lujosa de la ciudad. Este Pansa había sido, indudablemente, el burgués más ostentoso de Pompeya. Su vivienda ocupaba toda una ínsula. El xystos, jardín adosado a la casa, había sido replantado con una vegetación griega de cipreses y laureles entre cuadros de rosas y violetas.
Al seguir el muro exterior del jardín, Ferragut encontró a las dos señoras. Contemplaban las flores a través de los barrotes de una puerta. La más joven expresaba en inglés su admiración por unas rosas que balanceaban su púrpura en torno del pedestal de un viejo fauno.
Ulises experimentó un irresistible deseo de mostrarse intrépido y galante. Quiso interesar a las dos extranjeras con un homenaje teatral. Sintió esa necesidad de llamar la atención con algo gallardo y atrevido que agita a todo español lejos de su patria.
Con una agilidad de trepador de arboladuras, salvó de un salto la tapia del jardín. Las dos señoras dieron un grito de sorpresa, como si presenciasen algo inaudito. Esta audacia pareció trastornar las ideas de la más vieja, acostumbrada a la vida en pueblos disciplinados que respetan duramente todas las prohibiciones establecidas. Su primer movimiento fue de fuga, para no verse complicadas en el atentado de este desconocido. Pero a los pocos pasos se detuvieron. La más joven sonreía mirando a la tapia, y al reaparecer sobre ella el capitán, casi palmoteó de entusiasmo, como si celebrase una arriesgada suerte de gimnasia.
El marino las creía inglesas, y habló en su idioma al entregarlas las dos rosas que llevaba en la mano. Eran unas flores como todas, nacidas en una tierra igual a las otras tierras; pero el marco de las tapias milenarias, la vecindad de los cubículos y taberne de la casa edificada por Pansa en tiempo de los primeros Césares, les daban el mismo interés que si fuesen rosas de dos mil años, milagrosamente conservadas.
La más grande y lozana se la dio a la joven, y ella la aceptó sonriendo, como algo que le correspondía indiscutiblemente. Su compañera, una vez pasada la primera impresión del regalo, mostró impaciencia por alejarse de este desconocido. «¡Gracias… gracias!». Y empujó a la otra, que aún no había terminado su sonrisa, marchándose las dos precipitadamente. Una esquina adornada con una fuente las ocultó a los pocos pasos.
Cuando Ulises, después de un ligero almuerzo en el restorán Diómedes, llegó corriendo a la estación, el tren iba a partir. Deseaba ver Salerno, célebre en la Edad Media por sus médicos y sus navegantes, y a continuación los templos ruinosos de Pestum. Al subir en el primer vagón que encontró al paso, le pareció ver los velos de las dos señoras desapareciendo detrás de una portezuela que se cerraba.
En la estación de Salerno volvió a columbrarlas ocupando un carruaje de alquiler que se perdía en una calle próxima. Luego, en el resto de la tarde, se tropezó con ellas forzosamente, por la atracción que sufren los viajeros dentro de una ciudad pequeña.
Se encontraron en el puerto, mortalmente amenazado por las barras de movible arena; se vieron en los jardines cercanos al mar, junto al monumento de Pisicane, el romántico duque de San Juan, un precursor de Garibaldi, muerto en plena juventud por la libertad de Italia.
La joven sonreía al encontrarle. Su compañera pasaba adelante, con la mirada vaga, queriendo ignorar su presencia.
En la noche se vieron a más corta distancia. Vivían en el mismo hotel, un alojamiento igual a todos los de los pequeños puertos, con excelente comida y dormitorios inmundos. Sus mesas estaban próximas, y Ferragut, después de un saludo fríamente contestado, pudo contemplar a las dos señoras, que hablaban poco y en voz baja, temiendo ser escuchadas por el vecino.
Al ver a la de más edad con el rostro libre de velos, no sufrió ninguna decepción. Su enemiga tal vez habría perturbado en otro tiempo la tranquilidad de los hombres, pero ahora podía continuar impunemente sus gestos hostiles y alojadores: el capitán no pensaba entristecerse por ello.
Debía estar más allá de los cuarenta años. Sus carnes abundantes guardaban cierta frescura, obra de los cuidados higiénicos y los ejercicios gimnásticos. En cambio, su rostro, de blanca piel, transparentaba una inundación subcutánea amarillenta, que parecía formada con olas de salvado.
Sobre la antigua cabellera, de un tono rojo, se amontonaban los rizos artificiales ocultando calvicies y canas. Sus pupilas, verdes, tenían la opacidad calmosa de los ojos bovinos cuando quedaban libres de unos lentes de miope. Pero apenas estos cristales montados en oro se interponían entre ella y el mundo exterior, las dos gotas glaucas tomaban una agudeza perforadora de personas y objetos. Otras veces esparcían en torno un vacío altivo y glacial, semejante al círculo que traza una espada.
La joven era menos adusta. Parecía sonreír con las comisuras de sus ojos, mientras estaba medio vuelta de espaldas a Ferragut, agradeciendo su admiración muda y escrutadora. Llevaba la cabellera en desorden, como una mujer que no teme las indiscreciones de su peinado y deja que surjan bajo el sombrero las mechas serpenteantes con toda su rebeldía natural.
Era de un rubio ceniciento y suave; un color discreto que desentonaba con el resto de su persona, hecha de rudos contrastes. Los ojos, negros, grandes, abiertos en forma de almendra, parecían de una bailarina oriental, y aún estaban prolongados por hábiles retoques de sombra, que aumentaban la seductora desarmonía con el oro apagado de su cabellera.
La blancura de su cutis se delataba al avanzar un brazo fuera de la manga o al entreabrirse el escote; pero esta blancura estaba borrada en el rostro por una máscara rojiza. Su belleza vigorosa arrostraba sin miedo el sol y el hálito del mar. Un triángulo escarlata cortaba la dulce curva de su pecho, marcando el escote del vestido. Sobre esta carne algo tostada por el sol una fila de perlas extendía sus gotas de luz lunar. Más arriba, en el rostro obscurecido por la intemperie, entreabría la boca sus dos valvas de escarlata con una sonrisa audaz y serena, dejando escapar el reflejo de los dientes, hermosos y agresivos.
Ferragut, al mirarla, repasó su pasado, sin encontrar una sola mujer que pudiera compararse con ella. El lejano perfume de su persona y su elegante gallardía le recordaban a ciertas señoras que viajaban solas cuando él era capitán de trasatlántico. ¡Pero habían sido tan rápidos estos conocimientos y estaban tan lejanos!… Nunca, en su historia de vagabundo mundial, tendría la fortuna de conseguir una mujer como ésta.
Al cruzarse una vez más la mirada de ella con la de Ferragut, éste creyó sentir el golpe en el corazón y el relampagueo en el cerebro que acompañan a un descubrimiento fulminante e inesperado… Conocía a aquella mujer; no recordaba dónde la había visto, pero estaba seguro de conocerla.
El rostro no decía nada a su memoria, pero aquellos ojos se habían encontrado otras veces con los suyos. En vano reflexionó, concentrando su pensamiento. Y lo más bizarro fue que, por una misteriosa percepción, tuvo la certeza de que ella había hecho a la vez la misma descubierta. También le había reconocido, y se esforzaba visiblemente por darle un nombre y un lugar en su memoria. No había mas que ver la frecuencia con que volvía hacia él los ojos; su nueva sonrisa, más confiada y espontánea, como si fuese dedicada a un amigo antiguo.
De no estar presente la compañera, se habrían aproximado sin esfuerzo, instintivamente, como dos curiosidades inquietas que necesitan una explicación. Pero los lentes de oro brillaban autoritarios y hostiles, interponiéndose entre los dos. Varias veces habló la gruesa señora en un idioma que llegaba a Ferragut confusamente, y que no era el inglés. Y apenas terminada la comida desaparecieron, lo mismo que en la calle de Pompeya: la mayor imponiendo su voluntad a la otra.
Volvieron a encontrarse a la mañana siguiente en la estación de Salerno, dentro de un vagón de primera clase. Iban, sin duda, con el mismo destino. Al iniciar Ferragut un saludo, la dama hostil se dignó contestarle, mirando luego a su compañera con expresión interrogante. El marino adivinó que durante la noche habían hablado de su persona, mientras él, bajo el mismo techo, pugnaba inútilmente antes de dormirse por concentrar sus recuerdos.
No supo con certeza cómo se inició la conversación. Se vio de pronto hablando con la más joven en inglés, lo mismo que en la mañana anterior. Ella, con la audacia del que desea terminar pronto una situación equívoca, le preguntó si era marino. Y al recibir una respuesta afirmativa, preguntó de nuevo para saber si era español.
—Sí, español.
La contestación de Ferragut fue seguida de una mirada de triunfo de la joven a su acompañante. Ésta pareció dilatarse a impulsos de la confianza, perdiendo su encogimiento hostil. Y sonrió por primera vez al capitán, con su boca de un rosa azulado, con sus mejillas blancas espolvoreadas de amarillo y sus cristales de fosforescente resplandor.
Mientras tanto, la joven hablaba y hablaba, satisfecha de la potencia extraordinaria de su memoria.
Había viajado por todo el mundo, sin olvidar uno solo dé los lugares vistos; podía repetir los títulos de los ochenta grandes hoteles en que se alojan los que dan la vuelta a la tierra. Al encontrarse con un antiguo compañero de viaje reconocía inmediatamente su rostro, por corta que hubiese sido la visión, y muchas veces recordaba su nombre. Esto último era lo que la hacía reflexionar, frunciendo las cejas y contrayéndose con un esfuerzo mental.
—¿Usted se llama capitán…?, ¿usted se llama…?
Y de pronto sonrió, dando fin a sus dudas.
—Usted se llama —dijo resueltamente— el capitán Ulises Ferragut.
Paladeó con largo y risueño silencio el asombro del marino. Luego, como si se apiadase de su estupefacción, dio nuevas explicaciones. Había hecho un viaje de Buenos Aires a Barcelona en el trasatlántico mandado por él.
—Esto fue hace seis años —añadió—. No; hace siete.
Ferragut, que había sido el primero en presentir un conocimiento anterior, no llegaba a dar un nombre y un estado a esta mujer entre las innumerables pasajeras que llenaban su recuerdo. Sin embargo, creyó necesario mentir por galantería, afirmando que se acordaba de ella.
—No, capitán; usted no puede acordarse de mí. Yo iba con mi marido y usted no me miró nunca. Todas sus atenciones eran en aquel viaje para una viuda brasileña muy hermosa.
Dijo esto en español, un español suave, de tono cantante, aprendido en América, al que comunicaba cierto atractivo infantil su acento extranjero. Luego añadió con coquetería:
—Le conozco, capitán. ¡Siempre el mismo!… Lo de la rosa de Pompeya estuvo muy bien… Fue digno de usted.
Al verse olvidada la grave señora de los lentes, sin poder entender una palabra del nuevo idioma empleado en la conversación, habló en voz alta, mostrando las córneas de sus ojos vueltas hacia arriba por el entusiasmo.
—¡Oh, España! —dijo en inglés—. ¡Tierra de caballeros!… ¡Cervantes!… ¡Lope!… ¡El Cid!…
Se detuvo, buscando algo más. De pronto agarró un brazo del marino y le gritó con energía, como si acabase de hacer un descubrimiento por la portezuela del coche: «¡Calderón de la Barca!». Ferragut saludó. «Sí, señora». La joven, después de esto, creyó necesario presentar a su compañera.
—La doctora Fedelmann… Una sabia en filología y en letras.
Ferragut, luego de estrechar la gruesa mano de la doctora, se lanzó indiscretamente a pedir informes.
—¿La señora es alemana? —dijo a la joven en español. Los lentes de oro parecieron adivinar la pregunta, enviando un brillo inquieto a su acompañante.
—No —dijo ésta—. Mi amiga es rusa; mejor dicho, polaca.
—¿Y usted, también es polaca? —continuó el marino.
—No; yo soy italiana.
A pesar de la seguridad con que dijo esto, Ferragut sintió la tentación de gritar: «¡Mentira!…». Luego se quedó contemplando sus ojos audaces, rasgados y negros, fijos en él. Empezó a dudar… Tal vez decía verdad.
Otra vez se sintió atraído por el palabreo de la doctora. Hablaba en francés, repitiendo sus elogios a la patria de Ferragut. Podía leer el castellano en las obras clásicas, pero no se atrevía a hablarlo. ¡Ah, España! ¡País de nobles tradiciones!… Y como si necesitase dar relieve a estos elogios con un rudo contraste, torció el gesto, hasta tomar una expresión colérica.
El tren corría por la costa, teniendo a un lado el desierto azul del golfo de Salerno y al otro las montañas rojas y verdes, manchadas de blanco por aldeas y caseríos. Todo lo abarcó la doctora con sus vidrios fulgurantes.
—¡País de bandidos! —dijo mostrando el puño—. ¡Tierra de mandolinistas, sin palabra y sin gratitud!…
La joven rió de esta cólera, con el regocijo de un pensamiento ligero en el que no son durables las impresiones y que considera sin importancia todo lo que no atañe directamente a su egoísmo.
Por algunas palabras de las dos señoras sacó Ulises en consecuencia que vivían antes en Roma y hacía poco tiempo que estaban en Nápoles, tal vez contra su voluntad. La joven conocía el país, y su compañera aprovechaba este viaje forzoso para ver lo que tantas veces había admirado en los libros.
Bajaron los tres en la estación de Battipaglia para tomar el tren de Pestum. Era una espera algo larga, y el marino las invitó a entrar en el restorán, barracón de madera impregnado de un doble olor de resina y de vino.
Esta vivienda evocó en la memoria de Ferragut y de la joven el recuerdo de las casas improvisadas en los desiertos de la América del Sur, y otra vez volvieron a hablar de su viaje oceánico. Ella quiso al fin satisfacer la curiosidad del capitán.
—Mi marido era un profesor, un sabio como la doctora… Estuvimos un año en Patagonia haciendo exploraciones científicas.
Había arrostrado el viaje por un océano de llanuras desiertas que se iba dilatando así como avanzaba la expedición; había dormido en ranchos cuyos techos derramaban insectos sanguinarios; había pasado a caballo por remolinos de tierra que la sacaban de la silla; había sufrido el tormento de la sed y del hambre en un extravío de ruta y pasado las noches a la intemperie, sin otra cama que el poncho y los arreos de la cabalgadura. Así llegaron a explorar los lagos de los Andes, entre Argentina y Chile, que guardan en su intacta soledad el misterio de los primeros tiempos de la creación.
Los vagabundos de estas tierras vírgenes, pastores y bandidos, hablaban de gigantescos animales entrevistos al anochecer en las orillas de los lagos, devorando de un golpe praderas enteras; y el doctor, como otros muchos sabios, había creído en la posibilidad de encontrar un superviviente prehistórico, una bestia de los rebaños monstruosos anteriores al hombre retardada en este paraje inexplorado del planeta.
Vieron esqueletos de docenas de metros de longitud en los desmoronamientos de la Cordillera, agitada frecuentemente por cataclismos volcánicos. Los guías les enseñaron en las inmediaciones de los lagos pieles de reses devoradas, enormes montones de materia seca que parecían excrementos de monstruo. Pero por más que batieron las soledades, no pudieron encontrar ningún descendiente vivo de la fauna prehistórica.
El marino la escuchó distraídamente, pensando en algo que atenaceaba su curiosidad.
—¿Y usted cómo se llama? —dijo de pronto.
Las dos mujeres rieron de esta pregunta, que resultaba cómica por lo inesperada.
—Llámeme Freya. Es un nombre de Wágner. Significa la Tierra y al mismo tiempo la Libertad… ¿Le gusta a usted Wágner?
Y antes de que pudiera contestar, añadió en español, con un acento criollo y entornando los ojos:
—Llámeme, si quiere, «la viudona»… El pobre doctor murió apenas volvimos a Europa.
Tuvieron que correr los tres hacia el tren de Pestum, próximo a partir. El paisaje cambió a ambos lados de la vía, que atravesaba ahora terrenos pantanosos. En las blandas praderas chapoteaban y rumiaban rebaños de búfalos, rudos animales que parecían tallados a hachazos.
La doctora habló de Pestum, la antigua Poseidonia, ciudad de Neptuno, fundada por los griegos de Sybaris seis siglos antes de Jesucristo.
Su prosperidad comercial dominaba toda la costa. El golfo de Salerno era llamado golfo de Pestum por los romanos. Y esta ciudad de monumentos iguales a los de Atenas, poseedora de inmensas riquezas, se extinguía repentinamente sin que el mar se la tragase, sin que un volcán la cubriera con el sudario de sus cenizas.
La fiebre, el miasma de los pantanos, había sido la lava mortal de esta Pompeya. El aire venenoso ahuyentaba a los habitantes, y los pocos que insistían en vivir a la sombra de sus antiguos templos tenían que escapar de las invasiones sarracenas, fundando en las montañas vecinas una patria nueva: el humilde pueblo de Capaccio Vecchio. Luego, los reyes normandos, precursores de Federico II —el padre de doña Constanza, la emperatriz amada por Ferragut—, explotaban la ciudad desierta y entera, arrancándole columnas y esculturas.
Todas las construcciones medioevales del reino de Nápoles tenían despojos de Pestum. La doctora recordaba la catedral de Salerno, vista en la tarde anterior, donde estaba enterrado Hildebrando, el más tenaz y ambicioso de los papas. Sus columnas, sus sarcófagos, sus bajos relieves, procedían de la ciudad griega olvidada siglos y siglos, y que únicamente en la época presente volvía a recobrar su fama, gracias a los anticuarios y los artistas.
En la estación de Pestum, la esposa del único empleado miró con curiosidad a este grupo que llegaba cuando la guerra había cortado la corriente de viajeros.
Freya la habló, interesada por su aspecto enfermizo y resignado. Todavía estaban en el buen tiempo. El sol primaveral caldeaba estas tierras bajas lo mismo que un sol de verano, pero aún podía resistirse. Luego, en los meses de estío, huían a sus casas de la montaña los guardianes de las ruinas, los jornaleros de las excavaciones, cediendo el campo a los reptiles e insectos de los campos pantanosos.
El matrimonio albergado en la pequeña estación era la única muestra de la especie humana que se mantenía en esta soledad, temblando de fiebre, haciendo frente al aire corrompido, a la picadura envenenada del mosquito, al fuego solar que sacaba del barro vapores de muerte. Cada dos años, esta humilde estación, por donde pasaban los bienaventurados de la tierra, millonarios de los dos hemisferios, damas bellas y curiosas, gobernantes de naciones, grandes artistas, cambiaba de jefe.
Pasaron los tres viajeros junto a los restos de un acueducto y un pavimento antiguos. Luego atravesaron la Puerta de la Sirena —arco de entrada del olvidado recinto de la ciudad— y siguieron un camino, teniendo a un lado la tierra pantanosa de exuberante vegetación y al otro la larga tapia de una granja, en cuya argamasa asomaban fragmentos de lápidas y columnas. Al doblar la esquina final se mostró de golpe el imponente espectáculo de la ciudad muerta sobreviviéndose en las magníficas proporciones de sus templos.
Eran tres, y alzaban sus columnatas como mástiles de navíos encallados en un mar de verdura. La doctora, guía en mano, los iba designando con su autoridad magistral: el de Neptuno, el de Ceres, y el llamado Basilica sin motivo alguno.
Su grandeza, su solidez, su elegancia, hacían olvidar los edificios de Roma. Sólo Atenas podía comparar los monumentos de su Acrópolis con estos templos del más severo dórico. El de Neptuno elevaba sus altas y gruesas columnas tan juntas como los árboles de un plantel: troncos enormes de piedra que sostenían aún el alto entablamento, la cornisa saliente y los dos frontones triangulares de sus fachadas. La piedra tenía el color rojizo de los países serenos, donde tuesta el sol libremente, sin que la lluvia venga a superponer su pátina sucia.
La doctora evocaba las bellezas desaparecidas: la vieja vestidura de estos esqueletos colosales, la capa fina y compacta de estuco que había cubierto los poros de la piedra, dándola una superficie lisa como el mármol; los vivos colores de sus acanalados y sus frontones, que hacían de la antigua ciudad griega una masa de monumentos policromos. Esta alegre decoración se había volatilizado con los siglos. Sus colores se habían hecho viento o caído como lluvia de polvo en una tierra de ruinas.
Siguiendo a un viejo guardián, subieron las gradas de azulados bloques del templo de Neptuno. Arriba, entre las cuatro filas de columnas, estaba el verdadero santuario, la cella. Sus pasos sobre las losas del pavimento, separadas por hondas grietas cubiertas de hierba, despertaron todo un mundo animal que sesteaba al sol.
Corrieron en todas direcciones los actuales habitantes de la ciudad: lagartos enormes con el dorso verde cubierto de negras verrugas. En su fuga chocaron ciegamente con los pies de los visitantes. La doctora se levantaba las faldas para evitar su contacto, lanzando al mismo tiempo risas nerviosas que disimulaban su terror.
De pronto, Freya gritó, señalando con un dedo la base del antiguo altar. Una culebra de color de ébano, con el lomo moteado de manchas rojas, desenroscaba sus anillos sobre las piedras lenta y solemnemente. El marino levantó su bastón, pero antes de que pudiera lanzarlo se sintió con el brazo inmovilizado por dos manos nerviosas. Freya se apretaba contra él, con el rostro pálido y los ojos dilatados por el miedo y la súplica.
—¡No, capitán!… ¡Déjala!
Ulises se estremeció al sentir el firme contacto global de este pecho femenil, al aspirar el soplo de su respiración, brisa tibia cargada de lejanos perfumes. Por su gusto habría permanecido mucho tiempo en esta actitud; pero Freya se despegó de él para avanzar hacia el reptil runruneando y extendiendo sus manos, lo mismo que si pretendiese acariciar a un animal doméstico. La negra cola de la serpiente acababa de deslizarse y desaparecer entre dos baldosas. La doctora, que había huido gradas abajo ante esta aparición, obligó a descender a Freya con sus repetidos llamamientos.
El gesto agresivo del capitán despertó en su acompañante un nervioso rencor. Creía conocer a este reptil. Era, indudablemente, la divinidad del templo muerto, que había cambiado de forma para vivir sobre sus ruinas. Esta culebra debía tener veinte siglos. Por culpa de Ferragut no había podido tomarla entre sus manos… La habría hablado… Estaba acostumbrada a conversar con otras…
Ulises iba a exponer rudamente sus dudas sobre el equilibrio mental de la enfurruñada viuda, cuando les interrumpió la doctora.
Contemplaba la palúdica llanura de acantos y helechos vibrante bajo la estridencia de las cigarras, y este espectáculo de verde desolación la hizo evocar el recuerdo de las rosas de Pestum cantadas por los poetas de la antigua Roma. Hasta recitó unos versos latinos, traduciéndolos, para hacer saber a sus oyentes que los rosales de esta tierra florecían dos veces al año.
Freya desarrugó su ceño, volviendo a sonreír. Había olvidado el disgusto reciente, para desear uno de los rosales maravillosos. Y Ferragut, ante este capricho de una vehemencia infantil, habló al guía con autoridad. Necesitaba en seguida un rosal de Pestum, costase lo que costase.
El viejo hizo un gesto malicioso. Todos pedían lo mismo, y él, que era del país, jamás había visto una rosa en Pestum… Algunas veces, para satisfacer el deseo de las viajeras, traía rosales de Capaccio Vecchio y otros pueblos de la montaña; rosales iguales a los demás, sin otra diferencia que la del precio… Pero él no quería engañar a nadie. Estaba triste: le preocupaba la posibilidad de la guerra.
—Tengo ocho hijos —dijo a la doctora, por parecerle la más digna de recibir sus confidencias—. Si movilizan el ejército, se me irán seis.
Y añadió con resignación:
—Así debe ser, para que acabemos de una vez con nuestro eterno enemigo el tedesco. Mis hijos pelearán contra él como peleó mi padre.
La doctora se alejó con altivez. Luego dijo a media voz a sus acompañantes que el viejo guardián era un imbécil.
Vagaron dos horas por el antiguo recinto de la ciudad, viendo el trazado de sus calles, las ruinas del anfiteatro, la Puerta Aurea, que daba acceso a una vía flanqueada de tumbas. Por la Porta di Mare subieron a las murallas, baluartes de gruesos bloques calcáreos que aún se mantenían de pie en una extensión de cinco kilómetros. El mar, visible desde las tierras bajas como una estrecha faja azul, se mostró ahora inmenso y luminoso; un mar solitario, sin un penacho de humo, sin una vela, entregado por completo a las gaviotas.
Marchaba delante la doctora, consultando las páginas de su Guía. Aún guardaba el mal humor que le habían producido las palabras del guardián. Ulises, a sus espaldas, se aproximaba a Freya, atraído por el recuerdo del contacto anterior.
Consideraba empresa fácil conquistar a esta mujer caprichosa y de maneras sueltas. «¡Cosa hecha, capitán!». Los rápidos triunfos obtenidos por él en sus viajes no le permitían duda alguna. Le bastaba ver la sonrisa de la viuda, sus ojos apasionados, el gesto de maliciosa coquetería con que contestaba a sus insinuaciones galantes. «¡Arriba, lobo marino!…». Le tomó una mano mientras ella hablaba de la belleza del mar solitario, y la mano se abandonó sin protesta entre sus dedos acariciadores. La doctora estaba lejos, y él, suspirando falsamente, abarcó con su otro brazo el talle de Freya, mientras inclinaba el rostro sobre el escotado pecho como si fuese a besar las perlas.
Se sintió repelido, a pesar de su vigor, por un retorcimiento de protesta. Vio a Freya libre de sus brazos a dos pasos de él, con unos ojos hostiles que no había conocido hasta entonces.
—¡Nada de niñerías, capitán!… Conmigo es inútil… Pierde usted el tiempo.
Y no dijo más. Su tiesura y su mutismo en el resto del paseo dieron a entender al marino la magnitud de su equivocación. En vano quiso mantenerse al lado de la viuda: ella maniobraba de modo que la doctora venía a interponerse entre los dos.
Al volver a la estación se refugiaron, huyendo del calor, en un saloncillo con divanes de terciopelo polvoriento. Para distraerse mientras esperaban el tren, Freya sacó de su bolso una cigarrera de oro, y el leve humo del tabaco egipcio cargado de opio volteó en los chorros de sol de las ventanas algo entornadas.
Ferragut, que había salido para enterarse de la hora exacta de la llegada del tren, se detuvo, al volver, junto a la puerta, sorprendido por la animación con que hablaban las dos señoras en un idioma nuevo. Surgió en su memoria el recuerdo de Hamburgo y de Brema. Sus compañeras hablaban alemán con la dicción fácil de un idioma familiar. Al ver al marino continuaron instantáneamente su conversación en inglés.
Buscando ingerirse en el diálogo, preguntó a Freya cuántos idiomas poseía.
—Muy pocos: ocho nada más. La doctora tal vez conoce veinte. Sabe las lenguas de pueblos que ya no existen hace muchos siglos.
Y la joven dijo esto con gravedad, sin mirarle, como si hubiera perdido para siempre su sonrisa de mujer fácil que había engañado a Ferragut.
En el tren se humanizó, hasta perder su mal gesto de ofendida. Iban a separarse pronto. La doctora parecía cada vez menos abordable, así como rodaba el vagón hacia Salerno. Era la frialdad que se esparce entre los compañeros de un día cuando se acerca la hora de la separación y cada uno se va por su lado para no verse más.
Las palabras pendían tristemente, como pedazos de hielo, sin levantar eco en su caída. A cada vuelta de las ruedas, la imponente señora era más reservada y silenciosa. Todo lo había dicho. Las dos se quedaban en Salerno para hacer una excursión en carruaje a lo largo del golfo. Iban a Amalfi, y se alojarían por la noche en la cumbre alpestre de Ravello, ciudad medioeval, donde había pasado Wágner los últimos meses de su vida, antes de morir en Venecia. Luego, saltando al golfo de Nápoles, descansarían en Sorrento y tal vez fuesen a la isla de Capri.
Ulises quiso decir que también era éste su viaje, pero tuvo miedo a la doctora. Además, la excursión era en un vehículo alquilado por ellas, y no le concederían un asiento.
Freya pareció adivinar su tristeza y quiso consolarle.
—Es un viaje corto. Tres días nada más… Pronto estaremos en Nápoles.
La despedida en Salerno fue breve. La doctora se abstuvo de indicarle su domicilio. Por ella terminaba allí mismo la amistad.
—Es fácil que volvamos a vernos —dijo lacónicamente—. Sólo las montañas no se encuentran.
La joven había sido más explícita, nombrando el hotel de la ribera de Santa Lucía en que estaba alojada.
De pie en el estribo del vagón, las vio alejarse, tal como las había visto aparecer en una calle de Pompeya. La doctora se perdió tras de una mampara de vidrios hablando con el cochero que había venido a recibirlas. Freya, antes de desaparecer, se volvió para enviarle una sonrisa pálida. Luego levantó su enguantada mano con el índice rígido, amenazándole lo mismo que a un niño revoltoso y audaz.
Al verse solo en este compartimiento, que llevaba hacia Nápoles las huellas y el perfume de la ausente, Ulises se sintió desalentado, como si viniera de un entierro, como si acabase de perder un sostén de su vida.
Se presentó a bordo del Mare nostrum lo mismo que una calamidad. Fue caprichoso e intratable, quejándose de Toni y los otros dos oficiales porque no aceleraban las reparaciones del buque. A continuación habló de la conveniencia de no tener prisa, para que el trabajo resultase más completo. Hasta Caragol fue víctima de su mal humor, que se desahogó en forma de crueles sermones contra los aficionados al veneno del alcohol.
—Cuando los hombres necesitan alegrarse tienen algo mejor que el vino, algo que proporciona mayor embriaguez que la bebida… Es la mujer, tío Caragol. No olvide este consejo.
El cocinero, por la fuerza de la costumbre, contestó: «Así es, mi capitán…». Pero se apiadaba en su interior de la ignorancia de los hombres, que les hace concentrar toda su felicidad en los espasmos y muecas del más frívolo de los juegos.
A los dos días la gente de a bordo respiró viendo que el capitán se trasladaba a tierra. El buque estaba en un lugar incómodo, cerca de los descargaderos de carbón, con la popa en alto para que la hélice fuese recompuesta. Los obreros reemplazaban las planchas abolladas y rotas con un martilleo irresistible. Ya que había de esperar cerca de un mes, era preferible alojarse en un hotel. Y envió su equipaje al albergo Paternope, en la antigua ribera de Santa Lucía, el mismo que le había designado Freya.
Dar suelta a un billete de cinco liras, como avanzada de varias preguntas, fue lo primero que hizo Ferragut al instalarse en una pieza alta, viendo el redondel azul del golfo encuadrado por el marco de un balcón. El camarero, cetrino y bigotudo, le escuchó atentamente, con una complacencia de tercero, y al fin pudo formar una personalidad completa con todos sus datos. La dama por quien preguntaba era la signora Talberg. Estaba de viaje, pero iba a volver de un momento a otro.
Ulises pasó un día entero con la tranquilidad del que espera en lugar seguro. Miraba el golfo desde el balcón. A sus pies estaba la isla del Huevo, unida a tierra por un puente.
Los bersaglieri ocupaban su antiguo castillo, obra del virrey don Pedro de Toledo. Eran varios torreones de color rosa obscuro, que se aglomeraban sobre la estrecha ínsula de forma oval. En esta fortaleza se encerraba en otros tiempos la corta guarnición española para apuntar sus bombardas y culebrinas contra el pueblo napolitano cuando no quería pagar más gabelas e impuestos. Sus muros se habían levantado sobre las ruinas de otro castillo en el que Federico II guardaba sus tesoros, y cuya capilla había pintado Giotto. Y el castillo medioeval, del que sólo quedaba el recuerdo, se había alzado a su vez sobre los restos del palacio de Lúculo, que tenía el centro de sus célebres jardines en esta pequeña isla, llamada entonces Megaris.
Las cornetas de los bersaglieri alegraban al capitán como el anuncio de una entrada triunfal. «Va a llegar, va a llegar de un momento a otro…». Miraba la doble montaña de la isla de Capri, negra por la distancia, cerrando el golfo como un promontorio, y la costa de Sorrento, rectilínea lo mismo que un muro. «Allí está ella…». Luego seguía amorosamente el curso de los vaporcitos que surcaban la inmensa copa azul, abriendo un triángulo de espumas. En cualquiera de ellos llegaría Freya.
El primer día fue de oro y esperanza. Brillaba el sol en un cielo sin nubes; hervía el golfo con burbujas de luz, bajo una atmósfera inmóvil, sin que la más leve ráfaga rizase su superficie; el penacho del Vesubio era recto y esbelto, dilatándose sobre el horizonte como un pino de blancos vapores. Al pie del balcón se sucedían de hora en hora los músicos ambulantes, cantando voluptuosas barcarolas y serenatas de amor. ¡Y ella no vino!
El segundo día fue de plata y desesperación. Había bruma en el golfo, el sol no era mas que un redondel rojo que podía mirarse de frente, lo mismo que en los países septentrionales; las montañas tenían un vestido de plomo; las nubes ocultaban el cono del volcán; el mar parecía de estaño, y un viento frío hinchaba, como velas, faldas y gabanes, haciendo correr a las gentes por el paseo de la ribera. Los músicos seguían cantando, pero con suspiros melancólicos, al abrigo de una esquina, para librarse de las ráfagas furiosas del mar. «¡Morir… morir per te!», gemía una voz de barítono entre arpas y violines… ¡Y ella llegó!
Al avisarle el camarero que la signora Talberg estaba en su habitación del piso inferior, Ulises se estremeció de inquietud. ¿Qué diría ella al encontrarle instalado en su hotel?…
La hora del almuerzo estaba próxima, y aguardó con impaciencia las señales diarias para bajar al comedor. Primeramente sonaba una explosión a espaldas del albergo, que hacía temblar paredes y techos, dilatándose en la inmensidad del golfo. Era el cañonazo de mediodía salido del alto castillo de Sant Elmo. Las cornetas de la isla del Huevo respondían a continuación, con su alegre llamada a la olla humeante, y por la escalera del hotel ascendía el chinesco estrépito del gong anunciando que el almuerzo estaba servido.
Ulises bajó a ocupar su mesa, mirando inútilmente a los otros huéspedes que se habían adelantado. Freya se presentaría con el retraso de una viajera que acaba de llegar y está ocupada en el arreglo de su persona.
Almorzó mal, mirando continuamente una gran vidriera con dibujos de barcos, peces y gaviotas, atragantándosele el bocado cada vez que se abrían sus hojas policromas. Y llegó al final del almuerzo, y tomó lentamente su café, sin que ella apareciese.
Al volver a su habitación envió al camarero bigotudo en busca de noticias… La signora no había almorzado en el hotel: la signora había salido mientras él estaba en el comedor. Seguramente que a la noche se dejaría ver.
Durante la comida sufrió iguales inquietudes, creyendo que aparecería Freya cada vez que una mano borrosa y una vaga silueta de mujer empujaban la puerta al otro lado de los opacos vidrios.
Paseó largo rato por el vestíbulo, mascando rabiosamente su cigarro, hasta que se decidió a abordar al portero, cabeza morena y astuta que asomaba al borde de su pupitre, sobre unas solapas azules con llaves de oro bordadas, viéndolo todo, enterándose de todo, mientras parecía dormir.
La aproximación de Ulises le hizo levantarse de un salto, lo mismo que si oyese el revoloteo de un papel-moneda. Sus informes fueron precisos. La signora Talberg comía pocas veces en el hotel. Tenía unos amigos que ocupaban un piso amueblado en el barrio de Chiaia, y con ellos pasaba casi todo el día. Algunas veces ni siquiera venía a dormir… Y volvió a sentarse, guardando apretado en una mano el billete que había presentido con su imaginación.
Después de una mala noche, Ulises se levantó, resuelto a esperar a la viuda en la entrada del hotel. Tomó su desayuno en un velador del vestíbulo, leyó periódicos, tuvo que salir a la puerta huyendo de la matinal limpieza, perseguido por el polvo de las escobas y las alfombras sacudidas, y una vez allí, fingió gran interés por los músicos ambulantes, que le dedicaban romanzas y serenatas, poniendo los ojos en blanco al presentarle sus sombreros.
Alguien vino a hacerle compañía. Era el portero, que se mostró familiar y confianzudo, como si desde la noche anterior se hubiese establecido entre los dos una firme amistad basada en un secreto.
Le habló de las bellezas del país, aconsejándole diversas excursiones… Una sonrisa, una palabra animadora de Ferragut, y le habría propuesto inmediatamente otros recreos cuyo anuncio parecía voltear en torno de sus labios. Pero el marino acogió con enfurruñamiento tanta amabilidad. Este belitre iba a estorbar con su presencia el deseado encuentro; tal vez se mantenía a su lado por el deseo de ver y saber… Y aprovechando una de sus rápidas ausencias, Ulises se alejó por la larga vía Partenope, siguiendo la baranda que da sobre el mar, fingiendo interesarse por todo lo que encontraba, pero sin perder de vista la puerta del hotel.
Se detuvo ante los puestos de los ostricarios, examinando las valvas de concha-perla alineadas en los estantes, sobre los cestos de ostras de Fusaro; las enormes caracolas, cadáveres huecos, en cuya garganta mugía, según los vendedores, como un recuerdo, el lejano zumbido del mar. Miró, uno a uno, todos los botes automóviles, las balandras de regatas, los barcos de pesca y las goletas de cabotaje fondeadas en el pequeño puerto de la isla del Huevo. Quedó inmóvil ante las olas mansas que peinaban sus espumas en los peñascos del malecón bajo las cañas horizontales de varios pescadores burgueses.
De pronto vio a Freya siguiendo la avenida por el lado de las casas. Ella le reconoció a su vez, y este descubrimiento la hizo detenerse junto a una bocacalle, dudando entre seguir adelante o huir hacia el interior de Nápoles. Luego pasó a la acera del mar, avanzando hacia Ferragut con plácida sonrisa, saludándolo de lejos como a un amigo cuya presencia nada tiene de extraordinaria.
Esta seguridad desconcertó al capitán. Se dieron las manos, y ella le preguntó tranquilamente qué hacía allí mirando las olas y si avanzaban las reparaciones de su buque.
—¡Pero confiese usted que mi presencia la ha sorprendido! —dijo Ulises, algo irritado por esta tranquilidad—. Reconozca que no esperaba encontrarme aquí.
Freya repitió su sonrisa con una expresión de dulce lástima.
—Es natural que le encuentre aquí. Está usted en su barrio, a la vista de su hotel… Somos vecinos.
Para recrearse con el asombro del capitán, hizo una larga pausa. Luego añadió:
—Vi su nombre en la lista de huéspedes ayer mismo, al llegar al hotel. Es mi costumbre. Me gusta saber quiénes son mis vecinos.
—¿Y por eso no bajó usted al comedor?…
Ulises formuló esta pregunta esperando que ella respondiera negativamente. No podía hacerlo de otro modo, aunque sólo fuera por buena educación.
—Sí, por eso —contestó Freya sencillamente—. Adiviné que me esperaba para hacerse el encontradizo, y no quise entrar en el comedor… Le advierto que siempre haré lo mismo.
Ulises lanzó un «¡ah!» de asombro… Ninguna mujer le había hablado con tanta franqueza.
—Tampoco me ha sorprendido su presencia aquí —continuó ella—; la esperaba. Conozco las inocentes astucias de los hombres. «Ya que ayer no me encontró en el hotel, me esperará hoy en la calle», me he dicho esta mañana al levantarme… Antes de salir he seguido sus paseos desde la ventana de mi cuarto…
Ferragut la miraba con sorpresa y desaliento. ¡Qué mujer!…
—Podía haberme escapado por cualquiera calle transversal mientras estaba usted de espaldas. Le he visto antes que usted a mí… Pero no me gustan las situaciones falsas que se prolongan. Es mejor decirse toda la verdad cara a cara… Y por eso he venido a su encuentro.
El instinto le hizo volver la cabeza hacia el hotel. El portero estaba en la entrada, contemplando el mar, pero con los ojos vueltos indudablemente hacia ellos.
—Sigamos —dijo Freya—. Acompáñeme un poco; hablaremos, y luego me dejará usted… Tal vez nos separemos más amigos que antes.
Anduvieron en silencio toda la vía Partenope, hasta llegar a los jardines de la ribera de Chiaia, perdiendo de vista el hotel. Ferragut quiso reanudar la conversación, pero no encontró las primeras palabras. Temía parecer ridículo. Le infundía miedo esta mujer.
Se dio cuenta al contemplarla con ojos adorantes de los grandes cambios que se habían efectuado en el adorno de su persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez. Llevaba un traje de seda, azul y blanco, con una rica piel sobre los hombros y un penacho de plumas de garza real en la cumbre del amplio sombrero.
El saco de mano negro que la acompañaba en su viaje había sido sustituido por un bolso de oro de una riqueza aparatosa: oro australiano, de un tono verde, semejante a la pátina de los bronces florentinos. Llevaba en las orejas dos gruesas esmeraldas cuadradas y en los dedos media docena de brillantes, que se pasaban de faceta en faceta la luz del sol. El collar de perlas seguía fijo en su cuello, asomando por el escote angular… Era una magnificencia de artista rica que todo se lo echa encima; de enamorada de las joyas que no puede vivir sin su contacto y las coloca sobre su piel apenas salta de la cama, despreciando la hora y las reglas de la discreción.
Pero Ferragut no podía distinguir lo extemporáneo de este lujo. Todo lo de ella le parecía admirable.
Sin saber cómo, se lanzó a hablar. Él mismo se asombró al oír su voz, diciendo siempre las mismas cosas con distintas palabras. Sus pensamientos eran incoherentes, pero todos se iban aglomerando en torno de una afirmación incesantemente repetida: su amor, su inmenso amor por Freya.
Y Freya seguía marchando en silencio, con una expresión de lástima en los ojos y en las comisuras de su boca. Le placía a su orgullo de mujer contemplar a este hombre fuerte balbuceando con una confusión infantil. Al mismo tiempo se impacientaba ante la monotonía de sus palabras.
—No siga, capitán —interrumpió al fin—. Adivino todo lo que le queda por decir, y he oído muchas veces lo que lleva dicho. «Usted no duerme, usted no come, usted no vive por mi culpa». Su existencia es imposible si no le amo. Un poco más de conversación, y me amenazará con pegarse un tiro si no soy suya… ¡Música conocida! Todos dicen lo mismo. No hay criaturas con menos originalidad que los hombres cuando desean algo…
Estaban en una avenida del paseo. A través de las palmeras y las magnolias se veía por un lado el golfo luminoso y por el otro los ricos edificios de la ribera de Chiaia. Unos chicuelos desarrapados corretearon en torno de la pareja, persiguiéndose. Luego fueron a situarse junto a un templete blanco que se alzaba en el fondo de la avenida.
—Pues bien, lobo de mar amoroso —continuó Freya—, no duerma usted, no coma usted, mátese si es su capricho; pero yo no puedo quererle, yo no le querré nunca. Pierda toda esperanza. La vida no es una diversión, y yo tengo otras preocupaciones más graves que absorben todo mi tiempo.
A través de la risa juguetona con que acompañaba estas palabras, Ferragut adivinó una voluntad firmísima.
—Entonces —dijo con desaliento—, ¿todo será inútil?… ¿Aunque yo haga los mayores sacrificios?… ¿Aunque le dé pruebas de un amor como jamás se haya conocido?…
—Todo inútil —contestó ella rotundamente, sin dejar de sonreír.
Habían llegado al templete, cúpula sostenida por columnas blancas, con una verja en torno. El busto de Virgilio se alzaba en el centro: una cabeza enorme, de hermosura algo femenil.
El poeta había muerto en Nápoles, «la dulce Partenope», a su regreso de Grecia, y su cadáver tal vez estaba hecho polvo en las entrañas de este jardín. La muchedumbre napolitana de la Edad Media le había atribuido toda clase de prodigios, hasta convertir al poeta en mago poderoso. El brujo Virgilio construía en una noche el castillo del Huevo, colocándolo con sus manos sobre un gran huevo que flotaba en el mar. Igualmente había abierto con su soplo el viejo túnel de Possilipo, cerca del cual existen una viña y una tumba, visitadas durante siglos como última morada del poeta.
Los pilluelos, jugueteando en torno de la verja, arrojaban papeles y piedras al interior del templete. Les atraía la cabeza blanca del poderoso encantador, sintiendo a la vez admiración y miedo.
Ella se detuvo cerca del abandonado monumento.
—Hasta aquí nada más —ordenó—. Usted seguirá su camino. Yo voy a la parte alta de Chiaia… Pero antes de separarnos como buenos amigos, me va a dar su palabra de no seguirme, de no importunarme con sus pretensiones amorosas, de no mezclarse más en mi vida.
Ulises no contestó. Bajaba la cabeza con un desaliento real. A su decepción se unía el dolor del orgullo herido. ¡El que se había imaginado cosas tan distintas para cuando se viesen por primera vez a solas!…
Freya se apiadó de su tristeza.
—No sea usted niño… Eso pasará. Piense en sus negocios, piense en su familia, que le espera allá en España. Además, el mundo está lleno de mujeres: yo no soy la única.
Pero Ferragut la interrumpió. Sí; era la única… ¡la única! Y lo dijo con una convicción que provocó en ella otra vez una sonrisa de lástima.
La tenacidad de este hombre empezaba a irritarla.
—Capitán, le conozco bien. Es usted un egoísta, como todos los hombres. Su buque está detenido en el puerto por una avería; debe usted quedarse un mes en tierra; encuentra en un viaje a una mujer que comete la tontería de acordarse de que le conoció en otros tiempos, y se dice: «Magnífica ocasión para entretener agradablemente el fastidio de la espera…». Si yo le creyese, si aceptase sus deseos, dentro de unas semanas, al quedar listo el buque, el héroe de mi amor, el paladín de mis ensueños, se haría al mar diciendo como último saludo: «¡Adiós, imbécil!».
Ulises protestó con energía. No: él deseaba que su buque no estuviese nunca recompuesto; calculaba con angustia los días que faltaban. Si era preciso, lo abandonaría, quedándose para siempre en Nápoles.
—¿Y qué tengo yo que hacer en Nápoles? —interrumpió Freya—. Soy aquí un pájaro de paso, lo mismo que usted. Nos conocimos en los mares del otro hemisferio, y hemos venido a reencontrarnos en Italia. La próxima vez, si volvemos a vernos, será en el Japón, en el Canadá, en el Cabo… Siga su rumbo, enamoradizo tiburón, y déjeme seguir el mío. Figúrese que somos dos barcos que se encuentran en una calma, se hacen señales, cambian saludos, se desean buena suerte, y después cada uno se aleja por su lado, tal vez para no volver a verse nunca.
Ferragut movió la cabeza negativamente. Eso no podía ser; él no se resignaba a perderla de vista para siempre.
—¡Los hombres! —continuó ella, cada vez más irritada—. Todos se imaginan que las cosas deben ser con arreglo a sus caprichos. «Porque te deseo, debes ser mía…». ¿Y si yo no quiero?… ¿Y si yo no sufro la necesidad de ser amada?… ¿No puedo vivir en libertad, sin otro amor que el que yo siento por mí misma?…
Consideraba una desgracia el ser mujer. Los hombres le inspiraban envidia por su independencia. Podían mantenerse aparte, absteniéndose de las pasiones que desgastan la vida, sin que nadie viniera a importunarles en su retiro. Les era lícito ir a todos lados, recorrer el mundo, sin llevar tras de sus pasos una estela de solicitantes.
—Usted me es simpático, capitán. El otro día me alegré de encontrarle: fue una aparición del pasado. Vi en usted la alegría de mi juventud que empieza a irse y la melancolía de ciertos recuerdos… Y sin embargo, acabaré por odiarle: ¿me oye usted, argonauta pesado?… Le aborreceré porque no sirve para amigo; porque sólo sabe usted hablar de la misma cosa; porque es un personaje de novela, un latino, muy interesante tal vez para otras mujeres, pero insufrible para mí.
Su rostro se contrajo con un gesto de desprecio y lástima. «¡Ah, los latinos!…».
—Todos son lo mismo; españoles, italianos, franceses. Todos han nacido para la misma cosa. Apenas encuentran a una mujer deseable, creen faltar a sus deberes si no le piden su amor y lo que viene luego… ¿No pueden un hombre y una mujer ser amigos simplemente? ¿No podría usted ser un buen camarada y tratarme como a un compañero?
Ferragut protestó enérgicamente. No, no podría. Él la amaba, y después de verse repelido con tanta crueldad, su amor iría en aumento. Estaba seguro de ello.
Un temblor nervioso hizo aguda y cortante la voz de Freya. Sus ojos tomaron un brillo malsano. Miró a su acompañante como si fuese un enemigo cuya muerte deseaba.
—Pues bien, sépalo usted. Yo aborrezco a los hombres: los aborrezco porque los conozco. Quisiera la muerte de todos ellos, ¡de todos!… ¡El mal que han hecho en mi vida!… Quisiera ser inmensamente hermosa, la mujer más hermosa de la tierra y poseer el talento de todos los sabios concentrado en mi cerebro, y ser rica, y ser reina, para que todos los hombres del mundo, locos de deseo, vinieran a postrarse ante mí… Y yo levantaría mis pies con tacones de hierro, e iría aplastando cabezas… así… ¡así!…
Golpeaba la arena del jardín con las suelas de sus breves zapatos. Un rictus histérico contraía su boca.
—A usted tal vez lo exceptuase… Usted, con todas sus arrogancias de matamoros, es un ingenuo, un simple. Le creo capaz de soltar a una mujer toda clase de mentiras… creyéndolas usted antes. Pero a los otros… ¡ay, a los otros!… ¡cómo los odio!…
Miró hacia el palacio del acuario, que asomaba su blancura entre la columnata de los árboles.
—Quisiera ser —continuó, pensativa— uno de esos animales de mar que cortan con las tenazas de sus patas… que tienen en los brazos tijeras, sierras, pinzas… que devoran a sus semejantes y absorben todo lo que les rodea.
Miró después una rama de árbol, de la que pendían varios hilos de plata sosteniendo a un insecto de activos tentáculos.
—Quisiera ser araña, una araña enorme, y que todos los hombres fuesen moscas y vinieran a mí, irresistiblemente. ¡Con qué fruición los ahogaría entre mis patas! ¡Cómo pegaría mi boca a sus corazones!… ¡Y los chuparía… los chuparía, hasta que no les quedase una gota de sangre, arrojando luego sus cadáveres huecos!…
Ulises llegó a pensar si estaría enamorado de una loca. Su inquietud, sus ojos sorprendidos e interrogantes, parecieron devolver la serenidad a Freya.
Se pasó una mano por la frente, como si despertase de una pesadilla y quisiera repeler sus recuerdos con este ademán. Su mirada fue serenándose.
—Adiós, Ferragut; no me haga hablar más. Acabaría usted por dudar de mi razón… Ya lo sabe: seremos amigos, amigos nada más. Es inútil pensar en lo otro. No me siga… Nos veremos… Yo le buscaré… ¡Adiós!… ¡adiós!
Y aunque Ferragut sentía la tentación de seguirla, permaneció inmóvil, viéndola alejarse con paso rápido, como si huyese de las palabras que había dejado caer ante el pequeño templo del poeta.