Dedicando el célebre Corneille su hermosa tragedia El Cid a la duquesa de Aiguillon, en 1637, le dice: «Llevad a bien que os presente un héroe cubierto de los laureles que tanta fama le han dado. Su vida fue una serie no interrumpida de victorias; su cuerpo, trasladado por el ejército castellano desde Valencia a Burgos, ganó una batalla después de muerto; y su nombre, pasados seis siglos, todavía viene a recibir los homenajes de Francia».
Así habla el inmortal poeta trágico que difundió por su nación la fama, la gloria y los grandes hechos de armas del paladín más famoso de Europa. Al nombre de Rodrigo de Vivar enmudecen los panegiristas de otros valerosos capitanes, porque todos aparecen en su presencia deslumbrados por su mágico esplendor. Del mismo modo que contemplado un lucero antes que ría el alba, nos mueve a alabarlo con entusiasmo; pero si aguardamos a que el sol muestre su soberana lumbre dorando con ella los cielos, ¡quién no antepone a la belleza del lucero la incomparable hermosura y diáfana claridad del astro del día!
—Inútil fuera buscar en las historias de las naciones más cultas un adalid que reúna el indómito arrojo y las virtudes del tierno esposo de Jimena. En sus manos el pendón de la Cruz vence por todas partes del poder africano; ríndenle parias los monarcas de la Media Luna; lleva atados a su triunfante carroza los reyes que osan medir con él la espada; atónito el soberano de Persia le envía presentes y solicita su amistad; el mundo todo por decirlo así, a excepción de su patria, le proclama Cid, esto es, señor. Arde en sus venas el amor patrio con tal levantado brío, que le obliga a emprender arduas conquistas para libertar a España de los árabes y romper las cadenas con que la tenían oprimida los soberbios vencedores. Su entusiasmo por la tierra que sostuvo su cuna es tan grande, que salta de peligro en peligro, y logra clavar su estandarte en las murallas de Valencia, que era entonces una de las ciudades más ricas y populosas de España.
Parece que este espíritu emprendedor, este guerrero tan entusiasta debía eclipsar sus brillantes cualidades con grandes pasiones, que son comúnmente los lunares que afean las vidas de los héroes. Una imaginación ardiente, un magnánimo corazón abrasado por el ardor de las batallas y de las arduas empresas, producen fácilmente la ambición y el ciego amor de los placeres. Pero el Cid no solamente fue superior a ellas, sino que, por el contrario, resplandecieron en su carácter todas las virtudes domésticas y sociales que muy rara vez campean en los conquistadores. Padre sensible a las caricias de sus hijos, y enamorado esposo de su Jimena, nos presenta un conjunto admirable de elevadas prendas y raro talento, tanto más digno de elogio, cuanto más bárbaro era el siglo en que se distinguió el paladín de Castilla.
Es verdad que los romanceros de tal suerte desfiguraron las hazañas de Rodrigo de Vivar que, a fuerza de exagerarlas, casi obligaron a sus lectores a creerlas fabulosas. De aquí tomaron pretexto algunos enemigos de las glorias de España para poner en duda hasta la existencia de este adalid; y por lo menos rebajaron tanto el número de sus proezas, que el que aparecía antes cual un coloso quedó reducido a comunes y ordinarias proporciones. No tuvieron presentes tales censores las costumbres del siglo en que vivió Rodrigo de Vivar: en él se multiplicaban los prodigios y heroicidades por la sencilla razón de que el talento lo podía todo; y cuando estaba acompañado del valor, le era fácil poner en movimiento infinitos resortes. Si hemos de juzgar a los antiguos españoles por nuestros conciudadanos; si hemos de comparar aquellos guerreros con los que viven hoy día, y solo hemos de reputar posible en los primeros lo que sean capaces de ejecutar los segundos, deberemos principiar la historia de España por el reinado de Felipe III, y sepultar en el olvido los nombres de tantos héroes como resplandecieron en las épocas anteriores. Costumbres más sencillas que las nuestras, menos amor a los placeres y el entusiasmo de la caballería, que, en medio de sus extravagancias, es el verdadero origen del prístino heroísmo de los castellanos, distinguen uno y otro siglo con tan señalados caracteres, como diferentes son las tribus salvajes de África de los civilizados y atildados habitantes de las orillas del Támesis y del Sena.
A pesar de las ventajas que presenta al escritor novelista un paladín de las prendas del Cid, ofrécense dificultades al reducir a un solo cuadro tantas y tan levantadas hazañas. El sitio y conquista de una ciudad encierra los personajes en un espacio limitado sin permitir que obren fuera de él; y la falta de variedad en las escenas y descripciones del país han de suplirse por precisión con la pintura de las costumbres, con la hermosura del lenguaje y con inspirar el mayor interés en la narración. Presente hemos tenido esta observación al escribir la novela de la conquista de Valencia por el Cid; y hemos procurado bosquejar con cuanta exactitud nos ha sido posible no solo algunos de los singulares usos de los valencianos, sino también la fertilidad y bellezas de sus campiñas.
Por último, cualquiera que sea la opinión que la indulgencia del público imparcial forme de este escrito, no deberá echar en olvido el lector que esta novela es original española, y que en toda ella no hay ni un pasaje ni una palabra copiada de los novelistas extranjeros.