La ciudad de Valencia, donde nació Estanislao de Kotska Vayo, hervía durante su juventud en ideas que por doquier vertían los espíritus jóvenes ansiosos de renovaciones e intercambios de pensamiento. La furia guerrera que dejó tras de sí la guerra de la Independencia no se pierde, sino que se dispersa, desgraciadamente, en luchas fratricidas. Si las ideas políticas hacen surgir la lucha material, otra clase de combate se da a la sombra de las ideas artísticas y literarias, debate intelectual en el que se ventila el predominio de las viejas ideas y de las nuevas. La tendencia a la controversia dio sus frutos en Valencia, como lo diera en Barcelona, produciéndose un resurgimiento literario que tuvo ecos en la literatura española. Las causas de este renacimiento quedaron motivadas por los mismos hechos que la Renaixensa catalana, pero separándose, desde los comienzos, en sus tendencias. El autor extranjero que por excelencia se leyó y veneró en Valencia fue Chateaubriand, como lo fuera Walter Scott en Barcelona. A este renacer corresponde el grupo del que formaba parte Vayo, grupo en el que figuraban José María Bonilla —fundador, director y casi exclusivo director de El Mole, periódico en lengua valenciana, satírico y abiertamente liberal—, Luis Lamarca, Gaspar Bono Serrano, Pedro Sabater, etc., hombres que con sus escritos en prosa y verso contribuyeron a este renacimiento literario regional, que coincidió precisamente con el Romanticismo. No nos olvidemos de Cabrerizo, que contribuyó no poco, con sus publicaciones, al cultivo de la novela y a la lectura, así como otros editores: Orga —que publica Atala en 1803—, Ferrer de Orga, Salvador Faulí, etc.
Arolas vivió en Valencia toda su vida, aunque nació en Barcelona y se distinguió en la literatura castellana. Juan Nicasio Gallego residió en la ciudad de Valencia durante los años 1825 y 1829 y contribuyó con su personalidad a renovar las ideas literarias y estimular el cultivo de las letras.
Arolas, con Vicente Boix y Ricart y José María Bonilla, formaron, además, un grupo espiritual que dio ciertas diferencias al primer romanticismo valenciano, marcado con otros rasgos que el otro romanticismo surgido a la sombra de las letras de los escritores franceses. Su tono era moralizador y lacrimoso, con marcada tendencia al patriotismo, y ponderado en su pesimismo, trataba incluso de razonar estos estados de ánimo. Colaboraron estos tres autores principalmente en las revistas El Liceo Valenciano (1838-1839, 1841-1842), El Fénix y El Cisne. Revista de gran interés para el estudio de este movimiento fue el Diario de Valencia (1834), donde se publicaron reseñas de novelas históricas y versos de Bonilla, Rubio y Ors, Arolas, Pastor Díaz, etc., y testimonia dentro de este movimiento valenciano la admiración que por Walter Scott tuvieron los escritores de esta región.
Por los años 1826 y 1827 formose una Academia literaria, llamada Apolo, que a poco de establecida fue escenario de una enconada contienda literaria entre Estanislao de Kotska Vayo (aquí le encontramos por primera vez en un ambiente muy de época) y Lamarca, a propósito de un ensayo poético que el primero sometió al juicio de la Academia. Acto seguido la contienda trascendió a los componentes de la asociación, y con furia se atacaron los que apoyaban las ideas de un autor o de otro.
Fue Vayo un idealista político; él mismo dice ser amigo de las ideas de libertad: «… alistado en las banderas de la Libertad desde la edad de quince años, y habiendo perdido todo por ella en los dos lustros de proscripción que acaban de expirar [o sea desde 1824-34], tuve ocasión para conocer a los hombres políticos y pintarlos tal como son en realidad»[1]. Pero su idealismo no se limita al campo de la política, sino que trasciende al de la literatura. En 1826, apenas cumplida su mayoría de edad, publica una colección de anacreónticas, sonetos, idilios, odas y églogas[2]; y en 1827 El Voyleano o exaltación dé las pasiones, obra de carácter psicológico, autobiografía disimulada, cuyo tema gira alrededor de la guerra de la Independencia, una de las primeras novelas históricas que señalan el comienzo de la actividad original española. En 1830 da a la luz La Grecia o La doncella de Missolonghi; en 1831, La conquista de Valencia por el Cid, la mejor de sus obras; en 1832, Aventuras de un elegante y las costumbres de hogaño (novela de aire costumbrista, que tuvo mediana aceptación; en su prólogo la presenta como anticipo de una colección de novelas de carácter moral ilustrativas de las costumbres españolas del siglo XVI; pero en ella se atiene a las costumbres contemporáneas; tiene el mérito de contarse entre los primeros escritos de esta tendencia y es obra de no escaso mérito); en 1834, Los expatriados, que se refiere a la expulsión de los moros de Valencia en el siglo XIII; en 1835, Juan y Enrique, reyes de Castilla, en la cual el campo de acción de extiende desde el Tajo a las serranías de Cuenca y a la huerta valenciana, lo que da pie a bellas exposiciones de paisajes, que pinta con lírico lenguaje. Más romántica que toda su obra anterior, es por ello más acentuada su sensibilidad y melancolía, sin olvidar tampoco el elemento misterioso. Como historiador de Fernando VII, escribe Vida y reinado de Fernando VII; esta última publicada en Madrid (1842), y todas las anteriores en Valencia.
Algo de su actividad literaria la consagró también al teatro. De sus obras sueltas se conserva también un Diccionario de frases castizas de Cervantes.
Como novelista histórico responde a la corriente catalana, que veía siempre como ejemplo a Walter Scott. No obstante, ya las diferencias temperamentales de raza imprimen otro sello en los escritos. Si Vayo no estuvo dotado de ingenio novelístico extraordinario, contribuyó con su aportación al impulso del movimiento valenciano, que lo era español, y con su cuidado lenguaje y esmerada dicción dio frutos legibles.
La mejor de las novelas de Vayo según se consideró en sus tiempos y se puede apreciar ahora, es La conquista de Valencia, novela histórica original; a decir de su autor. Situándonos en su tiempo, leamos el juicio que mereció a Estébanez Calderón y que salió publicado en Cartas Españolas: Si para ser buena novela bastase el estar escrita en muy buen castellano, La conquista de Valencia merecería el mayor encomio. Dicción escogidísima, estilo rico, oriental, sonoro y siempre magnífico; conocimiento de los más íntimos secretos del habla, sabor a bueno, si no hubiese por aquí o por allá algún amago a la afectación; todo, todo se encuentra en estos dos volúmenes. Pero tales dotes tan principales, tan de esencia como son, no alcanzan por sí solas para remontar una novela. Se necesita, además de la nueva invención, el que los personajes se muevan y que se muevan con vida, con espontaneidad y por sí propios, y no por máquina o botarga; en fin, es preciso fraguarlos de sangre y hueso para que la ilusión produzca su efecto. Éste es, el mérito de Scott y la cualidad que con otras muchas inmortalizó al celeste Cervantes. Ni por esto debe desanimarse el señor Kotska, pues tal como se lee en su Cid pocas cosas se le pueden igualar en este tiempo, y no dejaremos de insistir en que siga escribiendo así, como encargamos a los aficionados que lean y, sobre todo, que compren esta novela…
Cuando Vayo publica esa obra en 1831, nuestra novela histórica se hallaba en pleno desarrollo. Si es diferenciable un estilo regional, el suyo puede encasillarse en el levantino, o sea valenciano-catalán, coincidente con el florecimiento literario de esta región. Esta obra debería ser, en los proyectos de su autor, la primera de una colección de su género que pusiera de relieve los grandes hechos y costumbres españolas de diversas épocas.
A través de la trama de impetuosidad y rudeza bélica de La conquista de Valencia, se percibe cierta sensibilidad y suave melancolía a lo Chateaubriand. El héroe de la novela, el Cid, aparece enormemente idealizado, es el héroe nacional por excelencia, sin que ningún otro se le pueda parangonar: tal es su figura de gigantesca en valentía, honor e hidalguía. No obstante, Vayo se atiene bastante, en cuanto a hazañas se refiere, a la realidad, ya de por sí alejada de las gestas auténticas del héroe por la leyenda que se fue vertiendo a los romanceros. La magnitud de las empresas guerreras del Cid hacía imposible aunar aquéllas en una sola obra, y Vayo tuvo el acierto de elegir la más importante hazaña: la conquista del reino de Valencia, con lo cual tuvo campo para recrearse en la pintura local, que adorna con escenas llenas de color. Hace sencillas pero buenas descripciones de la Naturaleza. Se aprecia cierta desproporción en la narración de los lances guerreros, que recuerdan aquellas exageraciones de las historias caballerescas medievales. Apunta el calor humano en las todavía retóricas conversaciones virtuosas y hallamos un escudero a lo Sancho Panza, la eterna encarnación de lo picaresco, lo real, lo bajo, lo a flor de tierra, el contrapunto de lo heroico y lo sublime. Gusta mucho Vayo, y se complace en ello, de los ambientes moriscos, que aprovecha siempre que puede. El recuerdo de lo medieval, reflejo de aquellas edades heroicas, que Walter Scott trasplantara a las mentes con su concepto íntegro y conservador, positivamente tradicional, se aprecia en Vayo en su reiterada rememoranza de canciones y romances intercalados a lo largo de la novela. Respondiendo a la característica literaria regional, acumula, a veces, incidentes escalofriantes, buscando con ello causar emoción.
Como en todas sus obras, es de apreciar sobre sus condiciones de originalidad el bonito lenguaje y cuidada expresión que en él eran característicos. El diálogo, aunque no de mucha movilidad, trata de evadirse de los largos párrafos retóricos. El propio autor nos hace constancia de su propia conciencia de originalidad diciendo que «no hay, ni un pasaje ni una palabra copiada de los modelos extranjeros»…