La esperanza de ver humillado y vencido a sus plantas al soberbio héroe de Castilla halagó tan dulcemente a Abenxafa durante los momentos de la revuelta que, cuando se le escapó la presa de las manos, probó una especie de desesperación difícil de contener. Bien hubiera deseado haber esgrimido su espada al frente de los sediciosos agarenos; pero, en primer lugar, no osaba ofender a las claras a Elvira y provocar su resentimiento; y por otra parte estaba tan lejos de adivinar el desenlace de aquel drama, que opinó inútil su presencia. El éxito, sin embargo, demostró la fragilidad de sus proyectos; porque la suerte que se ríe muchas veces de los humanos antojos se complace en rodar en siniestro de los demasiadamente confiados, para hacerles ver que es arbitra y soberana en distribuir las gracias, y que todos deben acercarse a su trono con respetuoso recelo. El plan del desalmado árabe era en extremo alevoso e inhumano: poner una cadena a los pies del primer héroe del cristianismo en aquella edad, reducir su esposa a la esclavitud y dar la mano a su hija de grado o al redopelo, fueron los primeros pensamientos que asaltaron su mente. A las amorosas delicias debían seguir los encantos de la ambición que no les van en zaga: vencedor del ejército del noble Cid, el que sería fácil destrozar perdido el caudillo, correría a conquistar los castillos, plazas de armas y pueblos que poseía Rodrigo; y aún obligaría a dos reyes que pagaban parias a éste a que siguiesen satisfaciéndole los tributos por una natural consecuencia del vencimiento. Sueños tan deliciosos se desvanecieron en un punto, y el que solo pensaba en triunfos y regocijos tuvo bien pronto necesidad de formar sin dilación un plan de defensa bien combinado para hacer frente a la pujanza e indomable ardor de los castellanos que estrechaban más y más el sitio. Por bastantes siglos han sido objeto de la admiración la hidalguía y heroísmo de los sitiadores, y el sufrimiento, valor y despecho de los sitiados.
Verdaderamente que mirado a buena luz parece imposible que en una edad en que las pasiones eran feroces y frecuentes los populares tumultos, rayase la constancia de los musulmanes en el extremo de la desesperación. Pero esta sorpresa desaparece del todo, cuando consideramos que defendían la tierra natal de sus hijos, el país más fértil de Europa que ellos habían enriquecido con sus conocimientos agrícolas y que no desmerecía bajo ningún título el dictado de Campos Elíseos con que era conocido en África. En efecto: Valencia en el siglo XIII era el emporio de la agricultura, llevando gran ventaja a las naciones más civilizadas: y esta verdad queda demostrada hasta la evidencia, cuando vemos a Francia confesar en nuestros días que el sistema de riego y los reglamentos de su admirable tribunal establecidos ya en aquella época faltaban para completar su legislación. Los hombres, pues, que al incentivo de un culto opuesto unían la defensa de dones de tanta cuantía, sacaban a plaza su arrojo y brillaban con heroicos rasgos que la ilustración no permite denigrar.
Pero la libertad de Rodrigo no había causado tanto dolor a Abenxafa, cuanto era el placer que de ella resultaba a las ilustres castellanas. Permanecieron éstas en el circo hasta que vieron salir libre al inmortal Campeador cubierto de laureles y de gloria que sus hazañas y virtudes le concedían. Entonces embriagadas con el inesperado placer de haber gozado su presencia, y llenas de la ufanidad que les daba tan bello triunfo, regresaron a palacio a desahogar la una en brazos de la otra la inexplicable ternura que no habían osado mostrar en el pabellón. Apretó Jimena a su hija contra su seno, y prodigándola repetidas caricias que quizás estaban destinadas en su corazón a otro objeto, le dijo:
—¡Le hemos visto, Elvira! ¡Le hemos hablado, y su delicioso acento ha henchido la medida de mi gozo! ¡Ah! ¿Dónde se hallará un esposo más tierno que mi Rodrigo; que atropella y vence mil muertes por decir una palabra a su Jimena? ¿Podría exigirse más de un amante en cuyas venas ardiese la llama de la juventud? ¡Oh esposo de m alma! —añadió, alzando los brazos y cruzando las manos—; cien corazones tan amantes como el mío eran poco para pagar dignamente tu cariño; el aire que respiro, la luz de mis ojos, los latidos de mi pecho, todo te lo debo; un recuerdo tuyo me hace la más feliz de las mujeres, y una sola mirada me enloquece y enajena.
Calló, y tornó a abrazar una y otra vez a la doncella; pero aquellas imágenes de conyugal ventura habían despertado en Elvira dolorosas sensaciones. Acababa de presenciar con indecible embeleso las dichas de sus padres, que eran para ella una prueba de que si algún verdadero contentamiento existe en el mundo, debe buscarse sin duda en dos personas que se aman y que están unidas por el sagrado lazo del matrimonio. Esta idea era como un rayo que destruía su existencia moral, porque la creída muerte del caballero del Armiño la privaba para siempre de la halagüeña esperanza de gozar semejante felicidad. Conmovida, pues, y arrebatada por la certidumbre de la desgracia que es terrible para los humanos, pasó su brazo por la cintura de Jimena, y exclamó:
—¡Oh, por cuán felices podemos tenernos, madre mía; pues nos ha cabido por suerte un varón tan grande y tan virtuoso! Entre las muchas espinas que rodean y martirizan la vida, pueden cogerse algunas flores que ofrecen las virtudes y el amor; vos, adorada madre, habéis probado la dulzura de estas flores, pero vuestra hija solo descubre para ella las agudas puntas que sobresalen en el tallo de la rosa.
—Hija mía —respondió la matrona con prontitud—, ¿qué dices?, ¿será posible que en el lozano verdor de tu existencia pruebes ya la hiel del infortunio? ¿Y me encubres tus pensamientos, ingrata, cuando las niñas de mis ojos no me son tan queridas como tú? ¡Ah! Elvira: considera que no te habla una madre, sino una amiga, una compañera de infortunio de quien eres el único consuelo. ¿Has olvidado acaso que te llevé nueve meses en mi seno, que te di a la luz con riesgo de mi vida y que te alimenté con la sangre de mis venas? Aún están bien presentes en mis imaginaciones tus infantiles juegos y aquellos graciosos rasgos que presagiaban desde la cuna tu belleza. Elvira mía, ¿tan pronto quieres anublar los placeres que inundaban el alma de esta ausente esposa? No, ábreme tu pecho, deposita en mí tu secreto, parte con la amistad las penas que te agobian, y está segura de hallar en mí el alivio que deseas. ¡Se tornan tan ligeras las penas comunicadas! Conozco las debilidades de nuestro sexo, y no temas que mis labios se abran a la queja; porque no las rápidas reprensiones, sino los suaves consejos endulzan la desgracia.
Hablando así imprimía cariñosos ósculos en las frescas mejillas de la joven, besábale las manos, ceñía con los brazos su cuello, clavaba en los suyos los ardientes y amorosos ojos, y procuraba con sus ademanes significar que a la par de buena esposa era también amantísima madre. Correspondía Elvira a estas pruebas de maternal amor con igual entusiasmo, porque cada palabra aumentaba su conmoción; y hubiera más de una vez interrumpido a Jimena, si no lo impidiera la ternura que la agitaba.
—No sigáis, señora, no sigáis; que no es de diamante mi corazón para no abrirse a la voz del afecto —respondió Elvira—. ¿Será un delito la sensibilidad para que tema confesarla a mi madre, a quien no hubiera dudado nunca referir los más graves deslices? Escuchadme con indulgencia, y considerad que no hay doncella alguna que sea superior al mérito, a los ruegos y a la constancia, cuando la pasión amorosa es más sutil que el aire que por cualquier resquicio penetra y hiere nuestra imaginación. No habréis sin duda puesto en olvido el último torneo que se celebró en nuestra villa de Vivar, al que convidadas por nuestro padre asistieron las mejores lanzas de la cristiandad, corriendo de los más distantes puntos de la península. Recordaros la pompa, gala y regio tren con que se presentó un caballero, cuyo yelmo ornaban blancas marlotas y en cuyo escudo se veía grabada una nívea azucena sobre campo de oro, pintaros el marcial arrojo con que entró en la liza, y los premios que en aquella jornada ganó, fuera repetiros lo que sabéis; porque no es fácil olvidar al que derribó por tierra a los más diestros paladines, y al que sin duda hubieran proclamado los reyes de armas vencedor del torneo, a no hallarse allí mi padre nunca vencido en lid alguna. El riguroso incógnito que conservó este caballero privó al concurso de saber su nombre; y todos se perdieron en vanas conjeturas, procurando adivinar quién era aquel valiente y modesto aventurero de la azucena. Por mí sé deciros que sentí una suave impresión que sus gracias e hidalgo arrojo hicieron en mi pecho; pero estaba lejos de pensar que ni de industria ni por acaso hubiera fijado en mí sus ojos el héroe; tanto fue su recato y comedimiento.
Lució aquella noche, y como en regocijos de esta clase probamos siempre las jóvenes sensaciones demasiado vivas que nos dejan afectadas, quise buscar en los armoniosos sonidos de mi arpa la calma que había huido de mí. Habíame colocado en mi estancia de espaldas al jardín iluminado por la luna que se levantaba de frente, y vi cruzar una sombra por delante de mí producida a mi entender por algún objeto que paseaba el vergel. Aumentose mi desasosiego; pero como la música es hecha de una alquimia de tal virtud que lo mismo tranquiliza las ligeras impresiones que las grandes, a cortos instantes puse en olvido la sombra y seguí preludiando en el arpa caprichosas sonatas. Interrumpió a deshora mis sonidos una voz dulce y varonil que cantó graciosamente este
ROMANCE.
¿Qué vate enristrar la lanza
ni vestir bruñido acero,
si las flechas del amor
traspasan cascos y petos?
Piensa el paladín lograr
alta prez en el torneo
y antes de herirle el contrario,
le hieren dos ojos negros.
Buscando su luz hermosa
olvida más alto premio;
la beldad el pecho alienta
será mucho su denuedo.
Mira por entre las barras
de la visera a su dueño,
cada vez que tiende el brazo
la nuda espada esgrimiendo.
Y cobrando nuevo brío
con la vista del lucero,
cuyos rayos le enardecen,
pelea con doble fuego.
Revuelve airoso las riendas
a su contrario siguiendo,
le acosa, acuchilla y vence,
y aplaude su triunfo el pueblo.
¿Juzgáis que debe la prez
que ha logrado el caballero,
al temple de su armadura,
o a sus marciales alientos?
Los ojos de esa hermosura,
que lleva a la espalda sueltos,
con el zéfiro jugando
los atildados cabellos,
le dieron tan alta gloria
en un simultáneo encuentro;
que sin dama que le inflame,
no hay denodado guerrero.
Cuando puso fin a su canto, habíame asomado a la ventana, y miraba al paladín de la azucena, que recostado sobre el tronco de un árbol me saludaba con respetuosos ademanes, como significándome que era yo el blanco de sus cantares. Quise retirarme, pero su acento era tan melodioso y tenía tan presente la pujanza con que levantó de las sillas e hizo perder los estribos a los mejores jinetes, que no acerté a mover la pesada planta. Ya entonces se había acercado el joven con la visera alzada, y dejaba ver unos luengos rizos de azabache, contrastando maravillosamente con el nevado color de su tez; pedíame perdón de su atrevimiento con tan blandas y expresivas palabras, que no hallé modo de airarme por más que lo procuré, y así fingiendo enojo como mejor supe, le respondí suavemente, y le mandé no comparecer ante mi presencia segunda vez. Juró obedecerme y me rogó por favor si quería concederle el que desde aquel día fuese mi secreto caballero para tener una deidad, según él decía, que le acorriese y alentase en los combates. Principió desde entonces a mostrarse tan afectuoso, tan cortés, tan denodado y tan obediente que aunque en todas partes le veía lucir sus habilidades y donosura, nunca osaba alzar los ojos para mirarme por no ofenderme. Era yo para él como una estrella que le guiaba a los sitios más arriesgados, y adondequiera que había laureles que coger, contentándose con ofrecérmelos sin aspirar a más premio que el que admitiese yo propicia estas ofrendas. Así pasaron los hermosos días de mi primera juventud en Burgos, hasta que partimos al monasterio de San Pedro a causa del destierro de mi adorado padre. Nunca más oí hablar de semejante guerrero, ni aun sabía su verdadero nombre, pues no se lo había preguntado la única vez que le hablé. En esto emprendimos nuestro viaje al castillo de Cebolla, y caímos en poder del malvado Abenxafa; creció con este golpe mi desconfianza de tornar a ver al denodado caballero que tenía por timbre una humilde azucena. Llamome cierto día la esclava Aldara, y me dijo:
«Un guerrero disfrazado del campo cristiano ha llegado a advertiros que el caballero de la azucena que ha trocado este título por el del Armiño os espera a la orilla del Turia, habiendo atropellado cuantos peligros ha encontrado en su viaje». No pude poner freno a mi gratitud, y vistiéndome en traje moro, salí, le oí y le hablé. Nuestro encuentro fue feliz, porque ni uno ni otro sufrimos contratiempo alguno; hasta que el malvado Dolfos arrastrándole engañado a esta ciudad cortó de raíz las halagüeñas esperanzas que había yo concebido de ser dichosa en brazos de un caballero, cuyo valor y generosas pendas le hacían de todo punto digno de aspirar a mi mano.
Muda y embelesada escuchaba Jimena a su hija, porque había recelado al principio algún desmán, y solo hallaba la presente causa para alabar la cordura y altos pensamientos de su hija. Reputara sin duda la matrona por delito el que hubiesen rendido a Elvira los encantos de un atildado y barbilindo joven; pero que la enamoraran los botes de lanza, la hidalguía y bravura de un paladín de renombre, era para ella la cosa más natural del mundo; tales eran las ideas que en aquel siglo se tenían del mérito. Así es, que prodigando nuevas caricias a la doncella, la contestó entre amorosa y placentera:
—No dudaba yo, dulce hechizo de mis ojos, que nuestras ideas eran harto semejantes para que no te arrastraran como a mí el heroísmo y la nobleza; conozco que no en vano circula por tus venas la generosa sangré de Rodrigo de Vivar, de quien eres el más fiel trasunto. Pero ¿qué quieres, amada Elvira, que te diga? ¡Ah!, nunca cesaré de subir al cielo de la alabanza la serenidad exterior con que viste a tus pies la cabeza de tu amante sin arquear las cejas por no descubrir ante un musulmán tu afecto y mostrarte superior a las humanas pasiones. Permita el cielo que quieran bien pronto los ósculos de tu padre pagarte ese rasgo de superioridad moral digno de su ilustre hija. No, no desconfíes de ser feliz; las virtudes y los esfuerzos heroicos de nuestro corazón rara vez dejan de tener premio.
—Es verdad, madre mía —la interrumpió Elvira—; pero cuando las tinieblas de la noche separan de nosotros los objetos que nos son queridos, cuando la eternidad opone su muro de bronce entre dos almas, ¿qué se puede esperar ya en este valle de desdichas? El acero que cercenó su cabeza, destruyó mi ventura, como pulveriza un rayo las ramas del árbol. No os juzgo capaz de que creáis que en mi pecho puedan encenderse dos llamas; apagada la primera que ha ardido en él, queda el humo del infortunio para ahogar cuantas delicias pudieran rodearme. Pero no, todavía existen mis amados padres —añadió abrazando a la matrona— y en su seno encontraré la tranquilidad y otro amor más puro y sosegado. De hoy más solo me restan los suaves goces de este cariño: él pondrá en olvido pasiones menos legítimas; él derramará bálsamo sobre las heridas que la desgracia ha abierto. ¿No es cierto, madre mía? ¿No es cierto que mi narración no ha disminuido la ternura con que me amáis?
—¡Disminuirla! —exclamó Jimena—. ¿A quién más que a una madre pueden interesar tus infortunios? Pero estás muy conmovida, y esta conversación te afecta demasiado; sal, hija mía, a espaciarte por la vega, y quizás las gracias de Gil Díaz te restituirán la alegría. Ten siempre presente que el cielo pocas veces olvida a la virtud.
—Eso será mi único consuelo —gritó Elvira, besando la mano de la matrona. Tras esto se encaminó a la orilla del Turia melancólica y afligida en compañía del escudero que no osaba hablar por no dar enfado a su señora. Sentíase la doncella sin fuerza para andar, y se sentó a la misma puerta del jardín que besaban las aguas del humilde río. La soledad que reinaba en aquel sitio, su conmoción interior, la vista de la corriente que mansamente pasaba como pasan los días del hombre, todo aumentó su tristeza. La imagen del enamorado caballero no se apartaba un punto de su imaginación, y queriendo de una vez apurar el cáliz del dolor para alejarle después de sus labios, dijo a Gil:
—Días hace que deseo, amigo Díaz, que me cuentes como mejor puedas las circunstancias de tu prisión la noche que seducido y engañado cayó en manos de Abenxafa el valiente caballero del Armiño.
—Eso haría yo de muy buena gana —contestó el criado— si supiera otra cosa sino que un descomunal y mal aconsejado caballero asió de mí a todo su talante, y me sepultó en el batel sin decir esta boca es mía: y que llegados después a una alameda de árboles donde le esperaba no sé qué princesa, comenzaron a salir por aquí, por allá, no sino por acullá tantos moros, que no fuera posible contarlos. Solazáronse algunos conmigo azotándome bonitamente, mientras otros se ocupaban en desarmar y poner cadenas al atrevido caballero, que a mi cuenta debe a estas horas habitar el otro mundo. Por mi parte sé deciros que me di a entender que aquello era justo castigo que le enviaba el cielo por haberme zambullido sin piedad en el barquichuelo contra toda razón y buena ley. Pero por algunas burlas del bellaco de Vellido, saqué en limpio del borrador de sus mentiras que el tal caballero no me tenía ojeriza, sino que todo fue obra de no sé qué embuste de Dolfos que es muy hazañero y capaz de levantar una figura al mismo sol.
—Así será —repuso Elvira—, porque el paladín del Armiño no te conocía, y dio crédito a las razones de un traidor regicida que tiene bien merecido el castigo que tarde o temprano ha de caer sobre su cabeza.
—No diga su merced eso —la atajó Gil—, porque toda mi desgracia nació de haber pronosticado a Vellido que moriría en sitio elevado; por cuyo pronóstico se puso tan colérico conmigo, que estuvo en un tris el que no me hiciese tasajos. La verdad sea dicha, que es un malvado sin alma, y que en su casa hay un tuho o tufo a infierno, que juntamente con el resonar de las cadenas, el crujir de los hierros y el continuo humo que se ve no dejan duda de que está tan condenado como Mahoma. Más de una vez he visto yo durante mi cautiverio que por las bardas de un jardinito que tiene asomaban algunas ánimas con tocas blancas, entre las que reconocí fácilmente la del rey don Sancho y la del caballero del Armiño. Ambas me miraron y se sonrieron, como para significarme que eran cristianas, y que no venían a hacer me daño alguno, sino por el contrarío, a consolarme y traerme la paz: y aún otro día las vi vestidas con los trajes mismos que usaban aquí bajo, por cuyo motivo creí que iban a acometer a Vellido, pero estuviéronse reposadas y tranquilas esperando quizá que muera para haberlas con él.
—Todas esas visiones —replicó la hija del Cid— son efectos de tu imaginación, que debía estar soñando de miedo como acostumbra; que las almas de los muertos, si han sido buenas, se están gozando de la presencia de Dios, o si fueron malas, harto tienen que sufrir en el abismo; y ni unas ni otras vienen por acá a poner pavor a nadie.
—Ahora digo y afirmo —gritó el escudero— que es su merced hija de su padre, que así quiere creer en fantasmas y apariciones como en volar, ¡válgate el diablo y qué de incrédulos aparecen por esas tierras! De perlas tomaría el que asomara por ahí el caballero a quien engañó Dolfos tan solo porque cayera su merced del error en que está.
—Aun regalaría yo al señor Gil una buena joya por la aparición —dijo Elvira.
Era entonces la hora del crepúsculo de la tarde y principiaba a señorearse el silencio por la apacible vega. Ni los árboles se mecían, ni el río murmuraba deslizándose con mucho remanso, ni piaban los pintados pajarillos que se habían retirado a sus humildes nidos. Al pronunciar Elvira las últimas palabras, sonó a deshora un ruido en el fondo del Turia, y abriéndose paso por la superficie del agua, salió un guerrero cubierto de todas armas, y corrió a donde el criado y la doncella estaban. Volvieron ambos la cabeza, y al reconocerle exclamó Gil:
—¡Vive Dios, que ahí tenéis el alma del caballero del Armiño como la vi la última vez!
—¡Él es! —gritó la hija del Cid.
Y cayó rendida a un mortal desmayo que de todo punto la privó del conocimiento; pero ya Gil más ligero que el zéfiro había desaparecido huyendo del armado paladín que sintió a par de muerte el susto que había causado a su amada. La levantó suavemente del suelo, y la sentó en un escaño, lleno de temor por los gritos que daba el criado en palacio, pidiendo que acorriesen a su señora y la librasen de las ánimas en pena.
Había sabido el caballero del Armiño que Elvira se hallaba entonces allí, y deseoso de verla; y aclarar la verdad de los hechos, resolvió dirigirse por dentro del río a guisa de diestro nadador contra los consejos del anciano Hamete que le representaba con viveza los peligros que podía correr. Quiso la suerte que el prudente y cauto Hakim, adivinando lo que sucedería, le siguiese de lejos por la orilla; y así, luego que llegó, se sentó al lado de la doncella castellana, sosteniéndola con sus manos, y dijo al caballero:
—Si apreciáis en algo tu vida y la mía, retírate antes que tu imprudencia nos acabe de perder.
—¡Y no podré hablarle! —exclamó el del Armiño.
—¿Ves los efectos de tu ligereza —gritó el anciano con gravedad— y todavía insistes? ¿Conoces tú mismo el riesgo en que has puesto la vida de la joven? Sálvate, amigo mío, que yo cuidaré de conducir a su habitación a esta doncella; te lo pido en nombre de la madre que tanto amas.
El guerrero alzó los ojos al cielo en ademán desesperado, y partió aceleradamente como un furioso; mientras Hamete, tomando el tono de serenidad que le era natural, condujo a su aposento a Elvira y la entregó a su desconsolada madre.