Atónito, alborozado y con los ojos brillantes de dicha, subió a sus reales aposentos Abenxafa fatigando su imaginación con halagüeñas esperanzas y dulcísimas memorias. Y como a un bien cierto o imaginado sigue por lo común otro de más precio, halló en su estancia un mensajero del rey Juzeph-Tephin que le ofrecía pasar de África con numeroso ejército a Valencia para arrojar de sus contornos al Campeador, y destruir y aniquilar sus haces. Vino como anillo al dedo tan alegre nueva al musulmán para que se diese a entender que todo rodaba en derecho de su fortuna, y que dentro de algunos días sería el más dichoso, el más nombrado, el más aplaudido y el más poderoso monarca de la tierra. Henchido, pues, el colmo de sus deseos, y reventándole el gozo por los cabellos, como suele decirse, acordó celebrar con públicas demostraciones de alegría el regocijo que le causaran tan prósperos sucesos. Y así dio orden para que en el siguiente día se dispusiesen pandorgas y fuegos en la ciudad, y se preparase una corrida de toros que en magnificencia, galas y lucidísimo concurso venciese a cuantas se habían tenido en las presentes y pasados tiempos. Porque dejándose dominar por su carácter de los primeros ímpetus de la cólera o de los hechizos de la fortuna cuando le adulaba, era siempre juguete de las pasiones cuya exaltación enardecía de todo punto su mente. Ya blando y apacible era todo amor y almíbar entre las damas, y ya iracundo y frenético mostraba la rabia del tigre a los que osaban contradecir sus caprichos semejante en su inconstancia al tortuoso curso de un río que ya se arrastra por entre prados de flores, retratando en su fondo las copas de los árboles, y ya corre impetuoso por barrancos y despeñaderos plateando sus aguas con la rabiosa espuma que arroja al derrumbarse.
En tanto, las apuestas castellanas recibían repetidas pruebas de su respetuoso homenaje, concediéndoles un absoluto dominio sobre los criados del palacio, después de haber recobrado al virtuoso fray Lázaro y al donoso y alegre Gil Díaz, Entretenía Elvira con gentil gracia y halagüeñas palabras al árabe que a guisa de perfecto enamorado, no solo se armaba de paciencia, sino que subía de quilates sus adoraciones accesible al espíritu caballeresco de los españoles que ella se daba traza de inspirarle. Bendecía Jimena el ingenio de su hija, que sin faltar un punto a su decoro ni a lo que a su alta clase debía, supo trocar tan abiertamente la suerte de ambas, pasando de un extremo a otro. Solo fray Lázaro, a pesar de deber su libertad a la travesura de la doncella, no aprobaba el plan establecido, porque si algún defecto podía achacarse a este varón, era el de querer entremeterse en todos los asuntos con el recto fin de que se gobernasen las señoras por su consejo.
Había, entre tanto, pandorgas y vistosos fuegos por las noches en la plaza, que podían ver desde su aposento Jimena y su hija; mas Abenxafa les había exigido palabra de asistir a los toros, cuya fiesta no podía tardar en celebrarse, y la que Elvira esperaba con impaciencia por un presentimiento secreto que no acertaba a descifrar. Los árabes que habitaban en Valencia; regocijados con la esperanza de que sería corto el asedio que sufrían, se entregaban a los placeres del momento, y todo prometía, según los preparativos, que había de ser concurrida y brillante la próxima fiesta. Disponían las lindas moras ostentosos y variados trajes, en los que pensaban lucir sus ricos corales y níveas perlas, al mismo tiempo que los mancebos preparaban sus preseas y recamados pendones, y las cifras, lazos y matices que habían de significar sus amores y secretos pensamientos.
Frente mismo del palacio y a la orilla del río elevaron un espacioso circo con hermosas graderías alrededor y entapizados miradores, en los que el arte apura sus galas y maestría. Ostentábase en el extremo opuesto del toril un rico pabellón oriental de tela de Persia recamado de rubíes y amatistas de extremado valor, en cuya cima se descubría un ancho listón enlazado con este mote: A la más linda de las huríes. Estaba destinado para las hermosas cristianas, y ornada con delicadas alfombras, pebeteros, pomos de olor y espejos. Bajo de éste y con asiática pompa brillaba el trono dispuesto por Abenxafa, en el que competían a la vez el gusto, la sencillez y la riqueza maridados de un modo mágico y asombroso. Un toldo de seda de color azul cubría la plaza, impidiendo a los rayos del sol que penetrasen, y tornando su claridad muy semejante a la deliciosa luz de la luna, cuya transformación sorprendía agradablemente la vista en tan diáfana mañana.
Lució, por fin, el deseado día de popular regocijo, y al incierto fulgor del alba, principió ya a concurrir numeroso pueblo, llenando las graderías con zambra y algazara. Veíanse las afiligranadas moras con donosos y bordados zaraguceles, con ligeros alfaremes y medias lunas de plata que contrastaban maravillosamente con el ébano de los cabellos que las sostenían. No es más áureo el sol que las brillantes marlotas que vestían; ni hay gracia que pueda igualarse a la de sus bellísimas cabezas coronadas con peines de nácar.
Entrelazaban los verdes turbantes de los donceles variada pedrería y gruesos collares; y prenden de sus hombros capas de púrpura que recogen a la espalda en anchos pliegues para hacer gentil alarde de sus talles ceñidos con almillas de ostentosas telas. Los celosos maridos miran de mal ojo a los rubios mancebos que fijan su vista blanda y amorosamente en las moras, mientras ellas al soslayo y burlando la vigilancia de sus madres o señores pagan aquellas miradas con suaves sonrisas, entreabriendo sus labios muellemente, y dirigiendo suspiros a sus alegres amantes.
Suenan las voces del impaciente gentío al acercarse el momento de la lid, mientras las dulzainas y alelíes anuncian la llegada de Abenxafa acompañado de su corte y de una brillante guardia de lanceros que se colocan a las puertas del circo para dar mayor realce y majestad a tan popular regocijo. Pero, de repente, se descorren las cortinas del majestuoso pabellón, y aparecen las soberbias castellanas vestidas de negro y salpicadas de resplandecientes perlas, tan galanas y hermosas que pasman los sentidos. Una media diadema de brillantes y rubíes se levanta sobre la cabeza de Elvira, dividiendo en luengas y rizadas crenchas sus negros cabellos; y es tal la multitud de áureas cruces y doradas patenas que se mueven sobre su pecho, que parece una ascua de oro o una mazorca de perlas. Detrás de su asiento está de pie Gil Díaz vestido también de gala y rebosando alegría por ojos y labios, porque ha prendado tanto con sus chistes a la hija del Cid, y sabe hacerla olvidar tan a su gusto los pesares que la entristecen, que no consiente que se separe un solo punto de su lado.
Vuélvense los agarenos a mirar a la matrona y a la doncella de Castilla, y las valencianas agitan sus pañuelos saludando a la vez a la que ha de ser su señora; exhalan los pebeteros, y vierten pomos de olor entre tanto que los hombres embelesados con sus gracias las prodigan los más cariñosos títulos. Pisan al punto la arena los valientes gladiadores, con sencillos vestidos de seda los jinetes y un velo carmesí en las manos, y los de a caballo cubiertos de bruñido acero y ricas preseas, mostrando en sus pendones, adargas, escudos y libreas variados matices del color favorito de sus damas y las cifras de sus nombres. Aquél es el garzón Abdelcadir, de rubia barba y azules ojos, el más diestro y famoso en cañas y en sortija; oprime los lomos de una yegua alazana más veloz que el viento; y encarámase sobre su rojo bonete la media luna de brillantes, llevando pintada en el escudo una paloma con el letrero que dice: Así es mi amante. Síguele de cerca Aliatar, montado en soberbio caballo pío, cuyas crines y larga cola barren la arena al dar vueltas y escarceos por la plaza, y se ufana el moro sobre la bella cubierta de campo que engalana el espaldar del animal: vese en su escudo un león muerto con este arrogante mote: Trofeo es de mi lanza. Abenozmín, Tarfe, Audalía, Almanzor y Abenaja cabalgan en generosos brutos ondeando al viento recamados pendones, y meciendo sus hermosos plumajes en los que se descubren los opuestos colores del iris.
—Ahora me libre Dios del diablo —dijo Gil a Elvira— como no valen una grazna todos esos malandrines por más que vistan telas de brocado de más de diez altos. Paréceme que los ha de despolvorear el toro a las mil maravillas, y que así saben ellos alancear como mi abuela. ¡Oh, bellaco de mí y si asomara por esas puertas mi amo, cómo luciría su continente con mejor gracia que esos señores moros o me había de pelar las barbas! No, pues repare su merced las caras que les pone el miedo que no parece sino que hayan visto ánimas o les siguen brujas; cátatelos pidiendo la venia con más corcova que un cinco, y haciendo más arrumacos que una vieja.
—Pues no carecen de donaire —respondió Elvira—, amigo Gil; al menos aquel caballero rubio tiene una cara como el oro, y a buena fe que no faltará alguna dama que le repute un digecito de esmeraldas; ni el otro moreno, de frente despejada y ojos negros que blande la lanza con tanta gallardía, tiene tacha que podamos ponerle. Por el contrario, si el aliento corresponde a la esbeltez de su talle, no haya miedo de que nos durmamos en esta corrida que promete a mi entender ingeniosas suertes y admirables azares.
—Allá lo veredes —contestó Gil—; por lo que a mí toca, las que su merced llama rubias crenchas, son a mis ojos cerdas de cola de buey bermejo; y el otro carilindo y trigueño da muestras y claros indicios de ser tan valiente cuanto le dé Dios mejor ventura a mi amo en el primer combate.
La militar armonía de las trompas y atabales suspendió este coloquio, porque todos clavaron los ojos en el bravo animal que salió del toril, más ligero que un halcón, desembarazando la plaza de los destrísimos jinetes, quienes dejando entre sus astas el purpúreo velo saltaban de un brinco la barrera con increíble agilidad y sereno pecho. Levantaba el toro la cabeza sacudiendo hacia atrás la delgada tela que le tapaba los ojos, y tornaban los lidiadores a azuzarle y entretenerle con diversas suertes. Aplaudía el pueblo la destreza de unos, y animaba a otros con picantes sales e improvisadas agudezas que aumentaban la general alegría, y hacían asomar la risa a los labios.
Tuerce Abdelcadir las brillantes riendas, alza el galope, y se encara con el toro con la lanza en ristre: acométele la fiera, y con seguro pulso y noble maestría le hiere el mozo con el agudo rejón tras la oreja izquierda. Rompen los aires mil gritos de algazara y bulliciosos plácemes, y se suceden unas a otras las habilidades de los lidiadores haciendo alarde de su pujanza, de su arrojo y de su perfecto conocimiento del arte. Tiñe la arena la sangre de las fieras y de sus perseguidores, y las remilgadas damas vuelven los rostros o se entregan a imprevistos desmayos, movidas de la compasión que les inspiran los gladiadores. Refocílase Gil con la caída de los sarracenos, y solo le pesa de que el cobarde Vellido no haya querido ensayar sus fuerzas para haber tenido el gusto de verle medir los aires enarbolado en la cabeza de las crueles alimañas. Censura a troche y moche cuanto hacen y cuanto hablan los moros llevado del odio nacional que les tiene, y quisiera verlos a todos siete palmos bajo tierra, sin que pueda tener a raya esta enemistad, a pesar de ser bondadoso y blando de suyo.
Jimena permanece triste y sin atender al bullicio, entretenida con las sabrosas memorias de su esposo a quien tantas veces admiró en los cosos de Castilla, alanceando las fieras que nacieron en las riberas del Jarama. Recuerdos tan plácidos agitan suavemente su pecho, y al considerar que se halla separada del dulce objeto de sus amores sin poder en sus brazos significarle el conyugal cariño en que arde, asoma a sus ojos una lágrima. Adviértelo Elvira, y adivinando el secreto pesar de su adorada madre, le dirige una mirada de consuelo, y le aprieta la mano en señal de que conoce la causa de su aflicción, y que participa de ella sin poder remediarla.
El marcial sonido de un guerrero clarín disipa súbitamente tan tristes pensamientos: anuncian los porteros la llegada de un paladín cristiano armado con sola su lanza que solicita permiso para lidiar un toro. Otorga Abenxafa mal de su grado esta gracia para dar gusto a Elvira, y elévase al punto un clamor de admiración en el circo, cual si hubiera aparecido en las nubes alguna celestial visión. Levántanse todos en las graderías, y crece el volcánico tumulto a medida que se descubren las negras plumas que agita el viento sobre el alto crestón de la celada. Penetra el caballero a galope con la visera caída haciendo resonar sobre su peto de oro una hermosa cruz del propio metal, y revolviendo con presteza las riendas de plata, da una vuelta por el palenque, y saluda con respeto a Abenxafa y a las cristianas que le corresponden con graciosos ademanes. Es su soberbia armadura rica por demás; atraviesa su peto una negra banda de terciopelo y campean en el escudo dos palomas volando, la una hacia Oriente, y la otra hacia ocaso, sosteniendo en sus picos los cabos de una lazada, cuyo nudo, a pesar de la distancia, no se deshace; bajo de tan ingeniosa imagen de la ausencia se lee: Ellas se reunirán. Monta un generoso caballo alazán, tostado, con cabos negros, larga cola recogida en las descarnadas piernas, pequeña cabeza, dilatadas narices, y encendidos ojos; y blandea una lanza de ébano con la punta de acero.
Dio al verle un salto le corazón de Jimena, porque no era posible desconocer un solo instante al gallardo Babieca, ni olvidar la cruz que envió a su esposo por medio de don Diego Ordóñez de Lara, ni menos dejar de adivinar lo que significaba la empresa del escudo. Púsose en pie la matrona toda conmovida, y no atreviéndose a dar crédito a la misma verdad, preguntó a Gil Díaz:
—¿Conoces quién es ese arrogante paladín?
—¿Si le conozco? —respondió el escudero—. Más que a mi madre y más que a mis ojos. ¡Válgate Satanás por el hombre, y quién le habrá puesto en el magín tamaño disparate! Ved ahí a mi amo cercado de perros enemigos, que si llegasen a reconocerle, así lo dejarían volver en paz y libre, como por los aires. ¡Oh mal aconsejado caballero!, ¡y cómo te ha de pesar haber entrado de hilo en esta maldita ciudad! Oste puto, allá darás rayo.
—¿Y no se halla —dijo Elvira— el buen Gil con ánimos para salir a la liza y socorrer a mi padre en caso de necesidad? Porque no es de esperar de un escudero de sus partes, que deje perecer a su señor a ojos vistas sin haberlas con alguno de los traidores que le embistan.
—Cosa es para dormir sobre ella —replicó el criado—, porque vive Roque, que me harían pepitoria en un santiamén, sin que me valiesen escuderiles súplicas. Aunque a decir verdad, tengo hecho voto desde niño de no tomarme con nadie por quita allá esas pajas, y de vivir en paz y sosegadamente los días que me otorgue Dios de vida. Pero ¿no repara su merced con qué gallardía ha alanceado mi amo al bravo toro?
En efecto: Rodrigo de Vivar acababa de clavar al animal el acero de su lanza, y al verse burlada la fiera, bañó de blanca espuma y sudor el suelo bramando, y acometiole una y otra vez logrando en todas el caballero la misma suerte. Saltó por último del arzón a la arena, y suspendiendo al aire con la siniestra el purpúreo velo, y asiendo con la diestra una aguda flecha, esperó con el pie izquierdo delante y la derecha mano gallardamente caída al muslo a la lucia alimaña. Ella se hizo atrás dando fuertes resoplidos, holló el suelo, cabeceó, erizó el ancha frente, escarbó la arena arrojándola sobre la espalda, ondeó la larga cola y mosqueó la oreja. Ni una voz, ni un suspiro se oyeron en los graderíos, cual si se hubieran convertido en estatuas los espectadores, o suspendieran por unos instantes la respiración.
Abalánzase el bruto con sin igual ligereza al indómito campeón, y rómpele este con la flecha la nuca, obligándole a dar con su cuerpo en el suelo después de haber exhalado el último aliento. Ase entonces Rodrigo la cinta o listón que tenía clavado en la cerviz, y pide a Abenxafa por medio de un criado permiso para ofrecerle a una de las castellanas. Pregunta indignado el iracundo monarca a cuál de las dos cristianas desea presentar la prez que ha conquistado en aquella lid, y oyendo que a Jimena, concede el solicitado favor. Mas vienen las negras sospechas de tropel a turbar su tranquilidad; dase a entender que tan bravo adalid no puede ser otro que el héroe de Vivar, y opinando que si aprisionaba a aquel caballero daba fin a la guerra, comunica secretas órdenes a los cortesanos, y sonríe alborozado con tan vil alevosía.
Entre tanto, el invicto Campeador sube al pabellón de su esposa, y postrándose abrazado a sus rodillas, exclama:
—¡Te veo, adorada Jimena! ¡Eres tú, dulce Elvira! ¡Ah!, ¡cuán deliciosos son los peligros cuando se arrostran con la esperanza de disfrutar tan feliz momento!
—¡Rodrigo! —responde Jimena—. ¿Has podido olvidarte así de tu propia existencia, y entregarte a una muerte indudable? ¡Con qué podrá pagarte mi corazón tan heroicos sacrificios y tanto amor! ¡Oh, el mejor de los esposos y el más sensible de los padres! Indignas somos nosotras de imprimir nuestras huellas donde tú has pisado; porque las virtudes de tu alma solo pueden compararse al esplendor de tu gloria.
—Jimena —replicó el Cid—, no gastemos estos cortos momentos en vanas exclamaciones, y dime: ¿cómo se porta ese tirano con vosotras? Sabía yo la fiesta que iba a celebrarse en esta ciudad, y he enviado al salir el sol a un disfrazado mensajero para que me avisara si asistíais o no vosotras. Ha regresado por puntos participándome la feliz nueva de que podía veros con solo asistir a la lucha, y he volado en alas del cariño.
—Mira, Rodrigo —contestó la matrona—, al ingenio de tu hija debes el no vernos encadenadas y envilecidas por ese bárbaro musulmán. ¡Ah!, ¿cuándo clavarás el santo estandarte en los muros de esta ciudad?
—Muy pronto, esposa mía. Pero no puedo dilatar un instante mi partida, porque los infieles nos observan con cautela. Adiós, caras prendas de mi alma: el cielo quiera acelerar nuestra unión.
Besó Elvira la mano de su padre con ternura, y le dijo:
—Id, padre mío, y tened siempre presente los riesgos que nos cercan. Descendió el de Vivar con presteza del pabellón, y saltando sobre Babieca dio gracias con corteses ademanes a Abenxafa, disponiéndose a tomar la vuelta del campamento. Pero cuando iba a salir por la puerta del circo, levántase la voz de ¡muera!, y caen de cien en cien los enemigos sobre el arrojado paladín. Rodrigo se defiende con serenidad y corazón valiente; grítales que son unos cobardes, traidores y malandrines que acometen a un caballero que se ha fiado de su buena fe, y que no tiene más armas que su lanza. Hieren los aires las saetas con rasgado silbo, pasando por los oídos del Campeador, y éste, cercado por todas partes, sin salida y abrumado por la multitud, principia a desconfiar de su suerte. Revuelve las riendas a una y otra parte, corre, atropella, desbarata, hace prodigios de valor; y el generoso Babieca, a pesar de las heridas que le molestan, galopa desalado cual si adivinara el apuro de su señor.
Las desgraciadas cristianas tiemblan con aquel espectáculo, y piden a voces que dejen partir libre al guerrero de la cruz, ofreciendo a los sarracenos sus joyas. ¡Mas todo es inútil! La lanza de Rodrigo se ha roto en mil pedazos en la refriega, y se contenta ya con oponer una defensa débil con el escudo. Animados los traidores con este golpe, creen segura su victoria, se arrojan con nuevos bríos, y no hay nadie que dude del éxito del combate.
Precipítanse en esto dos sarracenos al medio de la pelea saltando por encima del tropel, y se colocaron al lado del Cid; el más joven dio un acero al héroe, mientras el anciano hablando con los agarenos, les dijo:
—Por la tumba del Profeta juro que es indigno de llevar turbante el vil traidor que acometa a un hombre indefenso que viene de paz y que el acero de El-Hakim Hamete ha de traspasar su despreciable corazón. Si alguno de vosotros desea ser en batalla con el campeón cristiano, hiéralo solo, y cuerpo a cuerpo, pero que miles de alfanjes amenacen la vida de un guerrero valeroso cualquiera que sea su culto, eso no lo consentirá un anciano, cuyas canas han nacido con honor. ¿Queréis, descendientes de Alá, perder en un día la reputación de tantos siglos? ¿Queréis que la maldición del Profeta reduzca a cenizas a esta ciudad?
A estas palabras se suspende el combate, y divididos los ánimos en contrarios pareceres, piden unos que se permita a Rodrigo salir libre de Valencia, y otros gritan que se ponga fin a la guerra prendiéndole. Cual suelen las encrespadas olas hinchadas por opuestos vientos levantar dos montañas de agua que braman con furor, se lanza una sobre otra, y después de haber luchado en vano corren por los mares atronando las vecinas playas, no de otro modo los encarnizados bandos que ha producido el discurso de Hamete vienen a las manos encendidos en ira y en despecho. Mientras protegen su retirada los partidarios de El-Hakim, llega el Cid a la puerta del circo acompañado del joven moro que se lanza como un rayo contra la guardia, y abre paso con su desesperación y arrojo al héroe de Vivar. Es tal el continente, la pujanza y la bravura del incógnito caballero del Armiño, que bajo el disfraz de árabe defiende al Campeador, que los soldados musulmanes le tienen por Mahoma, que enemigo de la traición ha descendido del Paraíso a libertar al Cid. Por otra parte el valor de éste que ha tendido a tantos guerreros por el suelo, y el terror que ha logrado inspirarles acaba de desconcertar a la guardia de Abenxafa, y huyen despavoridos los agarenos, retirándose a los cuarteles en polvoroso desorden.
Rodrigo de Vivar seguido siempre del paladín del Armiño, pisa por último la vega del Turia que está fuera de los muros, y dice al valiente joven:
—¿Queréis seguirme, noble sarraceno, a mi campo, donde pueda recompensar debidamente los sacrificios que os cuesta mi libertad?
—Están ya recompensados —respondió el joven— con la satisfacción de haber cumplido mis deberes: el honor no me permite abandonar una ciudad donde corre gravísimo riesgo la vida de mi bienhechor El-Hakim Hamete. Vuelvo a su lado y si alguna memoria queréis conservar de mí, acordaos de los paladines en cuyos escudos campea un animal del color del ampo de la nieve.
—Por San Lázaro —gritó el Cid— que es el caballero del Armiño, y debía haberle reconocido por su prodigioso heroísmo.
Pero ya el incógnito había desaparecido de su vista corriendo al circo en busca de Hamete, a quien halló sano y tranquilo aguardándole con mucho remanso; porque desde el instante en que salió Rodrigo por la puerta de la plaza, había cesado la pelea por faltar el objeto que la causaba. El-Hakim mandó retirar al caballero a su casa, y con sosegado ademán y largos pasos se dirigió a la estancia de Abenxafa que había regresado ya a palacio, y que juraba derramar la sangre de Hamete.
—El inocente —exclamó al entrar—, dice el Profeta, se presenta a su juez con la frente erguida y los ojos brillantes; ya el juez le escucha sin fruncir las cejas, ni mover los labios: porque el tribunal de la justicia es impenetrable para las pasiones.
Estos acentos pronunciados en tono grave reprimieron algún tanto la cólera del tirano que preguntó:
—¿Y cómo podrá sincerarse el siervo del Profeta que ha arrebatado la victoria de mis manos? ¿Sabes cuánta sangre hubiera ahorrado a los adoradores de Alá la prisión del caudillo nazareno?
—El Profeta —repitió Hamete con firmeza— abomina la traición, porque su cimitarra resplandeció siempre en la fila del ejército, y a nadie hirió en la espalda. Yo juzgué que el grande Abenxafa abriría sus brazos al verme, y me daría las gracias por haber estorbado con peligro de mi propia vida el que sus vasallos cometiesen un crimen detestable a los ojos del hombre de honor. Más fácil fuera tornar a la teñida lana su primera nieve, que lavar la mancha odiosa que iba a caer sobre vuestro manto de púrpura. ¿Qué país hay tan bárbaro y tan distante del sol donde sea permitido encadenar alevosamente a un héroe que solo y desarmado entra en la ciudad entregado a la fe musulmana? Creedme, gran monarca; el que se sienta capaz de hollar así las leyes sacrosantas de la humanidad y del pundonor, es un cobarde, es un monstruo indigno de alzar sus ojos al Paraíso del Profeta. Si mi franqueza os desagrada aquí está mi cabeza, ruede a vuestros pies en premio de haberos librado de la ignominia.
—Hamete —contestó Abenxafa—; si otro que tú hubiera desobedecido tan a las claras mis órdenes, entre la confesión de su delito y su muerte, no hubiera mediado un aliento: pero te debo la vida, porque me curaste milagrosamente las heridas que saqué del último combate que tuve con el infame cristiano del Armiño, y esto basta para embotar los filos de mi justa cólera. Una sola pregunta debo hacerte: ¿Quién es el osado sarraceno que peleó al lado del Cid, y cuyo furibundo acero fue terror de mi guardia?
—Ignoro su nombre y su clase —respondió sin faltar a la verdad el anciano—. Si he de dar crédito a opiniones vulgares, su valor rayó tan alto, que no siendo el Cid, como no era, se le debe reputar un objeto más que humano. No faltan en la ciudad guerreros que afirman haber visto brillar su frente y haber reconocido al inmortal Profeta; pero os ruego, rey generoso, que despreciéis estas quimeras, porque al fin las hablillas, hablillas son.
—¿Y dónde existe ahora ese prodigioso soldado? ¿Por qué se ocultó?
—No lo sé; semejante al meteoro resplandeció un momento; y ha desaparecido sin dejar rastro alguno de su existencia; y esto es admirable, cuando vuestros centinelas aseguraron haberle visto entrar segunda vez en la ciudad, después de acompañar a Rodrigo un buen espacio de los muros.
—Hombre tan extraordinario —repuso Abenxafa— no puede ser sino un mago encubierto que anduvo encantando con ensalmos a mis tropas, y juro por la cabeza del diablo, que la hurí que ha de presentarme la copa de la inmortalidad no me será tan grata como gusto me daría el verle dar saltos por el aire colgado de una rama de los árboles que se levantan a orillas de ese río. Hamete, ten más cuenta de hoy en adelante con tus acciones, si no te es indiferente mi amistad, y di a los musulmanes que regalaré una estatua de oro de las dimensiones y altura del encantador al que me le presente vivo o muerto.
Concluida esta oferta, volvió la espalda a El-Hakim, que harto contento de la buena suerte que le había cabido, se encaminó a su aposento a abrazar al denodado caballero del Armiño.