Apenas la perezosa luz del día doró la ancha y espaciosa faz del cielo y las arpadas lenguas de los ruiseñores tornaron a renovar la suave y meliflua armonía de su canto cuando la desgraciada Elvira, abandonando las ociosas plumas, principió a pasearse por el salón, triste y pensativa. Había esquivado posar en sus párpados el sueño y la melancolía deslustrando las rosas de sus mejillas y disminuyendo el hermosísimo brillo de sus ojos, sustituía a la frescura y lozanía de una gracia el color de plata y el blanco esplendor de la luna. La imagen de su amante que creía muerto no se apartaba de su imaginación, recordando el valor y las generosas prendas que distinguían a aquel paladín que, o bien sacase a plaza su habilidad y ligereza en los torneos, o bien hiciese campear su marcial arrojo y militar continente en la refriega, siempre se llevaba la palma, fijando los ojos de las damas en las ricas y variadas plumas que ondeaban sobre el alto crestón de su celada.
Habíale referido una esclava punto por punto las circunstancias de la horrorosa traición de que había sido víctima el caballero del Armiño; a fuer de agradecida y sensible dama hubiera regado con lágrimas la tumba del denodado joven, si no tuviera a raya tan muelles sentimientos el indómito orgullo que avasallaba su alma. Porque en aquellos siglos de heroísmo y de caballeresca idolatría por la belleza, se consideraban a tanta altura las damas de elevado nacimiento y donoso rostro, que cual si fueran deidades dábanse a entender que los hombres debían sacrificarlo todo a sus plantas, mientras ellas se creían degradadas con la recompensa de una sola mirada; pues bastaba por premio la aceptación de tan respetuosos homenajes. De aquí la virtud mágica de un solo acento, que, salido de los labios de una de aquellas diosas convertían en leones a los corderos, imponía eterno silencio, lanzaba a los peligros y a la gloria a un joven, o se condenaba a temerarias y dudosas pruebas para experimentar los quilates de su valor y de su cariño.
Elvira, sin embargo, había debido a la naturaleza una ternura y una imaginación demasiado vivas para que la pérdida de su amante, tan digno por todos lados, de retorno en su amor, pudiese con el tiempo borrarse de su pecho. Y no solo fatigaba su mente esta idea harto dolorosa, sino que su actual y crítica situación, y más que todo el recelo de las nuevas desventuras que iban a precipitarse sobre su cara madre subían de punto su aflicción. Sobrado tiempo tendría para sentir la muerte del caballero del Armiño, pero urgían: los momentos para libertar a la noble Jimena del oprobio con que la amenazó Abenxafa, y que quizá realizaría mientras recorriese el espacio el naciente sol que se mostraba en el Olimpo. Valiente, Elvira, para llevar con paciencia los pesares propios, no podía tolerar a sabiendas los ajenos; sus penas le parecían ligeras espinas que se clavan al cortar una rosa y las de su madre envenenadas flechas que abren profundas heridas y hacen perder la vida entre rabiosos dolores. ¿Y cómo precavería los males que las amenazaban? ¿Cómo pondría en cobro su honor y el de Jimena? Por demás sería que los entusiastas soldados del ejército de su padre se apresuraran a volar en su socorro, si cada movimiento cristiano había de ser un nuevo despertador de las pasiones de Abenxafa que cuanto más cerca estuviese de perder el objeto de sus amores, más prisa se daría en satisfacer su bárbaro antojo. Mas ¡oh feliz ingenio de la mujer! Agudo y penetrante como el aguijón de la avispa, pronto y momentáneo como la chispa de un pedernal, agota el talento del hermoso sexo cuantos recursos le ofrecen alguna de las ventajas con que lo ha dotado la naturaleza. La hija del Cid acordó emplear con el agareno la dulzura y la inocente ficción para entretener sus deseos en tanto que llegase el momento de su libertad, ahorrando así a sus padres, los sinsabores y desmanes que la hubieran sobrevenido. Mas antes de poner en práctica tan osada resolución, quiso dar parte de ella a su madre la bien aconsejada doncella, y tenerla en atalaya para el efecto que pudiera surtir. Serenando, pues, el rostro del mejor modo que pudo, para no alterar en vez de tranquilizar a la que tanto amaba, corrió al lecho de Jimena, y sentándose junto a ella, le dijo:
—Debe causaros admiración, sin duda, lo que voy a deciros y quizá os parecerán indignos de la elevación de ideas que en todos casos ha de manifestar la hija del Cid los pensamientos que pondré en voz. Por una parte, conozco que debe abrazarse con ánimo resuelto la muerte antes que descender una grada del solio de la gloria donde nos ha colocado el heroísmo de mi padre; y por otra, me doy a entender que cuando esta muerte ha de ser precedida y seguida del deshonor, es una cobardía inútil el arrojarse a ella y no poner en obra los muchos recursos que el natural ingenio y la imaginación nos ofrecen; Abenxafa ha jurado sacrificarnos a sus impuros antojos movido por el entero decoro con que respondimos a sus ridículos ofrecimientos; si hubiera de cabernos la suerte del caballero del Armiño, podríamos tenernos por felices, y aún dar gracias al Cielo porque nos sacaba del ingrato laberinto de la vida; pero cuando nos amenaza con marcar nuestras frentes con el clavo de la servidumbre y con deslustrar nuestro honor, no hay diligencia que en rigor deba omitirse para salir a salvo del peligro. Los hombres, cuando aman tan ciegamente como parece amar el árabe, tienen los ojos vendados y caen en mil lazos que la sutileza de nuestro sexo y a veces la necesidad en que nos ponen les arman con cautela e industria. Si yo doy esperanzas a Abenxafa, si halagan sus oídos palabras dulces, le veréis tranquilo y apacible tratarnos con delicadeza, y así dilataremos nuestra vida entreteniéndole con ingeniosos modos hasta que la espada de mi buen padre corte el nudo de esta tirana esclavitud.
Absorta escuchó a su hija la matrona castellana, y mirándola con inquietud y zozobra, le respondió:
—No pensaba que por las venas por donde circula la sangre de los Laín Calvo y Orgaz pudiesen correr tan viles intenciones. La ficción es propia de los verdaderos esclavos que por la bajeza y humildad de su clase se ven precisados a disimular y mentir: ¿pero quién ha visto al sol recoger sus rayos por temor de que pierdan en lo más zafios barrancos la pureza de su esplendor? ¿Quién es poderoso a des honrar al que no se deshonra a sí mismo? Tan tersa resplandecerá nuestra opinión después de haber sufrido los insultos y tropelías de Abenxafa, como el día en que caímos en su poder; y aún será más honroso expirar entre tormentos y vilezas por no fruncir las cejas ante el tirano, que dar lugar a que algunos pongan lengua en nosotras, y digan que hemos humillado la frente delante del soberbio musulmán.
—Pero, madre mía —replicó respetuosamente Elvira—, ni el mundo, ni los vanos elogios de los hombres, podrán restituirme la inocencia que entonces perderé, ni borrar de vuestras manos la huella que el hierro de las cadenas habrá impreso en ellas. Y si pensamos en los resultados, ¿qué bienes habremos conseguido con sostener el tono que nos corresponde? ¿A quién será útil nuestro deshonor? Considerad el dolor y desesperación de un esposo y de un padre que encuentra los cadáveres de sus queridas prendas marcados con la ignominia y llenos de heridas… ¡Oh!, por Rodrigo, por vuestro amado esposo, resolveos a emplear la suavidad.
—¿Y qué suavidad quieres tú que emplee, hija mía? —añadió Jimena algo enternecida—. No está en mi mano librar a Rodrigo de estas desventuras que necesariamente han de serle más dolorosas que cuantos trabajos ha padecido hasta el presente; si en mí consistiera, no habría ruego ni camino que tentase.
—Pues bien, amada madre —gritó Elvira—, venid a bien a que sea yo el instrumento de vuestra felicidad y de la de mi padre ahuyentando la tormenta que nos amaga. Por poco talento con que me supongáis, no debéis creerme tan menguada de juicio que no sepa precaver los males que pueden originarse de mi determinación, y caminar con recelo por la senda que yo misma me abro; si logro con esperanzas el que deposite en mí Abenxafa su confianza y se gobierne por mis consejos, me será fácil traer a la mano que quiera su voluntad; entonces podré poner en práctica los pensamientos que agitan mi imaginación; y recobrar quizá la libertad de ambas.
—Tiemblo, Elvira —la atajó la esposa del Cid—, tiemblo de que te arrojes a tales riesgos que pueden sernos funestos. Sin embargo, no me atrevo a oponerme más a lo que has pensado por no tener que echarme en cara tus propios infortunios y los de Rodrigo. Pero ten siempre delante de los ojos el esplendor de tu cuna y piensa todas las veces que vale más morir de cualquier suerte que sea, que faltar en lo que debemos a la gloria de tu padre. Elvira mía, considera que ese monstruo es enemigo de nuestra santa religión, y que en los combates se tiñó su espada con sangre cristiana, considera que él puso fin a la existencia de los valientes guerreros que nos acompañaban, y redujo al pobre fray Lázaro a la esclavitud.
—No, amada madre, no necesito que traigáis a la memoria unos sucesos que no se borrarán de ella; las sombras del abismo no son más horrorosas para mí que la imagen del bárbaro verdugo del caballero del Armiño. Sí, lo juro, valiente paladín; aceleraré la ruina de tu más cobarde enemigo y regará tu tumba su impura sangre. ¡Oh!, vos extrañaréis, sin duda, que vuestra hija hable así, porque ignoráis que mi nombre sirvió de santo para arrastrar vilmente al desgraciado joven desde el campamento de nuestro ejército a esta ciudad. Un rubí igual o semejante al que por desgracia suele adornar mi frente le hizo creer que yo le llamaba, y el infeliz corrió a su precipicio. Había vencido en singular batalla al soberbio árabe, y no pudiendo tolerar la afrenta del vencimiento quiso inmolar a su despecho al más leal, al más, valiente y al más cortés de los caballeros que enristraban lanza bajo el pendón de mi ilustre padre.
—Ahora conozco —dijo Jimena con alegría— que respiras odio mortal a ese cruel agareno; soy contenta de que ejecutes tus ideas, porque no dudo que el entusiasmo que te anima contra él y tu felicísimo ingenio te librarán de los peligros de tan difícil empresa.
Las ilustres castellanas se abrazaron con cordial ternura; y el cariño hizo asomar a sus ojos unas lágrimas que las amenazas, el dolor y la desesperación no habían podido arrancar. Dominaba en el carácter de Jimena el ciego amor que profesara a sus esposo, amor que rayaba en adoración por reputarle un semidiós muy superior a los otros hombres; y de ahí es que en todas sus acciones se gobernaba por esta especie de fanatismo que tan solo le dejaba ver los objetos bajo el aspecto favorable a Rodrigo de Vivar. Su hija, dotada de más viveza y travesura, sabía ennoblecer la más despreciable bagatela, y sin perder la elevación de sus sentimientos transigir con la necesidad. Dulcificado así el orgullo de familia con su natural apacible, reunía a la vez la amabilidad de las modernas damas con la soberanía de las antiguas castellanas.
Cuando trasmontaba el sol, bordando de oro las coloradas nubes, solicitó Elvira, por medio de una esclava, permiso de Abenxafa para solazarse y pasear las plácidas riberas del Turia. Pasaba el río por la plaza de la ciudad lamiendo el palacio de los reyes moros, y regando sus jardines al paso que proveía de agua las cascadas y demás riachuelos que blanda y sosegadamente deslizaban por los floridos vergeles. Habíase la hermosa doncella ataviado con más cuidado del que ordinariamente empleaba maridando con sus naturales gracias los adornos del arte que realzaban su belleza, y la convertían en la más linda ninfa de las que tersaban y pulían sus rostros en los cristales del transparente Turia. Después de haber recorrido parte de la vega, se sentó bajo un pomposo limonero que daba sombra a un caño de piedra cubierto por los lados de verde marta. Llamaron su atención los infelices esclavos que llenaban en el río los cántaros acarreando agua para sus amos; entre quienes se descubrían algunos míseros cristianos tristes y macilentos que alzaban de tiempo en tiempo los ojos al cielo suspirando por la dulce libertad que habían perdido, y por su amada patria, donde dejaron a sus ancianos padres y a sus tiernas esposas. Reconoció entre la multitud al fiel escudero Gil Díaz y a fray Lázaro que estaban sentados en la grama. El locuaz criado no cesaba de dirigir la palabra al afligido religioso, que mirando hacia el Oriente parecía elevar preces al Olimpo por el ejército cristiano para paladearse con el hermosísimo espectáculo de ver algún día ondeada al aire sobre el edetano muro la gloriosa bandera de la cruz. Elvira no quiso hablarles por no despertar sospechas en los musulmanes que celaban cautelosamente sus pasos; y así, se contentó con trasladarse a otro escaño más inmediato, de donde pudiera escuchar su plática, y oyó que Gil decía:
—A fe de bueno que es su paternidad el más reposado hombre que hay en el mundo. ¿Pues no hay más que echarlo todo en hombros del pobre Gil, y contentarse su reverencia con mirar cómo lleno los cántaros, y tras esto cargarlos sobre mis espaldas como si fueran torreznos? Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que venga, si no tomo el mismo buen paso y remansa, y más que el diablo del condenado de mi amo me hunda a palos, que lo mismo será calentarme con ellos que con el peso de los cántaros. Pero despabile su paternidad esos ojos, y mire bajo aquel árbol sentada a una hermosísima cristiana que al parecer es princesa, o miente el olor sabeo que de sí despide y llega hasta aquí.
—¡Válgame la Virgen! —respondió el padre sin volver la vista—, hermano, y cuánto habla, y cuántos disparates encaja sin ton ni son, por solo mover la lengua: ¡Mejor le estuviera rezar entre tanto a las ánimas benditas, o rogar al Cielo que nos saque del miserable estado en que yacemos!
—Rece su reverencia —replicó Gil—, y deje en paz a los otros que rían y lloren a la vez, ya que lo quiere así su menguada estrella. Y volviendo a la dama que, voto a mí, que nos examina con mucho cuidado, digo y diré mil veces que es la más garrida y bellísima mujer que he visto en los días de mi vida. Pardiez, que a mi entender su traje es de tuán, y la marlota de plata; no sino, miradle los rubíes y piedras que adornan su frente tamañitas como garbanzos, que debe de costar lo menos un ojo de la cara. Pues tomadle la cruz que le cuelga al pecho, que si no me engaño, pesará tanto como la cabeza de su paternidad con los hombros, y el cuerpo y todo de añadidura. Juro por las órdenes de su reverencia, que ni en el talle, ni en el brío, ni en el rostro tiene pero ninguno que ponerle, sino que todo es gracia y donaire y hermosura en ella.
—Término lleva, hermano, de no callar en un siglo, y de sacar a luz hasta los pensamientos de esa señora —repuso fray Lázaro, fijando, por fin, los ojos en ella. Pero ¡Dios mío, si es Elvira!
—¿Mi ama? —gritó el escudero alborozado—. ¿Y cómo haría yo para besarla la mano y pedirle albricias por tan feliz hallazgo? Pardiez, que me anda brincando el corazón en el pecho de puro gozo, y daría yo porque mi señora supiera las penas que pasamos con el condenado de Dolfos, a mi mujer cuando la tenga y a mis hijos.
—Pues, hermano, yo me llego a pedirla que interceda por mí, que ya que haya de romper las cadenas de uno o de otro, más justo será romper las mías que soy un pobre religioso, que las de un mozo rollizo y fresco como el señor Gil.
—Eso sí, caiga todo sobre mi pobre sayo, y salga libre y sano su paternidad, porque aquí no somos de carne y huesos.
Levantáronse los dos esclavos, y arrimando a un lado los cántaros, se dirigieron a donde Elvira estaba con mucha ligereza.
—Guarde Dios a su merced —exclamó fray Lázaro llegándose con muestras de cariño.
—Y a su reverencia también —respondió la hija del Cid con alegría—; dadme a besar la mano, y decidme cómo os va en esta ciudad, que huelgo mucho de veros, y también al buen Gil, porque hemos estado cuidadosas mi madre y yo de las vidas de ambos.
—¡Ay, señora! —le atajó el religioso enternecido y con las lágrimas en los ojos—. No he tenido día ni hora buena desde que vivo con estos perros reducido a la más indigna esclavitud. Hácenme trabajar como a un ganapán en compañía de vuestro criado que algunas veces se compadece de mí y me ayuda a conllevar la carga. Hemos caído en poder de un renegado, matador del rey Sancho, llamado Vellido Dolfos, que así nos manda cavar la tierra y acarrear agua, como si nos diera un gallipavo.
—Pobre Fray Lázaro, intercederé por su paternidad, y veré si puedo conseguir que le trasladen a palacio. Y tú Gil, ¿qué dices?
—Nada puedo añadir a lo dicho por su reverencia —contestó Díaz—, sino que no es posible haber dado en manos de amo más perverso y descomulgado que el nuestro. Pero todo se puede llevar con paciencia a trueco de haber visto a su merced, que lo tengo a más dicha que si me hubieran redimido de este cautiverio o infierno en que estoy metido. Su merced tenga entendido que como no ponga la mano en este asunto y nos saque del poder del mastinazo de Vellido, que pueden ya aparejarnos la mortaja y llevarnos a enterrar, según la vida que pasamos. No hay día que no nos hunda a latigazos el señor Dolfos; dejando nuestras costillas tan blandas como manteca. Tras esto nos da a comer un queso más duro que si fuera hecho de argamasa, y un jarro del suave licor de este río, que no parece sino que somos ranas, según lo remojados que nos pone.
Rió Elvira del buen humor de Gil, que a pesar de la desdicha no daba el rostro a la tristeza, sino las espaldas, procurando, como mejor podía, divertir las penas y espantarlas, según decía de continuo. Regalole la doncella algunas joyas de poco valor, para que las trocase por dinero y tuviera algún ligero socorro mientras permanecían esclavos del traidor Vellido. Mucho gusto dieron las joyas al escudero por entender que con ellas podría adquirir algún zaque de dulce vino con que enjugarse la boca. A fray Lázaro le pareció que debía conservarlas para rescatar el penoso trabajo de algunos días, que como no estaba acostumbrado a él le ponía a las puertas de la muerte. Ofreciole el criadillo con la alegría de sus futuras zancadillas hacer báculo del jarro, y si no daba de costillas trabajar por él dos o más veces. En esto le pareció que era ya hora de regresar a casa para ahorrarse algunos palos de Vellido; y después de dar gracias a Elvira añadió:
—Ruego a su merced que no me ponga en olvido en esto de sacarme del mal paso en que estoy, porque por vida del siglo de mi abuela que me arroje de cabeza al río si no consigo escapar de las garras del Lucifer regicida.
—Así haré —le interrumpió Elvira— y por ahora aconsejo a ambos que no pierdan tiempo, y vean de llegar lo más pronto posible a su ama, no sea que les escueza la tardanza.
Despidiéronse, pues, Gil y fray Lázaro, y cargando el bondadoso escudero con los cántaros, principió a caminar a largos pasos hacia su morada, prometiendo en su ánima de dar un maravedí de misas a San Pedro el día que se viese en libertad. Mas apenas hubieron andado un corto espacio, cuando su amo los puso como nuevos, dándoles de los bellacos y mandrias, de suerte que estaban de ver los rostros compungidos de los pobres esclavos que guardaban profundo silencio sufriendo con paciencia aquella hija del Cid con sentimiento, y más de nube de dicterios. Mirábalos de lejos la una vez hubiera corrido a interceder por ellos con Vellido si hubiera podido vencer la repugnancia que le inspiraba el cobarde y desleal asesino del caballero del Armiño, cuyo castigo reservaba para tiempo oportuno.
Tornó, pues, al escaño del limonero en el instante en que se acercaba Abenxafa con aire melancólico, mirando tierna y apaciblemente a Elvira que, agitada por el temor de la escena que ella misma deseaba, parecía la más hermosa de las gracias y la lindísima deidad de aquellos aromosos prados. Saludola con gracia el árabe, y la convidó a pasear la vega en un momento en que el encendido globo de la luna se veía a lo lejos saliendo de las aguas del mar. Púsose en pie la hija del Cid, y aquel enhiesto cuello, aquel talle esbelto y formas griegas, aquel gentil donaire y soberana majestad causaron una impresión demasiado viva en el pecho del musulmán. Conoció la cristiana la influencia que ejercían sus deliciosos encantos en la mente del tirano, y aprovechando la oportunidad, dijo con apacible tono:
—Paréceme que no estáis ya tan irritado conmigo, y que puedo suponer no me cabrá la infausta suerte que me destinábais.
Pronunció estas palabras con tanta dulzura y tan encantadora sonrisa, que Abenxafa se creyó transportado al paraíso del Profeta, y dominado por una conmoción que no era en su mano contener, dobló una rodilla exclamando:
¡Bendiga Alá tus hermosos labios! ¡Ah!, al cielo plazca que el primer instante de ventura que gozo no tenga oculto acíbar. ¿Rayará un día en que me miren esos ojos con ternura? Bella Elvira, el sol es a mi vista oscuro y desapacible comparado con el fulgor de tu frente y los atractivos de tu tez. El color de tu rostro me parece un lirio desleído, y tus labios ámbar; exhala tu aliento una fragancia aromática que me deleita y enloquece, y hay en ti un no sé qué sobrenatural que es fácil sentir, pero no explicar. Mas, ¡ay!, ¡eres para mí una rosa cercada de espinas!
Riose la doncella castellana de las apasionadas razones del moro, y le respondió:
—Bien mostráis, Abenxafa, quién sois en los elogios que me habéis prodigado, pues a buena cuenta me echáis encima todo un jardín con el sol que le florea. Bien sé que no es grande cosa mi persona, y que vosotros los árabes subís al último cielo de la alabanza la menor ventaja que reconocéis en nosotras. Pero si tan perfecta os parezco, ¿cómo despreciáis tanto esas perfecciones que queréis entregarlas a vuestros esclavos para que las envilezcan? ¡Ah!, yo me complacía en creer que la generosidad tenía cabida en vuestro pecho, y que nunca seríais capaz de atormentar a una débil mujer que por las niñas de sus ojos no osaría causaros el menor daño.
Elvira hablaba en un tono triste, y en la apariencia apasionado, que de todo punto trastornaba el juicio de Abenxafa, absorto y extasiado con lo que oía, sin atreverse a dar crédito a sus propios sentidos.
—Perdona, celestial belleza —dijo el agareno—, que el dolor de considerarme aborrecido de ti pusiera en mis labios palabras que no estaban en mi corazón. ¿Yo envilecer a la que tanto amo? ¿A la que con una mirada plácida me vuelve loco de contento y forma las delicias de mi vida? Mira: es tierno mi pecho como el vástago recién nacido, y el amor es el deleite supremo a que aspira: ¿por qué te has de negar a mis ruegos y has de rehusar a hacerme feliz? Tenía para mí que la dicha residía en los tronos, y a fuerza de heroicos sacrificios logré encumbrarme al solio que ocupo. Pero ¡ay!, en vez de gozar de ventura, en vez de encontrar en él la suave alegría que esperaba, solo sinsabores y tormentos me rodean. ¡Los solios!
¡Si supieras el esplendor que arrojan vistos desde lejos, en lo que se torna! Vil polvo, que removido por el viento forma nubes y tormentas que de continuo amenazan la frente de los míseros que los ocupan. Déjame para buscar en tus ojos la verdadera felicidad, y solazarme de las penas que acibaran mi vida al abrigo de tu sobrehumana belleza: déjame probar unas gotas de célica ambrosía.
—¿Y puedo esperar de vos —contestó Elvira— que dejaréis vivir en paz a mi adorada madre, y que sus días serán puros y tranquilos como la corriente de ese río? ¡La amo tanto! ¡Me cuidaba en mi niñez con tanto esmero! Aún recuerdo aquel felice tiempo en que quedándome yerta por el frío que se experimentaba en Burgos tomaba la bondadosa Jimena mis heladas manecitas, y me las calentaba entre las suyas. Por el amor de vuestra propia madre, por el cariño de alguna hermana a quien apasionadamente estiméis, os suplico que hagáis recaer sobre mí los pesares que hayan de entristecer a la dulce mitad del alma mía. ¿Nunca ha empañado vuestros ojos una lágrima de gratitud vertida a la memoria de la apacible infancia y del objeto que entonces se señorea en la mente humana? ¿Nunca os ha enternecido la imagen de la que os apretó tantas veces sobre su seno, alimentándoos con la sangre de sus venas?
La hija del Cid conocía bien los resortes del corazón, cuando para conmover más y más a Abenxafa traía a su imaginación unos objetos a los que son sensibles las fieras mismas. Y excitada la ternura en un momento en que los encantos de Elvira obraban tan mágicamente en sus potencias, no podía menos de surtir el efecto que se proponía la doncella. Afectado el árabe extraordinariamente, y lleno de una indefinible fruición desconocida para su impetuoso carácter la interrumpió diciendo:
—Son tan dulces tus palabras y tan tiernos los sentimientos que de tus rojos labios manan, que temo que el placer que me causan me embriague y anonade. ¡Feliz una y mil veces el siervo de Alá a quien tus ojos miren con interés!
—Tengo que pediros un favor —continuó la hija de Jimena—. El religioso que nos acompañaba cuando llegamos a esta ciudad y un escudero mío lloran el mal trato y peor condición de Vellido Dolfos, de quien son esclavos; os suplico que les permitáis habitar con nosotras, y servirnos en vez de los que ahora tenemos.
—¿Pues hay más —le atajó Abenxafa— que mandarles venir a tu presencia, y hacer de ellos lo que te viniere en gusto? ¿Habrá en Valencia alguno que tenga en tan poco precio su existencia que rehúse obedecer tus soberanas órdenes? Pero dime, bellísima nazarena: ¿serás tan bárbara que no pagues mis afectos? ¿Me amas?
La castellana se paró, y mirándole entre blanda y grave, le dijo:
—Sabed, Abenxafa, que las doncellas cristianas, aunque arda su pecho en amor, uno dicen los labios y otro piensa el corazón. A los hombres de ingenio toca leer en los ojos y en las obras de sus damas si son amados o aborrecidos.
Dicho esto volvió las espaldas, y más ligera que el céfiro cuando recorre y mece los rosales de un jardín, se encaminó al palacio a referir a su madre la plática que acababa de tener con el tirano musulmán. Las sombras habían recorrido ya las espesas faldas de los lejanos montes, y una noche hermosa y clara con los rayos de la naciente luna convidaba a los adoradores de Mahoma a disfrutar la apacible frescura de las orillas del sosegado Turia.