Las pasiones humanas, dice un poeta de Oriente, forman un carro cuyas ruedas son el amor y la venganza; y el hombre conducido toda la vida por tan crueles alimañas, corre de precipicio en precipicio a despeñarse. Cuando Abenxafa quedó vencido por el caballero del Armiño, faltó poco para que perdiese la vida de despecho, porque aquel carácter impetuoso, soberbio y feroz cifraba su delicia en los encantos de la gloria militar que le había encumbrado al solio que lo ocupaba. La idea del vencimiento de tal suerte despedazaba su corazón que solo podía compararse al dolor que le causaron los continuos y punzantes desdenes de la hija del Cid. Empero, cuando de todo punto le faltó la calma, cuando pálido de cólera no acertó a mover la helada planta, fue al oír de boca de una esclava los amores de doña Elvira con su vencedor. Parose: las venas de su frente parecieron hinchadas cual si hubiera cesado de circular la sangre que las llenaba, limpió con la mano el sudor frío que bañaba sus sienes, llamó a Vellido Dolfos, y entre los dos trazaron la negra traición tan felizmente ejecutada. Buscaron un rubí en un todo igual al que llevaba Elvira, y que por su hermosura llamara la atención del caballero; y la indómita pujanza del paladín cayó en los lazos que el ingenio, las hazañerías y la falacia de Dolfos le habían tendido.
Hallábase al presente Abenxafa en su alcázar, sediento de venganza y revolviendo en su mente los más crueles pensamientos con que acordaba atormentar a la donosa cristiana. Hizo venir a su presencia al favorito Hamete, y le dijo:
—Ya sabes que el panteón de mis antecesores sepulta al soberbio paladín del nazareno ejército que con inaudito arrojo y sobrehumanos bríos osó tenderme en la liza en singular y furibunda batalla. Corre, Hamete, y tráeme en la punta de su lanza clavada su cabeza, para que pueda presentarla en ofrenda a esa orgullosa cristiana que altera la paz de mi corazón.
Hamete, oída la orden, hizo a su amo una profunda reverencia a estilo oriental, y salió de la estancia sin desplegar los labios. Era éste un anciano vigoroso, suelto y circunspecto, que a pesar de la diferencia de edades, había procurado granjearse la confianza de Abenxafa. Sin embargo del favor que gozaba, nadie viera asomar la risa a sus labios ni la alegría a sus ojos; parecía siempre meditabunda y triste, sin hablar a persona alguna, y respondiendo por monosílabos a las preguntas que le dirigían. Melancólico, pues, y lleno de gravedad, dirigió sus plantas al abovedado panteón dos horas después de haber oído la sentencia de muerte pronunciada por el tirano contra el prisionero.
Yacía el caballero del Armiño sentado en la lúgubre morada de los que no existen, descansando su espalda sobre una losa a la que estaba amarrada la cadena que sujetaba su cuerpo, ciñéndolo. Con la cabeza inclinada y la visera caída, parecía abismado en los funestos pensamientos que asaltaban su mente, sin lograr abatir el marcial espíritu que le animaba. Tal vez, al creerse cercano a exhalar su último aliento vital, traía a su memoria las caricias de una madre idolatrada que no podía regar con sus lágrimas la tumba de su dulce hijo; o quizá las espinas de los celos se clavaban en su corazón en tan acerbo instante. Porque si el rubí era de doña Elvira, lo que el caballero no dudaba, ¿por qué azar había dado en manos del traidor soldado que le había seducido y arrastrado a los brazos de su vil contrario? Mas estas dudas, semejantes a las tempestades de verano, se desvanecían con la misma presteza que se habían formado, pues antes recelara el del Armiño de sí propio que osara empañar con torcidas y siniestras sospechas el puro y brillante sol de la soberana hermosura que avasallaba su alma.
Crujen, empero, los cerrojos de la mezquina puerta; alza el caballero la cabeza, y hieren súbito sus ojos los reflejos de un hacha alumbrando aquel pavoroso sitio. Hamete penetra a ella con sosegados y medidos pasos, párase frente del prisionero, fija la vista en él, y después de un momento de dudoso silencio que aumenta el terror de aquella escena, exclama:
—Es la desgracia como el invierno, triste y desapacible; pero a sus aguas se deben las mieses del verano y los frutos del otoño. Alá te guarde, nazareno; el grande Abenxafa me manda a por tu cabeza, y sus mandatos son como el rayo: prontos y terribles.
—¡Bárbaro! —respondió el del Armiño—. ¿Así atropella los derechos de la humanidad y huella las leyes del honor?
—¡Vagos sonidos! —le atajó Hamete can más prontitud de la que podía esperarse de su reposado continente—. El capricho es la ley del que manda, las pasiones sus consejeros, y el gusto su honor. Zumban en sus oídos los gritos de la razón, y él los escucha con la misma indiferencia que el rugido de la cascada o el murmullo de la selva; hieren sus ojos las desgracias de sus súbditos, y entonces los alza al cielo a admirar un meteoro que los lisonjeros le muestran para que no se detenga en el infortunio ajeno. Pero ¡ay del tirano!, pasan sus días tempestuosos como los vendavales de enero, destruyendo los árboles y azotándose a sí mismos con el polvo que levantan; cree el mísero que va a apurar la copa de los placeres, y no hace más que acercarla a sus labios, cuando prueba todo el acíbar de su engañoso licor. Brilla por último su hora y semejante en su ocaso al trueno aterrador, retumba, se deshace y desaparece.
—Ministro de Abenxafa —gritó con resolución el caballero—, ejecuta sus sangrientas órdenes, y no insultes los últimos momentos de un desgraciado con verdades que en tu boca respiran el acíbar de la ironía. Aquí tienes mi cuello, hombre vil.
—Escrito está —repuso Hamete con más sosiego y pausada voz—, no hieras al perro que ladra, sino halágale por el contrario, y dale un pedazo de pan. ¿Quién penetra, nazareno, los arcanos de Alá, o lee los pliegues del humano corazón? Esa audacia que muestras, ese desprecio de la muerte que sale de tu boca interesan el alma de Hamete. ¿Puedo serte útil? ¿No conoces que quien habla como yo no es por lo común un perverso?
—No sé por qué —contestó el paladín en tono más suave—, no sé por qué vuestras palabras me conmueven; me siento agitado y aunque me deslumbre, no temo aseguraros que os reputo digno de confiar a vuestro honor mis últimos encargos. ¿Qué prueba podéis darme de que no me equivoco y de que respetaréis mis secretos?
—Mira mis ojos —respondió el viejo Hamete, sentándose al lado del de Armiño— y advierte en ellos la llama del honor. Pero no basta esa prueba, aquí está mi diestra, yo te ofrezco fidelidad en nombre de la caballería, cuya orden profeso. ¿Te admiras? ¿No puede también un sarraceno haber merecido por sus hazañas este honor?
—Me doy por satisfecho —añadió el caballero— y no puedo menos de pensar que sois algún misterioso ser distinto de lo que parecéis. Tomad, pues, esta media sortija y entregadla en el campamento cristiano al valiente Rodrigo de Vivar y a don Diego Ordóñez de Lara; decidles que reciban el ofrecido don del caballero del Armiño; que manden pregonar mi muerte, y que cuando la fama publique mi verdadero nombre hagan por consolar a mi desgraciada madre. Vos no sabéis la ternura con que me ama y el despecho que se apoderará de su alma cuando llegue a sus oídos el vil sitio donde ha expirado su hijo. ¡Oh dulce madre mía!, el cielo conoce el tormento que acibara mis postreros instantes, no por temor de una muerte, que es el término de las humanas desgracias y que tantas veces he menospreciado, sino por el sentimiento de no volver a estrecharos contra mi seno, de no sentir palpitar ya vuestro corazón. Y tú, hermosa mitad del alma mía, soberano dueño de ella, recibe el agradecimiento de este tu caballero que pronunciará tu nombre por última vez.
Volviose luego a Hamete y le rogó que cumpliera la orden de Abenxafa, y no dilatara los padecimientos prolongando su agonía. Mas el anciano estaba pálido y trémulo; asomaban las lágrimas a sus mejillas, y no osaba mover los labios. Alzó en esto los ojos y las manos, y con un acento desesperado y patético, dijo:
—¡Tales serían también tus preces al morir, amado hijo de mis entrañas! Pero eran de mármol los sayones que te escuchaban, y tornaron a embotar en tu pecho sus agudas lanzas.
Abrazó entonces, todo conmovido, al incógnito, tomole la mano, y limpiando las lágrimas que abundantemente corrían por su rostro; le dijo:
—Ya no debo, arrojado mancebo tenerte suspenso más tiempo ni emplear contigo el lenguaje oriental. Ni soy Hamete, ni estos vestidos que me cubren corresponden a mi clase, ni a mi culto. El anciano que tienes presente adora la santa cruz, y vistió un día como tú en las erizadas cumbres de los asturianos montes el reluciente peto, el casco de bronce y las espuelas de plata. Ardía en mis venas el entusiasmo de la noble caballería del mismo modo que inflama ahora las tuyas: el relincho del caballo y el son del guerrero clarín eran más dulces a mis oídos que el canto matutino del ruiseñor y que la armonía del universo. Pero viene la edad de la nieve, y la sangre se hiela, y el brazo pierde los quilates de su valor; entonces feliz el padre que puede entregar la espada de los combates a su hijo, y decirle: «Consérvala en su prístino brillo, conserva su honor tan puro y terso, que pueda al expirar mirarme en él». Esta dicha gocé yo y ansioso de encontrar en las ciencias las delicias que había disfrutado en el campo de los laureles, me vestí el traje musulmán y comencé a recorrer las playas orientales aprendiendo de los sabios árabes que las habitan la física, la agricultura y la medicina. Quería reservarme el placer de hacer felices a mis compatriotas de Asturias, comunicándoles los conocimientos que había adquirido en estas costas bajo el nombre de El-Hakim Hamete. Respiraba a la sazón el aire puro de esta hermosa ciudad, cuando hirió mis oídos la funesta nueva de que mí hijo había perecido a los golpes del acero de Abenxafa, defendiendo a mi ilustre prima Jimena. Corrí al lugar de la refriega, y ya los vecinos aldeanos habían sepultado los cadáveres de los que gloriosamente perecieron en la pelea. Todavía encontré removida la tierra que ocultaba a mi hijo; mis lágrimas la amalgamaron, y planté un nogal para que el viajero descanse a su sombra. Pero ¿qué logran los humanos lamentos? Consideré que en el orden actual de los sucesos mi presencia podía ser útil en esta ciudad a mi prima, y que podía contribuir por mil caminos a acelerar la ruina del asesino de mi hijo. Y aquí tenéis al padre de Martín Peláez, convertido en El-Hakim Hamete; hecho ministro del verdugo de su sangre y cargado con el odioso nombre de favorito de un tirano.
—Por la santa cruz —exclamó el caballero del Armiño— que apenas puedo dar crédito a lo que veo. ¿Vois sois Pelayo? ¿Vois sois el digno padre de Martín, del valiente guerrero que eclipsaba las mejores lanzas del ejército del Campeador? ¡Ah! ¡Qué no pueda abrazaros!
—Pronto podrás, hijo mío —contestó el noble Pelayo—. Cuando he recibido la orden de cercenar la garganta de un paladín cristiano, cuyos famosos hechos de armas le habían adquirido renombre, me he dirigido a la morada de un moribundo esclavo mío; y apenas ha exhalado el último suspiro, he cortado a cercén su cabeza para sustituirla a la tuya. Desnúdate el casco para colocarlo en ella y presentarla al tirano antes de que mi tardanza despierte sospechas en su fiero pecho. Volveré después, y con vestido de mi esclavo podrás vivir en compañía mía hasta que el cielo haga brillar el dichoso día de nuestra ventura, librando a Valencia del cruel Abenxafa.
—Señor —gritó el caballero fuera de sí con el entusiasmo de la gratitud—, ¿con qué podré recompensaros tanta generosidad?
—No soy yo quien te libra —le interrumpió Pelayo con gravedad—, sino Dios, que me inspiró el deseo de permanecer en Edeta. Estaba escrito en las celestes bóvedas tu destino: ¿qué importa que sea ésta o aquélla la ruano que riegue el árbol, si está resuelto que ha de florecer y colmarse de frutos? ¡Dichosa madre!, tú no llorarás ya recostada sobre la tumba de tu hijo, porque la diestra de Jehová ha suspendido el rayo que le había de pulverizar; pero ¡ay del anciano, que verá crecer el nogal con el polvo del suyo!
—¿Quién podrá, generoso Pelayo —dijo el del Armiño—, daros consuelo? Yo me lanzaría con firme corazón y resuelto ánimo a las filas enemigas si pudiese con mi muerte comprar la vida de vuestro Peláez.
—¿Quién puede consolarme? —murmuró el anciano—. La virtud: ella difunde por mi alma un placer cien veces más delicioso que amargo es el dolor de los infortunios; ella es como el sol que alegra la árida selva despojada de su hermosa cabellera.
Púsose en pie Pelayo, miró con ternura al paladín que se había desnudado el casco para encajarle en la cabeza del esclavo ocultando el rostro con la visera, y le preguntó al incógnito:
—¿Ha visto Abenxafa alguna vez tus facciones?
—Nunca —contestó el del Armiño—. Cuándo me batí con él llevaba caída la visera, y cuando me prendieron tampoco la alcé; he conservado en todas partes el incógnito, porque interesaba a mi honor que fuesen mis hazañas las que me diesen a conocer, y no mi nombre.
—Valiente eres —añadió Pelayo— y no puedes ocultar tu elevada cuna. Queda en paz mientras cumplo el terrible ministerio; volveré luego a romper tus cadenas, y haré cuenta que recobro en ti a mi perdido hijo.
El anciano salió del panteón con la misma gravedad con que había entrado; crujieron segunda vez los cerrojos de la puerta, y el denodado joven, ocupado de más alegres pensamientos; reclinó la cabeza sobre la inmediata losa para aguardar a su libertador con más reposo; la oscuridad se apoderó de la lúgubre estancia, a medida que se alejaba Pelayo con el hacha en la mano; y cesaron de resonar a lo lejos sus pisadas.
Hamete, o por mejor decir, Pelayo, imprimió sus huellas en el aposento de Abenxafa que le aguardaba con impaciencia, recelando de su tardanza algún azaroso suceso, y dejando sobre una robusta mesa de nogal la ensangrentada cabeza, dijo:
—Cuando retumba el trueno se desprende la centella de la nube, y abrasa al impío que no se postra ante el gran Alá; cuando suena la voz del ilustre Abenxafa cae la cuchilla de su fiel servidor y rueda por tierra la cabeza de su enemigo; ya estáis obedecido.
El corazón del tirano se estremeció al escuchar la última frase, porque los delitos son como las venenosas plantas que se ofrecen a la vista verdes y lozanas en el monte; pero que probadas producen rabiosos dolores y prolongadas agonías. Pasó los ojos de corrida por el rostro de El-Hakim, y hallándolo sereno y tranquilo, casi se avergonzó del estremecimiento que le causaron sus acentos; y dándole las gracias por su exacta obediencia, le mandó retirar. Mirole Hamete al despedirse y advirtió en el color blanco de sus labios, en la palidez de las facciones, y en lo erizado de sus cabellos, la infernal lucha de los remordimientos que despedazaban su alma.
«¡Ved ahí —pronunció en voz baja— las venturas de un tirano! Labra con el ajeno su propio infortunio: y cada minuto de paz que roba a sus súbditos, cada gota de felicidad de que les priva se convierte y trueca en una sierpe que roe su pecho».
Abenxafa tomó en su mano la cabeza que reputaba ser del caballero del Armiño; intentó alzar la visera y recrearse con el espectáculo de una tez deslustrada por la muerte; de unos borrados rasgos que tendrían su mérito en concepto del musulmán cuando habían conseguido imprimirse en la imaginación de la bella Elvira. Tornó a poner sobre la mesa el sangriento trofeo, acercó una luz, y cuando iba a levantar su diestra para satisfacer su bárbaro deseo, la halló inmóvil; habíale faltado de todo punto el valor y tuvo necesidad de sentarse en un escaño para cobrar aliento. Dilatábase el anchuroso aposento a larga distancia y estaba iluminado por una sola luz; el menor movimiento resonaba a lo lejos con el silencio de la noche. Adornaban el salón informes estatuas de los reyes moros que labrara tosco cincel, y que no disfrutando los débiles reflejos de la luz por estar colocadas al extremo opuesto, semejaban, abultadas por las tinieblas, negros tumbos; caprichosos relieves engalanaban el elevado techo representando las huríes del paraíso del Profeta, danzando muellemente con los adoradores de Mahoma.
Avergonzose Abenxafa de su propia flaqueza, y levantándose con prontitud, corrió a descubrir la tez de su víctima; pero al ir a tocar la visera cae súbito el casco cual si se agitara la degollada cabeza o se hubiera mecido sobre el nogal donde descansaba, y aquel héroe que desafiaba a la muerte en el campo de batalla lanza un grito de horror, y huye despavorido de la malhadada estancia. Al estruendo y grito de los guardias acude Hamete temeroso de algún desmán, y da de ojos con Abenxafa en la espaciosa puerta.
—¿Dónde se dirige tan aceleradamente vuestra planta, señor? —preguntó El-Hakim.
—La cabeza del cristiano —respondió Abenxafa casi ahogado por el susto está hechizada; entra, y la verás saltar por la mesa, cual si viviera todavía.
—El hechizo —repuso con gravedad don Pelayo— no existe en ese despojo, sino en el corazón del grande Abenxafa. No hay encantos poderosos a hacer mover lo que ya no es; las ramas del cortado árbol no reverdecen después que el hacha lo ha derribado; pero hay acciones que llevan consigo un tósigo tan funesto que trastorna la mente del hombre.
—Dices bien, Hamete; el violento choque de las pasiones que me agitan han fascinado mi imaginación; sin duda al acercarme ha caído el casco con algún imprevisto movimiento mío; y era tanta mi agitación, que el más despreciable acaso bastaba a aterrarme. Pero, no, no ha sido nada; sin embargo, mientras me recobro, cuéntame si ha muerto con valor ese soberbio caballero.
¿Para qué, señor? —exclamó el anciano—. ¿Para qué queréis ahondar una llaga que os martiriza? El humo del abismo no es más funesto que los punzantes remordimientos que asaltan el pecho del rey que da oídos a sus pasiones. La envidia y los celos levantaron en vuestra mente, generoso monarca, una tempestad de cuyos rayos ha sido blanco el desgraciado caballero; pero las nubes pasan, y el sol de la verdad ilumina también los tronos. ¡Infeliz de aquél que desde la cumbre del poder solo divisa a sus pies muertes y ruinas!
—Hamete —gritó enfurecido Abenxafa—, sal de mi aposento, y no vuelvas a mi presencia sin que yo te llame.
Obedeció El-Hakim después de haber hecho una respetuosa cortesía; y el agitado árabe, en cuyo semblante se leía el tormento que le devoraba, añadió:
—Pero no, anciano Hamete, no te vayas. Háblame del sitio que se atreven a ponerme los perros nazarenos, y si quieres conservarte en mi gracia no me reprendas segunda vez la muerte de mi indigno enemigo.
—Señor —le atajó Pelayo—, el número de los cristianos es muy corto comparado con nuestro ejército; y no dudo que a la primer salida que verifiquen nuestros valerosos soldados huirán cobardemente los adoradores de la cruz.
—Y el Cid, ese campeón sin par, cuyo nombre es aclamado en Europa y en África, ¿huirá también?
—Pienso que sí; porque el filo de la espada de Alá penetra igualmente el pecho del siervo y el del señor.
—¿Y su hija, la ingrata y cruel Elvira? Hamete, llama a un esclavo, y retírate.
Habíanse encendido los ojos de Abenxafa al pronunciar las últimas palabras, y en sus pálidas facciones, animadas de repente, hacían adivinar la revolución que el recuerdo de Elvira obrara entonces en su espíritu. Mandó al esclavo ocultar bajo su túnica la cabeza a la que Hamete había vuelto a encajar el casco, y con inciertos pasos y labios balbuceantes se dirigió a la parte del palacio que ocupaba la familia del Cid.
Hamete, aprovechando ocasión tan favorable, descendió al panteón en busca del caballero del Armiño, y rompiendo las cadenas que lo oprimían, le vistió el traje mahometano para que pasase plaza de esclavo suyo. Palpitaba de agradecimiento el corazón generoso del incógnito con las mercedes que recibía de Pelayo, a quien prodigaba los más cariñosos nombres. El anciano por su parte lo estrechaba entre su pecho, diciéndole que había recobrado en su persona al muerto Peláez y que desde aquel día le sería más suave el aire que respiraba y más dulce su morada en los elíseos campos de Edeta. Tales eran las sabrosas delicias que la virtud escanciaba a manos llenas a estos nobles cristianos, mientras el carcomedor desasosiego atormentaba el alma de Abenxafa penetrando a la estancia de sus prisioneras.
Las heroicas hazañas de su padre y esposo entretenían en agradable plática a doña Jimena y a su hija Elvira, recordando aquellos tiempos de bienandanza en que las damas de Burgos miraban con envidia a la feliz hermosura que había conseguido la mano del primer paladín de Europa. Referíale la matrona a Elvira los famosos torneos en que sacara a plaza su agilidad y destreza el impávido Campeador en los floridos años de su mocedad, rompiendo lanzas con los caballeros de más nombradía y mereciendo con su heroísmo que las primeras bellezas de la Corte mendigasen sus miradas, contándose tal vez entre ellas apuestas infantas que por su gallardía y donosura debieran triunfar de reales corazones. Mas a tan plácidos recuerdos y a la suave conmoción que naturalmente experimentamos con ellos, siguió una escena bien diferente, como a las serenas y rosadas auroras del otoño sucede la tormenta más deshecha. Turbó su reposo Abenxafa temblando de cólera, y sentándose en un escaño junto a las señoras con fiero continente; asomaba a sus labios la blanca espuma del frenesí, y los músculos amoratados, los apretados dientes y la frente estirada por la hinchazón retrataban demasiadamente su despecho. Miró a Elvira, y la angelical dulzura de aquel apacible y risueño rostro, suavizó un tanto su desesperación, a la manera que los rayos del sol vuelven el calor a las ramas de los árboles abrumados de helado rocío.
—Elvira —dijo—, vengo a presentarte una ofrenda que tendrás en mucho precio. Mientras habló así pasó la mano por su tez para ocultar la turbación que le poseía y añadió:
—Alá ha puesto en mi poder a un soberbio castellano de vuestro ejército que tuvo la osadía de alzar los ojos al dulce señuelo donde yo los había fijado, y sabiendo que holgabas tú de contemplar a un paladín de tanto nombre afinojado ante tu soberana beldad, te ofrezco su cabeza para que goces la delicia de mirarle, y leas en la suya la suerte de los que osan contravenir a los deseos de Abenxafa. ¡Hola, esclavo!
Pálidas como el último rayo de la luna las cristianas, echáronle una mirada de desprecio al verle colocar a sus pies la sangrienta cabeza; temblaba Jimena de que fuese la de su caro esposo, no habiendo podido entender las palabras de Abenxafa; y Elvira por su parte, sin dudar de la verdad, adivinaba el fatal misterio. El bruñido casco del caballero del Armiño y el color de sus plumas sacáronla bien pronto de dudas, y retirando los ojos de tan atroz presente los fijaron en los tapices que ornaban la estancia, permaneciendo mudas y frías como dos estatuas de un jardín. Y por más espinas que aquel golpe mortal clavara en el corazón de la doncella, no daba con el rostro señal alguna de angustia, porque corría por sus venas la arrogante sangre del Cid, y ninguno de cuantos pertenecían a esta familia había jamás convenido en que duele el dolor. De suerte que al verla aparentemente tan tranquila Abenxafa, que esperaba de la castellana los arrebatos y desenfrenadas maneras de una dama oriental, tuvo para sí que eran falsos los amores de los dos cristianos; y en más sosegado tono siguió diciendo:
—Las rocas que coronan el Atlas burlándose de los siglos que pasan no son más firmes que tú, hermosa cristiana ¡si llegaras a conocer cuánto te ama este árabe! ¿Nunca le mirarás de buen grado? Responde: tus palabras dilatan las alas de mi corazón, como las perlas que vierte el alba entreabren una flor con cada una de ellas.
—Si queréis que os hable —respondió la hija del Cid con desdén, sin separar la vista de los tapices— mandad quitar de mi presencia ese bárbaro despojo: pues aunque no repugna al vital brío que me anima el más sangriento espectáculo, mi natural ternura y el saber que es de un cristiano ese trofeo, me inspiran horror; compasión, no.
Abenxafa mandó al esclavo llevarse la cabeza y entregarla a Hamete con orden de que la expusiese al público en el siguiente día concediéndole sepultura después; tras esto acercó más su escaño a las matronas castellanas, y exclamó:
—¡Por qué no hemos de poner fin a la guerra que va a devastar los elíseos campos de esta ciudad, y a las rencillas que nos malquistan! ¡Vos, amable Jimena, tornaríais a los brazos de vuestro esposo cargada de los presentes de mi liberalidad, y Elvira, sentada sobre mi trono, podría hacer cuantas mercedes le pluguiese a sus padres! ¿Por qué no ha de rayar ese día?
—¡Miserable! —contestó Jimena, arrojándole un mirada de desprecio que lo dejó yerto—. Los tronos que tú pudieras ofrecernos son nada en comparación del esplendor de nuestro nombre y de las cívicas virtudes que sirven de timbres a nuestra familia. Un cetro se gana en una batalla, pero la gloria y la inmortalidad son dones de más quilates; son la recompensa del heroísmo, el resultado de muchos años de valor, de ingenio y de virtud. ¿Con qué méritos te atreves a encumbrar tu pensamiento a la altura que ocupa Rodrigo de Vivar? Todos consisten en un solio, fruto de cien crímenes y tinto con la sangre de Hiaya; los condes de Castilla ni aun por escuderos admiten a reyes moros.
—Orgullosa esclava —gritó Abenxafa levantándose de su asiento—. ¿Has olvidado que estás en mi poder? Yo haré marcar tu frente con el clavo de la servidumbre y poner cadenas a tus manos; yo destinaré a las soberbias hijas de los condes de Castilla a tener a recaudo mis caballos; yo…, vive Alá, que son inútiles la dulcedumbre y la suavidad con vosotras; la fuerza logrará lo que no han podido el amor y la generosidad, y envilecidas y deshonradas os pondré en público mercado, mandaré a mis esclavos que sacien en vosotras su brutal apetito, y que os entreguen luego a los cristianos con una soga al cuello.
El furioso y despechado tono con que pronunció el africano estas amenazas, no causó impresión alguna en el pecho de aquellas heroínas resueltas a morir mil veces antes que deslustrar la brillante gloria del Cid. Elvira, cuyo feliz ingenio era superior a todo encarecimiento, no creyó oportuno exasperar aún más a su tirano, y llena de majestad y de decoro le dirigió la voz en estos términos.
—Extraño que los naturales sentimientos de unas ilustres cristianas, cualquiera que sea su suerte, despierten en voz los ímpetus de la cólera. Nunca los ojos del oprimido miran con placer al opresor por más que la necesidad arranque una sonrisa a sus labios; en habernos tratado con el miramiento debido a nuestra cuna no habéis hecho más que honraros a vos mismo, porque no fuera muy decoroso a un monarca el que publicara la fama que trataba a los vencidos con saña, cuando la suerte de la guerra puede también entregar a este mismo monarca a las armas de sus enemigos. Creedme, Abenxafa: la hija del Cid preferirá siempre la muerte a recibir esposo que no sea por mano de su noble padre; poned, pues, los pensamientos en más fácil hermosura y dejad que las almas decidan qué ha de ser de estas desgraciadas.
La aparente calma y resuelto tono de Elvira subieron de punto el furor del musulmán y loco y frenético salió de la estancia con ánimo de emplear el rigor y la crueldad para mortificar la soberbia de las arrogantes prisioneras.