Cuando el ejército del Campeador plantó sus tiendas a la orilla del mar cercando a la hermosa ciudad, era la hora en que el lucero vespertino amanece en el cielo vertiendo ráfagas de luz. Se transpuso por fin a las lejanas nubes y salió encendida de las brillantes ondas la luna llena, rayando en la altura de los montes. Temblaban en las espumosas aguas sus plateados rayos y brillaba la playa tan clara y apacible, como si la dorara la luz del mediodía. Los blancos pabellones colocados en la sonante arena, que tal vez agitaba el viento, semejaban, mirados desde el mar, otros tantos colosales fantasmas cubiertos con níveas y anchurosas vestiduras.
Pareció a Gil Díaz aquella noche la más fresca y deliciosa que había visto y acordó cenar con mucho remanso al borde mismo del agua y a la luz de la luna, para paladearse más a su sabor con un buen tasajo de ternera y una bota del más preciado y rico vino que crían las viñas de Andalucía. Sentose, pues, el glotón escudero en una peña, de modo que las olas le besaban los pies al expirar y deshacerse en aquel sitio; puso la bota entre las piernas; y con la mejor gracia y el más despierto apetito comenzó a embaularse la cena mascando, como suele decirse, a dos carrillos. Pero cuando estaba a la mitad de esta dulce y necesaria tarea, vio venir del fondo del Mediterráneo hacia donde él estaba un pequeño batel conducido a lo que parecía por un solo hombre. Y aunque era miedoso de suyo, no se movió del peñasco, ya por darse a entender que sería algún guerrero del ejército que iría solazándose por allí para gozar del ambiente que soplaba, o bien por no interrumpir, y esto será lo más cierto, la agradable faena quede ocupaba. Llegó el bote a la orilla, y saltó un soldado que por su gabán y por su casco pasó plaza de cristiano y tomando asiento sin más ceremonia al lado de Gil, le dijo:
—Cuerpo de mí, y cómo se come las manos el señor Díaz tras la sabrosa ternera: ¡tal debe de ser su hambre! Pues a fe que no parece sino que haya estado a diente un mes entero: suelta, hartón, goloso.
Y diciendo y haciendo, arrebató el tasajo de manos del escudero, y lo envasó en su estómago menudeando los brindis y prorrumpiendo a cada punto con la boca llena en chistes y agudezas que hacían perder los estribos al criado del Cid.
—¡Voto a mi abuela —exclamó éste—, que es su merced el más gárrulo militar que hay bajo la capa de los cielos, y no muy tardo de manos! Pero, hablando en plata, ¿podremos saber quién ha facultado a su merced para darse un hartazgo a costa ajena, y para que los demás estemos pierna sobre pierna y brazo sobre brazo, viendo y oyendo el sonoro movimiento de sus mandíbulas? Digo que para quien viste hábito de soldados, que son la misma cortesía, no es andar muy cortés ni comedido al acometer a uno que vive en paz, y saltearle su cena.
—¡Oh, qué poco entiendes de achaques de milicias! —respondió el soldado—. A almíbar y a torreznos me hubiera sabido a mí un pan duro, cuanto más un trozo de ternera con el hambre que traía; porque te hago saber, que están ahora los mahometanos en su ramadán o cuaresma, y es necesario asir de hoz y de coz y de los cabellos la ocasión que se presenta de lograr el tiro.
—¿Luego su merced es moro?
—Y cristiano —replicó el militar—. Pues qué, ¿no me has conocido, pobre diablo? ¿No te acuerdas de Vellido Dolfos?
—¿Tú eres Vellido? —gritó Gil haciéndose cruces—. Ahora digo y diré toda mi vida, que es mi estrella el que me persigan los diablos por dondequiera. ¡Válgame Dios, por no decir Satanás, y qué descomulgado mastín se ha engullido mi pobre cena!
—¡Hola, señor Gil!, ¿de esas tenemos? Pues hazte cuenta que como me trates así a un antiguo camarada, te hago añicos la cabeza en un abrir y cerrar de ojos. Por vida del venablo que clavé en las espaldas del rey Sancho junto a los muros de Zamora, que como salgas un punto de mi voluntad en esta noche, te he de dar una tanda de azotes que no la cubra pelo.
—El señor Vellido —contestó Gil— tenga los cepos quedos, que estas uvas son para colgadas, y yo no soy hombre que me dejo manosear por nadie. Digo que holgaré de servirle en gracia de nuestra antigua amistad, siempre que no me mande cosas que redunden en contra de mi conciencia, que no la tengo tan ancha como algunos.
—Más arrequives tienes tú, y más caña eres —dijo Vellido— que el mismo Merlín. No hay que andarse por las ramas y ponerse en toldo y en peana, que aquí sabemos quién es quién. ¿Has echado en olvido aquellos días de holgura en que solíamos beber los vientos por un añejo zaque o por una muchacha ojinegra?
—¿Y qué tienen que ver, si te place, esas travesurillas con haber dado muerte a un rey, y haber renegado? ¡Ay Vellido! En alto puesto debes morir si no te van a la mano, y le andas poniendo cascabeles al gato.
—Déjate de profecías, Gil, y dime si serás hombre para entregarme una cabeza que necesito, y que a lo que entiendo me ha de valer una bola de oro tamañita como ella.
—¡Jesús, y cómo te ha puesto los cascos —dijo Díaz moviendo la pierna con ligereza—, el vino que has bebido! Así tocaré yo la uña de un solo dedo como por los cerros de Ubeda: ¡pues es chanada lo que me pides!
—Gil —gritó Dolfos desenvainando un terso puñal—, los momentos son preciosos, y por vida de Mahoma, que no puedo perder uno solo. Como declares mi nombre, o digas a alguno que me has visto, visitará tus entrañas este acero. Necesito desempeñar una comisión: guíame a la tienda del caballero del Armiño.
—¿Y quién es ese guerrero? —dijo Díaz a media voz, todo aturdido por el miedo.
—Lo ignoro —repuso Vellido—, solo sé que en este campamento hay un caballero desconocido, cuyo título es ése; y aun si no me engañan las noticias que me han dado, debe a estas horas tocarle la custodia de la bandera del Cid.
—Siendo así —añadió el escudero de Rodrigo—, fácil es encontrarle: por lo que a mí toca, mucho amo la vida, pero no la compraré a precio de una traición.
—¡Bellaco! —exclamó el renegado dando de un empujón con Gil en el agua—. Descubro de aquí el ondeado estandarte, y él me guiará en la aventura que emprendo; pero mala te la mando si osas moverte un negro de uña de esta roca.
Encaminose, dicho esto, a las tiendas, dejando a Gil pavoroso y aterrado, porque nada bueno se prometía del malvado militar. Era Helial Alfonso, o como todos le llamaban Vellido Dolfos, un joven de lucios cascos y corazón perverso, que a trueco de darse un filo en esto de la holganza y buen vivir, arrancara él las niñas de los ojos a arañazos a un ejército de jayanes. Había sido en su mocedad el trástulo y alegrador de las más famosas tabernas; y como la ociosidad se da la mano con los vicios y los vicios con los delitos, vino muy pronto a dar de ojos en el homicidio.
Con tan brillantes disposiciones para cualquier arriesgada empresa, pusieron en él los ojos los zamoranos cuando don Sancho tenía sitiada a su hermana doña Urraca en aquella ciudad. Fue, pues, el caso, que andando el sitiador monarca esparciéndose por aquellos campos en —compañía del Cid— y de don Diego Ordóñez de Lara, llegó bonitamente Vellido, y le clavó un descomunal venablo al rey por la espalda, de cuya herida murió luego. Recibió en seguida el precio de su crimen, y dándose a entender que entre cristianos no estaría muy seguro un regicida, partió a Valencia, y sentó plaza en las filas de los sarracenos, teniendo después gran parte en las revueltas de esta ciudad y en la muerte de su rey Hiaya.
Cuando se encaminó a los pabellones, encubrían la luna por aquella parte unas negras nubes que subían de occidente, y daban sombra a la playa, oscureciendo de todo punto las silenciosas calles de tiendas. Custodiaba la gloriosa bandera de Rodrigo el caballero del Armiño, que tácita y pausadamente se paseaba por delante del pabellón con la visera caída y la lanza en la mano. Los guerreros yacían en brazos del sueño; ya era tan profundo el sueño que reinaba, que a pesar de la arena y del cuidado y destreza de Dolfos, resonaron bien pronto sus pisadas en los oídos del caballero. Volviose con presteza hacia aquel lado, y blandiendo la lanza gritó con una voz robusta:
—¿Quién va?
—Un soldado —respondió Vellido.
—¿Y qué diablos buscas a estas horas por aquí? —replicó el centinela—. Retírate o, seas quien seas, te haré volver a galope.
—No haréis tal —repuso muy tranquilo Dolfos—, porque soy el mensajero de una persona que os es muy querida, y pido albricias en vez de lanzadas.
—¡Mensajero! —murmuró entre dientes el del Armiño—. Debes de estar bebido, y vienes sin duda a dejar el alma a mis pies porque tal será tu suerte si faltas a la verdad. Acércate.
Llegose entonces el soldado con muestras de mucho respeto, y preguntó:
—¿Sois vos el caballero del Armiño?
—El mismo.
—¿Conocéis a una dama llamada doña Elvira, que está a la sazón presa en el alcázar de Abenxafa?
—¡Vive Dios! —repuso con viveza el caballero—, que hago rodar tu cabeza como sigas moliéndome a preguntas. Di tu mensaje y acabemos.
—Esta hermosa doncella, pues, tiene precisión de veros, y se digna mandaros que me sigáis. Un batel nos conducirá por el mar a la embocadura del Turia, y siguiendo su corriente llegaremos a una solitaria almena, donde os espera la señora de vuestros pensamientos. Y si no queréis dar fe a mis palabras, creed al menos a este rubí que suele resplandecer algunas veces en su frente.
Absorto quedó y arrobado el caballero del Armiño con estas últimas palabras. Tomó el rubí de manos de Dolfos, le miró y examinó con la mayor atención y sacó de su examen que era, en efecto de la hija del Cid. Tras esto comenzó pensar qué debía hacer en tan crítica situación. Dejar de acudir al llamamiento de su amada era contravenir a las leyes de la hermosura más preciosas para un paladín que el aire que respiraba. Porque el entusiasmo que poseía a los caballeros y la ideal perfección a que aspiraban de tal suerte endiosaba sus amores, que la falta de respeto ala orden de una dama se reputaba como una mancha que oscurecía los hechos de armas del aventurero, y le hacía pasar plaza de despreciable. Y como al mismo tiempo el valor era un dios en cuyas aras debía todo inmolarse, se tenía por tanto más honroso el mandamiento de una beldad, cuanto más peligrosa era la aventura que ordenaba acometer. Opinó pues el del Armiño que debía cerrar los ojos a los inauditos peligros que amagarían su existencia, en esta noche, y correr a la voz de su amada como se lanza con estruendo una cascada al compás de los trinos del ruiseñor, sin que la detengan los escarpados picos de las rocas que salpica con su nívea y rabiosa espuma.
—¿Y no sabes, querido mensajero —dijo entonces el del Armiño—, qué nuevos riesgos amenazan a mi señora, y la obliguen a dictarme una orden tan terminante?
—La hermosura —respondió Dolfos con aire de importancia y aprovechando la disposición favorable del paladín—, la hermosura gusta de ser obedecida sin humillarse a explicaciones. Sin embargo —añadió con voz dolorida—, asisten a doña Elvira fuertes motivos para desear la ayuda de vuestro brazo. Ha traslucido a Abenxafa el amor que os tiene, y aunque ignora vuestro nombre; jura y vota por Mahoma que ha de presentarle en un plato vuestra cabeza el día de su boda con Elvira, que a lo que yo entiendo no debe estar lejos. Decidle, me ha encargado, que si, me ama, no dude arriesgar su vida por mí: pues aunque conozco todo el precio del sacrificio que le pido, ¿qué puedo hacer cuando cada hora que pasa pone en mayor aprieto mi situación, y estoy a pique de perder la ventura de ser suya?
—¡Desgraciada señora! —exclamó el caballero—. Pero, según eso, ¿sería conveniente y aun necesario partir en este instante sin más dilaciones?
—Eso pido y eso quiero.
—¿Y cómo he de desamparar yo el sitio honroso confiado a mi valor? Eso no: antes que mi vida es mi dama, pero antes que la dama es mi honor.
El caballero pronunció esta resolución con un tono de convencimiento que sacaba a luz sus altos y generosos pensamientos. Volvió a pasearse por frente de la tienda, no ya con el continente y remanso que usaba antes, sino a largos pasos, como aquél que tiene el espíritu agitado y exaltada la mente. Parose por último, y dijo:
—Si mal no me acuerdo, hame dicho que la señora de mi corazón queda esperándome en una alameda.
—Así es —contestó Vellido Dolfos suspirando—. La enamorada dama ha saltado por cima de mil muertos, y os aguarda con una dueña a la sombra de los árboles.
El caballero del Armiño pareció entonces más azarado y dudoso; clavó los ojos en la arena, púsose la una mano a los labios, mientras con la izquierda sostenía la lanza y después de un rato de suspensión, gritó:
—¿Ves aquel montón de arena que principia a platear en este instante la luna? Pues siéntate allí, que dentro de breves instantes iré, y me conducirás donde te plazca. Pero ¡ay de ti si revelas a nadie el objeto de tu embajada ni el nombre de quien te manda!
—Digo —replicó el soldado— que mi boca es un yunque cerrado con diamantes, y que no lo abren ni los golpes del martillo.
Así hablando se dirigió al lugar señalado, y el caballero del Armiño golpeó con el cuento de su lanza la puerta de la tienda inmediata al pabellón del Cid, y tornó a pasearse por debajo del estandarte aguardando a que le respondiesen. A cortos momentos salió Ordóñez de Lara, y preguntó al centinela:
—¿Habéis por ventura llamado a esta tienda?
—Sí —respondió el caballero—, me he atrevido a turbar vuestro reposo porque necesito de vuestro favor. ¿Me conocéis?
—¿Creéis —contestó Ordóñez— que pueda tan pronto haberme olvidado de mi valiente compañero? Os reconozco por la voz, aunque a decir verdad, los latidos de mi corazón me habían hecho adivinar quién me buscaba. Pero advierto que estáis de servicio, y que la custodia del cristiano estandarte se ha confiado al valor de vuestro brazo.
—Así es —dijo el del Armiño—, y os he despertado para que tengáis a bien ocupar mi lugar hasta que dé fin a un suceso en que se ha comprometido mi honor. Será fácil que no pueda regresar hasta después de muy entrado el día, y así os suplico me perdonéis la libertad que me tomo, causándoos tan gravísima molestia.
—Por San Juan Bautista os ruego —añadió Lara— que pongáis término a tanta cortesía. ¿Pues hay más que decir: tomad esta lanza, y no gastar tanta alharaca y tanto melindre? ¿Por qué razón ha de poder la primera dama a quien le viene en deseo mandar a un caballero que se arroje desde la cumbre de un monte a la profundidad de las aguas, y un compañero de su misma orden ha de andar comedido y demasiadamente cortés para exigirle una pequeña gracia? Y a las veces, la tal es una paz —puerca no— harta de tirar de un copo de estopa, una pelarruecas levantada de ayer a hoy de la paja a las almohadas y alcatifas, y de arambeles a marlotas y cendales.
—Ya, pues, que tanto me favorecéis —replicó el caballero del Armiño algo disgustado de que su amigo no acatase a la hermosura con más respetuoso talante—, me alejo con vuestro permiso, porque cada minuto es para mí un siglo.
Los dos amigos se despidieron repitiéndose iguales ofrecimientos a los que se habían hecho en su última entrevista, y el paladín del Armiño corrió a donde Dolfos estaba para encaminarse al batel que había quedado en la orilla del mar junto a Gil Díaz. El bueno del escudero había probado una y otra vez a levantarse de la roca con ánimo de regresar a la tienda de su amo. Pero desde el punto en que faltó Vellido de su lado la noche que era clara, como hemos dicho, se tornó nebulosa y oscura, y pareciéndole a cada movimiento que hacía que le observaba el sangriento Dolfos, temía que cumpliese al pie de la letra la sentencia que contra él había pronunciado. No tuvo, pues, más arbitrio que encomendarse a San Lázaro, de quien era asaz devoto, y cerrar de cuando en cuando los ojos por no ver los relámpagos que salían del fondo de las aguas, encendiendo con su luz los nubarrones. Viole Vellido Dolfos, y receloso de que con alguna habladuría despertase las sospechas en el ánimo del caballero a quien conducía al pequeño bote, le dijo:
—Debo advertiros que ése que veis sentado en la roca es un criado de doña Elvira que me ha acompañado, y como el pobre tiene los cascos como Dios es servido, ha dado en el gracioso disparate de que quiere quedarse aquí entre cristianos, y decir al Cid que su hija está deshojada y perdida por vos. Será, pues, preciso que me ayudéis a envasarlo en el batel mal de su grado, que yo le amenazaré para que calle, y conseguiremos traerle a razón.
El caballero, oído esto, se acercó a Gil Díaz y le preguntó con suave tono. —¿Sois de la familia del Cid?— Para servir a su merced —respondió Gil temblando de pies a cabeza.
No dudando por esta respuesta el caballero de que era cierto cuanto le había afirmado Vellido, tomó en brazos al escudero, y sin más cumplimientos le puso en el batel amenazándole de arrojarlo al mar como abriese los labios. Tras esto, entraron el incógnito y Dolfos, y principiaron a surcar las embravecidas olas que en tumbos se levantaban, y estrepitosamente se dejaban caer. De admirar era el compungido rostro que ponía Gil a guisa de penitente con los ojos preñados de lágrimas, dando unos dientes contra otros, y cruzando las manos cuan apretadas podía. Diera él al diablo la cena y al que le pusiera ganas de ir a la orilla del mar reputando por el más desacertado y peligroso intento el de sentarse junto al agua.
Contrastaba muy particularmente la aflicción del criado de Rodrigo de Vivar, con el resuelto ánimo y arrogante espíritu del caballero del Armiño. Habíase puesto en corazón de romper por medio de un ordenado ejército, si tal necesitara, para llegar a los hermosos pies de la alta y soberana señora de su alma. En vez de saltear su pecho la natural zozobra que engendran los riesgos, parecíale de perlas aquella ocasión para mostrar que el Cielo le destinaba a emprender magníficas y sobrehumanas aventuras.
La tempestad, entre tanto, seguía embraveciendo los vientos y aumentando el profundo bramido del alterado rasar. Llegaron al desaguadero del Turia, donde la fuerza de las olas empujaba y lanzaba atrás la corriente del río, y entraron en él a fuerza de remo. Navegando después contra el impetuoso curso, dejaron a las espaldas el Mediterráneo, marchando bajo de gigantescos cañaverales que meciéndose ruidosamente formaban al inclinarse movibles sombras que aumentaban el terror y las tinieblas de la tormenta. Aquellos floridos campos que esmaltan las riberas del Turia se presentaban a la vista como un caos de confusión, donde el silbido del viento y la oscuridad reinaban solamente. Tal vez, de cuando en cuando, resonaba un chillido de mal agüero, o remedaba a lo lejos la borrasca los ayes de un moribundo. Desgraciadamente para los tres navegantes se convirtieron los truenos en deshecha lluvia, y por todas partes los inundaba el agua calando sus vestidos y remojando sus cabezas sin piedad. Dioles consuelo Dolfos con decirles que no distaban ya un tiro de arcabuz del sitio donde debían desembarcar, y que no podían menos de divisarse ya los árboles bajo los cuales aguardaba la dolorida señora. Al oír esto Gil, le dio un vuelco el corazón, juzgándose pronto a exhalar el último aliento, bien seguro de que a él no le esperarían doncella ni dueña alguna, por más docenas que tuviese la dama de quien trataban.
Saltó Vellido Dolfos a la ribera, y atando el bote con una soga al tronco de un árbol, se puso a mirar a todas partes como quien busca con los ojos algún objeto. El caballero del Armiño, lleno de la confianza propia de las grandes almas, y acompañado de su marcial denuedo, puso los pies en la mojada yerba seguido del desgraciado Gil Díaz que le miraba de mal ojo, temblando de que se acercase el momento crítico de desenlazar aquel drama. Luego que todos tres hubieron abandonado el batel, ya metido en una alameda de altos y copados árboles, dijo Vellido en alta voz:
—Salid, hermosa señora, que aquí os traigo el valiente caballero del Armiño más manso que un cordero, el cual viene a ponerse de hinojos ante vuestra soberana presencia, y a acorreros con la fuerza y el valor de sus robustos y vedijosos brazos.
Aún no había dado fin a estas palabras, cuando de aquí, de allá y de todos lados principiaron a salir tantos árabes como si se abriera la tierra, y en vez de metales arrojara hombres. El caballero antes se sintió sin armas y aherrojadas las manos con una pesada cadena de hierro, que advirtió tan negra traición. En vano retó a los traidores y los amenazó con la venganza del ejército cristiano y con la de Dios que es más terrible; sus voces se perdían en la ribera, y los descreídos perros le contestaban con sendas carcajadas y alborozados gritos que manifestaban la alegría que habían recibido con su prisión. Reinó de repente el silencio, y adelantándose con amenazadores ojos y fiero ademán el infame Abenxafa, detuvo la planta frente al incógnito, y mirándole con despreciador continente, le dijo:
—Ahora pagarás, mastín cristiano, tu indigna victoria. ¿Pensabas tú que podría sostenerse mucho tiempo sobre los hombros la cabeza que se jactara de haber triunfado de Abenxafa? Cuando mi alfanje tuviera tan poco poder que no alcanzara a poder cercenar desde aquí las gargantas del campamento cristiano, vive Alá, que hubiera conjurado al infierno para que vomitando su humo por las entrañas de la tierra te ahogara con él.
—Solo un cobarde —respondió despechado el incógnito— se vale de los medios que tú has empleado para prender a un valeroso contrario. ¿Quién te ha dicho, hombre vil, que yo, en las más oscuras mazmorras, no podré siempre gloriarme de mi triunfo, y que tú sentado en un trono que ya bambolea, serás siempre un traidor vencido por el caballero del Armiño? Tiembla de derramar mi sangre, que clamará por el desagravio, y encenderá los corazones de mis denodados compañeros.
—¿Y qué me importa —gritó el árabe de esos perros, ni aún de mi existencia, si satisfago mi venganza, si río un instante contemplando en mis manos tu cabeza destilando sangre? ¡Ah bárbaro!, con mil muertes no pagarías a Abenxafa los dolores que le cuesta tu miserable existencia. Tú le has arrancado una palma que formaba las delicias de su vida; antes que tú no palpitaba en el orbe corazón alguno que pudiese henchirse con la gloria de haberle vencido. Tú le has robado el alma de una cristiana que le tiene hechizado, y que por ti paga con odio el amor que le tributa; cruel nazareno, las volcánicas cenizas que lanza el abismo no son tan fatales a los sembrados como tu aliento a las venturas de Abenxafa. Si no temiera manchar mis manos con tu impura sangre, yo holgaría de arrancarte el corazón; pero a mis ministros toca tan execrable oficio.
El mahometano no quiso oír ya la voz del castellano, porque sus acentos le sacaban de quicio, produciendo tal despecho en su mezquina ánima, que parecía un furioso que ha roto la jaula donde yacía encadenado. El incógnito, por el contrario, satisfecho de sí mismo, y con la tranquilidad que goza siempre la inocencia, permanecía resignado, y esperando la última hora con la indiferencia que un hombre que tiene la vida en poco precio. Abenxafa dio órdenes a su guardia y el infeliz caballero cercado de fieros soldados y recibiendo a cada paso un insulto, fue conducido a la ciudad y sepultado en el panteón de los reyes moros, que era reputado por el edificio más fuerte y seguro de la ciudad, a excepción de los palacios. El malvado jefe de los árabes no había hecho levantar la visera al caballero quizás por la repugnancia que le inspiraría ver el rostro de su víctima, rostro donde juzgara que había de leer el desprecio de un vencedor para con el hombre que ha vencido y humillado a todo su talante.
Cuando los musulmanes, abalanzándose al del Armiño, le amarraron para privarle de la defensa, Gil Díaz se dio a entender que era aquella una señal de degüello, y por si podría pasar plaza de muerto, se dejó caer en tierra con increíble ligereza. Pero Vellido que le estaba mirando, se acercó y le dijo:
—Levanta, hermano Gil, que aquí no valen arcaduces, y por el siglo de tu madre que te he de poner como nuevo, en pago y trueco de las flores que me has dicho cuando me comí tu cena a la orilla del mar. Yo te enseñaré cómo se trata a Vellido Dolfos: ¿Qué no hay más que decirme en mis barbas que he de morir en levantado sitio? Juro a tal, que he de henchir las alforjas del deslenguado de tal suerte, que no vuelva a hacer el buche y a macear las ajenas opiniones por más que le venga a mano, y aunque le venga a pie.
Levantó en seguida al escudero que temblaba como un azogado, y dirigiéndose a Abenxafa, le pidió que le concediera por esclavo a aquel mancebo que había cautivado en el campo enemigo, gracia que no titubeó en concederle el árabe. Tras esto, tornó a Díaz, y añadió:
—Ya eres siervo mío; vete disponiendo para recibir la primer mano de azotes que pienso darte aquí mismo por vía de ensayo.
—No suponga su merced en cuentas con nadie —contestó Gil—, que no es de ánimos generosos el sopetear y acocear a un pobre diablo que maldito el agravio que le ha hecho. Ni nosotros hemos tenido batalla alguna, ni yo he vencido a su merced, ni hago la rueda a ninguna garrida moza suya, ni tengo barruntos de hacérsela, aunque viva más años que Matusalén, que tantos pienso vivir en la buena paz y compañía de su merced. ¡Jesús, mil veces, y qué mal entendió su merced lo del morir en alto lugar! Quise decir, que las prendas y valentías del señor Vellido Dolfos merecían encumbrarle a la rueda de la fortuna, y sentarle en alto puesto como en un trono; ésta fue mi intención y puedo asegurar que huelgo de ser su esclavo, y que en mí tendrá su merced un libro de qué quieres boca.
—Ésa te pido que cierres —gritó Dolfos—, que a perro viejo no hay tus tus. Son por demás las maulas y embustes que tan a pelo has encajado porque ni el diablo que tentó a Eva con saber tanto, no te había de librar de mis manos.
Entonces dio una voz a dos árabes, y entre los tres desnudaron bonitamente a Gil Díaz, lo ataron al tronco de un árbol, y con el cinto de baqueta que sujetaba el gabán del mismo criado, le visitaron sendamente las posaderas a guisa de esbirros. El mísero escudero hacía resonar en vano sus broncos gritos porque hasta haberle calentado bien, no cesaron los sayones de descargar descomunales azotes. Y cansados ya de holgar a costa del pobre criado, le condujeron a Valencia a casa de Dolfos, de quien quedó hecho esclavo sin que lágrimas ni ruegos le sacasen de aquel infortunio.