Cuando los valientes caballeros se alongaron un buen espacio de Edeta, tuvo el incógnito de las riendas a su caballo, y dijo a Ordóñez:
—No es tiempo ya de emplear disfraces y arcaduces: sé, guerrero ilustre, que habéis ido de Orden del Cid a llevar un mensaje a su esposa, y por eso os exigí en nombre de la caballería el juramento de no sacar a luz los secretos amores de su hija Elvira. No dudo de vuestro valiente corazón y levantado ánimo que mientras yo me batía con Abenxafa, habréis saltado por cima de los peligros y de la muerte para conseguir una entrevista con doña Jimena.
—Así es —respondió el de Lara—, porque el valor que habéis sacado a plaza en este día abre mi pecho; y no fuera justo sacar un punto de la franqueza que vuestras altas hazañas me han inspirado. Admirador eterno de los héroes, os pago el tributo de mi reconocimiento; porque mi alma, que no conoce otra pasión que la de la gloria, mi alma fría y empobrecida a las gracias y encantos de la belleza, por más que los labios destilen por cortesía almíbar entre las damas, mi alma se enciende y entusiasma con un bote de lanza bien dado o con una cuchillada de todo punto diestra.
—Nada de cuanto decís es nuevo para mí —replicó el desconocido—; he oído hablar siempre de vos como de un guerrero de bronce accesible a los bélicos sonidos de la trompeta. Más de una vez he deseado ser vuestro hermano de armas; y este feliz momento hubiera coronado tan dulce esperanza, si por azar no me obligara el honor a permanecer incógnito en el ejército donde enristro la lanza. Permitid que no me levante la visera, y que difiera por algún tiempo el regocijo de mostraros más abiertamente mi agradecimiento.
—¿Qué me importa? —añadió Lara haciendo parar de repente su caballo y dando rostro a su compañero—, ¿qué me importa no ver vuestras facciones, si he visto ya vuestro corazón? En los combates os reconoceré por el arrojo; ¿podéis decirme si os distingue fuera de ellos algún título particular? ¿Usáis en el escudo empresa?
—Soy el caballero del Armiño. A la pureza de este animal se asemeja mi lealtad; no dudéis que os habla un verdadero amigo.
Diciendo así, dieron de espuelas a los bridones, poniéndose bien pronto a la vista del castillo. Mas antes de llegar a los lindes que dividían las haciendas de éste, el caballero del Armiño se arrimó a Ordóñez, y le preguntó:
—¿Puedo contar con vuestro favor para una gracia que necesito pediros antes de separarnos?
—La duda me agravia —contestó Lara—. Pues bien —añadió el del Armiño, sacando del dedo un anillo y dividiéndole en dos mitades—, de Abenxafa es la sortija que veis. Dadle esta mitad a Rodrigo de Vivar; decidle que un paladín de su ejército la ganó en singular batalla al robador de su familia; y que en premio y gracia de la prez que logró, solo solicita que conceda la mano de su hija Elvira al que le presente la otra mitad de la sortija y la cabeza del fiero Abenxafa.
Dijo; y como si temiese descubrir un arcano, hizo sentir el agudo aguijón al fiero animal, y desapareció por el campo sin dejar otro rastro de sí que la nube de polvo que levantaba en su carrera. El héroe de Lara quedó absorto y suspenso, trayendo a la memoria la valentía del caballero del Armiño, y respetando los secretos que le obligaban a andar tan misteriosa y comedido.
Luego que Ordóñez de Lara entró por las puertas del castillo, corrió a su encuentro Rodrigo de Vivar, con el rostro, encendido y agitado el pecho por la duda.
—¿Las has visto —gritó—, amigo Lara? ¿Viven todavía? ¿Qué te han dicho de mí, o qué respuesta te han dado a las nuevas que les traías? Dímelo todo por extenso, sin quitar una mínima, si es que tienes en algún aprecio el aire que respiro y los días de existencia que cuento. Dímelo, valiente Ordóñez; así el cielo llueva venturas sobre tu cabeza, y te miren siempre plácidos y alegres los ojos de tu dama.
Refirió entonces el guerrero letra por letra los sucesos de aquel día, y puso en manos del Cid la áurea cruz que le mandaba su esposa, y la media sortija de Abenxafa que le entregara el caballero del Armiño.
Cree —contestó el Cid— que es la más rara y extraordinaria aventura que ha acontecido a guerrero alguno desde que se fundó la caballería. ¿Y qué trazas tenía ese arrojado paladín? ¿No pudiste por sus maneras, por el continente con que peleaba, o por algún jeroglífico de su escudo trastejar su nombre, y sacarle del borrador del misterio? Tengo para mí que debe de ser algún monarca encubierto que campea bajo el humilde título de caballero del Armiño, y es el más poderoso, el más atildado y principal señor que oprime los lomos de bridón alguno.
—De su clase —contestó el de Laranada puedo deciros; pero en cuanto a su valentía e industria; debo subirlas al último cielo de la alabanza. Así descoyuntaba entre sus brazos al fiero musulmán cuando se batía con él cuerpo a cuerpo, como si rompiese una débil lanza.
—¡Válgate San Lázaro bendito! —exclamó el Cid—. ¡Y cómo le apretaría entre mis brazos si le tuviese en este punto aquí! Pero ¿qué diablos de secretos pueden poner a un hombre de valor en la necesidad de callar su nombre y andar disfrazado y oculto entre las gentes? No me amaño a creer que deje de ser de importancia el asunto que tal le trae; pero sea de esto lo que fuere, quede en su punto el honor de ese incógnito; que yo así casaré a mi hija sin que me entreguen la otra sortija compañera de ésta, como volaré por esos aires caballeros obre una nube a dar un paseo por las estrellas.
Aquí llegaban de su conversación, cuando los instrumentos bélicos que ronca y desapaciblemente resonaban por el campo los sacaron de su elevamiento, que con el progresa tan dulce y tan suave de los valerosos hechos del caballero del Armiño iba subiendo de quilates a cada palabra. Estaba Rodrigo, por decirlo así, bañándose en agua de rosa al escuchar tan altas hazañas que eran su fuerte, y no hubiera salido un instante de su plática, haciéndose referir las más pequeñas circunstancias, si no le obligaran a poner fin a ella el estruendo de las armas y las pisadas de los caballos. Había de verificarse en tal hora el juramento de tomar a Valencia y las haces reunidas del ejército se disponían a formarse en batalla para con toda pompa y majestad asistir a la jura. Amén de los más distinguidos jefes armados de punta en blanco con sus más ostentosos trajes, lucían también su gala y apostura los soldados en cuyas limpias armas y flamantes gabanes de distintas pieles se dejaba ver la riqueza del señor bajo cuyo estandarte se batían. Nada podía compararse al marcial aliento que sacaban a plaza unos hombres acostumbrados a violentar el carro de la victoria y sentarse en él; porque ya rayaba tan alta la fama de sus heroicidades, que de las naciones extranjeras corrían los príncipes a admirar a un ejército que levantado por un solo hombre que no era soberano, había venido a poner en olvido todos los restantes de los monarcas que reinaban en Castilla y Aragón.
Llegaban ya a las estrellas los bulliciosos clamores de los guerreros, mezclados con el alegre resonar de los atabales, cornetas y clarines. Crecía el estruendo a medida que se acercaba el momento de la ceremonia, cual suelen aumentarse los roncos silbidos del viento cuando está próxima a estallar la tormenta, o cual brama con más ímpetu el océano al romper las nubes el relámpago precursor del trueno. Ardía en los corazones el amor patrio reputando aquella lucha célebre, no como el resultado de una particular venganza, sino como el noble levantamiento de los paladines españoles contra la opresión de los africanos. Dábase a entender que la tierra clásica del valor, la noble España, cuna de tantos héroes, no debía tolerar la mengua odiosa de un vencimiento para el cual se unieron la traición de pérfidos y espurios hijos a los vicios del fementido Rodrigo. La llama encendida por Pelayo en Asturias se había comunicado de pecho en pecho a todos los iberos y ansiaban el punto de lanzarse contra sus enemigos, y arrojarlos a la otra parte del Mediterráneo. Valencia será libre, clamaban, y a la conquista de esta hermosa ciudad seguirán las de las riberas del Tajo y del Betis.
Habían formado en la playa de orden de Rodrigo una especie de vasto anfiteatro, donde debía de verificarse el juramento con todo el aparato militar, y con toda la solemnidad que en aquellos tiempos semibárbaros podía dársele. Elevábase en medio de la arena una especie de tablado cubierto con ramas de laurel, y ornada por todas partes, con escudos, lanzas, espadas y brillantes cascos. Pero lo que principalmente llamaba la atención, era el desarrollado lienzo que hacía pared a este tablado, y donde se veían retratadas al vivo las más heroicas hazañas del inmortal Rodrigo de Vivar. El valiente Enrique de Besanzón, de la casa de Lorena, una de las mejores lanzas del ejército del Campeador, lo había mandado pintar en Italia poco tiempo antes con el objeto de sorprender agradablemente al Cid en la primera ocasión que le deparase la fortuna.
Aquí brillaba Rodrigo con todas las gracias de la juventud en la hermosa iglesia de Coimbra el día en que entró en la orden famosa de la caballería. Armábale caballero el rey Fernando, ciñéndole con su propia diestra la espada, y dándole paz en los labios en vez de la pescozada; la Reina, por un exceso de amor increíble, le tenía de las riendas el soberbio caballo Babieca: y la lindísima infanta doña Urraca, con el rostro alegre y donoso continente, estaba en ademán de calzarle la espuela de oro. El inmenso gentío que llenaba el templo mostraba en sus semblantes la admiración en que lo ponía tan augusta ceremonia, cuya magnificencia real no vieran en tal punto los pasados siglos, ni verán las futuras edades.
La familia Real arma caballero al Cid.
Más allá se ofrece a los ojos la célebre batalla de Carrión. Las tinieblas han cubierto la esfera después que el día ha presenciado la revuelta, y reñido combate de los ejércitos enemigos. Yacen los castellanos rotos y vencidos en su campo, mientras dulce y reposadamente huelgan sus contrarios en las tiendas de campaña. Unos escancian el suave licor de Baco trasegándole de los zaques a los orondos vasos de madera, y otros, después de haber contemplado las estrellas bebiendo a todo su talante, se ven salteados del sueño y caídos por el suelo. La dulzura de la victoria los embriaga a todos, y entre alegres festines, báquicos himnos, y lascivas danzas gózanse y se solazan a todo ruedo. Alumbran los campamentos grandes hogueras; y cuando ya solo se eleva el humo de éstas, chispeando débilmente los extinguidos troncos; ríe en el cielo el primer rayo del alba a cuya vislumbre los castellanos penetran en el campo, y caen sobre los vencedores. El héroe de Vivar y el rey Sancho marchan a su frente llenando de cadáveres el camino que huellan. Parece el Cid el ángel del exterminio, que deja por donde pasa los rastros de su sangrienta carrera. El infelice Alfonso huye con la corona en la mano y el regio manto arrollado al brazo; acógese a un templo de Carrión, pero alcánzale el Cid y le hace prisionero; porqué su alado bridón deja atrás el viento cuando siente los acicates de su señor.
Las hermosas plumas del dorado casco dan a conocer a Rodrigo en otra parte, batiéndose con marcial espíritu a orillas del río Ebro. Alfagib y Sancho, reyes el primero de Denia y el segundo de Aragón, despliegan sus haces cerca del castillo de Alcalá; pero resplandece el acero del Cid como un relámpago en la tormenta, y todo sucumbe a su inmenso poderío. Los pies de su caballo huellan las coronas y cetros de los vencidos monarcas; y cien y cien caballeros amarrados con fuertes cadenas caminan atraillados a la cola del bridón que relincha soberbio tascando el áureo freno, alborozándose con el sonoro pretal, y argentando la tierra con su espuma, como si se engriese y ufanase con las victorias del impávida jinete.
Llegaron a la especie de anfiteatro los ordenados escuadrones al son de las cajas y trompetas, y los caballeros particulares con sus escudos de armas clavaron los estandartes en torno de la bandera del Campeador, bordada por Jimena y bendecida por el abad de San Pedro de Cardeña en la iglesia del monasterio, cuando salió Rodrigo desterrado de Burgos. Una música suave de alelíes, añafiles y adufes hirió los aires en tanto que el Cid con la espada desnuda en una mano y el libro del Evangelio en la otra, gritó a sus guerreros: «¿Juráis, valientes españoles, reconquistar la libertad de nuestra dulce patria España, encadenada por los tiranos de África, dando principio por la conquista de la hermosa Valencia?».
Los soldados inclinaron sus lanzas a la vez, y doblando una rodilla, dijeron: «Lo juramos». Entonces comenzaron las haces a desfilar por delante del tablado, poniendo los jefes a nombre de sus legiones las manos en los Santos Evangelios con mucho respeto, y renovando el juramento de romper los hierros de la patria.
De repente se levanta un anciano que había permanecido sentado junto al Cid; las barbas blancas como el ampo de la nieve, la túnica negra y la cítara que sostienen sus manos imponen silencio y veneración. El rostro se enciende inflamado por el divino estro que enardece su ánimo, y el carmín que lo colora contrasta con el alabastro de sus cabellos, semejando a una rosa que ha nacido entre la nieve. Hínchanse sus venas azules; brillan los ojos como un lucero que se divisa de una noche oscura por entre dos nubes que se han separado. Todos callan; hasta el viento ha amainado sus bríos y la mar sus ondas; resuenan las cuerdas de la lira, y suelta la voz a este cantar.
EL CANTO DEL TROVADOR.
Al suave esplendor del crepúsculo, cuando el lucero vespertino riela en el cielo, caminan los héroes por un bosque de lauros que sombrean las tumbas de sus mayores. Descienden las nieblas unas sobre otras en alas del viento; cúbrense de negras nubes los cielos en un punto; cierra la noche, y el estampido del trueno retumba de monte en monte.
Levántanse a la luz de los relámpagos las venerables sombras de los muertos, níveas como la espuma que argenta el escollo, donde revientan las rabiosas olas, y gigantescas como las pirámides de Egipto. Tiembla la tierra que huellan; ocultan entre las nubes sus aéreas cabezas y vagan por la selva cual si fueran remolinos de polvo que lanza el aquilón.
Pero óyese súbito una voz augusta y resonante como el soplo del vendaval, y dulce como el canto del ruiseñor oculto detrás de las hojas del toronjil. Un frío mortal circula por los huesos de los guerreros, al paso que prueban una emoción grata que los halaga. Así es la tormenta: encanta el relámpago que dora los negros nubarrones, y nos hiela la sangre el retumbar del trueno.
«Qué —dice la voz—, ¿el fuego sacrosanto de la patria no arde en vuestros corazones? ¿No sentís el férvido entusiasmo que llenaba los pechos de los habitantes del Tíber? ¿La tierra que blanquea con los huesos de vuestros padres, no despierta en vuestra mente altos pensamientos? ¡Ay del hombre vil cuya alma no se exalta a la vista de las ondas del río que lamió al pasar por su cuna!».
Marque su frente el clavo de la servidumbre, y arrastren sus pies las cadenas del oprobio. Nunca dé su rostro al sol, sino camine con los ojos clavados en tierra y las manos atadas a la espalda cargada con el peso del látigo. La sonrisa del menosprecio anime los rostros de sus conciudadanos al mirarle, sonrisa más amarga que el jugo de la retama y que la hiel de la víbora.
Hubo un tiempo en que a las orillas del Eleusis y del dorado Pactolo, resonaba la voz de la patria, y cual si trocara los hombres en arrojados leones; resplandecían al punto los escudos y las lanzas, y era glorioso expirar en defensa del país natal. Los padres, mostrando a sus hijos por la noche los resplandecientes meteoros, ved, les decían, las almas de los que mueren por la patria.
¡Oh Leónidas!, tu dulce nombre es todavía el recuerdo más grato que puede asaltar la mente del valeroso que ama el cielo, bajo el cual gozó la primera aurora: es como el sonido melifluo del arpa percibido desde la cumbre del monte plateada por la luna llena. Algunas de las rocas que se alzaban en las Termópilas han sido destruidas por el carro de los siglos que las ha desleído; y tu nombre dura intacto como el sol en el Olimpo.
Sombra de Curcio, ¿dónde te escondes? ¡Ah!, es en vano; la aureola que te corona te anuncia desde lejos, como el estruendo de las aguas que baten un promontorio hacen adivinar la existencia del océano. El abismo donde te hundiste se trocó en elevadísima montaña, sobre cuya cúspide apareces tú a la edad presente, y a los venideros siglos en el emporio de tu inmortal fama.
Sí, el héroe que muere por su patria eterniza su nombre, y le escribe con letras de oro en los cielos, para que pueda leerle el orbe entero. Una nube radiante con los rayos de la inmortalidad le arrebata a la región de los aires donde ríe sentado en ella, pisando las estrellas por alfombra, y mirándose en los rayos del sol que no son más puros que su alma.
—¡Qué dulce es vencer al tirano que oprime nuestro país, y clavar el estandarte sagrado de la cruz donde ondeaba el de Mahoma! Siéntase luego el vencedor, en el carro de triunfo tirado de blanquísimos caballos, y corre por un camino sembrado de flores y de lindísimas doncellas que llenan el aire de clamorosos vivas y de inocentes bendiciones.
Las madres encaraman a los niños sobre sus hombros para que gocen del triunfo, y ellos agitan suavemente sus manecitas, sensibles ya a la ardiente impresión del amor patrio. A oleadas se precipita la juventud por las calles, ofreciendo coronas de laurel al héroe, y entonando himnos sublimes de gratitud y de alegría que dicen: «Ya no seremos esclavos».
¿Y no os arroban, guerreros españoles, estos cantos? ¿Y permanecen vuestros aceros embotados cuando raya ya en el Olimpo la aurora de la libertad cristiana? ¡Qué los montes del Imao tornen a ser el sepulcro de los infieles que dieron allí sus primeros vagidos! ¡Qué hasta el Atlas los arroje de sus faldas, y que muerdan en las tinieblas la cadena de la ignominia!
¡Ojalá que los ojos de las hermosas no se detengan en el rostro del hombre que teme morir por su patria! No le alumbres con tu esplendor suave, héspero delicioso, ni tú, estrella de Venus; el astro de las tempestades le muestre solo su amarillenta luz, sin gozar nunca de los crepúsculos, ni de los apacibles rayos de Diana, cuando yacen los mortales en brazos del agradable sueño.
Céfiro de abril, y tú, lisonjero favonio; no halaguéis nunca sus oídos meciendo las hojas de los verdes árboles; el ronco silbido del ábrego levantando remolinos y encrespando las olas aterre su cobarde corazón. Y cuando los guerreros con la frente erguida empuñen la lanza y se cubran con el peto y el espaldar, ocúltese bajo el enfaldo de una meretriz, tirando de un copo de estopa.
¡Oh patria! ¡Oh nombre de fuego! Ría siempre la ventura en la frente de tus defensores; descansen de sus fatigas a la sombra de un pomposo laurel, donde el manso arroyo les ofrezca sus cristales, con que apagar la rabiosa sed después de una batalla. La hermosura les abra sus brazos y paladéense largos años con la delicia de ser padres de virtuosos e ilustres hijos.
«Y cuando tornen sus ojos a mirarte, tierra natal de los héroes, y suspiren los pechos al partir; o bien cuando canten tus glorias al despuntar el alba, o al salir del mar la luna llena, hazles sentir el gozo, la emoción de la virtud. Caigan sobre su cabeza el azar y el jazmín mecidos por los blandos céfiros y el lucero de la mañana les preceda en su carrera sirviéndoles de guía».
Calló el anciano, y sacó de su arpa suaves y armoniosos sonidos, como si todavía agitase su pecho la inspiración. Dos lágrimas semejantes a dos perlas que ha vestido el alba sobre el cáliz de una flor asomaban a los ojos de éste, y los guerreros, con la mano puesta en el puño de la espada y los rostros inflamados, levantaban un alborozado clamor que atronaba la playa. Hervía el entusiasmo en los pechos desde que oyeron los primeros acentos del trovador, cuyo fuego se había comunicado en las almas, cual si fuera una chispa eléctrica. «Dulce es morir por la patria, claman a una voz, marchemos»; el eco repite las palabras, y el zumbido del viento, el resonar de las olas, y el sonido de la música marcial hacen consonancia a esos gritos. No de otro modo resuena la selva con los bramidos del ensañado ábrego que en los intermedios de sus furores deja quizás oír las melifluas quejas del pintado ruiseñor temeroso de abandonar su blando nido.
Rodrigo de Vivar se regocija con tan suave espectáculo; enternécese su alma grande al presenciar el entusiasmo que conmueve a sus compañeros de armas, y manda recoger las tiendas de campaña, y partir a Valencia. Sube de punto la efervescencia con esta orden; el relincho de los caballos y el estruendo de las armas que suenan con el movimiento de los caballeros sacan de quicio las exaltadas mentes de los soldados. Marchan los primeros Rodrigo de Vivar y don Diego Ordóñez de Lara, seguidos de un escuadrón, donde se descubre al caballero del Armiño fatigando al brioso alazán, y revolviendo con tanta ligereza las riendas a una y otra parte, que no fuera posible alcanzarle en sus tortuosas carreras. Enrique de Besanzón, y Raimundo, cande de Borgoña, se distinguen entre la muchedumbre por los relucientes cascos y heroicas empresas que campean en sus escudos. El intrépido Arias Gonzalo, y el taciturno Nuño Cabeza de Vaca corren a par de estos con la lanza en la cuja y el brazo levantado en ademán de llamar a Fernán Sánchez que da de espuelas al caballo, y se coloca al lado de sus amigos. La soberbia armadura le acero y una gola de oro anuncian con su brillo al conde de Oñate rodeado de famosos paladines, cuyas lanzas de dos hierros resplandecen siempre las primeras en los combates. Tras este vienen el arrojado Ordoño, con su nevada barba y sus azules ojos, Pedro Bermúdez, el del rojo estandarte, y don Alvar Salvadores, con su gabán de piel de búfalo. Las pisadas de los caballos se imprimen en la mojada arena, y aparece la playa coronada de guerreros y de brídones fogosos que disputan al viento su ligereza, y a la mar su espuma. Murallas de Valencia, pronto ostentarán en vuestros campos el espíritu denodado que los alienta, y seréis testigos de sus inauditas y nobles hazañas.
En efecto: ya se descubren las agujas de las mezquitas de la hermosa ciudad; conmuévense los corazones de los valientes, y el grito nacional de «Santiago, y viva la cruz», hiere los aires. Despliegan las tiendas de campaña a la vista de Edeta por la parte del mar, apoderándose del Grao; clavan en tierra las lanzas; y la bandera del Cid, cuya custodia está confiada a los más distinguidos señores, ondea desplegada al viento, y clavada en la cúspide de su anchuroso pabellón.