Siguiendo el intrépido Ordóñez de Lara la orilla del mar, llegó bien pronto a los deliciosos y floridos campos donde está situada Valencia. Aunque el sol tocaba ya el signo de León, no fatigaba en ellos el calor, sino que todo presentaba la imagen de la suave y cándida primavera. Deslizaba el Guadalaviar, o como ahora se llama, Turia, sus cristales por entre unos arcos que formaban los juncos enzarzándose con los purpúreos rosales; y el césped, el jazmín y la madreselva crecían en sus riberas alfombrándolas con vistosa y grata variedad.
Luego que Ordóñez descubrió los humildes muros de la ciudad se apeó de su caballo en una plazuela de olorosos naranjos y verde arrayán que allí había, con ánimo de darse traza y resolver el modo de entrar en Valencia. Y mientras revolvía en su mente, sentado en la menuda grama, mil ingeniosos pensamientos, vio acercarse con presurosos pasos a aquel sitio una arrogante y lindísima mora, con el más donoso y esbelto talle que vieran nunca sus ojos. Vestía un hermoso zaragucel de níveo tuán, cuyos ordenados pliegues le caían hasta los chapines, y una rica marlota de seda sembrada de pedrería. Colgábale del sencillo tocado el cendal, graciosamente prendido, que le velaba el rostro; y resplandecía en sus sienes una diadema de zafiros y balajes.
Parecía tan embebida en sus ideas, que ni siquiera volvió la vista a la plazuela de los naranjos; y despidiendo a la esclava que la acompañaba, se sentó al borde mismo del Turia, de frente al agua y de espaldas al paladín cristiano. En esto penetró a la llanura otro caballero de la cruz armado de punta en blanco y dirigiéndose a Ordóñez con la visera calada:
—Cualquiera que seáis —le dijo—, pues me basta vuestro traje de cristiano, os exijo, por la orden de caballería que profesáis que me juréis guardar eterno secreto de cuanto vuestros ojos vieren.
—Así lo juro —respondió el de Lara sin descubrir el rostro—, así lo juro en nombre de la beldad que me calzó la espuela al armarme caballero.
—Pues bien —siguió el desconocido—, defended mi espalda para que nadie penetre a esta parte de la ribera, que me importa la vida hablar a esa cristiana.
—¡Cristiana! —exclamó Ordóñez sorprendida…
Pero ya el incógnito, llegando a la señora, se había puesto de hinojos ante ella, y con dolorido acento le decía:
—Te veo, por fin, adorada Elvira. ¡Ah!, ¡cuánto huelga mi corazón de que te hayas compadecido de mis penas!
—¿Conoces tú —respondió ella— toda la extensión de los peligros a que me he arrojado por hablarte? Mira el indecoroso traje que cubre a la hija del Cid; mira el disfraz con que he podido burlar la vigilancia de mis carceleros. El bárbaro Abenxafa ha jurado derramar la sangre de mi madre en el momento en que me eche de menos en su palacio.
—¡Qué dices! —gritó el caballero—. ¿Ese juramento ha pronunciado Abenxafa?
—Sí, le ha pronunciado —replicó la doncella—, y los momentos son preciosos. Si en este punto me buscara… ¡Justo Dios! Ya me has visto; ya sabes mi esclavitud y mi situación; parte, y no olvides que tu Elvira queda expuesta a las amenazas del lascivo Abenxafa.
—Espera, Elvira; espera —así gritaba el incógnito mientras la hija del Cid, más ligera que el viento, corría otra vez a Valencia llevada en alas del amor maternal.
El caballero la siguió con los ojos mientras pudo, y volviendo luego a donde Ordóñez lo aguardaba, se sentó a su lado.
—Maravilla debe de causaros —le dijo con acento cariñoso— el que me haya valido de vos sin conoceros; pero los guerreros todos somos hermanos; y a más los lazos de la caballería son tan estrechos y de tanta utilidad, que en todas partes halla un caballero otros de la orden de quien poder fiarse. Sois, sin duda alguna, del ejército del Cid, como yo, y me cumple retirarme por si os estorbo para algún asunto de importancia.
—No me estorbáis —contestó el de Lara—, antes si queréis seguirme, os quedaré agradecido. Salí poco ha de los reales de Rodrigo de Vivar a romper un par de lanzas con los perros que guarnecen esta ciudad; y por Santiago, que no he visto uno solo de ellos con quien poder ser en batalla, a pesar de esperarlos a tiro de ballesta de las murallas, como veis.
—Si os agrada, pues —añadió el desconocido—, sobramos los dos para entrarnos de hilo por esas puertas sembrando la muerte y el desorden, y aún podemos tocar con nuestras manos el palacio mismo del cobarde Abenxafa.
—¿No fuera mejor —opuso Ordóñez de Lara— retar a singular combate a esos dos moros que están de pie en el portillo apoyados sobre sus lanzas, y entrar luego disfrazados con sus trajes a rendir parias a mi señora doña Jimena?
—Que me place —clamó alborozado el amante de doña, Elvira—, siento no haber sido yo el autor de esa propuesta.
Los dos caballeros se abrazaron entonces por un movimiento natural causado por la especie de simpatía que une a los valientes. Hubieran querido ambos darse a conocer en aquel punto, y jurarse fraternidad, pero les pareció que era una especie de desconfianza, porque si el uno se quitaba la celada obligaba al otro a obrar del mismo modo por cortesía. El misterio, por otra parte, lleva consigo cierta majestad; hay un no sé qué de sublime en la espontánea unión de dos hombres que se defienden mutuamente sin haberse visto, y que ejecutan admirables proezas impulsados por una pasión noble.
El héroe de Lara y el incógnito montaron en sus furiosos bridones, embrazaron la rodela, terciaron el lanzón, y se encaminaron al portillo que guardaban los furibundos y bien armados sarracenos. Tan pronto como estos divisaron a los caballeros cristianos, hicieron sonar el alelí, y viéronse en un momento correr a su lado diferentes guerreros de la media luna, con picas, lanzas, espadas y ballestas. Una confusa gritería atronaba los aires, al paso que los dos héroes con reposado continente e impávido corazón se acercaban con la misma indiferencia que si corriesen a presenciar en el circo las habilidades de los gladiadores.
Mas óyese de repente un clamor de admiración, y todos los ojos se fijan en un joven árabe que asiendo con la mano izquierda las crines y hermosas riendas de una yegua, salta sobre ella sin poner pie en el estribo, y empuña una lanza de dos hierros. Las plumas gualdas y blancas que adornan su bonete, su soberbio alquifá, recamado de rubíes y amatistas, y su dorada cimitarra presa con el almaizar de las cadenillas de oro que le cuelgan del hombro, declaran demasiadamente quién es; si su fiereza, sus ojos de tigre y el coraje que le devora no han anunciado ya a Abenxafa.
Adelántase el incógnito dando espuelas a su bridón y provoca con fieros ademanes al musulmán.
—Ven, ven —le grita—, solo estoy, que mi compañero no tomará parte en nuestro combate. Si eres tan osado en el campo como en el harén; si tus cuchilladas y botes de lanza se parecen a los amores que dices a las cristianas que robas, ¿por qué temes, valiente entre las damas?
—Ahora verás —respondió Abenxafa, revolviendo con airosa ligereza su yegua—; ahora verás a qué se parecen los golpes y fendientes que descargo. ¿Eres acaso ése que llaman Cid, y vienes a recobrar cuerpo a cuerpo las prendas que te guardo? Por Alá que no puede engañarme la bermeja cruz que te adorna, y juro que ha de servir para alfombrar la caballeriza de mi yegua.
El incógnito, sin dar oídos a tan despreciables denuestos, vuelve la cabeza atrás y dice a Ordóñez:
—Mientras me despolvoreo con este infiel, aprovechad vos, compañero mío, la ocasión de penetrar en la ciudad por cualquier lado de la muralla —dice, y da principio al más reñido y sangriento combate con Abenxafa.
Ordóñez, acompañado de su alma grande, se aparta un buen espacio del portillo como si huyese de la pelea; arrima su bridón al muro, se pone de pie sobre la silla y abrazándose con la almena, levanta las piernas al aire, aprieta el pecho contra la pared, y salta sobre el muro a pesar de sus armas y del vestido de acero que le impide doblarse. Las calles están desiertas: porque los moros o han corrido al lugar de la pelea, o se han fortificado en sus aposentos, dándose a entender que los cristianos van a asaltar la ciudad. Camina el de Lara con presurosos pasos hacia el palacio; llega, y los centinelas aterrados le preguntan quién es. Respóndeles con la espada; y lleno de aquel honroso entusiasmo de la caballería, les afirma que como le consientan hablar a las cautivas cristianas, saldrá al instante de Valencia. Los árabes, poseídos de temor y admirados de su serenidad, le ofrecen llevarle a presencia de las cautivas si les da su palabra de no sacarlas del alcázar.
Así lo promete el héroe, y guiado por dos musulmanes, entra en un espacioso y ameno jardín. Doradas verjas le cercan y muran por las cuatro partes y en vez de encontrar los ojos cuadros de flores y simétricas calles de árboles, hallan solo una selva casi montuosa llena de grutas, de cascadas y de estanques. Obra es del arte que tan reducido espacio parezca ilimitado a la vista, y que se pierdan los cálculos del hombre en este ameno y plácido sitio, como si se hollase las faldas del Atlas. Los sarracenos, poseedores de los escasos conocimientos que entonces se traslucían de las ciencias, los habían utilizado en el reino edetano, transformándolo en una deliciosa y moderna Arabia. El alegre cielo de Valencia, la fertilidad de su terreno, la alegría y claro ingenio de sus naturales y la pureza de su aire habían venido de perlas a estos dominadores para ejercitar y poner en práctica el método que habían aprendido en su patria: ellos llamaron por largo tiempo a Valencia campos elíseos. Los artífices más hábiles habían trabajado en el jardín del palacio del muerto rey Hiaya; y así no debe parecernos extraño que fuese una especie de fenómeno en aquel siglo.
Detiénese Lara, sorprendido por tan inesperado espectáculo; vuelve la cabeza, y no descubre ya puerta alguna, ni puede adivinar por dónde ha penetrado a aquel misterioso y apacible sitio. Los soldados que le acompañaban han desaparecido, y casi se ve forzada a creer que pisa el encantado palacio de alguna hada, o la celeste región donde colocó la fábula a las apuestas diosas de la gentilidad. Vense aquí y allá grutas de ordenados peñascos cubiertos de olorosas yerbas, por las cuales se dejan caer como arrastrándose cristalinos arroyos que humedecen y refrescan la aromosa selva. Hay dentro de ellas un estanque de agua dulce, asientos de césped, baños para el estío y mil canoras avecillas que buscan inútilmente la salida, pues se hallan aprisionadas sin saberlo con una finísima red.
Aquí derrumbándose el agua en resonante cascada cae sobre una cueva de granito y se deshace en líquida espuma que argenta las aromáticas plantas, semejantes sus gotas a las perlas que vierte saliendo el alba. Allí amontonándose enyedrados peñascos, prestan guarida en sus huecos a la hermosa perdiz, a la nívea paloma y a la fugitiva liebre; mientras el vistoso cardo, el odorífero tomillo y el menudo arrayán levantan su erguida frente. Los árboles graciosos y selváticamente ordenados impiden gozar a un tiempo de estas brillantes vistas en un país llano y dilatado; pero en cambio excitan en la imaginación cierto anhelo por descubrir los límites de aquel albergue.
Impulsado Ordóñez por este sentimiento, recorrió con afán todos aquellos lugares sin echar de ver que andaba dos y más veces por una sola gruta, y que la aparente extensión de tan amena soledad era obra del arte y un mero engaño de los ojos. Así se alejan los objetos en la óptica, haciéndonos ver las risueñas campiñas y floridos vergeles a dilatadísimas distancias, cuando más cerca de nosotros se halla el lienzo donde están pintados. Admiró el héroe la paciencia y los preciosos metales que necesitara emplear Hiaya para trasladarlos enormes peñascos que formaban las grutas y cuevas, los cuales mandó traer de lejanos montes. Y arrobado, suspenso y dudoso sin saber qué pensar de aquel acontecimiento, se puso a llamar a los soldados que le acompañaron para que le mostraran la salida del laberinto.
Pero sus voces se pierden y confunden en la encantada selva, sin que ni el eco responda a los acentos del guerrero. Busca con desesperados ademanes una senda que le conduzca al palacio, y jura derramar la sangre de los alevosos musulmanes que en tan críticos momentos le han encerrado en el mágico retiro. Trae a su memoria el combate que el denodado incógnito ha trabado con Abenxafa para darle tiempo de cumplir sus deseos, y recuerda las tiernas súplicas del valiente Rodrigo cuando le diputaba para hablar a su esposa. ¿Y no la veré?, exclama afligido.
El honor enciende la generosa sangre que corre por sus venas; alza los ojos una y otra vez al cielo, vuela con amenazador continente de una a otra parte, se detiene, limpia el sudor que baña su frente, y conoce, por fin, que los viles soldados de la media luna le tienen preso para sacrificarle cuando les plazca.
Siéntase fatigado y resuelto a vender cara su vida, y los melifluos sonidos de una sonora arpa le sacan de aquella suspensión, despertando en su mente pensamientos harto más lisonjeros. Sin duda es éste el país de los encantos, dice entre sí al levantarse, y mirando hacia el lado por donde se percibía el armónico instrumento, descubre encima de la última roca de donde se despeñaba la cascada, una ligera doncella más apacible que la primer aurora del otoño, y más fresca que las hojas interiores de un capullo de rosa. Parecía al mirarla de pie en aquella altura que se sostenía en el aire, y que los hilos de la cascada que de sus plantas se lanzaba eran otros tantos rayos de plata que su imagen despedía. No de otro modo erró Diana por las deliciosas y argentadas cumbres de los montes en busca de su caro Endimion.
Ordóñez contempla a la aparición, enajenado, como si descendiera del empíreo a darle consuelo, y la ninfa por su parte le observa atentamente fijando en él sus lindísimos ojos. Aparta el delgado alfareme que cubría su rostro, y el héroe reconoce a doña Elvira en muy distinto traje del que llevaba cuando a orillas del Turia estuvo aguardando a su incógnito amante. Eran por demás la gracia y sencillez que campeaba en el delicado monjil que vestía sin duda en muestra del dolor que su cautiverio le causaba; diera aquel traje a su figura un aire de ligereza y elegancia, que unido al prestigio de la empinada roca que hollaba descubría el esplendor de su belleza en el punto más ventajoso a sus gracias. Los vapores del agua, que sutilmente se elevaban en torno suyo y la diáfana albura de las vertientes de la cascada, hacían más níveo y puro el color de su tez, al paso que el viento que ondeaba su alfareme ocultaba a veces los ojos para volverlos a descubrir en todo el lleno de su angélico brillo.
—Señora —dijo Lara alzándose la visera—, vuestro padre me envía a informarme de las cuitas que os afligen; y aunque los socorros de un hombre serán inútiles a una divinidad, sin embargo, holgaría de poder decir a mi amigo que no había desempeñado mal mi comisión.
—Caballero —respondió Elvira—, agradezco tan cortés oferta. Si se asemejan a vos los paladines que enristran la lanza en esta lucha, no dudo recobrar en breve la libertad; porque en vuestro talante, en vuestro brío y en vuestra atildadura leo el arrojo y singular valor que mostraréis en los combates.
—Por la cruz santa —añadió Lara—, que cuando desde hoy recuerde que por vos y en pro de vuestra hermosura peleo, ha de ser tal la intrepidez que me acompañe, que raye en el extremo del heroísmo. Y no porque yo presuma de mí tan altas cualidades, sino porque vuestra imagen soberana será parte a infundirme ardor y a transformarme en otro hombre. Pero decidme, donosa hija del Cid: ¿podré ver a vuestra madre? Porque no osaría comparecer ante vuestro valeroso padre sin poder darle alegres nuevas de su Jimena y de su Elvira. ¡Si le vierais con qué marcial aliento queda disponiéndose para asaltar esta ciudad, y poner en cobro y sobre las niñas de sus ojos a las caras mitades de su corazón! No hay encarecimiento que pueda pintaros su dolor porque el Cid, así como es único en el mundo por su valentía, primero en la gentileza, fénix en la amistad y magnífico en la desgracia ajena, no tiene tampoco segundo en la ternura y en el amor de su familia.
—¡Qué dulces me suenan en los labios de un guerrero los elogios de mi adorado padre! Cualquiera que seáis, valiente caballero, conservaré de vos una memoria grata; los acentos que acabáis de pronunciar han extasiada mi espíritu con más fuerza que los suaves sonidos de mi arpa, o los armoniosos trinos del ruiseñor cuando ríe la luz de la mañana. ¿Podéis trepar a esta roca y os conduciré al aposento de mi madre? Advertid que nadie ha osado a tanto hasta ahora, según dicen, y que un infiel que lo intentó, rodó por esas peñas dejando en ellas su existencia.
Los peligros son incentivos y despertadores para el pecho impávido de Ordóñez, que se encarama por las rocas agarrándose de los arbustos unas veces, y clavando otras por entre peña y peña su espada para asirse de ella y encumbrarse por grados. Ya resbalan los pies, y queda colgado de una sutil planta y próximo a despeñarse; ya el enorme peso de sus armas le hace perder el equilibrio en una cortada roca donde se sostiene a caballo, y parece que va a dar de espaldas en el suelo; ya la vertiente del agua cayendo de hilo sobre su casco le quita la vista, y no sabe cómo libertarse del peligro que le amaga.
Pálida y muda la hija del Cid, le mira sin moverse, semejante a una estatua, a cuyas plantas combaten los héroes o como un ángel que sentado en una nube presencia las desgracias que se precipitan sobre los humanos, sin poder estorbar que el torrente de las pasiones los inunde y arrebate. Pero la destreza y el arte de Ordóñez vencen por último los riesgos, y pisa ya con gentil continente la cúspide donde está Elvira.
—Arriesgada empresa es —dijo sonriéndose— levantarse a las regiones del aire donde habitan los inmortales.
La linda joven correspondió con una deliciosa sonrisa a esta lisonja, y tomando el arpa que había colocado sobre la roca, principió a saltar de peña en peña con buena gracia y gentil talante. Seguíala el valiente guerrero con la misma agilidad que si corriese a sorprenderla y ella se deslizase de entre sus manos; o bien como la bella Dafne huyó un tiempo de su amante negándose a sus amorosas caricias. Entraron por una pequeña abertura practicada en una roca, al regio palacio, donde sentada en rico escaño de alerce cubierto de un bello almadraque se ostentaba triste y meditabunda la ilustre esposa de Rodrigo de Vivar. Aromatizaba la estancia un bello zaquizamí y estaba adornada con alcatifas de Persia, con áureo guadamecí, con ataujía, y con soberbios y ocultos perfumadores de mármol que respiraban delicioso ámbar. La matrona hizo un movimiento de sorpresa al ver entrar a su hija seguida del cristiano caballero, y poniéndose en pie con muestras de inquietud, le preguntó la causa.
—Por el cielo os ruego, amable Jimena —exclamó Lara—, que calméis ese desasosiego. Vuestro esposo, el intrépido y amartelado Rodrigo, me manda significaros los tormentos que acuitan y angustian su corazón desde que hirió sus oídos la noticia de vuestro cautiverio. Vuestra hija doña Sol huelga ya en sus brazos desde el día en que por azar caísteis en poder del furibundo Abenxafa. Consolaos, pues, hermosa Jimena, y esperad tranquila que vuestro Cid y los paladines que le acompañan rompan las indignas cadenas que os aprisionan en este dorado alcázar.
—Bendiga Dios —contestó la matrona castellana— los labios que tan felices nuevas me traen. Decid, generoso caballero, a mi Rodrigo que su Jimena llora asaz desconsolada desde que no pueden sus ojos encender en los de su esposo la lumbre que los alegra y serena; decidle que fío a su vigoroso brazo la venganza de los ultrajes que he recibido y decidle que anhelo verle clavar el estandarte que bordé yo, en la cumbre de este palacio. Dadle esta cruz de oro para que la cuelgue de su cuello, y sonando al andar sobre su peto de metal, le traiga a la memoria con sus sonidos el nombre de la madre de Sol; y en gracia del júbilo que vuestra embajada me ha causado, admitid vos esta patena que tengo en mucho precio. Mandad también albricias a mi hija, que si goza, como decís, las caricias de su padre, está en el cielo de su dicha, y solo envidia debe excitarme.
—Correspondéis, ilustre señora, en vuestros acentos y en vuestras acciones a quien sois. Toda mi vida bendeciré los breves momentos que gozo el placer de admiraros; corro a cumplir vuestras órdenes, porque la menor dilación causaría un diluvio de pesares a vuestro esposo.
El entusiasmado caballero había puesto en olvido los obstáculos que debía de vencer antes de lograr salir del palacio: y a no ser por la industria de Elvira, de ningún modo lo hubiera conseguido. Condújole ésta por retirados y secretos aposentos a los sótanos del edificio por donde era fácil abrirse paso al patio de los centinelas, y con la espada en la mano libertarse del peligro. Ordóñez embistió con los miserables que osaron hacerle frente, y acuchillando a unos y derribando a otros se puso de un salto en la calle.
Interin el héroe con su marcial y brioso aliento había cumplido tan a su gusto la embajada que le dio el de Vivar, se batía intrépida y denodadamente el incógnito amante de doña Elvira con el furioso Abenxafa. A los descomunales botes con que después de mil raras pruebas de agilidad y destreza atraviesan los escudos, saltan hechos pedazos los astiles de las lanzas; y por una inspiración simultánea se tiran entrambos combatientes de los caballos al suelo, empuñan los aceros y dan principio a una lucha más encarnizada. Acércase el incógnito a Abenxafa, le observa por un instante, se abalanza, y las espadas se cruzan, chispean, se tiñen en sangre, rompen al impulso de poderosos fendientes las fuertes armaduras; y fatigan y cansan a los héroes. Descarga el infiel un golpe en vago, y pártese su acero en dos mitades; el desconocido arroja el suyo a un buen espacio despreciando la ventaja que le da, y entrambos se asen a brazo partido.
Giran en diferentes círculos al impulso de sus fuerzas, destrozan las hebillas, se bañan en sangre y en sudor, y una nube de polvo los encubre por unos instantes. El valiente cristiano hace un esfuerzo, estrecha en sus brazos al musulmán, le aferra y le oprime con ambas manos, logrando que descoyuntado el pecho lata con fuerza el corazón, y le derriba por último en tierra. Pónele el incógnito una rodilla a la garganta, saca del dedo de Abenxafa una sortija y desenvaina el puñal; pero los traidores almorávides se lanzan contra el vencedor, le quitan a su rey, y le acosan por todos lados. En aquel punto llega Ordóñez montado ya en su bridón, acomete a los traidores, y libre el incógnito del riesgo que amagaba su vida, llama con un silbido a su caballo, salta sobre él, y desaparecen los dos guerreros de la cruz, dejando absortos y pasmados a los adoradores de Mahoma.