Los rayos del naciente día dando en el rostro de nuestro buen Gil vinieron a despertarle cuando Rodrigo se levantaba también de su durísimo lecho. Mostrábase en el Oriente la rosada aurora; y los trinos de los pintados pajarillos que abandonaban sus nidos de pluma, se confundían dulce y armónicamente con el ruido del agua. La escasa luz que alumbraba las ruinas hacía resaltar en ellas los claros y oscuros de un modo majestuoso; y la vista de tantos objetos distintos sorprendía la imaginación al mismo tiempo que levantaba el espíritu con nobles pensamientos. Lo primero que se presentó a los ojos del escudero fue el malhadado fantasma caído en el suelo boca arriba, y con el rostro todo polvoroso y cubierto con los mimbres que se inclinaban hacia aquella parte. Pero en vez de poner miedo al criado tan extraordinaria figura, le hizo disparar por el contrario en larga risa reparando el raro vestido que le cubría. Lo que las tinieblas de la noche habían hecho pasar plaza de coroza a los ojos de amo y escudero, era la capucha de un religioso; y una almalafa colorada componía el resto de aquel disfraz que tanto se asemejaba a la vestimenta de los vestiglos. La almalafa de moro y la capucha de cristiano formaban un contraste tan original, que Gil llevaba término de no acabar de reír en un año. Al ruido de las carcajadas volvió el Cid la cabeza, y viendo a su criado con los carrillos hinchados y con tanta boca abierta, no pudo dejar de acompañarle en su alegría aun antes de advertir la causa. Mas cuando dio rostro por acaso al fantasma, faltó poco para que ambos no reventaran de risa.
—¿Y qué dirás ahora, Gil, de ese duende o demonio, o como tú le llames? —exclamó Rodrigo, sin cesar de reír ¿Viste más rara y más extravagante figura en los días de tu vida?
—Lo que yo sé decir —respondió el mozo—, es que debe de ser algún loco de atar que se ha escapado de uno de estos pueblos vecinos, y andaba solazándose por los contornos. Descúbrale su merced la cara, y veamos si corresponde a su figura, que sí se parecerá como un manzano o otro manzano.
Acercose Rodrigo de Vivar, y tomando la mano al vestiglo advirtió que vivía aún, y que la tenía suave y blanca como un copo de apretada nieve. Separó los mimbres que ocultaban el rostro, y quedó inmóvil y sin poder articular palabra al reconocer en él a una de sus hijas. Parecía volver en sí del aturdimiento que sin duda le causara el golpe de la lanza, y al paso que se animaban sus facciones, subía de punto la admiración del caballero. Éste, haciendo por último un esfuerzo, la puso sobre sus brazos, y trasladándola a donde Babieca y Gil estaban, se sentó a su lado procurando con un pomo de agua, que consigo llevaba, restituirla a la vida.
—Mal año para mi abuela —dijo el criado—, si no tiene el señor duende una cara como una bendición. Mas, ¡válgame San Jorge!, cosas de encantamiento son cuantas aquí nos suceden. ¿No es ésta mi señora doña Sol?
—¡Cielos —exclamó el Cid—, justos cielos! ¡Conque no se engañan mis ojos, y mis propias manos han puesto tan mal parada a la hija de mis entrañas! ¿De qué prez puede serme la victoria que anoche conseguí en este mismo sitio arrancando la vida a mi bárbaro enemigo, si tan cruel venganza, me había de retornar la fortuna? ¡Oh hija mía! —añadió, apretándola contra su seno; y los ojos de la hermosa doncella se abrieron en aquel punto del mismo modo que se entreabre el cáliz de una rosa a la primera gota de rocío con que la baña la aurora.
—¡Dulce padre mío! —pronunció doña Sol con una voz débil, y pasó su brazo por el cuello de Rodrigo—. Mis labios temen anunciaron las crueles desgracias que cercan a vuestra familia. Mi madre y mi hermana… Dios mío —siguió toda conmovida, y alzando los ojos tierna y dulcemente—, dadle valor. No os desesperéis, valeroso padre; vuestro pecho, acostumbrado siempre a los trabajos de la guerra, ha sabido conservar la ternura de esposo y de padre. ¡Cuál será, pues, vuestro dolor al ver que mi madre y mi hermana yacen aprisionadas en poder de los moros!
—¿Qué dices, Sol? —replicó Rodrigo, poniéndose en pie—. ¡Mi Jimena, mi amada esposa, gime entre cadenas, y yo vivo! ¡Dime el nombre del infame que ha osado mancillar mi gloria y arrebatarme mis caras prendas; dímelo, y al punto caerá su cabeza a tus pies!
—Abenxafa, señor —contestó, bajando los ojos, la hija del Cid—. Abenxafa —gritó éste—, traidor, fementido, las aves de rapiña han de bañar en tu sangre sus picos. ¡Ojalá, perro descreído, que si amas a alguna belleza, pruebes al expirar el amargo tormento de verla en brazos de un rival! ¡Y ojalá presencies la muerte de tus hijos despedazados por una fiera, sin poderlos socorrer!
El pobre Gil Díaz, oyendo estas nuevas, y conmovido con la desesperación de su amo que nunca un dolor igual había mostrado, principió a llorar amargamente llevado de la ley que a sus señores profesaba. El valiente y aguerrido castellano, que adoraba a su esposa y a sus hijas, y que con aquel fiero e indómito valor amalgamaba la más exquisita sensibilidad, soltó la rienda a su despecho, y doblando una rodilla ante la hija, le tornó una mano, empuño con la otra el acero, levantó los ojos, y exclamó:
—Juro por la cruz de esta espada de no comer pan a manteles, ni bajo techo reposar, hasta haber librado a Valencia del impío Abenxafa, y haber recobrado con ella las dulces mitades de mi corazón. No, Jimena mía; no, Elvira de mi alma; mis caballeros me seguirán a romper vuestras cadenas, si es que el amor que os tengo no basta y aún sobra para abrirme paso por medio de escuadrones y vencer murallas de bronce.
Dijo, y saltando sobre Babieca, y acomodando en sus brazos a doña Sol, dio de espuelas al caballo que en su veloz carrera dejaba atrás el viento. Seguíale jadeando Gil, sin perderle de vista, hasta que bañado todo en sudor, y viendo el camino que tomaba, diose a entender que iría al castillo de Cebolla, y tuvo por acertado el acortar el paso y mirar cómo su señor se alargaba a todo su talante.
Dejemos ir en paz a amo y criado, y vengamos al trágico suceso del cautiverio de doña Jimena y su hija, que dio ocasión a la ridícula y felizmente acabada aventura del fantasma. Pero antes será preciso decir algo sobre los caracteres de Rodrigo de Vivar y de Gil, que tan principal papel representa en esta historia.
Era el Cid blanco sonrosado, con los labios belfos, el cabello rubio; y aunque frisaba ya en una edad avanzada, no se le notaban canas. Sus brillantes ojos eran como un espejo donde llevaba retratado su ardoroso y bélico valor; y una larga y poblada barba marginaba su rostro. Notábase al mirarlo algo extraordinario que anunciaba a tiro de ballesta al héroe sin necesidad de saber de antemano sus proezas. Era por demás la bizarría y el aliento que en todas sus acciones mostraba; y a no afirmarlo todos los historiadores, deberíamos dudar de que la especie de dureza que distingue a los héroes se confundiera y anduviera apareada con la más perfecta ternura.
En efecto: Rodrigo de Vivar no aparecía mejor guerrero en el campo de batalla, que esposo sensible y padre cariñoso en el retiro doméstico. Cuando se desnudaba la ensangrentada coraza y las duras manoplas en los cortos momentos que dedicaba al solaz y al descanso, sentaba sobre las rodillas a sus hijas, y tal vez con un rostro lleno aún del honroso polvo de la pelea imprimía los labios en el tierno y delicado rostro de las hermosas doncellas. Aquella mano que poco antes embrazara la rodela o empuñara la lanza acariciaba ahora suavemente a su esposa; y quizá una lágrima de felicidad empañaba los ojos que habían brillado de fiereza. Rodrigo, pues, pertenecía por su heroísmo a aquellos siglos bárbaros y caballerescos; empero, su corazón y sus conocimientos rayaban más altos, y serían sin duda hoy día el mejor ornamento de la Corte de Castilla.
Gil Díaz, su criado, que le servía desde niño, era un mozo colorado, fresco y pelinegro, pero de muy poca sal en la mollera. Dejábase tentar algo de la risa, y más a su gusto embaulaba tasajos como el puño en su ancho estómago que repartía tajos y reveses en los combates. Era miedoso y hablador de suyo, pero su buen natural, su fidelidad, y sobre todo, su no interrumpida alegría, le hacían amable y querido de los amigos de su señor. Así contaba un romance como aderezaba una polla y aún podía dar una mano de coces de ventaja a cualquiera en esto del danzar.
Ausente, pues, el Cid de su esposa y de sus hijas por las intrigas de los cortesanos, y viendo las muchas tierras que en reino de Valencia había conquistado, acordó fortificar el castillo de Cebolla, situado a dos leguas de la ciudad, y llamar a su familia para vivir juntos en esta fortaleza. Envió a San Pedro de Cardeña, donde habían quedado su esposa e hijas, a Alvar Fáñez y a Martín Peláez, caballeros y deudos suyos, con un grande presente para el abad del monasterio, y treinta marcos de plata para el altar de San Pedro. Llegaron al convento los enviados de Rodrigo, e hicieron rebosar de placer el corazón de Jimena que lloraba tanto tiempo ya la ausencia de su esposo. Sus hijas Doña Sol y doña Elvira, que con igual entusiasmo amaban a su padre, bañaron con sus lágrimas la mano de Jimena, dándose mutuamente mil parabienes por tan súbita ventura.
Cuanto puede hacer amable al hombre en el mundo a los ojos de la hermosura, campeaba en el Cid en el punto más elevado. A su maravilloso denuedo y corazón valiente, a la fama de sus grandes e increíbles hechos, al prestigio de la gloria que tanto halaga a las bellezas, había el guerrero encadenado el afecto de su familia. Y cuando este nace sobre terreno tan proporcionado crece y se señorea en el pecho humano, sin que las tormentas que levanta el infortunio sean parte a destruirle.
Hechos, pues, los preparativos del viaje, y colocadas las ofrendas en el altar de San Pedro, pusiéronse en camino doña Jimena y sus hijas acompañadas de Alvar Fáñez, Martín Peláez, y de fray Lázaro, religioso del monasterio. El ansia con que deseaban llegar al castillo las ilustres viajeras ponía alas a su imaginación para representarles de antemano las delicias que gozarían al reunirse con el objeto de sus amores. Mas la suerte enhilaba los sucesos de muy distinto modo.
Hiaya, rey moro de Valencia, tenía buena voluntad a Rodrigo de Vivar, y apoderado éste por otra parte de tantas fortalezas y pueblos, nada podía recelar en el reino edetano. Habíale dado el rey repetidas pruebas de fidelidad, y descansaba a mayor abundamiento en del terror que su vencedora espada había infundido a los cobardes secuaces del islamismo.
Pero la llama de la discordia se eleva de repente en la ciudad que baña el Turia; y la sedición la atiza con todo su poderío. Los almorávides, enemigos de Hiaya, han desnudado su puñal, y el pecho del infeliz rey le sirve de vaina. Cae el mísero bañado en su propia sangre, y el impío Abenxafa, el más corrompido de los hijos de Mahoma, le dirige una mirada insultante y feroz al verle morder la tierra; y al paso que con la diestra clava una y otra vez el acero en el corazón del rey, le arrebata con la siniestra el signo de la autoridad real y la empuña con frenético anhelo. Levantan desde entonces su cabeza los vicios y los crímenes en Valencia; escóndense las virtudes perseguidas bajo las bóvedas de que está minada la ciudad; la encendida tea de las feroces pasiones guía y alumbra los pasos de los que se han apoderado de la balanza de Temis; y la dulce inocencia cierra los ojos para no deslumbrar con la vista de los delitos el brillo de la pureza que resplandece en ellos.
Mientras el carro de las humanas revoluciones rueda y pasa sin detenerse por las murallas de Edeta, se acercan ya a Sagunto Jimena y sus compañeros. Los labios de la ilustre matrona sonríen dulcemente al descubrir las olas de aquel mar que besa las humildes torres del castillo de Cebolla, y aumenta su impaciencia la proximidad de este amado lugar.
—¡Ay, señora —dice fray Lázaro, metiendo las manos en las mangas—, qué bueno es Dios! No distamos dos tiros de ballesta de la fortaleza, y pronto descubriremos sus almenas doradas por los últimos rayos del sol. Ensanche su merced ese corazón que debe tener angustiado y anheloso, según los colores que le salen al rostro al paso que nos acercamos a Cebolla.
—Así será, como asegura su paternidad —respondió Jimena—, pero yo sé decir que no me angustia cosa alguna, como no sea la alegría que me causa el verme ya cerca de mi caro esposo.
—Pues bien —replicó el religioso—, esa alegría, debe tener sus límites, que no place a la Divina Providencia el que pongamos tanto amor en las cosas terrenas que son perecederas.
—¡Vive Santiago —exclamó entonces Alvar Fáñez—, que su reverendísima se engaña! Si en vez de cogulla y cordón se hubiera vestido su paternidad una cota de malla y un casco de bruñido acero, a buen seguro que le acuciarían otros pensamientos. Para conocer el amor es necesario ser marido y padre, o haberlo sido. Entonces se siente la extensión y fuerza de esta llama que mueve y arroba al hombre de un modo superior a sus fuerzas; entonces todas las leyes de la naturaleza conspiran a reducirle a este afecto único, porque de él depende la conservación y aumento del género humano. Su reverendísima no puede conocer unas pasiones a que es superior, ni probar unas delicias a que ha renunciado; pero así moderará mi señora doña Jimena el contento que le anda brincando en el pecho en estos instantes, como perderá su nivel el agua de ese mar. Porque por más elocuentes que sean las razones que emplea fray Lázaro para probar que debe tener a raya ese júbilo, la naturaleza, esa señora que nadie conoce y todos siguen, con un solo recuerdo, con descubrirle la cúspide de un torreón, le hará dar un salto y olvidar en un abrir y cerrar de ojos los discursos de una semana entera.
—Digo que tiene razón Alvar Fáñez —contestó Martín Peláez— y que bajo el hábito del monasterio de San Pedro de Cardeña lleva ocultas su reverendísima muy diferentes ideas. ¿Nunca ha molido fray Lázaro esperanzas en el molino de amor?
—Sus mercedes —dijo entonces el religioso bajando los ojos— gastan buen humor a fuer de esforzados militares. Dios los tenga de su mano y guarde nuestra cogulla.
En esto vieron venir hacia ellos un tropel de sarracenos capitaneados al parecer por un joven de gentil continente y sin iguales bríos que oprimía los ijares de un arrogante bridón. Al punto que divisaron los moros a los armados caballeros hirieron los aires con el ronco sonido de sus añafiles y atambores, y revolviendo con su acostumbrada ligereza los caballos acometieron a los cristianos en polvoroso desorden. Alvar Fáñez y Martín Peláez, afirmándose en los estribos, los esperaron con impávido denuedo y con la lanza en ristre, y rechazaron a los primeros pelotones con la misma furia con que los montes resisten a las olas del mar que los cubren de espuma y que se estrellan contra los peñascos que se elevan en su falda.
Pero los furibundos fendientes que descarga el joven Abenxafa hacen mella en las corazas de triple acero: caen las plumas que coronaban el alto crestón de las celadas; rómpense éstas al descomunal golpe de su maza de armas, y descubiertas las cabezas de Fáñez y Peláez ruedan bien pronto a los pies del bárbaro musulmán. Abalánzanse los soldados a las afligidas señoras, las desnudan de sus ricas joyas y vestidos, y hasta el humilde hábito del pobre fray Lázaro, que había permanecido pacífico, es presa de aquellos despiadados infieles.
Aparecían confundidos en el suelo los cadáveres de los dos cristianos con los despojos de los sarracenos que habían expirado al impulso del vigoroso brazo de Fáñez y de Peláez. Abenxafa saltaba de alegría al ver la completa venganza que la fortuna le daba del Cid, a quien aborrecía de muerte: y así ordenó que separasen a las señoras para aumentar el dolor de su cautiverio.
Mas observando entonces doña Sol el general desorden de los bárbaros, asió de los cabellos a la suerte, y dejándose caer en tierra se tendió bajo de los mortales restos de los que habían perecido. No pudieron echarla de menos los moros, porque dándose los unos a entender que los otros la custodiaban, torcieron el camino hacia Valencia después de haber recogido los despojos del campo.
Luego que la hija del Cid notó la soledad en que quedaba, se levantó pasito y reconoció el sitio donde yacía. Viose desnuda, y solo encontró para cubrirse la almalafa de un moro muerto que habían dejado olvidada y la capucha de fray Lázaro que, sin duda, arrojaron allí por desprecio los soldados del bandido Abenxafa. Púsose estos extraños adornos, y advirtiendo que la noche cerraba, que todos aquellos lugares estaban habitados por sarracenos, y que ignoraba cuáles eran de su padre amigos o enemigos, se dirigió a las ruinas de Sagunto con ánimo de esperar en ellas la luz del siguiente día.
Hirió a deshora sus oídos la voz del Cid y de Gil Díaz, y aunque al principio dudó de tanta ventura, fuese por grados determinando a salir al circo para darse a conocer a su padre. Su aparición causó la escena que en el anterior capítulo hemos descrito; y aunque tan extraño parecía a amo y criado el vestido de doña Sol, era muy natural, sin embargo, el trance desgraciado que la había obligado a usarle. Al presente podía ya repararse y consolarse del pasada infortunio al abrigo del Cid que la conducía, como dejamos dicho, al castillo de Cebolla, con ánimo de vengar la injuria hecha a su familia.
Con efecto: entraron por las puertas de la fortaleza, y los denodados y valientes caballeros que ya sabían la desgracia de su inmortal jefe, le cercaron en el lindar bramando de coraje, y pidiendo que los condujera a singular y sangrienta batalla con los osados robadores de Jimena. El honor y la hermosura lo eran todo para aquellos arrojados paladines que, deslumbrados con la aureola de gloria que brillaba sobre la cabeza de Rodrigo de Vivar, habían corrido de lejanas tierras a tributarle el homenaje debido a su heroísmo y a adquirir bajo sus banderas empresas de gloriosos hechos para sus noveles escudos.
Allí se distinguían los aguerridos y sesudos habitadores del Tormes; los que cribaban la finísima y menuda arena del Tajo; los que bebían las dulces aguas del florido Betis, y los que a las faldas del Auseva lanzaron el primer grito de patria libertad, y enrojecieron los tersos cristales del Deva con la inmunda sangre de los bárbaros africanos. Diríase al ver tantos héroes juntos que el diamante tenía la virtud de reunir todos los metales preciosos, o que el Cid era el centro del heroísmo o la piedra mágica que una vez tocada pone en movimiento cuanto a ella se acerca.
Empero, los atractivos de doña Sol hicieron subir el valor de los guerreros al último cielo del entusiasmo. Aquellos ojos negros y rasgados que brillaban en medio de un rostro de azucenas salpicadas de púrpura dirigieron una mirada de gratitud a los cristianos, y no hubo un solo corazón que no palpitase con ella. El carmín coloreó los rostros de los paladines; hincháronse las venas con la sangre inflamada por la beldad; eleváronse los ojos por un movimiento natural, y todos experimentaron el ansia de combatir. El sonoro ruido de las espuelas, el brillo de las armaduras de limpio acero, en las que reflejaba el sol su imagen saliendo en aquel momento de las aguas del Mediterráneo, el movimiento de los penachos que ondeaba el viento y los gritos que arrancaba la presencia de la hija del Cid a aquellos valientes encendieron más y más su pecho, y lo hincharon de patriótico anhelo.
Los árabes dominadores de los países más fértiles de España habían solo sufrido revueltas y descalabros en los sitios montuosos, desde que el genio de la rebelión les abriera las puertas del Edén europeo. Asturias había dado el ejemplo heroico de sacudir el bárbaro yugo de la dependencia musulmana y la Corte española, concretada un día al ángulo reducido de la milagrosa cueva que albergó a los compañeros de Pelayo, se había dilatado por Castilla, Aragón y otros países más o menos céntricos y montuosos. Los tiranos se señoreaban a todo su talante en las provincias marítimas gozándose en las riberas del Turia, del Segura y del Betis, porque así podían en apuradas situaciones recibir socorros de África, o dar las velas al viento, embarcando sus riquezas, si los valientes iberos los acosaban con su sólita pujanza.
Rodrigo de Vivar, abriéndose paso por medio de estos naturales y feroces enemigos, había logrado sentar sus reales en medio de ellos, y en el sitio mismo que tantas ventajas les daba. Y había cumplido del todo sus deseos con estas tentativas, conociendo cuán difícil se presentaba la conquista de ciudad alguna que estuviese situada en la costa. Mas al presente, que el honor y el amor enardecían el patriotismo, todo se presentaba a sus ojos liso y llano para clavar el estandarte de la cruz en las murallas de Edeta. Parece que el cielo deparaba a los cristianos esta ocasión de libertar la ciudad más hermosa de Occidente del poder de los descreídos y perversos africanos.
Al dulce cariño que profesaba a su consorte se unía el poderoso aliciente del amor patrio, despertador de los más heroicos pensamientos, y capaz por sí solo de hacer emprender y acometer los más atrevidos y gloriosos hechos de armas. Conocía el Cid lo que podía en los corazones de sus guerreros esta pasión; y así resolvió que todos ellos juraran morir o librar a Valencia de los musulmanes. Dio, pues, las órdenes convenientes para esta singular y nunca vista ceremonia, y ofreció marchar, al punto que se hubiese celebrado, a auxiliar la oprimida ciudad.
Manda clavar en el torreón más elevado de la fortaleza un astil, de cuya punta cuelga negro pendón con una roja cruz que la atraviesa. Ordénanse las guerreras haces en la dilatada llanura donde está situado el castillo, y por todas partes corren los hombres de armas apercibiéndose para la lucha. Ya no se agitan en las celadas de los héroes cimeras de vistosos colores: todos las han trocado por negras plumas que muestran el luto que reina en las almas. Los impacientes flecheros rompen el aire clavando agudas flechas en los troncos de los árboles para ejercitarse en los bélicos ejercicios. La trompa guerrera resuena en el campo, y anuncia las marciales lides que serán el asombro de las edades venideras.
Mientras el estruendo de las armas atronaba aquellos contornos, llamó Rodrigo a don Diego Ordóñez del Lara, uno de los héroes que más sobresalían en el ejército del Cid, y le dijo:
—Término llevan estos guerreros de conquistar la Europa entera, cuanto más a Valencia; mas para dar el último punto a su belicoso ardor, quiero que los nobles paladines de mi ejército reunidos, la flor de la caballería española jure con la espada desnuda reconquistar la libertad de su patria, encadenada por las cohortes africanas, y quiero que mi hija presencie esta ceremonia para darle todo el realce y brillo posible. Ya ves, amado Lara, el trance a que me ha conducido la suerte. Mi dulce Jimena yace aherrojada por un bárbaro y cobarde moro, y mi tierna hija, aquella cuyos pies cobijaba yo en su niñez, provoca quizás con sus atractivos las impúdicas miradas de un seductor. ¡Oh afrenta! Tu amigo, Lara, el Cid, cuyo honor disputaba la pureza al lampo del sol, Rodrigo de Vivar vive aún después de su infortunio. Si en tu pecho arde la llama de la amistad del mismo, modo que en el mío; si alguna vez te fue deliciosa la memoria de una beldad querida, ase las riendas de tu bridón, y disfrazado o como más te agrade, parte a Valencia, y haz por ver a mi esposa. Dile que quedo ciñéndome la espada que he de envainar en el pecho de sus alevosos robadores; dile que mi corazón llora sangre ausente de ella; dile que cuide de mi Elvira… ¡Oh amigo!, yo fío a tu valor este arduo encargo; no conozco ninguno más digno que tú de tan peligrosa empresa.
Anímanse las facciones de Lara al oír las últimas palabras de Rodrigo; estrecha el cuello del héroe con sus brazos aforrados de hierro, y le responde:
—Merezco la preferencia que me concedes, invicto Cid; y antes que el sol transponga las vecinas montañas, tendrás nuevas de tu familia.
Se desase entonces de su compañero de armas, se cala la visera, salta sobre su indómito caballo, y los árboles y el polvo le roban muy pronto a los ojos del Cid.