Jimena y su hija, regocijadas con el triunfo que el Cid había obtenido de el rey Juzeph, permanecían en la ventana, aguardando con ansía, nuevas de lo que pasaba en el asalto, cuando descubrieron una nube de polvo que se acercaba con presteza, cual si la impeliese un recio viento. Traslucían por entre la polvareda el brillo de la carroza, en la que el sol reflejaba sus auríferos rayos; y las castellanas experimentaron una especie de conmoción cuya causa no era fácil adivinar.
—Dulcísima Elvira —decía entre tanto el caballero del Armiño a la hija del Cid—, tengo la gloria de restituirte al seno de tu adorada madre. ¿Podré lisonjearme de merecer alguna recompensa?
—Valeroso joven —respondió la doncella—, hemos tocado el término de nuestros infortunios. Y si las escenas que has presenciado no te han dicho los sentimientos de mi corazón, ¿podrán expresarlo mis palabras? Sin embargo, debo quejarme de ti en medio de los sacrificios que mi amor te ha causado. ¿Qué dama ignorará por tanto tiempo el nombre de su caballero?
—Tienes razón, vida mía —replicó el joven, sacudiendo con el látigo a los caballos para que corriesen aún más—, tienes razón, y no deberías admitirme disculpa alguna, sino mediasen poderosos motivos. Quería deberlo todo a la gloria y al valor y nada a mi nombre ni a mi cuna; lo he conseguido ya; hame ofrecido tu padre que premiará con la mano de su hija a quien le entregue la media sortija de Abenxafa, que conservo, y su cabeza. Ves el cadáver del tirano barriendo el polvo y arrastrando por tierra detrás de esta carroza; llegó, pues, el instante de mi felicidad; y vas a conocer que no es inferior a la nobleza de los condes de Castilla, de quienes desciendes, la generosa sangre que circula por mis venas. Sí, embelesadora doncella; después de las borrascas que han agitado nuestro espíritu lucen los días de la bonanza, los hermosos días que alegra con sus rayos el sol.
Los ojos de Elvira miraron con dulzura a su amante, a aquel amante que a la virtud, al heroísmo y a la más ardiente pasión por ella unía los encantos y la gracia de la juventud. ¡Es tan natural amar lo que es amable! El mancebo, lleno de polvo y de sudor, y tal vez con la armadura salpicada de sangre, dejaba ver por entré las barras de la visera unos ojos hermosos y brillantes que retrataban al vivo la grandeza y sublimidad de su corazón.
Llegaron los caballos al edificio donde la dichosa Jimena los aguardaba impaciente, y saltaron con gracia ambos jóvenes de la carroza, corriendo a los brazos de la matrona de Castilla. No es posible pintar con el colorido de la verdad esta escena; las almas sensibles adivinarán los transportes y suavísimas conmociones que experimentaron la madre y las hijas al verse reunidas después de una ausencia que acibaró por largo tiempo su dicha. Estrechándose suavemente una a otras, imprimiendo en sus frescas y coloradas mejillas ósculos de amor, y uniendo sus labios de rosa, desahogaban la natural alegría que las agitaba, aquel gozo que todos sentimos, y que, sin embargo, ninguno acierta a definir. La presencia del objeto amado daba incremento a la sensibilidad de Elvira, que halagando a su familia y sacando a plaza su ternura, manifestaba que no podría menos de ser una esposa cariñosa la que era hija tierna.
En medio de estos transportes y halagüeñas fruiciones, hirieron súbito los oídos las pisadas de los caballeros que junto con el resonar de las armas de los paladines dejábanse oír a larga distancia. Apeáronse el Cid y el caballero del Águila, a quienes seguían algo zagueros Ordóñez de Lara, el anciano Pelayo, el conde de Oñate, fray Lázaro, Gil Díaz y la flor de la caballería castellana. Todos se abrazaron, y tributaron rendidos parabienes a Rodrigo de Vivar, a su esposa, a sus hijas y al guerrero del Armiño. Este valeroso mancebo clavando en la punta de su lanza la cabeza del tirano odioso la puso a los pies del campeador, y dándole la media sortija que tenía guardada, se alzó la visera, y habló así:
—Soy don Ramiro, hijo de don Sancho García, poderoso rey de Navarra, como estáis mirando. La fama de vuestro valor, la gloria de que habéis cubierto vuestro nombre inmortal y el ansia de distinguirme con heroicos hechos de armas me sacaron de mi corte para asistir al último torneo que celebrásteis en una de vuestras villas. Los ojos de vuestra hermosa hija fijaron mi suerte, y juré seguiros a todas partes, y ser su caballero para conseguir fama y amor, no por el lustre de mi nacimiento que debí al acaso, sino por mi sentimiento y por mis obras que son adquisiciones mías. Tengo el placer de que la propia sorpresa que os causo con esta declaración, cabe también a Elvira porque hasta ahora ha ignorado mi clase y mi nombre. Reclamo la palabra que dísteis de casarla con quien os entregase das dos prendas que acabo de poner a vuestra disposición.
—Y si, olvidando las pasadas injurias, algún cariño me profesa el Cid —añadió el guerrero del Águila, alzándose igualmente la visera—, le ruego que apruebe este matrimonio.
—Señor —exclamaron todos a una voz, doblando la rodilla—. ¿Por qué ventura gozamos el placer de ver a nuestro rey Alfonso, al soberano de Castilla?
—Levantaos —respondió su majestad—, unos guerreros como vosotros a nadie deben humillarse. Voy a explicaros la causa de mi venida. Nadie ignora que los poderosos enemigos de Rodrigo de Vivar, los lisonjeros cortesanos, me obligaron a desterrarle de Burgos, pintándome su fidelidad como sospechosa, y dando a cada uno de nosotros el nombre de traición. Engañado y deslumbrado con falsas apariencias, que miradas desde el trono parecían realidades, consentí en un destierro, aunque con ánimo de averiguar por mí propio la verdad. Habíanme dicho que en el sitio de la hermosa Valencia había enarbolado un estandarte distinto del de Castilla, y que mis reales insignias y banderas habían sido holladas y arrojadas a una hoguera. He venido a presenciar este desacato, o a certificarme de la calumnia, como es en efecto. Te prometo, valiente Cid, que será más cruel la venganza con que satisfaré tus agravios, que los tormentos y penurias que habrás sufrido lejos de tu patria y de tu amable familia, buscando con la espada en la mano ocasión en que mostrarme la lealtad de tus sentimientos.
—Señor —contestó el Campeador—, a Dios plazca que mis contrarios sean tan felices como deseo. Lejos de nosotros la venganza; pues la más noble que podía desear es desengañar a mi soberano y ponerle de manifiesto mis acciones. Vuestra es la ciudad que acabo de conquistar, y la mano de mi hija del infante don Ramiro.
—Generoso héroe —replicó enajenado el monarca—, te nombro alférez de todas mis tropas, y mando que desde hoy se llame esta ciudad Valencia del Cid. Resuelvo, además, ser el padrino de la boda de tu hija con mi querido amigo.
—Albricias pido —gritó Gil Díaz, acercándose a Elvira—. ¡Válgate San Andrés! ¡Y quién había de decir que anochecerían con torreznos y almíbares unos días que amanecían con lágrimas y mortajas!
—Te mando —contestó Elvira— un real por cada azote de los que descargó sobre tus costillas el despiadado Vellido. Conque haga el buen Gil la cuenta, y tráigala ajustada, que yo le pagaré real sobre real.
—Benditas sean —dijo alborozado el escudero las manos que tal me pusieron, y déjame tomar el pulso a la cuenta, que a buen seguro que he de equivocarme.
El caballero del Armiño descubrió a Pelayo, y corriendo a donde estaba, le abrazó y presentó al soberano de Castilla llamándole su libertador y el único a quien debía la existencia. Todos tributaron los mayores elogios al anciano, a cuyos ojos asomó una lágrima arrancada quizá por la memoria de su hijo.
En esto, el rey Alfonso principió a repartir mercedes a los guerreros que más se habían distinguido en el asalto, dando a unos títulos, a otros pueblos, y a fray Lázaro permiso para levantar un convento de su orden con el nombramiento de abad perpetuo. Prodigó repetidas caricias con su amable franqueza a la esposa y a las hijas del inmortal Rodrigo de Vivar, diciéndoles que envidiaba su gloria y su felicidad al verlas unidas por los lazos del parentesco a un héroe que al valor y a las virtudes guerreras y cívicas añadía la amenidad y la cortesanía en el más alto grado.
El sol despedía brillantísimos rayos de luz desde el cénit, dorando las almenas y agujas de Edeta, cuando los héroes castellanos resolvieron verificar su entrada triunfal en la ciudad. Adornáronse con las más ricas corazas y con los cascos de gala adornados con marlotas de variados matices y empuñaron las lanzas con cuentos o regatones de luciente bronce, y con astiles de boj. Los soldados se vistieron los almillos y pespuntes de piel de leopardo y de león, y acicalaron el alto crestón de sus celadas con plumas pintadas o con pequeñas águilas de acero.
Tendieron al viento los sagrados estandartes de la cruz y los clarines, atabales y trompetas, unidos a los alelíes y añafiles rompieron con estruendo la marcha militar. Llenaban el aire gritos de entusiasmo y voces de alegría en que prorrumpía el ejército entero victoreando a la patria, al rey de Castilla y a Rodrigo de Vivar. Los jefes en sus cifras y preseas declaraban la parte de los peligros que les había cabido en el combate, y todo respiraba el ardiente amor a España y a la libertad que alentaba en los pechos castellanos.
Los feraces campos que regaba el Turia, y en cuyas floridas praderas se elevaban los muros de Valencia, aparecieron entonces coronados con los frutos del estío y matizados de hermosísimos tapetes de flores. Unidas las ramas de los árboles que a una y otra parte del río estaban plantados, corrían las aguas bajo un toldo de verdura que aumentaba la frescura y amenidad de tan delicioso sitio. Eran tan puros y transparentes los cristales del Turia, que se veían en su fondo las guijas que lo alfombraban, interpoladas de graciosas conchas y caprichosos mariscos.
Al llegar el ejército de Castilla a las puertas de la ciudad, descubrieron una banda de alegres dulzainas que salían a regocijarles, por ser la música del país, y el festejo más grandioso que imaginaron los moriscos para recibir al vencedor. Donosas y apuestas moras, de las que ninguna pasaba de quince años, vestidas de blanco; y con una especie de sobrevestes azules, veíanse ordenadas al lindar mismo con las llaves de oro de las puertas en un rico azafate de plata; otras llevaban en la mano lindos ramos de azucenas, palomas inocentes y pomos de agua de rosa.
Entraron los flecheros magníficamente engalanados y ordenados con un arco en la mano y su carcaj al lado, cuyas flechas resonaban dulcemente al andar; seguían a éstos los lanceros del Cid, cuyo lujo oriental y extremadísima bizarría daban claras muestras de la riqueza y poderío de su señor. Venían tras estos trescientos trompeteros atronando con el marcial sonido de las trompetas, cubiertos de telas coloradas y con bronceados almetes, y anunciando que se acercaba el inmortal Rodrigo. Quinientos pajes vestidos de seda azul con áureas palmas en la mano, y de los cuales el uno traía la corona real de Juzeph-Tephin vuelta hacia abajo, en señal de vencimiento, otro la espada de Abenxafa y distintos despojos ganados en el campo de batalla, rodeaban la carroza de oro, con ruedas de plata, donde iban sentados el Cid y su esposa; a los pies del arrogante héroe de Vivar yacía la diadema y cetro del vencido monarca Abenxafa, y empuñaba el paladín el gran estandarte de Castilla. Su preciosa armadura, el riquísimo traje de su esposa, brillante como la luz del día, los áureos jaeces de los bridones, y sus riendas engastadas de perlas preciosas, dejaron deslumbrados y atónitos a los edetanos, que apenas creían a sus propios ojos.
Al pisar los caballos el lindar de la puerta, resonaron súbito las dulzainas y deliciosas músicas, y detuvieron las doncellas la carroza para entregar al héroe las llaves de la ciudad. Vertieron también los pomos de agua embalsamando el aire con suave fragancia, y ofrecieron, arrodilladas, a la matrona cristiana los ramos de flores dispuestos con este objeto. Colocáronse en seguida alrededor del carro, para conducir, unas, los caballos, y danzar, otras, al compás de las dulzainas, dando repetidas muestras de su agilidad y destreza. Entonces, los soldados de las falanges de Rodrigo, que llenaban las vecinas calles, entonaron el siguiente:
CÁNTICO.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Voz 1.ª
¿Qué ninfa tan linda
los aires rompió,
sus alas doradas
desplegando al sol?
El dulce amor patrio,
infante gentil,
la tea agitando,
le sigue feliz.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Voz 2.ª
Cayó el cruel tirano que oprimía
de la fértil Edeta
la opima y floreciente pradería.
Sobre su tumba se levanta augusta
la libertad de España,
Y a los campos que el áureo Betis baña
nuncia con voz robusta,
que doblarán sus hijos la rodilla
ante el soberbio carro de Castilla.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Voz 3.ª
Cuando oscuro muere,
¿qué le resta al hombre?
Perece su nombre
en el polvo vil.
Dulce es morir, dulce
al sol reluciente,
y ostentar la frente
con heridas mil.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Voz 4.ª
Por ti, oh patria, se lanzan los guerreros
a la sangrienta liza
cuando tu fuego atiza
sus corazones fieros.
Retiembla el suelo con el son horrendo
de sus nudos aceros,
y el movimiento de su casco de oro
y del peto sonoro
compone su armonía
más suave y dulce al pecho valeroso,
que al rayar en el cielo el albo día
del ruiseñor el canto melodioso.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Voz 5.ª
¡Quién me diera rasgar el denso velo
que encubre los arcanos,
y cantando anunciar a los hispanos
sus futuras hazañas!
Un día brillará, lo juro, oh patria,
en que libre del árabe insolente
alces la altiva frente
al alto Olimpo, y estremezca el mundo
el valor de tu brazo furibundo.
De lauro entonces y arrayán ceñida
sobre nube de plata
te elevarás a la región del viento
y las naciones todas humilladas
si pretenden gozar de tus miradas
habrán de alzar el rostro al firmamento.
CORO.
Vírgenes hermosas,
festivas ceñid,
de lauro y de rosas
las sienes del Cid.
Montadas en soberbio palafrén y servidas de lindísimas esclavas, seguían a sus padres las bellas hijas del de Vivar, acompañadas por el rey de Castilla y el infante de Navarra, don Ramiro, armados de punta en blanco. El soberano llevaba la visera caída y el escudo del águila conservando el incógnito, pues de otro modo, debería haber ocupado el asiento principal de la carroza. Asían uno y otro caballero las bridas de los palafrenes de las doncellas, y recibían los aplausos de la multitud, con señales de gratitud y cortesanía. Tras estos aparecían los guerreros de más nombradía del ejército, capitaneados por Ordóñez de Lara, y cerraban la marcha Gil Díaz y fray Lázaro, riendo el uno, con los carrillos chispeando de puro colorados, y echando bendiciones, el otro, a la atónita plebe que le observaba con admiración.
Rodrigo de Vivar acabó sus días en esta ciudad, después de haber regresado a Castilla el rey Alfonso, y haber celebrado las bodas de doña Elvira con el infante de Navarra. Ordóñez no quiso nunca casarse, y murió en Burgos, habiendo acompañado el cuerpo de su amigo al monasterio de Cardeña, donde murió Jimena.
Gil Díaz, recibidas muchas mercedes de sus señores, casó con una linda valenciana, con la que pasó una vida laboriosa y alegre; y fray Lázaro expiró, después de muchos años, en olor de santidad.
Pelayo tuvo el consuelo de levantar un magnífico sepulcro a su hijo, y consiguió que le enterrasen a su lado cuando llegó el fin de su vida.
FIN DE «LA CONQUISTA DE VALENCIA POR EL CID».