Llegando a la abertura del subterráneo los enamorados esposos, salieron felizmente a la luz del día en compañía del alegre Gayferos que pedía albricias por tan próspero acontecimiento. Una súbita y tumultuosa aclamación acompañada de alegres músicas y de repetidas demostraciones de júbilo, manifestó a los dos esposos el entusiasmo que su presencia infundía en los ánimos de las valientes guerreros. Cual suele una banda de pintadas avecillas prorrumpir en dulces trinos y suavísimas alboradas al aparecer en la azulada esfera el lucero del día, y unas baten sus alas, otras cercan el aire con ligeras vueltas, aquellas trasvuelan, y éstas se levantan a las nubes dando todas claras muestras del gozo que enajena su pecho; no de otra suerte los paladines del ejército del Cid al descubrir al héroe que caminaba hacia ellos con gentil gracia y noble ademán conduciendo a su adorada consorte asida de la mano victorearon a Rodrigo, y arrojando al aire los pañuelos, alzando los brazos y batiendo las palmas, corrieron a recibirlos en presuroso tropel.
A estas muestras de regocijo correspondieron Jimena y su esposo con graciosos saludos, hasta que detenidos por la multitud, oyeron de boca de los principales jefes repetidos parabienes. El impávido Ordóñez de Lara abrazó a Rodrigo de Vivar con el entusiasmo que el espíritu caballeresco despertaba en su pecho todas las veces que presenciaba las brillantes hazañas del ilustre campeador. Pero quien más se distinguió con pruebas de singular alegría fue el caballero del Armiño, a quien el Cid y su esposa pagaron las cariñosas y leales muestras de correspondencia a su afecto.
Cesó el melifluo sonido de la música marcial al llegar los dos esposos al edificio, en cuya cumbre ondeaba el santo estandarte de la cruz: allí una nueva y patética escena se llevó tras si los ojos de los guerreros. La tierna doña Sol salió al encuentro de su madre, y colgándose de su cuello prorrumpió en sollozos y amorosas lágrimas al apretar contra el suyo el rostro de aquella madre por tanto tiempo ausente y a la que adoraba más que a las niñas de sus propios ojos. Parecía declarar con aquellos extremos el extraordinario dolor que había martirizado su corazón durante la esclavitud de Jimena. Y como si entonces recobrara súbito la vida y el placer, entregábase a la dulcísima conmoción que sentía.
Mientras la matrona de Castilla y su hija doña Sol gozaban la una en brazos de la otra unas delicias que solamente la naturaleza puede producir, el Cid, rodeado de los primeros jefes del ejército, se volvió a los soldados y les dijo:
—El gozo que os causa, valientes adalides, el triunfo que he conseguido de un tirano, me declara abiertamente vuestro deseo de pelear. He querido, hame estimulado mi ambición por la gloria a librar a Jimena de la esclavitud por mi solo, para manifestar a ese déspota feroz que Rodrigo de Vivar no necesita de ajeno apoyo cuando ansia llevar a cima una acción gloriosa. Pero esto ha sido solo adelantarme algunas horas a vosotros: coger una hoja de laurel y dejaros el árbol para que os coronéis con sus ramas logrando nuevas victorias; ha sido enseñaros el camino del triunfo, porque tal es el deber de un jefe. Preparaos, pues, para correr al campo de batalla; no tardará en herir vuestros oídos el eco del clarín guerrero. ¡Oh España, oh dulce patria de los ánimos denodados!, serás libre, serás feliz. ¡Dichosos una y mil veces los paladines que mueran gloriosamente al pie de estas murallas combatiendo por la libertad. Los siglos venideros repetirán su nombre y la gloria los escribirá con letras de oro en su templo!
Calló Rodrigo, y resonó el campamento en nuevas aclamaciones y gritos de entusiasmo. Como suele el mar agitarse y levantar sus olas con estrépito amenazando a las nubes y al abismo, y los solícitos marineros asiendo con sus manos las cuerdas amainan unos las velas, otros se ponen al remo, y todos en movimiento corren por el barco adonde el deber los llama, no de otro modo los denodados cristianos vuelan sin esperar señal alguna a sus cohortes, ordénanse en ellas y piden al Cid por medio de sus jefes que no dilate el asalto de Valencia. En este punto llegó un mensajero de la playa, y avisó al Campeador que acababa de llegar la poderosa armada del rey Juzeph-Tephin, de África, con un ejército numerosísimo que se disponía a saltar a la arena. Lejos de disminuir esta nueva el ardor del héroe; lo aumentó; recorrió el campo con increíble presteza; alentó a los guerreros, y dividiendo en dos mitades sus fuerzas, resolvió asaltar con una la ciudad, y partir con la otra a la playa a batir el ejército del rey africano. Entonces reunió el consejo de los jefes, y les declaró su plan. Esperar a que se juntasen las falanges de Abenxafa al ejército africano, hubiera sido poner en duda la victoria. Por desigual que fuese el número de los combatientes, aunque los castellanos las hubiesen con triplicados escuadrones, valía más sorprender a los árabes y decidir la suerte de la batalla con una estratagema militar. Los paladines cristianos admiraron el arrojo y la pericia del Campeador, y juraron obedecer ciegamente sus órdenes, muriendo en aquel día con gloria o coronándose de laurel.
Rodrigo de Vivar debe mandar personalmente el ejército que se encaminara a la playa, porque allí existen los verdaderos peligros; todos desean acompañarle al campo del honor. Para satisfacer el ansia de aquellos héroes, determina el Cid decidir por suerte los que deben seguirle, y batirse con el monarca africano; y ofrece a los que han de asaltar la ciudad, que volverá a socorrerlos en el punto en que quede vencedor de los recién llegados adoradores de Mahoma. Llama al caballero del Armiño y a Ordóñez de Lara, y les confía el mando de los escuadrones que han de acometer a Abenxafa, pero ellos se niegan a esta distinción, y el paladín del Armiño le dice así:
—No rehúso, valeroso héroe, ser el primero que suba a la muralla y que plante en ella el real estandarte de Castilla; porque a mí principalmente toca cumpliros la palabra de poner a vuestros pies la cabeza del inicuo tirano que tiene encadenada a vuestra hija Elvira, y que decretó mi muerte. Debo también librar la vida de un bienhechor, del desgraciado padre de Peláez, si es que llego bastante pronto para estorbar que el filo de la espada sarracena se haya embotado en su pecho. Estos deberes me hacen recibir con regocijo el permiso de pertenecer a los valientes adalides que van a sembrar por Edeta el pavor y la muerte; pero si me glorio de poder acompañarlos en tan hermosa jornada, no puedo admitir la honra de marchar a su frente. Acaba de llegar a este campamento un guerrero en cuyo escudo brilla una águila de oro y si mis labios pudieran revelaros los secretos que el honor no me permite descubrir, no vacilaríais en darle el mando de las ordenadas haces. Pero llevad a bien al menos el que os le presente, para que pueda rendiros el homenaje de admiración que se debe a los héroes.
—Impávido adalid —respondió Rodrigo con singulares demostraciones de gozo—, un caballero presentado por vos merecerá desde aquel punto mi confianza.
Inclinose respetuosamente el del Armiño, y ofreció volver al instante con su compañero de armas.
Resonó en breve el sonido de doce marciales clarines seguidos de cincuenta heraldos majestuosamente vestidos; tras éstos venían lindísimos pajes cubiertos de seda, todos donceles que apenas contaban quince abriles, y que caminaban alrededor del magnífico carro de plata con ruedas de bronce donde iba sentado el caballero del Águila. Eran blancos como el ampo de la nieve los bridones uncidos al carro, y parecían sus crines sutiles hebras de plata con los jaeces y las bridas de oro; estaba recamada de perlas preciosas la áurea celada del guerrero llevando por crestón un diamante que servía de broche y afianzaba las hermosísimas y níveas plumas que lo coronaban. Atravesaba su pecho una rica banda y, al lado del águila que le servía de escudo, se descubrían las armas de Castilla con una nube encima que ocultaba una corona real. Saltó del carro el paladín con la visera caída, y retembló la tierra con el peso de sus armas, que resonaron agradablemente por ser de plata; dirigiose luego con dignidad a Rodrigo, y abrazándole con cariño, le habló así.
—Vengo de lejanas tierras a ver si la fama exagera las hazañas que de tan ilustre castellano pregona, y que ya se repite de labio en labio por toda España. ¡Dichoso paladín! Tú has sabido ahogar la envidia en su cuna, e inmortalizar tu nombre con ilustres hechos de armas que repetirán los futuros siglos. Permite que permanezca incógnito, hasta que pueda alzarme la visera con orgullo, y envanecido con algún triunfo que consiga bajo tu estandarte, porque aunque fuese yo un monarca de la tierra, ¿con qué título me presentaría a tan famoso capitán sin más empresa en mi escudo que unos timbres heredados de mis abuelos?
—Señor —le interrumpió el Cid—, es demasiado penetrante vuestra voz para los pechos leales, y no es fácil desconocerla. Respeto el disfraz y la ocasión con que vuestra majestad se ha dignado venir a vuestro campo; recibid de mi diestra, siempre pronta a defender a vuestra majestad, a pesar de los falsos aduladores, el bastón del mando, y dictadme las órdenes que deba obedecer.
—Te engañas, Rodrigo —replicó el caballero—, y si no te engañas, te ordeno seguir como hasta aquí, siendo el jefe de tu ejército.
Habló en seguida al oído al Campeador, y volviendo a subir en su magnífico carro en compañía del paladín del Armiño, corrió a ponerse al frente de los cristianos que ya caminaban hacia la ciudad, cuyos muros aparecían coronados de árabes ufanos con la llegada del rey Juzeph que ya sabían.
El amable héroe de Vivar llamó a su esposa y a su hija para darles el último adiós, por si perecía en un combate tan peligroso, en el que cada cristiano tendría que vencer a diez enemigos, o morir, Aún gozaba la sensible Jimena de las caricias de su hija; aún estaban los labios de esta pegados a los suyos, y, extasiada en el amoroso delirio de una enamorada madre, vertía ardientes y consoladoras lágrimas. ¡Qué dulce es llorar de gozo, de felicidad! ¡Qué puro es este placer, y cuán superior a todos los que pueden probar el corazón humano!
El mensajero de Rodrigo sacó de su delicioso enajenamiento a las castellanas, y corrieron a encontrar al más tierno y virtuoso de los guerreros. Habíase vestido su más rica armadura, y brillaba en sus manos aquel acero aterrador tan temido en la pelea; sus ojos resplandecían con el fuego del amor y una suave sonrisa entreabría sus labios.
Adiós, caras mitades de mi alma, —exclamó— adiós; parto a pelear. Cuando vuelva a vosotras, será para sentaros en el carro del triunfo y conduciros a los brazos de Elvira.
Hablando así, ciñó con los suyos el cuello de su esposa, que correspondió a la ternura de Rodrigo con iguales muestras, y al querer asir el de Vivar con la mano en que empuñaba la espada la diestra de la matrona, cayó el acero en tierra. Asustose con el ruido la castellana, y dio dos pasos hacía atrás; pero Rodrigo levantando el acero y volviéndole a la vaina, tornó a acariciar a su consorte.
—Consuelo de mi vida le dijo, —no te aterres; el sonido de las armas debe ser grato a la compañera de un soldado. El deber me llama, y no es posible que me detenga más tiempo. Si una flecha lanzada al azar, si un bate de lanza casualmente diestro me impiden tornar a tu presencia, cuida de nuestras hijas, y háblales sin cesar de su padre. Conmovidas Jimena y doña Sol al oír de boca del Cid estas razones, le estrecharon con más cariño, bañando su rostro varonil con las lágrimas que abundantemente se desprendían de sus ojos. Reconociendo el guerrero que aquella escena afectaba demasiado su sensibilidad, se desprendió de repente del cuello de su esposa, y corrió al campo apresuradamente con muestras de una agitación violenta.
Ya los ordenados escuadrones, al son de bélicos clarines, se adelantaban a la playa; y el Cid saltando sobre su hermosísimo caballo, desnudó la espada, y se colocó al frente del ejército. Volvió el héroe una y otra vez la cabeza, y vio a su esposa y a su hija puestas de pecho sobre una ventana, y haciendo extremos de desesperación con el dolor de la partida. Suspiró Rodrigo pronunciando el dulce nombre de su consorte, y dando de espuelas al caballo, llegó primero que todos a la playa del mar. Iba a su lado Ordóñez de Lara, por haber nombrado para jefe del ejército que había de asaltar a Valencia al caballero del Águila en lugar de Ordóñez; y habiendo ambos reconocido las fuerzas del enemigo que había ya saltado a la arena, comenzaron a dirigir el ataque. Rompiéronle los flecheros que fueron recibidos por los africanos con serenidad, ordenados en línea de batalla a lo largo de la playa y a la orilla misma del mar, donde se veían anclados los veleros bajeles que habían venido. Acometían los cristianos con su natural valor, arrojando una nube de flechas a los árabes, que lanzando alaridos y adelantando con rabioso denuedo hacia las falanges del Cid, intentaban prevalidos del número cercarlas y ponerlas en fuga. No son más firmes los promontorios donde se estrellan las olas del embravecido océano, volviendo a caer en el piélago insondable sin conmover sus peñascos, que valerosos y constantes aparecían los adalides castellanos, en cuyos bronceados cascos brillaban los rayos del hermoso sol. Pero los continuos refuerzos de los que descendían de los bajeles y volaban a auxiliar a sus compañeras, hubieran desalentado a los héroes de Castilla, si no hubiesen visto relucir semejante al astro de la noche la lanza de Rodrigo de Vivar, que seguido de unos cuantos paladines, todos héroes, se abalanzó a los contrarios y principió a sembrar la muerte por sus escuadrones, haciendo morder la tierra a sus principales jefes. Y cuando atónitos los africanos ciaban besando ya sus plantas las humildes olas, y los castellanos los llenaban de terror con el grito de viva el Cid, oyeron a deshora el marcial estruendo de cien guerreros clarines que atronaban los vecinos campos por una estratagema militar del de Vivar para hacerles creer que se acercaba un poderoso y numerosísimo ejército. Al verse rechazados con tanto arrojo, y creyendo que iban a caer sobre ellos triples tropas auxiliares, volvieron la espalda a los cristianos, y se encaminaron con precipitada huída hacia los bajeles. Corrían por dentro del agua tirando las armas y sembrándola de despojos; mientras los guerreros de la Cruz los seguían; matando a los que alcanzaban, y obligando a otros a sumergirse en las olas, y buscar en su abismo la salvación si no hallaban en él su ruina.
En vano el rey Juzeph, montado en soberbia caballo árabe y metido en el agua hasta el cuello del animal, les mandaba replegarse a un punto y retirarse con orden para evitar y economizar su propia sangre que coloraba el Mediterráneo. Nada bastaba a detener en su carrera al Cid, que abalanzándose al rey y dando muerte a los que le rodeaban y procuraban defenderle, gritó:
—Ahora verás, orgulloso mahometano, si todo tu poder y el de la media luna son bastantes a libertarte de los furibundos golpes de mi acero.
Dice así, y Juzeph, aflojando las riendas al diestro caballo, le obliga a nadar por el piélago sembrado de cadáveres, respondiendo al de Vivar:
—No seas tan arrogante, nazareno, que puede trocarse la fortuna, y apagarse la estrella que te guía a la victoria.
No son obstáculos para el Cid las olas, y apeándose de Babieca se precipita a nado tras el monarca de África, y llega por fin a desnudarle la cabeza, tirándole la corona con el regatón de la lanza, Juzeph no halla entonces otro medio para salvar la vida que volver el rostro al Campeador, y decirle:
—No es honroso a los héroes triunfar de enemigos desarmados; si quieres derramar mi sangre o conducirme atado al carro de tu triunfo, hazlo con honor. El último soy que me retiraba del combate, y no puedes tacharme de cobardía, aunque la suerte se me muestre contraria. Salgamos a la arena, y en pelea igual logra la gloria de vencerme si Alá te la concede.
—Acepto el combate —contestó Rodrigo—, aunque no llevas más objeto que dilatar una existencia que iba a finar en este punto.
Asió el Cid otra vez de la dorada brida a su caballo, y salió a la arena aguardando a su enemigo que le siguió con ánimo resuelto, esforzando su valor para pelear por la dulce vida.
Brillaba la playa a intervalos con los áureos cascos y pavonados arneses que yacían por tierra, y hollaban los pies, caídos estandartes de la media luna casi sepultados o desprendidos de los astiles; aquí herían los oídos los lamentos de los moribundos, y más allá resonaban cánticos alegres que entonaban los vencedores. Ocupábanse unos en despojar a los cadáveres y amontonar ricas preseas y soberbias armaduras mientras otros se vendaban las heridas o reparaban las perdidas fuerzas apurando los zaques de suavísimo vino del Betis. Las olas se deslizaban blandamente, llegando a rociar en sus últimos momentos a los infieles africanos próximos a exhalar el postrer aliento lejos de su amada patria, donde dejaron a sus esposas y a sus tiernecitos infantes, a quienes no tornarán a ver sus ojos que se cierran para siempre. Y quizá antes de expirar presencian el espectáculo triste de ver a sus compañeros con las manos atadas a la espalda y hechos esclavos por consecuencia de la victoria y bendicen la muerte que los ha libertado del prolongado tormento de arrastrar una s cadenas tan pesarlas e ignominiosas. Así el hombre se entrega él propio a nuevos y acerbos infortunios, como si la naturaleza no le hubiese condenado a hartos dolores, y no naciesen de su constitución física y moral continuos males.
Rodrigo de Vivar tomó un buen espacio de la playa después de haber saltado sobres Babieca; y Juzeph, en cuyo traje remojado por las olas se ostentaba la riqueza de los orientales, abrochó, con un diamante la túnica al pecho, púsose la corona de perlas preciosas salpicada, y aguijó al caballo con el sonoro látigo de oro. Encontráronse ambos combatientes en mitad de la carrera, y dirigieron la punta de su lanza a la coraza; pero la de Juzeph dando contra la finísima armadura de Rodrigo, dobló su punta, y se rompió. Penetró la del héroe las siete planchas del mismo metal que defendían el pecho del africano, y cayó herido del bridón, lanzando un penetrante suspiro. El caballo árabe, libre del peso de su señor, echó a correr por la llanura, más veloz que el viento, relinchando una y muchas veces, y sembrando de espuma la arena. Juzeph, afirmando las palmas de las manos sobre el suelo, procuró sentarse, y quitándose con la diestra la real diadema, la alargó al Campeador, y le dijo:
—Vencido estoy, y a ti entrego y rindo las insignias de mi poder. Toma, valiente nazareno, y si alguna compasión te inspiran mis desgracias, escucha las últimas palabras que te dirijo: Tengo una esposa y un hijo que eran el consuelo y la delicia de mi existencia; mil veces les he rogado durante mi mansión en África, que sepultasen mi cadáver a la falda del Atlas, junto a un manantial cercado de pomposos árboles. Ellos me ofrecían cumplir mi mandato, e ir por las noches a mi tumba a platicar conmigo y a recordar los deliciosos días de felicidad que juntos hemos pasado. No me prives de este único consuelo, héroe cristiano; si tu corazón es sensible y ha palpitado alguna vez por una hermosura, si eres padre y sabes cuán dulce es el alma este nombre, si en alguna ocasión se ha enternecido de gozo tu pecho al acercar tus labios a los frescos labios de una joven amada, concede a mis parientes mis despojos mortales. Descenderán de las naves a recogerlos, y dando después las velas al viento quedarás libre de esta armada en mal punto venida a las playas del Mediterráneo.
Hablando así se detenía a cada instante para esforzar el aliento, porque iban agotándose sus vitales fuerzas. Volvió los ojos al mar, miró los bajeles, vertiendo lágrimas, y alzándolos después al cielo, dejó caer su cuerpo sobre la arena para nunca tornar a levantarle. Expiró el desdichado rey, y conmovió a quienes sus últimas y tiernas súplicas habían inspirado el más vivo interés. Rodrigo de Vivar, enternecido sobremanera con el ruego de Juzeph, porque en aquel punto recordó la despedida de su esposa y de su hija, ordenó que uno de los soldados botase al agua un batel, y enarbolando una blanca bandera en señal de paz corriese a las naves y dijese a la triste esposa de Juzeph que podía disponer del cadáver de su marido. La desgraciada reina había subido a la popa del barco al ver la deserción de los fugitivos que se acogían a las lanchas y esperaba en vano a su esposo muerto en descomunal batalla. Y cuando cesaron de llegar los que huían del combate, y no descubrió entre los venidos al monarca, un involuntario temblor estremeció su cuerpo, y se sentó al lado del pequeño hijo que estaba asido a su manto y preguntaba por su padre. El niño subió a sus rodillas al verla sentada, y comenzó a prodigarle caricias besando el rostro de la madre, y ciñendo su cuerpo con los delicados brazos brillantes con los brazaletes de oro que los cercaban.
Cuando el mensajero de Rodrigo dio la funesta noticia a la viuda, desmayose al oírla, y solo recobró el aliento para manifestar con claras muestras el dolor de la herida que acababan de abrir en su pecho. Arrojó al mar el rico velo y las joyas que adornaban su cabeza, y tendiendo al viento sus hermosísimas melenas, cubriose con ellas el rostro, y se puso en el batel del mensajero, llevando en sus brazos al hijo de su corazón. Precipitose después a la arena con increíble presteza para abrazar al yerto esposo; pero al descubrir el cadáver, se horrorizó, y detuvo la inmóvil planta. El niño reconoció las facciones de su padre, y saltando de los brazos al suelo, se abalanzó a Juzeph, e iba a imprimir un beso en sus mejillas, cuando observando que no se movía y no respondía a sus halagos como otras veces, echó a llorar, y corrió a ocultarse de miedo bajo el manto de su madre, abrazado a su rodilla.
No pudo el ilustre Campeador tener a raya su natural ternura, y acercándose a la desesperada reina que se arrancaba los cabellos y hacía extremos de locura, le dijo:
—Desgraciada señora: cesad de traspasar mi alma con vuestro llanto: os entrego el cuerpo del rey para que le conduzcáis a África y le deis la sepultura que deseaba; mis guerreros os ayudarán a colocarle en el batel.
Mirole la africana con ojos airados, y hubiera prorrumpido en quejas y amargos denuestos, si un nudo que le apretaba la garganta no le impidiera pronunciar una sola palabra. Apartó con sus manos a los soldados que en cumplimiento de la orden del Cid intentaban levantar el cadáver, y abrazándolo con todas sus fuerzas lo puso en la lancha, y subiendo a ella en compañía de su hijo desapareció con la rapidez del rayo.
Reunió el héroe de Castilla las falanges que celebraban con alegres músicas el obtenido triunfo, y se encaminó a las murallas de Edeta a auxiliar al ejército que había destinado al asalto. No bastaba haber triunfado de Juzeph y haberle derrotado; era necesario aprovecharse de la victoria, y dar felice cima a la conquista de la ciudad, no dilatando más tiempo el asalto. Por otra parte, al verle los sarracenos vencedor del monarca africano y con su corona en la diestra, debían quedar desalentados y rendirse con menos efusión de sangre. Al pasar el Cid por el arrabal donde se hallaban su esposa y su hija, saludolas con graciosos ademanes, y ellas que ya sabían su victoria, agitaron los pañuelos, y sonriéronse dulcemente en señal del placer que henchía sus corazones, pero el héroe no quiso detenerse un solo punto porque ignoraba los acontecimientos de los combatientes, y no tenía a buen agüero el silencio que reinaba en los contornos y que manifestaba, si no la inacción de los castellanos, al menos alguna suspensión de armas, a la que los hubieran obligado militares estratagemas. Mas vémonos precisados a cambiar el lugar de la escena, para declarar al lector los sucesos que habían causado tan extraño silencio.
Hemos dicho en el capítulo XIII que cuando Abenxafa supo la partida de Jimena, mandó cargar de cadenas a su hija doña Elvira, creído de que todo era obra suya, y llamando en seguida a Hamete, a quien confiaba sus más secretos pensamientos, descendió con el anciano al jardín, y le dijo:
—La fortuna me abandona, sabio Hakim, y no cesan de caer sobre mí desgracias; ni sé qué hacer, ni qué resolución tomar. Mi esperanza de reducir al Cid a que me concediera treguas en una situación apurada se cifraba en el cautiverio de su esposa, a la que hubiera amenazado con quitarle la vida, si no le persuadía a que levantase el sitio. Pero se ha fugado, y ningún recurso me resta cuando más le necesito. El pueblo se queja del hambre que padece; las calles están cubiertas de los míseros que perecen por falta de alimento; mis tropas débiles y extenuadas; y los auxiliares no llegan. ¿Quién evitará una sublevación, cuando los principales jefes que conocen la clemencia con que ese perro cristiano trata a los vencidos, arengan al pueblo en favor suyo, y le dicen que Alá los castiga por la muerte de Hiaya? ¿Quién podrá contener a este partido sedicioso y ufano con mis infortunios? ¡Oh Hamete! Podía decirte que tú tienes la culpa de todo, tú que contribuiste a que saliera con vida de mi ciudad el jefe del ejército nazareno, pero no quiero culparte, pongo en olvido lo pasado, y desprecio las negras sospechas que pérfidos palaciegos me hicieron concebir contra ti. Exijo, sí, de tu sabiduría que me saques a puerto, con tus consejos, de mis desdichas; indícame cómo debo portarme.
—Grande Abenxafa —respondió El-Hakim—, el siervo del Profeta no debe mentir: Alá ha resuelto vuestra ruina, y mis consejos no pueden libraros de una tumba que se abre ya para tragaros.
—¡Bárbaro! —gritó Abenxafa—. ¿Sabes que estás en mi presencia, y que me resta aún poder para despojarte de la miserable vida?
—Pues ¿por qué me habéis preguntado mi opinión? —le interrumpió el anciano en tono resuelto—. ¿No han de herir los oídos del tirano sino dulces lisonjas? No, comience a percibir los acentos de la verdad a medida que se aproxima su fin. Lo repito: no hay salvación para el verdugo de Hiaya. ¿No veis vuestras manos tintas en sangre? ¿No escucháis su voz que os amenaza, sus ojos que os miran con execración, y que vibran rayos de venganza? Sí, desgraciado rey: quedarás vengado antes que el sol se sepulte en los mares del ocaso; y escribiré en su tumba: pereció tu asesino.
—¡Traidor! —gritó el monarca de Valencia; mas El-Hakim había desaparecido más ligero que el viento, y se dirigía a consolar a la desgraciada Elvira.
—¡Oh Dios! —exclamó Hamete al entrar en la estancia donde habían sepultado a la doncella—, nuestra suerte depende de un hilo. Pero ya el ejército cristiano se acerca con precipitación; viene a asaltar la ciudad y los sarracenos se disponen a defenderla; no me separaré ya de vuestro lado.
Elvira inclinó la cabeza en señal de gratitud, porque agitada por dudosos pensamientos no tenía valor para responder una palabra. Mas advirtiendo que Abenxafa se acercaba con pasos acelerados, hizo retirar al anciano al extremo oscuro de la estancia, y se dispuso para sufrir el más triste y funesto coloquio.
—Cristiana —dijo el tirano luego que puso los pies en el aposento—, disponte para morir, que tal debe ser el destino de la vil mujer que me ha arrastrado a mi perdición. Aquel guerrero de la cruz con quien te sorprendí no era una sombra, como me obligaste a creer; era mi indigno rival, a quien tú has vuelto a la vida con ensalmos. Mis soldados le vieron partir al campamento de tu padre, y le lanzaron una nube de flechas al pasar a nado el río. Pérfida, tú has dado libertad a tu madre, tú has entretenido con tus dulces y venenosas palabras mi amor, tú te has reído de mí; pero ya trocado en ira el cariño, llegó tu hora, y morirás.
—¿Y qué me importa morir —respondió la doncella— cuando tengo el placer de que hayan recobrado la ventura las personas que me son caras? Si tu rabia había de sacrificar una víctima, si necesita sangre tu inhumano corazón, vierte la mía.
—¿Y ni aun a negar te atreves —replicó el árabe— los cargos que te he dirigido, para consuelo mío?
—Ni los otorgo ni los niego —contestó Elvira—. Sé que soy el blanco de tu furor, y no aguardo sino la muerte.
—¿Y he de bañarme en tu sangre? Escucha: acaban de decirme que las huestes africanas han llegado a este mar, y que miles de soldados de la Media Luna discurren por las vecinas playas corriendo a socorrerme. Tu padre desesperado busca un asilo en esta ciudad, y se dirige a asaltarla para librarse de los alfanjes africanos. Pero hallará su sepulcro en estas murallas, que yo animaré a mis valientes sarracenos, y pereceremos todos antes que sucumbir. No pienses, sin embargo, que si la suerte de las armas me es contraria escaparás de mi venganza. Te conduciré al muro y a los peligros; y a la primera herida que reciba, envainaré en tu pecho mi acero. O serás mía si venzo, o morirás conmigo. Partamos.
Asió del brazo a la infeliz doncella así hablando, y la obligó a caminar cargada con el peso de las cadenas, y seguida de Hamete, que en vano empleaba su sabiduría para persuadir al déspota la clemencia. Rabioso y amartelado juraba cumplir al pie de la letra lo que había ofrecido y atormentaba a la castellana con públicas afrentas y odiosos dictados: que de todo es capaz el amor lascivo. Mandó también para doblar sus dolores que condujesen a Gil Díaz y a fray Lázaro, y los ató con fuertes ligaduras colgados de las almenas de la muralla; y púsose junto a ellos al lado de Elvira, que con llorosos ojos y espíritu abatido veía a los cristianos acercarse a la ciudad.
Descubríase al frente de las falanges la áurea carroza de los caballeros del Águila y del Armiño, semejantes al astro del otoño que brilla por la noche, y se distingue de las estrellas con su esplendor. Venían tras éstos el conde de Oñate y el denodado Nuño Cabeza de Vaca empuñando una descomunal maza de armas; seguíanlos Arias Gonzalo, que sonreía con la delicia que le causaba la vista de la ciudad donde había de repetir sus heroicos hechos de armas; el arrojado don Alvar Salvadores, a quien una muerte gloriosa privaría de las dulzuras de la victoria; y el intrépido Ordoño, condenado por la parca a no pisar las calles de la hermosa Valencia. Caminaban todos con la frente levantada y gozosos de ostentar su denuedo y su pujanza, hiriendo los aires con alegres gritos y amenazas a los sarracenos, que confiados en el socorro del rey Juzeph denostaban a los castellanos desde las altas y débiles almenas que ocultaban a trechos sus cuerpos.
Los valientes caballeros, tirando de la brida a los caballos, hicieron parar la carroza, y saltaron a tierra desnudando sus limpios aceros relucientes como los rayos de la luna. Pero al ir a ordenar a los más denodados paladines del ejército para acometer con ellos a los musulmanes y arribar las escalas a los muros, hirió sus ojos un espectáculo que los dejó inmóviles. Vieron anudados por la parte exterior de una almena y colgando de ella a los infelices fray Lázaro y Gil Díaz; y cargada de pesadísimas cadenas a Elvira con la cabeza inclinada y colocado su cuerpo en el vacío que había entre uno y otro torreón, como si sirviese de antemural al fiero Abenxafa, que con el puñal desnudo estaba tras ella en ademán de envainarlo en su pecho. Horrorizose el caballero del Armiño al observar el eminente peligro que amenazaba la vida de su amada, y rogando al del Águila que retardase con cualquier pretexto una sola hora el asalto, llamó a diez de los más esforzados héroes, y partió con ellos después de haberles declarado su idea. Eran éstos: Fernán Sánchez, Fernán González, don Alvar Salvadores, Nuño, Bermúdez, Raimundo, conde de Borgoña, Enrique de Besanzón, de la casa de Lorena, Gormaz, Berenguel y el conde de Oñate. Apeáronse todos de los caballos, y siguiendo la línea de la muralla llegaron al Turia y a la parte por donde este río entraba en la ciudad, y por donde había poco antes atravesado al campamento del Cid el paladín del Armiño. Habían levantado los árabes un puente de barquichuelos, y abalanzándose los héroes a los centinelas que le custodiaban, se abalanzaron a ellos con increíble ímpetu y, arrojándolos muertos en el agua, siguieron a nado la corriente del río.
Los sarracenos, aterrados, corrían por las calles creyendo que los acometía Rodrigo de Vivar. Y reinaban el desorden y la confusión; entre tanto los guerreros de la Cruz, con frente impávida y corazón valientes atravesaban la ciudad. Llegaron por último a la parte del muro que ocupaba Abenxafa, y los guardias que custodiaban sus espaldas por si acontecía algún tumulto popular, trabaron con ellos el combate más sangriento. Mandábalos Alboraya, árabe valeroso, que rugía como el león a la vista de los cristianos, y que estimulaba y enardecía con elocuentes palabras a sus compañeros. Rodeábanle Almanzor, Abdelcadir y el siempre vencedor Alí-Abenajá, azote de los adoradores de la Cruz en cuantos puntos fijaba la destructora planta, ora empuñase la maza o el acero. Dirigió Alí la punta de su lanza al pecho de don Alvar Salvadores, y pasando con ella la coraza de finísimo acero, bañola en su sangre, y al caer el héroe resonó el suelo con el ruido de las armas; la espada del fuerte Nuño cortó a cercén la cabeza de Almanzor, penetrando por junto a la gola y salpicando con la roja sangre el rostro de Alboraya, que redoblando su furor con la muerte de su amigo descargó un descomunal golpe en el casco del caballero del Armiño. Pero era tan fino el oro de que estaba fabricado, que al dar el acero sobre él, saltó hecho pedazos sin hacer mella en el casco; el paladín rompió con el suyo la cota de malla del sarraceno e hiriéndole junto al corazón cayó de espaldas llamando a su amada Zoraida. Atónitos del valor de los castellanos los soldados de Abenxafa huyeron precipitadamente, dejando libre la escalera que conducía a la parte del muro donde el feroz Abenxafa permanecía amenazando a la donosa Elvira.
—Aguardaos —dijo el del Armiño—, compañeros míos. Si acometemos con este traje al tirano, posible es que al verse perdido clave su puñal en el pecho de la hija del Cid. Troquemos de escudo y de almetes; los guerreros que yacen tendidos por el suelo nos ofrecen este arbitrio; y fingiendo que nos retiramos, podremos asegurar su brazo, y salvar la vida de la más linda castellana.
Dijo, y desencajándose el yelmo de espaldas a sus amigos se puso el de Alboraya adornado con una media luna de rubíes; e imitando su ejemplo los demás paladines dejaron también sus escudos en el suelo, y embrazando los que hallaron por tierra se transformaron en mahometanos. Fingiendo entonces que retrocedían acosados por cristianos, subieron al muro precipitadamente, y asiendo con todo su poderío el caballero del Armiño el brazo de Abenxafa cuando más lejos estaba de imaginarlo, lo apretó con tanto ímpetu, que abriéndose la mano con la fuerza del dolor, dejó caer el puñal en tierra. Ya en esto el paladín del Águila, que observaba los movimientos de los sarracenos, había presumido la victoria de su inmortal compañero de armas, y acercaba las escalas a la muralla, al propio tiempo que las trompetas del Cid le anunciaban vencedor de los africanos. Rodrigo de Vivar aguijó a su bridón, y con la bandera real de Castilla en la mano saltó por encima de la multitud de guerreros, y ascendió primero que todos al torreón, y enarboló el estandarte sagrado de la Cruz, a cuyo espectáculo doblaron una rodilla sus falanges, y las marciales músicas resonaron dulce y armoniosamente al compás de los gritos de «Viva España. Viva el Cid. Viva Castilla».
Entre tanto, Abenxafa, retrocediendo con la furia del león, logró desasirse del paladín cristiano, y comenzó a correr por el muro más ligero que el águila cuando ejerce sus rapiñas en la región de los Alpes. Siguiole el cristiano con increíble ligereza hasta que, acosado el sarraceno, y no hallando camino por donde escapar, revolvió súbitamente y desnudando el acero, le dijo:
—No huiré ya, perro nazareno, que, vive Alá, he de vender cara mi vida.
—El caballero del Armiño soy —respondió éste—, el genio del mal para ti, el que asistirá a tu aciago fin. Déspota feroz, ¿no sabías que los tiranos, tarde o temprano, sucumben al poder de la virtud? Con cien vidas no podrás pagarme los males que me has causado, los tormentos que ha sufrido mi corazón. Tú ordenaste mi muerte con la más negra perfidia, tu acibaraste los días del dulce objeto de mis amores, tú…
Los ojos de Abenxafa centelleaban al oír al caballero, y las furias y los roedores celos despedazaban su corazón. Cegábale su propio furor, y peleaba desesperadamente y a la ventura. El cristiano después de haberle burlado una y otra vez, parando con su acostumbrada destreza los golpes de su espada, logró secundar un fendiente en el medio del casco, y dividió la cabeza en dos mitades. Expiró el tirano antes de caer y el incógnito voló a romper las cadenas de Elvira, cuando el Cid y el del Águila y los otros paladines se batían con los mahometanos. Aún logró pasar con su lanza al asesino del valiente Ordoño: y corriendo en seguida a la castellana, la tomó comedida y cortésmente en sus brazos, descendió ligero por una de las escalas agarradas al muro, la sentó en la carroza del caballero del Águila y aguijando con el látigo a los caballos, principió a correr hacia el barrio de Villanueva con el cadáver de Abenxafa arrastrando del carro. Una nube de polvo envolvía al héroe y a su amante al atravesar las filas de los regocijados guerreros, que ponían en el último cielo de la alabanza el valor del incógnito paladín.
Rodrigo de Vivar volaba, con el estandarte en la diestra, los muros, y caían de ciento en ciento los cobardes adoradores de Mahoma, que enarbolaron por último una bandera blanca en señal de rendición.
El-Hakim Hamete, o por mejor decir, el anciano Pelayo, corría con la espada desnuda y vertiendo lágrimas de gozo en seguimiento de los mahometanos. Exhortábalos a que implorasen la clemencia del vencedor y no acrecentasen con una resistencia inútil el ardor de los castellanos. Encontrose con el Cid, y colgándose de su cuello descubriole quién era; lo que ya sabía el Campeador por relación del caballero del Armiño.
Cesó en aquel punto la matanza y los principales jefes de los árabes se arrojaron a los pies de Rodrigo, suplicándole que perdonase las vidas a los infelices habitantes de Valencia. Exigioles el Cid que le entregasen a su hija, a Abenxafa, a fray Lázaro y a Gil Díaz, sin lo que no quería oír propuesta alguna, y habiéndole dicho que el caballero del Armiño conducía ya libre a Elvira a los brazos de su madre y que Abenxafa no existía, otorgó a los vencidos la gracia que solicitaban, y desató a los desgraciados fray Lázaro y Gil Díaz, que permanecían aún maniatados, aunque separados de la almena. Dispuso en seguida que algunas falanges desarmasen a los moriscos y regresó a sus reales a preparar la entrada de su ejército entero en la ciudad.