Había en el ejército de Rodrigo de Vivar un soldado cuyo nombre era Gayferos, y cuya fama llegaba a las estrellas por el singular ingenio y rara travesura que en él descollaban. Era el más hazañero, desenfadado y regocijados de sus amigos: andaba siempre haciendo figuras y hablando en chilindrinas, que era cosa de comerse las manos tras los dedos con el gusto de oírle; y podía dar una mano de coces de ventaja a cualquiera en esto de pulsar la lira, y acompañarse él propio con una voz que tenía como la plata. Con él no valían asedios ni prohibiciones, porque así que llegaba a un punto conocía al instante los más ocultos arcaduces, y envasándose un traje desconocido recorría la plaza enemiga, y daba después cuenta al Cid letra por letra. Pero lo que principalmente le distinguía de todos sus compañeros, era un entusiasmo que rayaba en idolatría por el glorioso héroe bajo cuyas banderas peleaba; y su valor subía tan alto, que más de una vez enristró la lanza él solo contra seis moriscos, dejándolos tendidos por el suelo.
A éste, pues, llamó Rodrigo para acometer la más atrevida, la más gloriosa, y la más nueva de cuantas aventuras se habían emprendido en toda la ancha faz de la tierra, desde que doncella alguna calzó la espuela al primer caballero andante de los pasados siglos, cuyo nombre no declaran las historias. Era la noche, y saliendo el inmortal campeador a la huerta de su tienda vestido de todas armas, con visera calada, las manoplas puestas, la celada sin plumas y el escudo sin empresa, asiendo con la diestra la empuñadura de la espada, y caída la siniestra sobre el hombro del militar, le dijo así:
—Has de saber, buen Gayferos, que yo he nacido por querer del cielo para repetir en nuestra nación las altas e inauditas hazañas que a orillas del Eleusis y del Pactolo llevaron a felice cima los héroes griegos, y es vergonzoso a quien tiene a su cargo tan honorífico arrojo el necesitar de todo un ejército para libertar de la esclavitud a su familia, sin que su invencible brazo baste por sí y sin ayuda de otro a romper tan ignominiosas cadenas. Por cuya razón he resuelto entrarme solo en la ciudad sin mirar a riesgos ni a muertes, y sacar libres a mi esposa e hija, y mostrar al mundo entero que Dios me ha puesto en razón de romper por medio de murallas de bronce, sin faltar un punto a mi valor a lo que a sí mismo se debe. Indícame, pues, el subterráneo camino de que tantas veces me has hablado, y me verás hundirme en las entrañas de la tierra, y caminar impávido por la región de las sombras, sin que me pongan temor o hagan retroceder los trasgos, vestigios y demás gentes de ese jaez. Porque en Dios y en mi ánima, que al rayar el día he de hallarme entre los brazos de mi Jimena regocijado y dichoso, aunque se opongan a mi resolución los árabes de toda el África y el Asia, unidos a los que habitan aún en España.
—¡Vive Cristo —respondió Gayferos— que su merced habla como valiente y esforzado militar, y que he de acompañarle en esta temeraria empresa, por más que se me trasluzcan las dificultades que nos saldrán al paso! Valencia está minada de acueductos y arrequives, que recibiendo sus aguas en acequias la sacan fuera de la ciudad por bajo de las murallas, y estas acequias son subterráneas y no salen a la luz hasta un buen espacio más allá de la huerta. Para poder, pues, penetrar a sus calles, es necesario sepultarse en una de ellas y sumirse por sus arcos hollando un terreno hundido y pantanoso, y tan angosto a las veces, que apenas puede caber un hombre; hay, además, multitud de reptiles y nocturnas aves, que a bandadas cierran el tránsito e impiden dar un paso más. Pero si todos estos peligros no debilitan el valeroso ánimo de su merced, aquí estoy dispuesto a servirle de guía, y a morir en defensa del más perfecto de los paladines del mundo todo.
—Te agradezco —replicó Rodrigo— la buena voluntad que me muestras, queriendo partir conmigo los peligros que correré en esta aventura que emprendo, aunque a decir verdad, cuanto más considero la gloria que debe resultarme de ella tanto más me mueve y aguijonea el deseo de darle fin para arrancar del pecho de mi Jimena las espinas que lo destrozan y martirizan. Y si, como me doy a entender, logro ver coronadas felizmente mis esperanzas, he de premiarte de mil maneras, poniéndote en tan encumbrada dignidad que no te alcancen sino con llamarte merced.
—Arriesgado negocio es el que traernos entre manos —contestó Gayferos—, pero mal día me dé Dios, y sea el primero que amanezca, si no quisiera morir a manos de una bruja que acribillase a puros alfileres, antes que recibir paga alguna de su merced. Porque si la recompensa libra de la carga del agradecimiento al deudor, pierdo por ella el más alto premio a que podía aspirar. Y lo que hay que hacer en este asunto es no dejar que nos sorprenda el día, no sea que al hundirnos en la embocadura del subterráneo nos vea algún morisco aljamiado de los que andan por esas huertas, y avise a los centinelas para que nos descubran y acometan.
—Dices bien —gritó Rodrigo de Vivar—, y así disponte para antes que la luz del alba raye las cumbres de los montes, y nos entregaremos en manos de la fortuna, que o yo sé poco de achaques de aventuras o nos ha de ser favorable en éstas. Ensancha ese ánimo, hijo Gayferos, y no te des cata de los tormentos y estrecheces que nos aguardan, que por esos caminos angostos y escabrosos y no por los anchos y lisos se llega a la gloria; el soldado más bien parece caído, polvoroso y con las carnes desgarradas, que enhiesto, enrizado y lleno de atildaduras que huelen a almizcle y a cobardía. Aunque sé bien que contigo no hay por qué encarecerte el valor, que nunca le has dado las espaldas, sino el rostro; y la fama se hace lenguas de ti como de aquél que campea bajo el estandarte de Castilla, que no admite cerca de sí a ningún malandrín.
Separáronse los dos guerreros para hacer los preparativos de tan inaudita y peligrosa empresa, porque todavía las estrellas lucían en el despejado cielo despidiendo una escasa y suave vislumbre. Oíanse solamente los gritos de los centinelas mezclados al lejano rumor de las olas del mar que clara y distintamente se percibían desde los reales. Ordenó el Cid que celebrase un sacerdote el santo sacrificio de la misa al que asistió acompañado de Gayferos para implorar el favor del Omnipotente Dios y la ayuda de su brazo. Quemó por sus propias manos el incienso que elevándose por el templo en humeantes nubes lo inundó todo de suave fragancia; puso en manos del digno eclesiástico don Jerónimo, que después fue arzobispo de Valencia, alhajas de oro y plata para levantar en aquel sitio un convento de vírgenes que prodigasen incesantes alabanzas al Eterno; y recibió la bendición del sacerdote con muestras de singular alegría. Habiendo cumplido con los deberes de la religión tan a gusto suyo, pensó que el cielo favorecería sus designios, y que había llegado el ansiado momento de poner en libertad a su adorada Jimena y a Elvira sin ayuda ni socorro de su ejército, pues no quería darle parte en tan glorioso acontecimiento.
Caminaban el héroe y su guía por entre altos y pomposos cañaverales que guarnecían las orillas de los líquidos riachuelos, y que agitados por la brisa de la mañana hacían un son confuso y variado. Pero veis aquí, cuando al rielar el primer rayo del alba en el olimpo, principiaron a percibir los ladridos de los perros en la oscura floresta; el subterráneo ruido de la tierra que parecía abrirse debajo de sus pies y el movimiento de los lejanos árboles que se desgajaban a la vista sacudidos por el viento.
—Aquí está —exclamó Gayferos— la embocadura por donde hemos de entrar; lejos de nosotros el temor. Y vos, invicto héroe, empuñad la desnuda espada; ahora necesitamos el valor, ahora ha de asistirnos la entereza de nuestros pechos.
Pronunciadas estas palabras, se ahondó el soldado en la acequia, y separando las yerbas que cerraban una especie de abertura practicada desde la tierra hasta el fondo del agua, se entró de hilo en aquella región de las tinieblas con el brillante acero en la mano y seguido del valiente Rodrigo de Vivar, que con impávido corazón y gentil denuedo se caló por aquella singular boca del abismo. Duendes a cuyo cargo está la custodia de tan umbrosos y horrorosos sitios; y tú, soberana noche, que reinas allí de continuo, alumbrad mi mente para que pueda referir los trabajos y peligros que afrontaron los dos castellanos durante su empresa.
Al punto que Gayferos separó las yerbas que dificultaban la entrada, salieron de cien en cien los reptiles y las aves nocturnas acometiendo de frente a los arrojados paladines, que ni con la espada, ni con inclinar la cabeza, ni con calarse la visera podían libertarse de aquellos malandrines y desaforados animales. Hundíase el suelo que pisaban quedando enlodados hasta las rodillas, y cayendo aquí y agarrándose allá consiguieron penetrar a lo interior del camino subterráneo, que se ensanchaba a medida que se alejaban de la embocadura, Marchaban solos y cercados de las tinieblas más espesas por la espantosa caverna del horror, del mismo modo que suele caminar el navegante por una selva a los mustios reflejos de la escasa y moribunda luna, cuando las nubes entoldan los cielos y la oscuridad se apodera del universo.
—¡Válgate Dios por el hombre —exclamó Gayferos—, y cómo parece que nos hayamos abismado en el infierno! Hubiera venido aquí como anillo al dedo una linterna, que por lo menos nos hubiera mostrado estas extrañas y no vistas sendas que, a mi entender, deben ocultar preciosidades. Porque hago saber a su merced que andamos por debajo de altos y prodigiosos arcos de piedra, según diferentes veces me han dicho; y diera yo por verlos un dedo de la mano. Todo es obra de los señores moriscos, que como hacen en esta ciudad su principal comercio, han empleado el mayor esmero y diligencia en perfeccionarla y establecer en ella cuantas comodidades pueden apetecerse: y no debe ser maravilla el que hayan encerrado en estos subterráneos objetos dignos de admiración.
—Como no fuesen —respondió Rodrigo— infinitos e inmundos avestruces que me tienen molido a puro de batirme con ellos a brazo partido, dudo que hallásemos cosa alguna capaz de detenernos un solo punto. Así saltan los malditos sobre él rostro, como si fuesen de alfeñique, y quisiesen darse en él un hartazgo; y en cuanto al suelo pantanoso, de donde apenas puedo levantar las plantas, si oculta alguna rareza, como dices, será la virtud del lodo, que a blando y suave puede apostárselas al mismo mar. Pero aunque ningún prodigio nos hiciese ver la tal linterna, soy de parecer que nos hubiera sido de mucho cómodo y provecho para mirar dónde fijábamos el pie, y excusarnos algunas cortesías que mal de nuestro grado hacemos a los señores arcos de piedra; y así, lo que debemos pensar por bien de paz al darla vuelta con mi Jimena, es tomar una luz que nos sirva de norte, porque a las incomodidades del tropezar, se uniría entonces el terror de mi esposa que, aunque no es medrosa de suyo, juzgaría ver en estas sombras una cáfila de duendes, que no parecen otra cosa los vapores o nubes que se ofrecen continuamente delante de mis ojos.
—Es que, sin duda —contestó el soldado—, tienen su asiento en estos lugares los malos bichas que de cuando en cuando asoman su cabeza por el mundo; y he oído decir que aquí habitan los vestiglos, endriagos y familiares a que por allá arriba se teme tanto. Cabe la misma entrada o garganta de este subterráneo, mora el dolor rodeada del afán y del cuidado; síguese a su morada la de las pálidas enfermedades, de la vejez, del pavor, de la insufrible hambre y de la indigencia: aspectos que da horror el mirarlos. Viene tras éstos la muerte, la desgracia, el sueño, hermano de la muerte, y los remordimientos; y frente por frente está la sangrienta guerra, despedazándose a sí propia, en torno de la cual yacen las furias y la civil discordia, con los cabellos sueltos a la espalda, que son otra tantas culebras que andan enroscándose por su frente, que parece cubierta de vendas. Note su merced qué hubiera sido de nosotros pecadores, si estas alimañas y otras muchas que dejo olvidadas se hubieran abalanzado de golpe contra nosotros, y nos hubieran principiado a cribar y a asaetear con sus largos picos, que picos deben de tener como toda ave de rapiña.
Soltó el Cid una carcajada qué resonó por el vacío reino de la sombra al oír las sandeces del socarrón. Gayferos; que se paladeaba con ensartar semejantes despropósitos por entretener y suspender agradablemente a su amo para quien era muy sensible el camino por los continuos traspiés que hacía. Y alzándose del suelo que acababa de besar, respondió con levantada voz de esta manera:
—Por malos de mis pecados, que has descrito con toda puntualidad la garganta del averno, por donde Eneas descendió al tártaro en busca de su amado padre; y ríome de pensar que quizá aquí el camino debía estar como este pantanoso, inmundo, y oliendo a azufre en vez de algalia, y la imaginación del poeta lo adornó tanto, que más de dos veces, si no fuese ficción de un gentil, le vendrían a unos deseos de secundar aquella grande y estupenda aventura, que a ser verdadera, no había otra que se le pudiese igualar. Pero o yo me engaño, añadió a media voz, o suena a lo lejos un rumor de pasos y de voces que indica que nos acercamos a algún punto donde hay seres vivientes.
—Así es verdad —dijo pasito el soldado—, y juro en mi ánimo que aventura tenemos; apostaría a que es algún espía de los que Abenxafa envía cada instante a nuestro campamento; y en algunas ocasiones, según noticias, suele visitarnos el traidor de Dolfos, a quien yo daría si lo encontrase en este sitio una cuchillada de mejor gana que al más poderoso rey de los moriscos. ¿Y percibe su merced un débil reflejo de luz a lo última del subterráneo que se mueve a intervalos como si alguien la llevase en la mano?
—Sí percibo —contestó Rodrigo de Vivar— y por eso me confirma en que es gente que sabe muy bien este camino, y que así como nosotros nos dirigimos a Poniente, ellos caminan hacia oriente. Lo que hay que hacer, pues, de primeras a primeras, es agazaparnos tras el primer arco que encontremos y dejarlos pasar: pero si por azar fuese Vellido, me lanzaré sobre él y le haré añicos antes que tenga tiempo para respirar.
—Dios nos libre —exclamó Gayferos— de manos de duendes y encantadores. En esto se colocaron como mejor supieron tras de las piedras de un arco, y esperaron a que viniesen los viajeros que ya se acercaban con mucho remanso y prosopopeya: eran dos al parecer vestidos de guerreros cristianos, y llevaban en la mano una luz que iluminaba a medias aquel oscuro recinto. Iban platicando entre sí los fantasmas; y como el sitio estaba vacío y reinaba de todo punto el silencio, desde muy lejos comenzaron ya los escondidos guerreros a oír cuanto hablaban, sin perder una sola sílaba del interesante diálogo.
—Yo, Vellido —dijo el uno—, le acompaño solamente hasta la salida del subterráneo; pero así entraré en el campo de los cristianos, como volaré. Si hubieras conseguido la recomendación que pretendías de la hija o esposa del Cid, ya por fin contabas con una esperanza en el supuesto de ser descubierto; lo que es en el caso presente, te doy por muerto, y juzgo tu empeño temerario e inútil. ¿Cómo has de dar muerte a un héroe a quien rodean miles de soldados, y cuyo valor raya en el último punto? ¡Ah, desdichado de ti, cómo vas a hacer unas cuantas zapatetas en el aire colgado de las ramas de un nogal!
Mira —contestó el otro, que según trazas era Vellido Dolfos—, esta mañana, ahora mismo, acabo de hacer cuantos esfuerzos he podido para arrancar una seguridad a la familia de ese dichoso aventurero, a quien tú llamas héroe; y no he sido poderoso a lograrla, sino por el contrario me he convencido de que están todos los nazarenos tan irritados conmigo por la muerte del caballero del Armiño, que no hay uno que no holgase de verme ahorcado si conquistasen Valencia. Días hace que había yo ofrecido a Abenxafa clavar mi puñal en el pecho de Rodrigo; pero me retraía del cumplimiento de esta oferta por las dificultades y peligros que en ella anteveía; hasta que hoy me he decidido por necesidad y por despecho. Si triunfan los cristianos, ya te he dicho que no me resta ninguna esperanza de vida; y pensar que no vencerán por el orden natural, es pensar necedades. La única confianza, pues, que puede alimentarme, es disipar con la muerte del caudillo ese ejército que se deshará entonces como la sal en el agua.
—Mala ventura te mando —replicó el primero que había hablado— a fe del profeta, que no doy un ardite por tu existencia. Mas tú lo quieres, despolvoréate con la suerte que a mi casa me vuelvo; y ahora entren o no entren los sitiadores nada dirán a quien no se entremeta en negocios que huelen a muerte. Y si algún ruego o amistad puede contigo, te suplico cuan encarecidamente puedo, que eches pie atrás, y abandones tamaño proyecto, que tan caro ha de costarte.
—Será en vano cuanto me digas —gritó Dolfos—, y si tu cobardía te hace temblar de miedo al ver la cara del enemigo, yo desprecio los riesgos, y más quiero morir tentando medios de salvación, que no aguardar a que caigan contra mí los contrarios, y me hallen tendido pierna sobre pierna, y hagan conmigo desaguisado. Y desde aquí puedes volver la espalda y encaminarte a tu casa, fementido compañero, que no mereces vestir traje de hombre, sino enfaldo y pañizuelo como las esclavas. ¿Juzgas que por verme solo decaeré de ánimo? Vete, o por Mahoma que te rompo una pierna, para que traigas a la memoria cada día el valor que te asistió en esta empresa; pues el cobarde que teme las heridas del combate, razón es que las reciba del acero de sus jefes para que aprenda a llevar con paciencia los dolores que causan.
Diciendo esto habían ya llegado cerca del Cid y de Gayferos, quienes poniéndose súbitamente delante de Dolfos y de su compañero, los acometieron con la espada, desarmándolos en un abrir y cerrar de ojos. Al movimiento que hizo el morisco sorprendido por la repentina aparición de los dos cristianos, se le cayó la linterna de la mano, y apagada la luz volvió a reinar la oscuridad en el subterráneo. Descargaba Rodrigo sendos fendientes sobre el aterrado Dolfos, hiriendo muchas veces el aire por acuchillarle a destajo y sin ver a tan despreciable enemigo, tantas eran las tinieblas en que todos estaban. Cayó por último el renegado en el suelo maldiciendo de su fortuna, abierta la cabeza en dos mitades y pagó con una muerte temprana los muchos crímenes que ennegrecían su alma, no siendo el menor el regicidio cometido en la persona del rey de Castilla.
Daba voces entre tanto el compañero del herido, pidiendo con muchos ruegos que le perdonasen la vida, pues había sido seducido y arrastrado contra su voluntad a aquel sitio. Compadeciéronse de sus lágrimas, movido por las razones que le habían oído antes de la refriega y teniéndole Rodrigo asido de los brazos le preguntó con levantada voz:
—¿Quién eres?
—Señor, o ánima, o sombra, o lo que fueses, pues yo no lo sé —respondió el morisco—, soy Alí, uno de los musulmanes y pacíficos habitadores de Valencia, a quien mis pecados pusieron en la mente la idea de acompañar a Dolfos. Pero si alguna piedad se alberga en vuestro noble corazón, permitidme regresar a mi casa, y vivid seguro de mi agradecimiento, y de que no tornaré en mi vida a pisar esta silenciosa morada, ni a interrumpir el sueño de las sombras, si vos lo sois como presumo.
Temblaba todo al pronunciar estas palabras el valenciano, dando unos dientes con otros, como aquél que no juzgaba encontrar piedad en su enemigo. El invicto héroe de Vivar no podía tener a raya la risa al oírse llamar con tales nombres; y reprimida la cólera con la muerte del malvado regicida, comenzó a discurrir cómo podría salvar la existencia del morisco sin comprometer la suya. Porque si le daba libertad y le permitía volver a salir del subterráneo claro está que daría aviso de lo acaecido a Abenxafa y alarmaría contra ellos el poder de cuantos árabes guarnecían a Edeta. Dudoso de lo que debía hacer, y revolviendo en su imaginación distintos proyectos, dijo al sarraceno:
—Tu vida pende de tus labios: si sales un punto de la verdad, ten por cierta en el mismo instante tu muerte. Yo soy Rodrigo de Vivar generalmente conocido por el Cid, de quien habrás oído hablar más de una vez desde que tengo sitiado a tu monarca; diríjome por tan extraña vía a libertar a mi adorada esposa, que gime agobiada con el peso de la esclavitud. Este fiel y valiente soldado que me acompaña quedará contigo antes de salir a la luz del cielo, para no verme en la necesidad de poner fin a tus días; pero esto ha de ser con la condición de que como más práctico en el subterráneo, nos saques a salvo y conduzcas con religiosa fidelidad a su salida.
—Alá —contestó el morisco— conceda a vuestro acero más victorias que logró el Profeta, y ponga en vuestros brazos a esa mujer que decís. Os guiaré con entera voluntad, pues os debo el aire que respiro, por estas moradas, y vos veréis que aunque agareno, no soy ingrato a los beneficios que recibo. Conozco un resquicio que sale al jardín mismo de palacio y que viene de molde a vuestro intento; y donde vos queráis aguardaré vuestro retorno confiado en que después me concederéis la libertad.
—Te la ofrezco —gritó el Cid— y no hay más que acelerar el paso. Cuando tocaron el término del subterráneo, el morisco mostró a Rodrigo de Vivar la salida, dándole las instrucciones más exactas; y el héroe ordenó a Gayferos que aguardase en aquel sitio, sin permitir al valenciano que se moviese de allí. Púsose de un salto en el patio del palacio de Abenxafa, y entrando sin detenerse en el jardín, descubrió a lo lejos a Jimena que andaba divirtiendo sus penas por aquel plácido y ameno sitio.
Mostraba ya el sol entonces su dorados rayos iluminando las espumosas cascadas que saltaban al valle con magnífica abundancia y tan solo se percibía al compás de su estruendo la suave música de los alegres pajaritos que entonaban la alborada a la luz del día. Subiendo la pendiente del montecillo, en cuyas cumbres estaban las grutas, se dominaba con la vista la anchurosa vega por la que atravesaban los cristales del padre Turoa, y descubrían los admirados ojos un espectáculo maravilloso.
Ofrecíase por la parte de poniente un bosque de árboles frutales, cuyas ramas se habían entretejido con tal arte que formaban una especie de toldo impenetrable a los rayos del sol; el río se deslizaba mansamente por medio de este bosque retratando en su diáfana corriente las copas de los manzanos, perales y naranjos majestuosamente doradas. Por encima de estos árboles y a corta distancia del Turia, traslucíanse las agujas de algunas mezquitas que eran otros tantos pueblecitos alegres y ricos que parecían sembrados por la florida vega. Por el lado de Oriente se extendían hermosos paseos, según el gusto de aquellos tiempos, y se divisaban los débiles muros de la ciudad coronados de bulliciosos centinelas que se paseaban con reposado continente, y entonaban versos a sus amadas. Mil cuadros distintos y animados herían la vista por aquella parte; aquí estaban los esclavos llenando sus cántaros de agua y cargándolos sobre sus espaldas con la cabeza inclinada; allí dos mancebos hacían respetuosos ademanes y señas a una mora que con el velo caído caminaba seguida de sus siervas; más allá dos ancianos con el brazo apoyado sobre un palo, el dedo en los labios y los ojos en tierra aparecían meditabundos como si discurriesen entonces sobre el sitio de la ciudad y la suerte que les podía caber; y por último, en un espacio más lejano, brillaban los cascos y corazas del bruñido acero de los cristianos, en los que el sol, marchando de frente, reflejaba su clarísima lumbre.
Detuviéronse los ojos de Rodrigo de Vivar involuntariamente un momento en este bellísimo espectáculo, antes de haber reconocido a su esposa que con detención le miraba desde la entrada de una gruta, como dudando de la visión.
Pero cuando uno y otro se persuadieron de la verdad de aquel súbito e inesperado encuentro, corrieron ambos con los brazos abiertos a reunirse, y un grito de sorpresa lanzada por la matrona de Castilla rompió los aires, y llevó a los oídos del esposo aquel dulce y amoroso acento.
Rodrigo es, gritó Jimena, y estrechó al guerrero.
—¡Dios mío! Rodrigo es —gritó Jimena, y estrechó al guerrero con ternura y vertiendo lágrimas de gozo.
—Yo soy, amada esposa —respondió el sensible héroe de Vivar—, yo soy que vengo a romper tus cadenas —dijo—, y regó también con una lágrima la mano de su adorada consorte, y exhaló un profundo suspiro tendiendo la vista al campo cristiano.
Un momento de elocuente silencio, durante el cual se encontraron dulcemente los ojos del Cid y de Jimena, siguió a este primer desahogo del amor conyugal; el mundo entero desapareció de su mente ocupada de todo punto en el legítimo cariño que los inflamaba.
¿Y cómo he de describir tan tierna escena? ¿Dónde está el pincel que sabe expresar los secretos sentimientos del corazón, la llama del amar y la suave conmoción del gozo? Tú, ¡oh patético Virgilio!, tú debieras prestarme el tuyo, para retratar un cuadro digno del glorioso héroe que me inspira; entonces la doncella enternecida con mi narración diría toda alborozada: «Solamente las virtudes conyugales pueden darme la ventura», y el corrompido mancebo comparando las puras delicias de los dos esposos con la saciedad y los remordimientos del vicio, correría a las aras a jurar eterna felicidad a una hermosura inocente y digna de sus caricias. Dame, dame tu lira; y vosotros, trovadores del Tay y del Sena, enardeced mi espíritu con una chispa del divino fuego que distingue vuestros melodiosos cantos.
—Jimena —añadió Rodrigo—, soy feliz, porque te veo, y mi alma no sabe existir sin ti. ¿Ah? ¿Pensabas tú que podía vivir tranquilo ni sosegar mi pecho hasta ponerte en libertad?
—Cruel —contestó la matrona—. ¿Por qué expones así una existencia tan necesaria al mundo y que me es tan cara? ¿Por qué no aguardas el momento de venir seguido de tus soldados y rodeado de tus fuertes escudos? ¿No sabes, amado Rodrigo, que los peligros que te amenazan me causan más tormentos que la esclavitud y la muerte? ¿Cómo es posible libertar tu vida en este alcázar guarnecido de miles de sarracenos? No, no hay remedio: muramos juntos, y hasta con mi último suspiro defenderé tu aliento; soy una mujer débil y sin valor, pero el amor que enciende mis venas me hará osada y valiente.
—No temas, mi Jimena —replicó el Cid—, he venido por un camino cubierto y subterráneo, y por el mismo llegaremos a mi campamento sin correr riesgo alguno. Aceleremos nuestra partida cuanto podamos, avisando a nuestra hija, y bien pronto daremos la espalda a este alcázar.
—Desgraciada de mí —exclamó Jimena—. Elvira ha salido a solazarse por esos campos y sabe Dios cuándo regresará porque la acompaña Gil Díaz, y su único consuelo es vagar por las plácidas riberas del río entreteniendo sus penas. Y si aguardamos su vuelta, corremos riesgo de que entre alguno en el jardín, y nos descubra y sorprenda; mas ¿cómo hemos de decidirnos a abandonarla?
No hay completa ventura en este mundo —dijo el héroe de Castilla asaz triste por la ausencia de su hija—, pero consolémonos con que nuestro ejército no tardará en asaltar esta ciudad, y me he adelantado solo al asalto para ganar la prez y la gloria de ser el único libertador de mi esposa; sí, adorada Jimena, hubiera experimentado cierto desasosiego al considerar que otros guerreros eran también acreedores a tu agradecimiento; ahora me paladearé con el gusto de saber que si tus ojos buscan alguna vez a un amante, a un esposo y a un libertador, deben fijarse en mí que reúno tan gloriosos títulos. El destino me hace comprar a mucho precio la dicha de verte, esposa mía; errante y solo desde que te deposité, desterrado de Burgos, en el monasterio de San Pedro, estaba privado de tu deliciosa presencia; y cuando mis brazos se abrían ya para recibirte, te sumió la traición en esta ciudad, llenando de despecho mi corazón. Llego por último el ansiado instante, y disfruto el gozo de arrebatarte de este alcázar, gozo que acibara la ausencia de mi hija. Pero no es posible detenernos más tiempo; partamos, Jimena mía.
—Ya te sigo, esposo —respondió la matrona.
Y ambos corrieron al patio del palacio por donde entraron; sin sucederles desmán alguno en el subterráneo. Jimena derramó abundantes lágrimas al pensar que dejaba expuesta a tantos riesgos a Elvira; pero el amor que profesaba a Rodrigo y la idea de verle amenazado por la muerte si le descubrían, fueron poderosos a hacerle tomar aquella resolución. A corto espacio que hubieron caminado, se reunieron con Gayferos y con el morisco, a quien el Cid mandó que los acompañase hasta la mitad del subterráneo, y desde allí le concedió la libertad ordenándole que declarase a Abenxafa la muerte de Vellido Dolfos.