La hora del alba sería, cuando la linda Elvira, que pasaba por muy amiga de madrugar, salió a esparcirse por la florida vega que humedecían los cristales del ameno Turia, por frente del real alcázar de Abenxafa. Seguíanla en zaga y a larga distancia fray Lázaro y Gil Díaz, que se profesaban singular cariño, y que holgaban también de gozar los encantos de la aurora que en aquella estación y en aquél en extremo regocijado país no podía menos de ser deliciosísima. Cubrían en otro tiempo la espaciosa plaza, a esta misma hora, las ricas producciones de la tierra, amontonándose las dulces frutas y sabrosas verduras; al presente, escaseaban ya los comestibles, por el asedio, y estaba casi desierta y desprovista del necesario alimento.
Caminaba delante sola y señora nuestra doncella, como hemos dicho, y nuestros dos amigos, que iban con más reposado continente, se detuvieron un momento para corresponder a los saludos de un moro que al principio no reconocieron, o sea por el espacio que mediaba, o sea porque todavía era débil la vislumbre del día. Mas luego vieron ser el señor Vellido Dolfos, que se les reunió con muestras de mucho agasajo, y les dijo:
—Vengo a solicitar de vosotros una gracia, amigos míos, confiado en el retorno que merece el amor que os mostré mientras la suerte de la guerra os hizo esclavos míos.
—Si así es —le interrumpió Gil—, cuente su merced con una tanda de azotes, igual a aquélla de marras; cuente con que nos ha de servir trabajando a destajo, entre tanto que nosotros nos solazamos bonitamente con descargarle sendos latigazos que le pongan como nuevo; y cuente con que ha de comer solamente queso, pan y agua. Porque justo es que a quien pide tortas se le dé sahumadas y nosotros no somos hombres para hacer pleito por punto más o menos.
—Bendiga Dios esa lengua —exclamó fray Lázaro—, para que podáis algún día tenerla a raya y no encajar a cada triquete tamaños disparates. Si todavía ignoráis, hermano, lo que quiere el señor Vellido, ¿a qué viene esa cáfila de sandeces? ¿No podía desear confesión, arrepentido de sus muchos y enormes delitos? ¿Y os parece que en ese caso podía yo en conciencia negarle su demanda, por más que muestren todavía mis carnes señales de su crueldad para con nosotros?
—Vuelvo otra vez a mi cuerpo —contestó Gil— cuanto he dicho y de ahora para siempre lo anulo y doy por mal pensado y peor hablado.
—Lo que os ruego —añadió entonces Vellido— es que uno y otro intercedáis con doña Jimena, a fin de que me dé una recomendación para su esposo con seguridad plena de no tomarme cuenta del pasado tiempo; y con este documento pienso fugarme a su campamento y abandonar esta ciudad, que, voto al diablo, no tardará en caer en manos de los sitiadores.
—¿Y eso no más exige de nosotros su merced? —preguntó el socarrón del criado—. Pues a fe mía que he recomendado más de una vez a su merced con tales veras a las señoras mis amas, que han ofrecido encumbrarle tanto, que no le alcancen sino con llamarle señoría. Me dejaría yo pelar las barbas antes que consentir que tocasen los vencedores un solo cabello de la cabeza del buen Dolfos mi antiguo camarada, y poco ha dueño de mi persona. Y así tengo por excusada la petición, pues ahora vaya con documentos, ahora sin ellos, le recibirán de perlas los cristianos.
—Pues yo —replicó fray Lázaro— he de interceder con doña Jimena para lo que pide Dolfos, porque mi conciencia me manda que pague el mal que me ha hecho con bienes.
—Es su paternidad —le atajó Gil— espíritu de quimera conmigo, y no haya miedo de que una sola vez esté a mi razón. Así recomendará mi señora a un traidor, como lloverán torreznos; y juro a tal que no le han de valer excusas, y ha de satisfacer la deuda que conmigo tiene sobre los azotes que me mandó dar. No, sino andaros con rodeos y melindres, que en cayendo su merced en manos de Reynaldos y Gayferos, mis amigos, sabrá con quién las había.
—Bellaco —gritó Vellido—, ve y cuenta a esos señores que mi mano ha visitado tus carrillos.
Dicho esto, descargó sobre el pobre Díaz tal bofetada, que casi dio con su cuerpo en tierra; pero saliendo el escudero de su acostumbrado paso, con aquel insulto, asió de las barbas a Dolfos, y comenzaron los dos una escuderil pelea de araños, mojicones y patadas. El criado sacudía al regicida, el regicida al criado, fray Lázaro gritaba haciendo ademanes para ponerlos en paz, y al ruido del alboroto, de los porrazos y de las voces del religioso, volvió la cabeza Elvira, y soltó las riendas a la risa, al ver los hinchados mofletes de Gil que chispeaban de puro colorados, los hundidos ojos de Dolfos que arqueaba las cejas y apretaba los dientes haciendo graciosos visajes a cada golpe que recibía, y la flema y remanso de fray Lázaro, que se contentaba con darles voces, sin tomar parte en el combate.
Acercose la doncella, y al verla, por un natural movimiento de respeto, cesaron ambos combatientes en la pelea, poniendo unos rostros compungidos y melancólicos.
—¿Qué es esto —preguntó Elvira, sonriendo cariñosamente—, amigo Gil? ¿Y el voto de vivir pacífico y sosegado, qué se ha hecho?
—Señora —respondió el escudero—, los primeros ímpetus de la cólera no son en manos del hombre; y el más reposado pierde los estribos cuando le acriban y asaetean. Ahí tiene su merced al señor Vellido Dolfos, que todavía pretende ponerse a cuentas conmigo, por si mi señora doña Jimena le ha de recomendar o no a mi amo para que deje impunes sus delitos.
—Si tal es la causa de la disputa —contestó la hija del Cid—, viva mi buen escudero quieto y sosegado, que mi madre no escucha a renegados, ni los escuchará jamás; y el asesino del rey Sancho y el que puso en venta la cabeza del caballero del Armiño, valiéndose de mi nombre, puede estar seguro de que tarde o temprano morirá, como le predijo Díaz, en lugar alto; y veamos si quiere vengarse también de mi predilección, que puede ser que con solo pestañear yo, le mande Abenxafa colgar de uno de estos árboles. Quítese de mi presencia el vil traidor y otra vez no ose alzar los ojos a mirarme, si aprecia en algo la vida, pues por la Cruz de que ha maldecido el fementido, que no necesito de los cristianos para castigar sus infinitas maldades; que de un renegado y regicida todos reniegan y a todos place deshacerse de un miserable y criminal.
Vellido se alejó con indignados ojos, sin atreverse a mirar a la irritada hija de Jimena, conociendo cuán fácil le sería en una u otra época, es decir, ahora o después de tomada la ciudad, recompensar sus merecimientos. Fray Lázaro, que ansiaba sacar a plaza su humildad, para dar ejemplo de que los agravios deben ponerse en olvido, alzó los ojos al cielo, y después de haber exhalado un robusto y pausado suspiro, exclamó:
—¡Es posible que la hiel de la venganza halle cabida en el blando y tierno pecho de doña Elvira! No, no puedo darme a entender que se haya así trocado la naturaleza de las palomas: interceda su merced, señora, con su padre a favor del desgraciado Dolfos, que quizá por el arrepentimiento lavará sus pasadas acciones.
—Su paternidad perdone —respondió la doncella—, pero por esta vez no soy de su opinión: nunca emplearé mis ruegos para salvar a un cobarde y alevoso renegado.
Adelantose con gentil continente por la vega, más ligera que la liebre, y dio orden a Díaz que regresara a palacio, y aguardase allí su vuelta que daría al instante. Dirigíase la belleza de Castilla a un escaño inmediato que ocultaban unos altos rosales, a cuyo agradable sitio debía venir el caballero del Armiño a despedirse de su amada. No tardó en llegar el paladín vestido ya con su magnífica coraza y cubierta la cabeza con un casco de bruñido acero que le había regalado Pelayo. Llevaba caída la visera como en otro tiempo, y en vez de las blancas plumas que le distinguían de los otros guerreros, coronaba su casco una marlota negra graciosamente inclinada al lado izquierdo. Tembló el corazón de Elvira al ver armado al valiente caballero, agitada por un presentimiento fatal que aguó la natural alegría que en aquellos días retrataba su rostro. Deslustráronse súbitamente las rosas que coloraban su fresca tez, quedando esta pálida como las aguas del mar iluminadas por la lumbre del nocturno astro. Sin duda hay en la mente humana una chispa de adivinación que alarma nuestras potencias y facultades físicas antes de acontecer la desgracia. Admiró al incógnito paladín la súbita mudanza del color de su amante, y recelando en un punto mil contrarios accidentes, preguntó turbado y cuidadoso:
—¿Qué áspid has pisado, hermosa Elvira, que así ha conmovido tu pecho y eclipsado la púrpura de tus mejillas? ¿Será posible, eterno Dios, que cuando se acercan a su ocaso nuestras penas nazca de repente una estrella de mal agüero? Rompe ese silencio, dueño mío, y si nuevas borrascas me roban la luz de tus soles, permite a el alma saborearse con tu vista los breves momentos que el destino nos concede.
—Ignoro la causa —respondió le hija del Cid—, pero agita mis miembros un frío mortal; y siento tal inquietud, que apenas podré explicarla con palabras. Quizá la proximidad de la dicha causa en mí sensaciones desconocidas, porque parece que los grandes acontecimientos se anuncian ellos mismos como el trueno al que preceden los relámpagos. Pero una preocupación no debe ser parte a privarnos del gozo de volvernos a ver en el feliz momento en que el ejército cristiano va a recobrar su mejor lanza.
—¿Quieres —dijo el caballero— partir conmigo y recobrar también la libertad? Juro en mi ánimo sacarte en mis brazos por entre un millón de combatientes, y restituirte a tu adorado padre. Mi empresa, si bien se considera, es arriesgada porque cerradas como están las puertas de la ciudad, no me queda más recurso que arrojarme al río, y a nado salir al campo cristiano despreciando la nube de flechas y saetas que al verme huir lanzarán contra mí los sarracenos. Pero si me concedes la gloria de ser tu libertador, saltaré con la espada desnuda al muro, y de allí nos deslizaremos al arrabal con el aliento que tu divina presencia infundirá a mi pecho.
—¿Piensas —contestó Elvira con patético entusiasmo— que sería capaz de abandonar a mi querida madre, y exponerla a mayores insultos y peligros por todos los bienes que encierra el orbe? Mi felicidad es muy despreciable a mis ojos comparada con la suya; renunciaría a la vida y a las delicias mismas del amor por proporcionarle un solo consuelo. ¡Oh!, tú no llevarás a mal el que ame con tanto extremo a la que me alimentó con la sangre de sus venas, aquélla a quien dirigí la primera sonrisa desde la cuna para significarle que ya la reconocía el corazón. Pero observo que es temerario arrojo entregarse al cielo abierto y a la luz del sol en manos de la muerte, cuando protegido de las tinieblas de la noche podías fácilmente ponerte en cobro sin tantos peligros. Y aunque la vida sea para los héroes un objeto de poco precio porque los espera la inmortalidad, deben, sin embargo, procurar salvarla, si no por ellos, por aquellas personas a quienes costaría su pérdida la ventura.
—Los árabes —replicó el joven— recelan que los cristianos han de asaltar la ciudad, y no hay precaución que no tomen por las noches para evitar una sorpresa que les podía ser funesta; mas fiados durante el día en su claridad, andan menos solícitos, y es más agible el burlar su vigilancia. Sin embargo, a decir verdad, aunque así no fuese, nunca reputaría digno de un individuo de la alta caballería el escapar a la sombra de la noche por temor, a manera de un criminal que huye por no esperar la sentencia de muerte en castigo de sus delitos. ¿Qué dirían mis soldados de que su jefe que tantas veces les había mostrado el camino del verdadero honor necesitaba de las nieblas y de los ardides para vencer a tan cobardes enemigos? No, ellos me han de ver entrar a buena luz y con la cabeza erguida, como quien no teme mostrarse después de una batalla, seguro de que no le darán en rostro su cobardía.
—Si así es —exclamó la doncella—, nada debo decir en contrario, porque amo tu gloria tanto como tu corazón. Tu regreso al campo cristiano lisonjea agradablemente mis esperanzas, y no dudo de que en breve gozaré el placer de hablarte más tranquila en esta encantadora vega. ¡Qué deliciosa está! Mira cómo la aurora ha erguido las florecillas que esmaltan las márgenes de los riachuelos, corriendo sus líquidos cristales entre pardas y blancas guijas. La tierra floreciente, el cielo despejado y el aire puro, todo da claros indicios de la plácida bonanza que reina en la naturaleza. ¿Por qué no ha de haber en mi interior la misma calma?
—Deja que mi brazo victorioso —gritó conmovido el paladín— derribe al suelo los pendones de Mahoma, y ponga a tus plantas una laurífera corona; deja que la cabeza del vil Abenxafa, clavada en la punta de mi lanza, aterre a los tiranos que oprimen injustamente a la virtud, y entonces, regocijada y satisfecha, probarás las dulzuras de la amable tranquilidad. Ahora que los riesgos hormiguean a tu alrededor y ardes en deseos de contemplar, dichosa y reunida a tu familia, ahora que presencias a todas horas las lágrimas de una esposa enamorada no es posible que encuentre de todo punto la calma. Parto sin poder tributar mis respetos a tu madre como deseaba; parto a buscar una muerte gloriosa, o a romper las cadenas y libertar a la más hermosa de las ciudades del yugo sarraceno; al lado de tu ilustre padre y a la sombra de sus laureles penetraré proclamando vencedor tu dulce nombre. Si la cruel fortuna nos separa y me espera el sepulcro, acuérdate alguna vez de un caballero que todo lo ha sacrificado a tu amor.
—Demasiado me acordaré —dijo suspirando la hija de Jimena—, porque no es fácil borrar la imagen que está impresa en el corazón. Adiós, valeroso joven, saluda a mi amado padre, y dile que los brazos de su hija no han ceñido días hace su cuello. Dile… Pero ¡Dios mío! ¿Quién se acerca?
En efecto, venía hacia ellos con presurosos pasos y ademán amenazador el monarca de Valencia, saliendo, de entre unos enramados jazmines que enzarzándose por los troncos de los vecinos árboles formaban como una pared de verdes hojas que ocultaban del todo los objetos que por aquellas sendas vagaban. Centelleaban los ojos del tirano, y sus blancos labios manifestaban el coraje y ávida rabia que despedazaban su alma al reconocer a la que amaba discantando con un guerrero de la Cruz y con muestras de enternecimiento. Sin embargo, no colgaba de su tahalí alfanje alguno, ni brillaba en el cinto el mango de su puñal; pendía, sí, de sus hombros una sutil capa de púrpura recogida enteramente a las espaldas, y en el magnífico turbante que cubría su cabeza se veían sartas de perlas ondeando en graciosos pabellones.
—¿Quién eres? —preguntó el airado Abenxafa al caballero del Armiño con impetuoso tono—. ¿Qué buscas en esta ciudad y por dónde has penetrado?
—¿Y con qué derecho —le contestó el cristiano— exiges de mí que responda a tus preguntas? ¿Piensas que soy algún esclavo tuyo a quien puedes mandar como te plazca? Jamás satisfago a nadie con la lengua; empuña la espada, y te enseñaré segunda vez cómo has de tratar a los paladines de Castilla.
—Orgulloso eres, soldado —respondió el morisco—, y siento no poder probarte el desprecio con que te miro, pues por azar me hallo sin arma alguna. Sin embargo, soy el soberano de esta ciudad, y me parece que me asiste algún derecho para preguntarte quién eres. Y si estas razones no bastan, sabe que me pertenece el corazón de esta cristiana, y que debo conocer con qué motivo has venido a hablarla.
—Por la Cruz santa juro, insensato y presumido árabe, que a no verte desarmado te cortaría la lengua para que no tornaras ya a blasfemar de la belleza más perfecta que posee España. ¿Juzgas que te pertenece su corazón porque lo has ganado en alguna singular batalla? A risa me provoca tan infundada presunción y si te place seguir mis consejos cesa de cansarme con necias interrogaciones, de las que sacarás igual fruto que de tus amores con la hija del Cid.
—Por Alá —gritó el árabe— que si me permites volver a palacio por un sable, que he de paladearme con mirar tu cabeza clavada a la puerta de mi alcázar.
—Hombre vil —dijo el del Armiño—, de muy buena gana haría semejante concesión a un guerrero de honor, a un guerrero valiente que no hubiese recurrido ya otras veces a la traición para asesinar a sus enemigos. ¿No fuiste tú quien arrebató del campo cristiano con la más negra perfidia al caballero del blanco escudo para vengar sin riesgo la gloria que le había cabido, haciéndote morder la tierra a las puertas mismas de la ciudad? Te cubriste de infamia con tan despreciable acción, y desde entonces perdiste ya los derechos a la confianza que antes inspirabas; ¿cómo quieres merecerme la menor sombra de ella si veo tus manos teñidas, no con la sangre que derraman los valientes en la liza, sino llenas de las manchas que ostenta el verdugo después de haber sacrificado a la víctima? Aquí tienes presente la sombra de tu rival: yo soy el caballero del Armiño, el que te venció en singular combate, el que juró derribarte del trono a que te encumbraron tus crímenes, soy aquél al que seducido y vilmente engañado sepultaste en el panteón donde descansan las cenizas de tantos monarcas de tu culto. Tiembla delante de mí he venido a anunciarte que se acerca el día de tu perdición, y que está escrita en las celestes bóvedas tu sentencia. ¡Ay de ti si osas profanar con una sola mirada los encantos de esta celestial criatura! Se abrirá el abismo a tus plantas, y saldré yo a defenderla inocencia. ¿No me reconoces en el acento, en el veneno que respiran mis palabras, en el desprecio con que te hablo, en mi coraza y espaldar? Acuérdate de mis palabras: cumplirase mi predicción, y me paladearé insultando con la sonrisa del menosprecio los postreros alientos de un tirano. Y tú, hermosa Elvira, adiós; nada temas de este malvado que dondequiera que él ose atormentarte, allí me verás aterrarle con la súbita aparición de mi sombra.
El caballero, pronunciada su terrible profecía, con misterioso tono desapareció como un rayo siguiendo la ingeniosa ficción que sin duda le salvaba, pasó a nado el río, y aunque los centinelas de la muralla le dirigieron y asestaron continuas saetas, tuvo la felicidad de que se hiciesen pedazos sus puntas resonando sobre el espaldar del finísimo acero, que era el único blanco a que podían encaminarlas. Permanecía Abenxafa atónito y consternado, sin alzar los ojos del suelo donde los había fijado, porque su imaginación supersticiosa y llena de las preocupaciones que el espíritu de fatalismo y las doctrinas del Alcorán infunden a los musulmanes añadían al fanatismo de su secta ciertas ideas confusas y horrorosas que acerca de los muertos había aprendido en algunas regiones de África. Así no dudó un solo momento de que el caballero del Armiño era una espantosa visión que el ángel de las tinieblas le enviaba para poner pavor a su alma. Recordaba el acento del paladín que había oído durante la batalla que tuvieron, y en la noche de su prisión, y como no podía menos de reconocerle, cayó en tan extravagante creencia. El ingenio lo conseguía todo en aquellos tiempos de ignorancia, y trasformando los sucesos más sencillos con la magia de la reinante superstición, suponía prodigiosos y sobrenaturales, unos acontecimientos que en sí mismos no tenían nada de extraordinario. De aquí nacen las maravillas, apariciones y encantamientos que nos refieren las antiguas leyendas, y que examinados a buena luz no son otra cosa que rasgos de desenvoltura y agudeza con que hombres superiores a los otros en ingenio y conocimientos utilizaban en su provecho la ajena ignorancia. Nada más fácil que hacer ver a una imaginación exaltada por el terror, fantasmas y sombras gigantescas; y si el embelecador poseía, por fortuna, algunos secretos físicos, pasaba plaza de mago, y se captaba la universal admiración.
—Elvira —exclamó por último Abenxafa con apagada y doliente voz—, deseo hablarte cuando torne a reinar la calma en mi agitado ánimo. Iré dentro de algunos momentos a tu aposento, y espero hallarte allí: porque quizás será la última vez que nos veremos.
El aterrado musulmán miró tiernamente a la atildada doncella, suspiró, y se alejó de su presencia con presurosos pasos, y casi temblando como si todavía le persiguiese la infausta visión. La hija del Cid a pesar del gozo que debía inspirarle el feliz desenlace de una escena que pudiera haber sido horrorosa, parecía, sin embargo, meditabunda como dudosa de la suerte que habría corrido el caballero del Armiño en su fuga. Regocijábase, en verdad, recordando la ingeniosa idea del paladín que había pasado plaza de sombra a los ojos del crédulo sarraceno, quien no había aún conseguido salir del pasmo que le había puesto la supuesta aparición. Pero cuando volvía a imaginar los riesgos innumerables que había de vencer el joven incógnito para ponerse en cobro y llegar al campamento cristiano, se entregaba por segunda vez a sus melancolías.
Combatida de tan contrarios pensamientos, iba ya a encaminarse a palacio a solazarse en brazos de su amada madre, cuando salió de detrás de los rosales que allí había el anciano Pelayo, y deteniendo sus pasos, le dijo:
—¿Vagáis todavía por aquí, mal aconsejada doncella, y en la ciudad reina por todas partes la confusión? ¿No han llegado a vuestros oídos el son de los roncos atambores, el estruendo de los hombres de armas y las pisadas de los caballos? Ya los hijos de Agar corren a la plaza, encendida la sedición, y juran por su profeta derramar la sangre de los que reputan traidores: levántase la llama de la discordia y solamente se escuchan amenazas y vituperios a las ilustres prisioneras. ¿Y vos, en medio de este desorden, os dirigís con tanto remanso al alcázar?
—Decidme, venerable anciano —preguntó la bella Elvira—, ¿sabéis qué ha sido del caballero del níveo escudo?
—Se ha salvado —respondió Hamete—, ocasionando el popular tumulto de que os hablo; en vano los centinelas del muro han hecho llover las flechas y saetas sobre su fuerte espaldar, pues el paladín, cortando las aguas con intrepidez y ligereza, ha burlado su rabia, y ha llegado, según ellos mismos declaran, al campamento de vuestro padre sin lesión alguna. Más los árabes han creído que su fuga era efecto de alguna traición, y dicen que están vendidos, y que es necesario purgar la ciudad de los que defienden a los nazarenos. Han redoblado los centinelas; han ordenado un muro de barcas que cierra el paso del Turia, y han tomado infinitas precauciones para que no pueda ya penetrar ningún paladín.
—¡Justo Dios! —dijo la doncella de Castilla—, si se ha salvado el valeroso mancebo, caigan sobre mi cabeza cuantas desgracias plazcan a la divina Providencia. Anteveo, generoso Pelayo, una furiosa borrasca que amenaza nuestras vidas; Abenxafa me ha sorprendido hablando con el caballero cristiano; y aunque esté por una feliz inspiración, le ha obligado a creer que no era en realidad un ser viviente, sino una sombra que le anunciaba su próxima muerte, temo, no obstante, algún desmán.
—Hacéis bien en temerle —replicó Hamete—, porque esa ilusión se desvanecerá como la niebla al primer rayo de luz, cuando sus soldados le refieran la manera como ha salido de la ciudad el guerrero. Entonces no le quedará duda ninguna de que se ha dejado engañar, y caerá sobre nosotros su venganza. Confiemos solo en el soberano Autor de la naturaleza, que nunca abandona al hombre virtuoso en la espinosa senda de la vida, y despreciemos los esfuerzos de un tirano a quien un soplo, una mirada del Eterno Dios puede despojar de la vida.
—¿No queda —añadió Elvira— resquicio alguno por donde pudiésemos escapar y salvar la vida de mi pobre madre? ¡Ah! ¡Si supiérais con qué desprecio desdeñaría yo mi libertad y mi existencia si lograra ver en brazos de mi padre a la más amada de las esposas!
—No os canséis —la interrumpió Hamete—, valerosa doncella. Es necesario cerrar los ojos a lo futuro y entregarnos en brazos de la suerte. Por ahora partamos a comunicar a Jimena los acontecimientos de este día, pues no es ya tiempo de emplear los misterios. Contad, por mi parte, con que verteré en vuestra defensa hasta la última gota de mi sangre; porque si tengo en algún precio la vida es únicamente por poder consagrarla a mis ilustres parientes. ¡Cuán lejos estará vuestro padre de juzgar que Pelayo, cuyos funerales celebró en su campo con tanta pompa, existe y vela por la salvación de su familia! No nos detengamos, gentil Elvira, y apresurémonos a penetrar a las habitaciones de palacio por el jardín.
Aceleraron, en efecto, su marcha los afligidos cristianos, y, por fortuna, llegaron sin tropiezo alguno al vergel, por donde fácilmente entraron en el aposento de la doncella. Veíanse desde allí los amenazadores gritos de la frenética plebe, semejantes al lejano murmullo de las agitadas ondas en una noche de invierno. Todo estaba, sin embargo, silencioso en aquellas estancias, y apenas se percibía pisada alguna; resonaban tal vez las alegres canciones de algunos soldados que, sin tomar parte en el motín se paseaban por el patio del alcázar con mucho desenfado y con la misma indiferencia que si nada extraordinario aconteciese. Cesó por grados el rumor del lejano tumulto, porque corriendo Abenxafa a los amotinados, les representó los males que podía ocasionar la discordia en tan críticas circunstancias, y ofreciendo castigar a los culpables en la fuga de aquel cristiano, obligó con su política y sus esfuerzos a que se retirasen a sus casas. Pacificada la sedición y cortada de raíz, voló al aposento de Elvira con la rabia del tigre, y entrando en el punto mismo en que la doncella acompañada de Pelayo imprimía las plantas en la estancia, gritó:
—Vil criatura, ¿dónde está tu madre? Y vos, Hamete, ¿qué hacéis en este sitio?
—Lo ignoro —respondió la hija del Cid—, y en cuanto a este anciano, hele suplicado que no me abandonase, temiendo el furor de los sediciosos.
Abenxafa, sin esperar más razones, recorrió frenético las cuadras del alcázar, registrándolas de una en una; pero todas sus diligencias eran infructuosas, sin que persona alguna pudiese decir qué había sido de la noble matrona de Castilla. Su hija lloraba tiernamente juzgando que habría perecido a manos de algún traidor, e imputaba este crimen al monarca de Valencia, que se enfurecía al oír las sospechas de la doncella. Pelayo no podía tener a rienda su despecho, y casi descubría sus verdaderos pensamientos, porque se daba a entender que de ningún provecho le era ya una vida que no había sido útil a la ilustre Jimena. En resolución, a fuerza de pesquisas, se pudo averiguar por un esclavo que la matrona de Castilla holgaba ya libre y dichosa en brazos de su amado esposo en el campo de los cristianos; pero nadie supo cómo ni cuándo había roto sus cadenas. Abenxafa, convencido de que todo era obra de Elvira, soltó el freno a su venganza y rabiosos celos, y dándose a entender que estaba vendido por un rival osado y poderoso, mandó que cargasen de cadenas a la infeliz castellana, y que la sepultasen en oscuro y reducido aposento. Pero trasladémonos a la vega que habitaba el ejército del Cid, y veamos por qué milagroso acaso consiguió su libertad la virtuosa y enamorada Jimena.