La victoria de Villanueva no solo inflamó y acrecentó el entusiasmo del ejército español, sino que enriqueció de todo punto a los soldados con los preciosísimos despojos que encontraron en los edificios de los sarracenos. Collares de gruesísimas perlas y grandes piezas de oro abundaban con tanto exceso que apenas podían darse a entender los cristianos que dentro de la ciudad quedase riqueza alguna. Regocijados en extremo con el botín y encantados, por decirlo así al admirar la diáfana hermosura de aquel cielo despejado y sereno, y donde el sol brilla con toda su pompa y majestad, discurrían por las fértiles riberas del Turia, cuyas olorosas hierbas despedían una aromática fragancia.
Valencia, situada en un dilatado llano y a la orilla misma del río, era por su templado clima, abundante suelo, feracísimos campos y por su proximidad al mar, una de las ciudades más hermosas de Europa, y al mismo tiempo más ricas. Prosperaba en ella el comercio con África y con los distintos puntos de España que poseían los árabes; y dando salida los naturales a los granos que les sobraban, adquirían los otros objetos necesarios para hacer deliciosa la vida. Atravesaba el Turia a Valencia corriendo por medio de sus principales plazas plantadas de pomposos olmos y sauces que le daban un aspecto campestre y agradable; y aunque sus calles eran estrechas según costumbre de los sarracenos, no por eso carecía de asombrosos edificios. Alrededor de sus murallas había muchos y muy bellos jardines que servían de recreo y solaz a los ciudadanos; y aun si hemos de dar crédito a una antigua crónica, hermoseábanla graciosísimos paseos decorados con fuentes.
La belleza de la ciudad no podía de modo alguno compararse con sus contornos; necesario era ver reverdecida la tierra en las cuatro estaciones y llena de colmados frutos, que abundantemente se desprendían de las ramas desgajadas con su peso, para dar una idea de la amenidad de este amoroso vergel. Veíanse dilatados bosques de frondosos árboles que regados por los cristales del vecino río levantaban la erguida copa cercada de lustrosas hojas. Alfombraba a todas horas la arena, olorosa azahar que el viento arrancaba de los ordenados naranjos que ostentaban la nívea flor y el dorado fruto a un mismo tiempo, y confundíanse sus caídos y olorosos cálices con el jazmín, la rosa, la violeta y el áureo aroma. Deslizábanse las aguas susurrando blandamente, o quizás saltando a un suelo más hondo se deshacían en líquida, espuma que argentaba su corriente.
Tantas delicias no podían menos de alegrar el corazón de los guerreros, haciéndoles concebir una ventajosa idea de la holgada vida que podían pasar en tan amena morada, donde los más sabrosos y delicados alimentos se vendían al más ínfimo precio. Experimentaban entonces por sí esta verdad: pues los colonos que no podían introducir en Edeta las producciones de sus campos, las ofrecían a los sitiadores con magnifica abundancia. Descubríanse en los arrabales que habían tomado los cristianos elevados montones de dulces naranjas, cestas de coloradas fresas, ricas carnes, verdura de todas clases y un pan tierno y delicado para aquel tiempo. Y mientras en el campamento del Cid andaban tan abundantes los manjares, principiaban ya a escasear en la ciudad, poniendo en mucho aprieto a los sarracenos siempre confiados en los socorros que aguardaban de los almorávides.
Sonó a deshora una armoniosa música en el arrabal y apareció montada en suntuoso palafrén y rodeada de caballeros que a fuer de corteses alternaban en tener las riendas a la hacanea, la donosa hija del Cid, doña Sol, que había permanecido hasta entonces en el castillo de Cebolla. Cual suelen las canoras avecillas disparar en suavísimos trinos y amorosas alboradas al salir encendido de las brillantes hondas el padre de la luz, y saltan de rama en rama ejercitando sus arpadas lenguas en cien distintos y dulcísimos tonos, no de otro modo al ver a la doncella los paladines del ejército del Campeador rompieron los aires con festivos vivas y voces de algazara. Correspondía doña Sol con graciosas sonrisas y cortesanos saludos a estas públicas demostraciones de alegría; y su nombre repetido de labio en labio encendía en los corazones la llama de la admiración y del patriotismo. Cubría el rostro de la hija de Rodrigo un delicado velo que tuvo la cortesía de alzarse, y dejar sostenido por detrás de los rizos el que contornando sus delicadas facciones daba mayor realce a su hermosura. Arrojaron al aire los guerreros sus celadas al gozar de lleno en lleno las miradas de la apuesta señora y por todas partes se compitieron los aplausos y las alabanzas a su gentileza y donosura.
—¿Y no halla ya entre nosotros —decían algunos— a su adorada madre? Esta reflexión hacía asomar a sus ojos tiernas lágrimas de despecho, pareciéndoles que era una mengua para los que se llamaban caballeros de Castilla el no haber libertado ya a Jimena de la esclavitud en que yacía pero en aquel punto llamó la atención universal una escena patética de amor conyugal y filial. Al instante que llegó doña Sol al edificio que habitaba Rodrigo, y que estaba vecino a la mezquita donde el aire tremolaba al estandarte de Castilla, abrazó a su hija y encaminándose juntamente con su fiel amigo Ordóñez de Lara a lo alto del alcázar, subieron a un torreón de arquitectura gótica, que en forma de aguja o miramar se elevaba a una prodigiosa altura. Tendió el amoroso héroe los ojos al palacio del rey moro y mostró a su hija el techo bajo el cual habitaban su madre y hermana, pero no bien había expirado en sus labios la frase, cuando divisaron y claramente reconocieron a la enamorada Jimena, que con el fin también de contemplar de lejos la bandera de su esposo, habíase encaramado a la techumbre o tejados de palacio. Descubriolos sin dilación la matrona, y agitando con presurosos movimientos el blanco pañuelo que llevaba en sus manos, dio muestras de indudables señales de que fácilmente los distinguía. Tendía doña Sol los brazos hacia su madre con cariñosos ademanes, mientras Rodrigo, enternecido con la vista de su esposa, le dirigía afectuosas miradas. Así permanecieron largo rato excitando la ternura de cuantos los miraban, que no podían menos de llorar ardientemente, viendo el extremo en que rayaba el mutuo afecto de aquella ilustre y virtuosa familia.
Descendieron unos y otros tristes en demasía, considerando los peligros que todavía los cercaban y que quizá serían parte a separarlos para siempre. Ordóñez, con el fin de distraer la melancolía de su amigo y apartar de su imaginación los objetos que le conmovían demasiado, le convidó a pasear aquellas florecientes riberas bañadas entonces con el aljófar de la mañana. Reía de puro alegre la huerta, y caminando los héroes por el borde mismo del agua vinieron a sentarse bajo de dos tilos en un escaño de piedra. Levantábase por las espaldas el majestuoso y aurífero sol, bordando de púrpura, zafiro y oro las lejanas nubes; y mil parleros ruiseñores le entonaban himnos de regocijo escondidos entre las verdes hojas de donde le veían encumbrarse al cénit. Daban rostro el de Lara y el de Vivar a una espesísima selva de árboles frutales, donde todavía en agraz se descolgaban la pera, la manzana y el melocotón, tal vez interpolados de dulces cerezos. Refrescaban tan apacible sitio limpios y sosegados arroyuelos que nacían del Turia corriendo en diferentes y sesgas direcciones y descubriendo en su claro fondo guijas de vistosos matices. Poblábanlos invitando a la pesca pequeños barbos y ligeras anguilas, para que nada quedase que desear; y triscaban jugueteando y recogiendo la verde fruta lindísimas zagalejas cubiertas con delgadas y sutiles telas, que velando sus encantos los subían de punto, porque en aquellos tiempos de ignorancia y sencillez bastaba en los campos cualquier traje para tener a rienda los humanos pensamientos que no se despertaban tan fácilmente como en nuestros días en que la amorosa solicitud penetra por los resquicios y por el aire.
Veo —dijo el Cid— que es éste el más bello país de Europa y que lleva grandes ventajas a la misma Italia, a la que tantos elogios prodigan los extranjeros. En verdad que me pasma y encanta la abundancia de las exquisitas frutas que penden de aquellos árboles, y pienso morir en este cielo de felicidad, pues mi admiración no acierta a darle otro nombre.
—Pues a mí —respondió el de Lara—, no tanto me arroban la amenidad y belleza de tan plácidas riberas, como la singularidad de algunos usos del país y la alegría de sus habitantes. He recorrido todas las cercanías y pueblecitos inmediatos que se descubren en esta llanura y he tenido tan sabrosas pláticas con algunos aldeanos que, por malos de mis pecados, en un siglo no los hubiera puesto fin. Es de saber que son todos gente alegre y de lucios cascos, tan dispuesta a dar dos zapatetas y entonar una jácara, como a romper los terrones y empuñar la ballesta. Cómense las manos tras la armoniosa dulzaina, que es la música a que se muestran más aficionados, y los muchachos van alrededor de los músicos que la tañen danzando y brincando; y de tiempo en tiempo ponen la cabeza en el suelo y los pies en el aire, haciendo una voltereta que es señal de sumo regocijo entre ellos.
—¡Válgate Satanás por la invención —gritó el Cid—, y qué ligeros deben de ser los tales rapaces! Diera de buena gana una dobla de oro por verles ejercitar tan extraña habilidad, que por la cuenta les vendrá como anillo al dedo.
Y cuando tanta soltura cae sobre sus hermosas figuras como generalmente tienen, tal sea mi vida siempre, como ella parece, ¿y no has observado, si te place, qué gracia o raro saber distinguen a las zagalejas de estos contornos, que si se asemejan a las que he visto, son tan blancas coma el ampo de la nieve y tienen unos negros y brillantes ojos?
—Mal año para mí si no pueden tomar un púlpito en cada mano e irse a predicar agudezas por esos mundos, según es de donosa y picante su lengua. Digo que a pesar de mi natural aversión a las hazañerías de este sexo, estaba colgado de sus palabras que me sabían a almíbar sobre buñuelos. Pero lo que principalmente ha llamado mi atención es la limpieza de sus casas, que parecen escudillas de plata; alfombradas con hermosos azulejos, de modo que el piso puede servirles de espejo para rizarse el cabello, y para aldeanas gastan, un lujo y un aseo que sorprende a primera vista.
—Vuelvo a decirte, Ordóñez —replicó Rodrigo—, que éste es el más encantador país del mundo y que resuelvo acabar en él mis días si consigo tener a rienda el natural entusiasmo por las armas que me lleva de guerra en guerra sin dejarme vivir holgado y pacífico en brazos de la más amada de las esposas. Porque es de todo punto imposible reunir más bellezas y mayores ventajas para regalo del hombre y alegría del corazón que las que anteveo y observo cada día en esta tierra. No puede menos de ser eterno en ella el siglo de oro de que nos cuentan cosas asaz admirables los poetas. Y si tú, amigo mío, quieres permanecer aquí a disfrutar las riquezas que deben pertenecerte y tocarte de esta grande conquista, holgaré de vivir en compañía tuya, y nos daremos traza todos juntos para llenar la medida de la humana ventura. Pienso a las orillas de este mismo río, o por mejor decir, sobre él, levantar un alcázar de placer o recreo, donde gocemos las deliciosísimas auroras de mayo, y respiremos el fresco ambiente en los calurosos días de agosto. Y si agregas a estas delicias una compañera amable, hermosa, discreta y adornada de virtudes, ¿quién duda que tu dicha será envidiada de los más poderosos monarcas del orbe?
—Huelgo —contestó el de Lara— de todas esas felicidades que me anuncias, y procuraré solazarme con la fortuna que me quepa, metiendo las manos hasta los codos en ellas, excepto en el último punto: porque pensar que he de sujetarme a los caprichos de una hermosura y renunciar los verdaderos gustos que en la errante vida de los caballeros se prueban, es pensar en lo excusado.
—¿Sabes lo que te digo, Lara? —le atajó el Cid—, que a los ojos de algunos eclipsas en parte las brillantísimas cualidades que te hacen acreedor al renombre de héroe, por andar algunas veces cruel en demasía contra las bellezas a quienes estamos obligados los paladines a acatar, reverenciar y adorar a todo ruedo. Una de las causas por que a mi entender es más útil y alabada la caballería, es por la protección que dispensa al sexo débil, defendiéndole contra los que le hacen desaguisado, enderezando sus desaciertos y amparando sus necesidades. Así encarecidamente te ruega que calmes y pongas freno a esa aversión, que no sé cómo conciliar en hombre de tantas prendas.
—Ya sé —dijo algo sonrojado Ordóñez— que es mi deber derramar hasta la última gota de sangre por obedecer la menor mirada de una beldad en cumplimiento de las órdenes de nuestra caballería, pero al mismo tiempo conozco que tanto como valen esos astros mirados de lejos, pierden de quilates a medida que una se acerca; y así me contento con tributarles el culto a que soy obligado sin besar, empero, las reliquias, no sea que se desvanezca el prestigio. Y como las ideas de los hombres son varias y cada cual descuella por un capricho, el mío es ése, sin que esté en mi arbitrio trocar la naturaleza y cambiar las inclinaciones que me han cabido, según el signo en que nací, que o yo sé poco de astronomía, o no debía ser la estrella de Venus.
Riose Rodrigo de Vivar de la extraña aprensión de su amigo, y en esto vieron llegar a Nuño que recorría aceleradamente la vega en su busca, para comunicarles una alegre nueva.
—Señor —dijo al Cid—, vuestras hazañas llenan ya con su fama el orbe todo, y no hay rincón alguno tan escondido ni tan poco favorecido de los rayos del sol donde no hayan resonado en boca de los trovadores. Acaban de saltar a la arena unos embajadores de Persia, a quienes envía el gran Soldán a felicitaros por vuestros triunfos, movido de la gran admiración en que le han puesto y acompañan la embajada con riquísimos y exquisitos presentes que valen un reino.
—Por San Lázaro —gritó Lara—, que cuando se sepa en Burgos este hecho han de morderse las manos los señores aduladores que trastornan con sus calumnias la cabeza de Su Majestad. En Dios y en mi conciencia, que es éste el día en que me anda brincando el gozo por el alma al ver premiados el mérito y la virtud, y que he de poner sobre las niñas de mis ojos a ese valeroso Soldán, que tan levantados pensamientos concibe. ¿Pero no os han dicho, amigo Nuño, por qué camino han penetrado a tan dilatada distancia los heroicos hechos de armas de nuestro jefe?
—Dicen —respondió Nuño— que fue a Persia un mercader de Flandes con hermosos cuadros, en cada uno de los cuales estaba pintada al natural una de las grandes victorias del inmortal Cid, y que habiendo comprado las pinturas el Soldán, enamorose tanto del valor y felicidad de nuestro héroe, que pasaba las noches y los días mirando y remirando los cuadros. Pero el que principalmente le dio una elevada idea del patriotismo y del amor a su nación fue uno que representaba el concilio celebrado en Roma. Veíase la iglesia de San Pedro con las siete sillas colocadas para otros tantos monarcas, unidas la del Padre Santo y la del Rey de Francia; y la del de Castilla puesta una grada más abajo. Estaba nuestro héroe en ademán de romper de un puntillón el ebúrneo asiento de Francia y encumbrando con sus manos el escaño del soberano de Castilla; su Santidad parecía en el acto de descomulgarle con general agitación de los príncipes que se hallaban presentes.
—¿Y no se notaba allí —preguntó Rodrigo— al Pontífice alzando la descomunión, y absolviendo aquel primer ímpetu de su entusiasmo? Porque entonces deberán de creer por aquellas tierras que todavía huelga de mi pobre sallo la tal descomunión, y vive Dios que me pesaría que el señor Soldán me hubiese cobrado cariño por esta causa.
—No han dicho nada de eso los embajadores —contestó Nuño—, quienes se hacen lenguas de vos y así desean veros y daros la embajada como si les fuese en ello la vida.
—Lo que yo no sé —le interrumpió Ordóñez— quién les haya podido dar noticia del sitio donde a la sazón residimos, porque si en Persia por la cuenta les dieron a entender que en Burgos, ¿cómo han desembarcado en este mar y han venido de hilo a buscarnos?
—A lo que pude comprender —replicó Nuño—, se dirigieron en derechura a la Andalucía con resolución de tomar los informes necesarios, sabiendo que el espíritu guerrero del Cid le lleva de pueblo en pueblo sin morada fija; y como entre los señores andaluces no se habla de otra cosa sino del sitio de esta insigne ciudad, fácilmente pudieron saber a punto fijo el camino que debían tomar.
—Ahora, pues, lo que importa —añadió el de Vivar— es que se pongan en buen orden las haces del ejército, no solo para recibir con la debida pompa a los embajadores en premio de las muchas leguas que han tenido que pasar para cumplir con su mensaje; sino también para que los paladines de la Cruz se alienten y regocijen al ver el público testimonio y homenaje que tributan los soberanos al escaso mérito que en mí reconocen. Porque al considerar alguno que ando desterrado de Burgos, no digan, como dicen, que la fortuna y las cortes persiguen siempre a los que se distinguen con nobles y heroicos hechos; porque cuando a los que obran bien les quedase solamente el convencimiento propio, bastaba para hacerles felices, cuanto más que la fama que siempre es justa no respeta cetros ni coronas, ni a despecho de los envidiosos premia los esfuerzos de la virtud con una buena opinión, que debe ser el más grande estímulo para las almas elevadas. Dulce es andar por esos mundos en boca de las gentes con general aprecio: porque a pesar de que ninguna ventaja proporciona en vida la fama póstuma, es, sin embargo, una verdad que el pensar en ella lleva consigo un no sé qué delicioso que halaga nuestro amor propio; y aunque no la hallamos de disfrutar, nos agrada imaginar que nos cabrá en suerte. Sea enhorabuena un sueño, sea un bien puramente hijo de la imaginación la gloria y que está cercado de espinas; ¿no goza el hombre más arrobado a un mundo ideal y perfecto, que rastreando por la árida tierra que habita? ¿Y qué diremos cuando este sueño produce las hazañas más útiles al género humano, cuando es el aliciente y más poderoso despertador del amor patrio? ¿Hubiérase Leónidas sacrificado en las Termópilas a no antever la gloria que a su patriótico arrojo se seguiría? ¿Hubiérase Mucio abrasado el brazo, a no estar seguro de las alabanzas que merecería su generoso sacrificio? Pues si el único resorte para levantar las alas del humano corazón a grandes y atrevidas empresas es el amor propio, y a éste se le halaga y pone en movimiento con la esperanza de la inmortalidad, estimulemos su acción en vez de procurar inutilizarla. Y por ahora vayamos a festejar a los enviados persas y a ver los presentes del Soldán, que no pueden menos de ser ricos y apreciables, según es de poderoso el que los manda.
—Juro en mi ánima —dijo Ordóñez de Lara, levantándose del asiento— que me has dado un rato delicioso y bien diferente de aquéllos en que te pones a quemar inciensos a la belleza. Porque en mi concepto hay tanta distancia del mérito del valor al de la hermosura, como de la luz del sol a la de las estrellas. Las gracias son un don que da de balde la naturaleza, sin que tengan que hacer más para recibirlo y conservarlo, que echarse a dormir y adornarse y acicalarse como mejor plazca a cada dama; cuando el arrojo, a más de adquirirse con la educación, requiere un temple de alma muy al propósito y vencer para sacarlo a plaza cuantas incomodidades traen consigo la guerra y sus reveses.
Entró el Cid en el edificio y ordenáronse las haces cubriendo las calles del arrabal por donde habían de pasar los embajadores persas a ofrecer los regalos del Soldán. Leíanse en los semblantes de los guerreros la alegría y el pasmo que les ponía aquel ejemplo extraordinario de la altura a que se encumbra el valor; y por todas partes reinaba la algazara mezclada con tumultuosas y repetidas aclamaciones. Porque la gloria del general ufana y anima al soldado que piensa tener en ella una parte como resultado de las victorias a que ha contribuido con la fuerza de sus brazos; y porque el orgullo militar se complace de poder decir: «He peleado bajo las banderas de un héroe cuya fama eclipsa y pone en olvido la de los Pompeyos y Alejandros».
Los enviados del Soldán, admirados de tanta pompa, se presentaron a Rodrigo de Vivar con timidez y embarazo; y después de saludarle a estilo oriental con profundas reverencias y genuflexiones, tomó la palabra uno de ellos y dijo:
—Nuestro poderoso soberano, el Soldán de Persia, nos envía, sol de Castilla, a saludarte en nombre suyo. Porque la alta opinión de tus hazañas ha penetrado hasta su imperio y henchido de entusiasmo por tu noble persona su real corazón. Dondequiera que los hombres amen a su patria y dondequiera que el honor sea el ídolo de los ciudadanos, han de rendir este vasallaje al heroísmo que conserva y defiende a la una, y asegura y hace resplandecer el otro. Justo es, pues, que desde las más ocultas y lejanas naciones tributen los monarcas de la tierra inciensos al héroe de su siglo, llamado con razón el rayo de los combates y el águila de Occidente. Y para que traigas a tu memoria, Cid valiente, la amistad de nuestro soberano y el público testimonio que a la faz del universo paga a tu mérito en ínclitos hechos de armas, te suplica te dignes admitir este corto don que te ofrecemos.
Calló el orador y al punto los criados pusieron sobre ricas mesas preciosas alhajas y barras de oro y plata, incienso, mirra, hermosos mantos de púrpura y algunas tiendas de campaña de seda labradas con exquisito primor y maestría. Y al propio tiempo preguntaron a quién debían entregar gran copia de camellos que componían igualmente parte del regio presente. Absortos estaban todos con la riqueza de los enviados que en sus trajes y finos modales mostraban ser, como en efecto eran, parientes del Soldán. Rodrigo se regocijaba de que sus armas hubiesen ilustrado así su nombre, y de que se pusiese en claro la injusticia con que le habían echado de Burgos, cuando España debía honrarse de haber sido su cuna. Respondió, pues, a los persas en estos términos con aquella amabilidad que le distinguía de todo punto de los otros guerreros que por lo común eran de carácter áspero y brusco:
—Mucha satisfacción me causa que el haber cumplido mis deberes con mi patria y con mi Rey me haya granjeado una buena opinión, que es el premio más lisonjero a que podía aspirar. Decid a vuestro soberano, que admito con sincero reconocimiento su amistad; y que si la diferencia de nuestros cultos y mis años no cortasen las alas a mis deseos iría personalmente a pagarle la prueba de singular cariño con mis servicios, porque no debe ser cobarde quien acata y honra tan particularmente al valor. Pero ya que el cielo niega este desahogo a la gratitud que inflama mi pecho, confío que vosotros le significaréis mis sentimientos del modo mismo que yo hago con vosotros. Dadle en mi nombre repetidas gracias por el don que con mano generosa me ofrece por vuestro medio, y rogadle que tenga a bien recibir una prueba de mi respeto.
El héroe de Vivar presentó en seguida a los embajadores los principales jefes del ejército, y mandó desfilar por frente del edificio a las ordenadas haces para que hiciesen ostentación de su bizarría y marcialidad. Tras esto, acomodó a los persas en su mismo alojamiento, llegando su bondad hasta el punto de agasajarles con fiestas y otras demostraciones de contento, y pidioles que no regresasen a su país hasta verle entrar triunfante en la hermosa Valencia. Mucho gusto dio a los enviados del Soldán la cortesía del Cid, cuyo arrojo y afabilidad no sabían cómo aunar, juzgando la una prenda incompatible con la otra. Ordóñez los acompañaba por hacerles merced, a visitar los pueblos inmediatos, recorriendo las floridas vegas del Turia y del Júcar, cuya situación y graciosas campiñas alababan con muchas veras.
Este acontecimiento imprevisto contribuyó también a la conquista de la ciudad, no solo por el orgulloso arrojo que despertó en los soldados de Rodrigo, sino también por el pasmo que causó a los moros al ver que hasta los soberanos de su culto y de tan lejanas tierras se honraban con la amistad de un adalid cuyo poder era ya formidable. Admíranos en verdad, el que un hombre solo desbaratase a las veces y venciese numerosos ejércitos, pero si consideramos el espanto que causaba su nombre, fácilmente comprenderemos este arcano. Semejante al estallido del trueno el grito de «el Cid vence» aterraba a los musulmanes, que se atropellaban en su fuga por escapar de aquel acero cuyos golpes eran de muerte. Su prestigio, pues, la aureola que brillaba en su cabeza, bastaban sin el auxilio de su brazo invencible a inclinar a la victoria, cuyo carro rodaba siempre en derecho de Castilla, como si aquél fuese el punto donde debía dirigirse.