Cuando Jimena descubrió desde el regio alcázar del monarca de Valencia el estandarte de su esposo ondeando al viento a tan corta distancia, hizo repetidas demostraciones del singular júbilo que embelesaba y pasmaba sus potencias. No con menos alegría mostró el suyo la hermosa Elvira, en quien las gracias y la belleza aparecían sombreadas por la suave melancolía, aumentada desde la aparición del caballero del Armiño que fatigaba su mente sin darle paz un solo punto. Porque una imaginación viva y fecunda, al paso que en los prósperos días de bonanza es uno de los bienes más apreciables por las inagotables delicias con que saborea al alma paseándola por las dilatadas regiones del mundo ideal, es también en los casos aviesos un aguijón penetrante que no cesa nunca de clavar su aguda punta en el corazón de mil desusadas maneras.
Un día en que deleitándose con la esperanza de la próxima libertad se paseaba algo más consolada por el salón que miraba al jardín, entró Gil Díaz mohíno y con misteriosos ademanes le significó que se escondiera.
—¿Qué dices —preguntó la hija del Cid—, amigo Gil, que no te entiendo? ¿Por qué no hablas?
—Señora —respondió el escudero—, un moro de retorcidos y canos bigotes, que tiene la frente lisa y despejada, la barba blanca y poblada, los dientes ralos y la nariz de marca, quiere a la fuerza ver a su merced para comunicarle no sé qué secretos de importancia. Así Dios me ayude como es un mago hecho y derecho que pretende encantar a su merced para que encantada y todo sirva a los gustos de su amo. No nos metamos en más dibujos y cerremos la puerta lo mejor que posible sea, que tengo para mí que es el único medio de escapar de sus garras. ¡Moros y secretos!
—No temas —contestó Elvira—, y dile que entre, pues podría ser que fuesen de tal virtud sus palabras, que la tuviesen bastante para disminuir mis penas. No son tan poderosos los embelecos de la magia como piensas, y si conmigo había de usar de encantamentos, lo hubiera hecho con mucha flema y remanso desde un lejano aposento, pues nada importa para encantar que la persona esté aquí o en Burgos, que a eso y mucho más se extienden las habilidades de los encantadores. Aunque por mí puedo asegurar que no me importarla un ardite estar encantada, cuando lo tengo por el mejor bien del mundo y por la vida más quieta y sosegada. Porque el que tal está, no solo se libra de la necesidad de alimentarse y de dormir, sino que ningún tormento acusa su imaginación, a causa de que el curso de la sangre y de la existencia para, y todo permanece en inacción. Mira, amigo Gil, si es corta conveniencia el vivir sin frío ni calor en verano y en invierno, holgar de continuo y no pensar en nada. Ventajas que a mi ver ni el rey en su trono las disfruta. En fin, es una especie de éxtasis delicioso, que no hay más que desear; y si el buen Gil conoce a algún mago, dígale que venga, que yo le regalaré unas cuantas joyas para que me encante.
—Válgate el diablo por señora —gritó Gil—, y lo que sabe su merced; un púlpito podía tomar en cada dedo, e irse por esos mundos a predicar lindezas. Y digo que no debe de ser mala la tal vida; y si en eso consiste el toque del encantamento, gentes conozco yo por esas calles a bandadas que deben de estar encartadas según la holgura y buen pasar que se dan. Solo a un punto de la ordenanza faltan que es el de comer y dormir, porque, vive el bendito San Pablo, que se hartan a todo su talante, y duermen a pierna suelta; y así es que medran más que las cañas a las orillas del río y están frescos, rollizos y colorados, con unos rostros como la plata de relucientes. Pero dejando en paz a estos señores encantados vuelvo a decir, que piense su merced bien lo de admitir a su presencia al moro que yo no daría una grazna para fiarle, según la mala pinta que tiene. Echa un tufo a truhán que encalabrina y nada bueno puede esperarse de tales entes.
—A pesar de eso —replicó la doncella—, te repito que le mandes entrar. Y no hablemos más en el asunto que es punto concluido.
—Pues no me he de apartar de vuesa merced —dijo el escudero— un negro de uña por si quisiera cometer, desaguisados el señor moro. Y le prometo que las ha de haber conmigo y ha de saber quién es cada hijo de vecino.
—Hazlo que te plazca, y por ahora mándale entrar.
—Protesto contra esta entrada —añadió Gil— y juro y juraré en todo tiempo que le dejo entrar contra mi voluntad y por hacerme fuerza su merced a quien debo obedecer a fuer de buen criado.
Hecha esta propuesta con tono firme y valedero, salió de la estancia Gil Díaz, dejando a Elvira entregada a dudosos pensamientos. ¿Qué secretos tendrá que descubrirme este infiel? —decía entre sí—. ¿Será algún guerrero disfrazado que querrá comunicarme alguna nueva de mi hermana o de mi padre? Mas al momento se imaginaba otras mil cosas, y no podía llevar con paciencia el que tardasen tanto, desesperándose con las preocupaciones del escudero que causaba la tardanza sin duda. Penetró por último Gil seguido de El-Hakim Hamete que hizo profundas reverencias a Elvira al estilo oriental, y exclamó:
—Las gotas del rocío, dice el poeta, caen a abrir las rosas que ajó la noche; la imagen de la felicidad viene a pintar la sonrisa blanda del contento en el rostro que llenó de lágrimas el infortunio. ¿Podré, hermosa castellana, lisonjearme de que la vista del siervo del profeta no os causa tedio ni horror?
—Nunca aplace —contestó la hija del Cid— un enemigo; pero cuando viene de paz, tampoco descontenta. Decid, sabio anciano la causa de vuestra venida, que me impacientan las dilaciones.
—Quien no sabe aguardar la ventura —exclamó El-Hakim— tampoco sabe disfrutarla. Entended que vengo, como os habrá anunciado este criado, a descubriros secretos que os importan, y que solo a vos debo manifestarlos. Mandad al esclavo que se retire, que no son dignos sus oídos de percibir el armonioso sonido de vuestra voz.
—¿No lo decía yo? —gritó entonces Díaz—. ¡Calle! ¿Conque no son dignos mis oídos de escuchar lo que escucha el mastinazo del moro? ¡Vive Dios!, que a no ser hombre incapaz de quebrantar el voto que hice de vivir pacífico acá abajo en la tierra, que le abría la cabeza como una granada. Pues sepa el señor perro, que no tengo de irme de aquí, y cepos quedos son esas alharacas y requebrajos, o verán quién es Roque.
—Entonces —replicó Hamete hablando siempre con Elvira— mi presencia es inútil: Alá os guarde.
—¡Cómo! —respondió la castellana—, ¿me dejaréis sin hacerme saber el objeto de vuestra venida, ni los secretos que decís interesarme?
—Ya os he dicho —añadió Hamete, sin dejar su tono de gravedad— que los esclavos no deben alternar con los señores y mis labios no se abrirán mientras no se retire ese escudero.
—Gil —exclamó Elvira—, te mando que nos dejes solos.
—¡Ah señora! —gritó sollozando el criado—, vuesa merced llorará el quedarse a solas con un descreído moro, y echará menos mi persona, que aunque fuera para dar voces pidiendo auxilio, vendría aquí de perlas. Alguna red ha tendido Abenxafa contra mi pobre señora; y ésos son los secretos de ese embelecador y maldito malandrín, que ardiendo vean los infiernos. ¡Oh pobre inocencia de mi señora!, ahí te quedas sola y expuesta a un diablo que no parece otra cosa el vejete clueco que te hace la rueda para ganarte con ensalmos y mentiras.
Después de esta rociada de invectivas contra el anciano Hamete, saliose de la estancia el escudero llorando amargamente como si su señora estuviera ya tendida en un féretro, y transcurridos unos momentos de silencio, dijo El-Hakim:
—Los secretos que debo revelaros son de tal naturaleza que antes debéis ofrecerme no descubrirlos ni a vuestra propia madre, porque cuando va en ello la vida de una persona que nos es amada nunca son demás las precauciones. No dudo que vacilaréis en darme crédito; pero vuestros propios ojos serán el desengaño.
—No puedo —respondió Elvira— pronunciar esa oferta sin saber antes la clase de importancia de esos secretos, que si tocan en lo más mínimo a mis amados padres o a la fe que profeso o a mi honor, no solamente no los callaré, sino por el contrario los pondré en voz, y lo publicaré por todas partes.
—Pertenece a vos sola —contestó El-Hakim—, y para decir de una vez, tienen relación únicamente con la aventura que os aconteció la otra tarde a la orilla del río, cuando visteis armado a un caballero que juzgáis muerto.
—Siendo así —contestó la hija del Cid—, prometo no abrir mis labios sobre esta materia, y podéis fiaros de mí a todo ruego.
Pero antes de declarar la contestación de Hamete, debemos referir el objeto de esta visita que tan impaciente tenía a la hermosa Elvira. Desde que el anciano Pelayo, o como más veces le nombramos, desde que Hamete libró la vida del caballero del Armiño en el panteón de los reyes moros, ansiaba este valiente paladín lograr de su libertador permiso para regresar al campamento cristiano a distinguirse con nuevo y glorioso hecho. Pero El-Hakim, que juzgaba ser su presencia de la mayor importancia en la ciudad, para tener a raya en un caso la venganza y la cólera de Abenxafa contra sus prisioneras, le decía que no podía otorgarle lo que pedía sin exponerse a perder la vida en un suplicio, porque al punto de que se divulgase la noticia de que existía el joven caballero, no faltarían traidores que la llevaran al monarca moro y éste caería en la cuenta de quién le había librado, porque no podía haber sido otro. La gratitud que al anciano debía el del Armiño, atábale las manos, y a pesar de la repugnancia con que permanecía lejos de los peligros y del bélico estruendo, se daba a entender que era de su obligación cumplir al pie de la letra la voluntad de aquél a quien era acreedor del aire que respiraba. Cuando peligró la vida del inmortal Campeador en la plaza de toros, Pelayo no vaciló en exponerlo todo por salvarla, y haciéndose acompañar del disfrazado caballero, logró ver coronada sus esperanzas más felizmente de lo que había deseado. Desde aquel día no cesó el joven e impávido desconocido de representar como vergonzoso y humillante su inacción y aún osó añadir en un momento de caballeresco entusiasmo que hubiera valido más morir que entregarse a la ignominia de una existencia que no podía ya ser útil a su patria. Unidos los deseos del paladín a las sospechas que ya excitaba en los domésticos y vecinos un esclavo tan amado de Hamete, pusieron a este último en la determinación de permitirle partir dentro de algunos días, rompiendo por medio de las dificultades. Altivo y acostumbrado a mandar el caballero del Armiño, contenido por el agradecimiento, podía haber soportado con corto espacio de tiempo el freno de la obediencia; pero ya aquel carácter noble y altanero no era parte por los esfuerzos que hacia por reprimirse y saltaba con impaciencia ansiando el momento de hallarse en el campo del honor con la espada desnuda y la visera calada. Conoció el experimentado anciano que aquel orgullo no era por ingratitud sino que ardía en las venas del campeón ilustre sangre y que sin duda era muy elevada su cuna. Esta observación confirmada con mil distintas pruebas que a cada paso daba el del Armiño, persuadió a Pelayo la referida resolución de atropellar por todo y concederle lo que tan de veras solicitaba.
Mas antes de partir, el joven quiso ver a su amada, y decirla que existía; en vano su libertador le expuso las consecuencias de su primer arrojo, cuando a la ribera del Turia causó a Elvira su súbita aparición aquel accidente. Cerró los ojos a todos los riesgos, y dijo terminantemente que había resuelto hablarla para quitarle el pasmo que su vida le produjo y solo a fuerza de ruegos vino a bien en que Pelayo lo previniese a la doncella para no repetir la pasada escena.
Hamete, pues, oída la promesa de la hija del Cid, le dirigió la palabra en estos términos:
—Debo, en primer lugar, advertiros que no soy musulmán como muestra mi traje, sino un pariente vuestro que vela por los días de la familia del ilustre Rodrigo: Soy, en fin, Pelayo, de quien habréis oído hablar distintas veces a vuestro adorado padre. Por qué azar me hallo en esta ciudad, y cómo he conseguido deslumbrar al malvado Abenxafa, son sucesos que en otra ocasión quizás podré referiros con más sosiego y regocijo. Lo que os importa más es saber que la que creísteis aparición aquella tarde, no lo fue, sino que real y verdaderamente vieron vuestros ojos al que reputáis muerto, y cuya vida me glorio de haber salvado.
—Hamete —respondió la hija del Cid temblando de alegría—, ¿me engañan vuestros acentos, o es verdad lo que me habéis revelado? ¡Dios mío! —añadió a media voz para que no oyese Hamete sus palabras—. ¿Conque todavía hay felicidad en la tierra para mí? ¿Qué agradecimiento será bastante para pagaros el beneficio que acabáis de concederme? ¡Soberano dispensador de las humanas dichas! ¡Ah! ¡Cuán necia anduve en pensar que las desventuras del hombre no tienen término o que el cielo se olvida del corazón inocente y amante de la virtud! Perdona, respetable anciano —siguió diciendo—, que exhale mi sorpresa y tribute repetidas gracias al Dios del universo, que por vuestro medio ha librado los marciales alientos de un héroe de la cuchilla de su asesino. Admiro el valor y la pujanza del caballero del Armiño; aunque mi admiración no sale de los límites de tal, como debéis pensar de aquella cuyo corazón inflama la sangre de Rodrigo de Vivar. Quisiera, sin embargo, me dijeseis si todavía permanece en Valencia ese paladín o si, como no dudo, ha corrido ya al campo de los laureles, que es el cielo de los ánimos valerosos.
—Señora —respondió El-Hakim sorprendido del disimulo de Elvira que pugnando con las pasiones negaba saber que existían—, ese denodado guerrero hubiera desde el primer punto saltado por encima de la muerte para volar al sitio donde ondea al aire el pabellón de la libertad de España; y si yo hubiera consultado su natural entusiasmo y ardiente arrojo, le hubiera permitido desde entonces correr a la gloria. Pero como los peligros que os rodean son los incentivos y despertadores que me llamaron a esta ciudad y su regreso al campamento cristiano sacaba a luz mis ardides, no he creído oportuno hasta ahora consentir en su partida. Al presente está próximo a abandonar este recinto y os suplica que os dignéis admitirle a vuestra presencia por unos instantes para poner a vuestros pies sus homenajes.
—Sí —gritó Elvira—; quizá deseará poder decir a mi ilustre padre que me ha visto; decidle que entre, y prevendré entre tanto a mi madre.
—Señora, recordad vuestra promesa, en virtud de la cual no podéis revelar a nadie los secretos que os he descubierto.
—Tenéis razón; decidle que en este aposento le espero.
Hizo Pelayo una profunda reverencia, y salió de la estancia dejando a Elvira en aquella especie de suspensión en la que apenas podemos dar razón de las sensaciones que experimentamos. Parece que el humano corazón acostumbrado al curso natural y tranquilo de acontecimientos de una misma naturaleza apenas puede soportar la súbita mudanza del mal que se trueca en bien, o de la alegría que se cambia en llanto. La hermosa doncella probó aún con más fuerza la verdad de esta observación, cuando el caballero del Armiño vestido de árabe entró en el aposento, y doblando las rodillas ante aquella singular y pasmada hermosura, dijo:
—¡Te veo, por fin, dulce embeleso del alma mía! He aquí el instante más delicioso que he probado nunca: es como una gota de celestial ventura que cae sobre mí para poner en olvido las pasadas desgracias. Podemos ya esperar que brillen para nosotros días más serenos, y que, vencida esta ciudad logre de ti la ventura de poder aspirar a tu mano.
—¡Ay! —exclamó Elvira—, ¡y cuánta confianza me infundían tu valor y tu nobleza! El mundo entero, acuciándome con nuevos e increíbles tormentos, no consiguiera verme suspirar por un hombre en mengua del orgullo que debe todas las veces mostrar mi sexo. Pero ¿cómo podré ocultarte lo mucho que ha padecido mi espíritu reputándote muerto, aunque el ser hija de un héroe me obliga a mostrar la risa en los labios cuando más entero y firme era mi dolor? Habíase desvanecido para mí la imagen de la felicidad, y solo anteveía una existencia árida y privada del inefable encanto de amorosas esperanzas. Aun ahora que mis ojos no dudan de la realidad de tu vida, se representa en mi imaginación como un agradable sueño de aquéllos que en mi infortunio hubieran sido mi único consuelo.
—Elvira —contestó el caballero—, mi gratitud será eterna para contigo. Podía aspirar solo a distinguirme en el campo del honor enardecido por el entusiasmo que cobro cada vez que tu deliciosísimo acento hiere mis oídos; pero cuando te dignas pagar con tus miradas las mías, ¿qué culto podré rendirte, benéfica deidad, que sea digno de ti? ¿No es a esos hermosísimos ojos a quienes debo los lauros que he cogido en los combates? Presente siempre ante los míos su graciosa luz, es como la apacible estrella que me precede en mis hazañas; un recuerdo tuyo ha bastado siempre a tornar las fuerzas a mi desfallecido ánimo, y el valor a mi brazo. ¡Oh hermosura! ¡Sin ti qué sería la tierra, o cómo existiera el heroísmo! Expiraría entonces por grados el marcial arrojo de la andante caballería y trocaríase en debilidad su pujanza.
—Siempre eres entusiasta por la belleza —respondió la doncella—, aunque pudieras decirme que también yo lo soy por el valor. Paréceme adornado de todas las otras prendas el joven valeroso, porque nosotras nos complacemos en ver resplandecer tan brillante cualidad en aquéllos a quienes nos dignamos admitir por nuestros paladines. Pero nada me has dicho de tu partida que deseo. ¡Sentiría tanto que otro brazo que el tuyo enarbolase primero sobre el edetano muro el pendón de Castilla! Conozco que no ha sido en tu mano correr antes al campamento cristiano. Pero ahora que ya no se opone Pelayo, ningún respeto debe detenerte un solo instante sino aparecer otra vez entre tus compañeros y enjugar las lágrimas que tu muerte les habrá arrancado. Parte, y apresúrate a romper las cadenas que nos sujetan; cadenas que de día en día serán más pesadas según el enojo de Abenxafa y los riesgos que corre nuestro honor. De ti y de mi padre lo espero todo; si cuando se pelea recordando el nombre de una persona amada es tanto el brío que saca a plaza un guerrero, ¿qué será cuando defiende a esa misma persona y aguarda por recompensa su cariño?
—No tardaré —replicó el del Armiño— en reunirme con el ejército, aunque debo tomar antes muchas precauciones para asegurar a todo ruedo la vida del anciano libertador a quien debo el vital aliento. Todavía si te place, nos veremos otra vez, y entonces que ya estaré próximo a partir habrás de llevar a bien que tome las órdenes de tu madre y que la haga presente algunas observaciones para vuestra seguridad, por si la fortuna se os mostrase contraria, y el bárbaro Abenxafa tendiese nuevos lazos a vuestro honor. Ahora no es justo que comprometa el secreto de que existo y cause quizá la perdición de Pelayo. Adiós, Elvira. Solo ansiaba manifestarte que todavía respiro, y que mi corazón palpita como siempre por la reina de las gracias y de la donosura. Donde quiera que el sol dore los campos, allí te presentarás tú a mi mente; en su esplendor creeré adivinar el tuyo, y en el oro de sus rayos veré un trasunto de tus cabellos.
—Te ruego, ¡oh valiente caballero! —dijo sonriendo graciosamente la doncella—, que no aprendas de los orientales a decir flores y zarandajas, que no sé por qué me disuenan al oído. Ya sabes que en Castilla se expresan lisa y llanamente los afectos sin cortapisas y que a los caballeros los llaman así sin colgarles una barra de oro que puede pesar tanto que los rompa. Dios sabe que digo esto porque he concebido mortal odio a los arrumacos desde que los he oído sonando en los labios de Abenxafa, y apenas puedo llevar con paciencia la náusea que me causa. Torno a suplicarte que no me hables en tan levantado estilo, porque el lenguaje del alma es sencillo y puro.
—¡Oh Elvira! —contestó el incógnito—. ¡Siempre las sales de ingenio han de relucir en tus amables coloquios! Te ofrezco olvidar contigo semejantes dibujos, y no encarecer ya más tu mérito; porque las humanas alabanzas no son poderosas a dar una idea justa de él. ¡Y he de dejarte! Al probar los hechizos y dulcísimos embelesos que cercan tu persona, ¿quién puede resistir al dolor de perderlos, aunque sea por corto tiempo? Todavía paréceme verte en aquel hermoso torneo donde brillabas en medio de la multitud como un lucero entre cien estrellas. ¡Con qué delicia enristraba yo la lanza tirando por entre las barras de la visera el sol de tu hermosura! Suave y puro como el esplendor del alma ha venido más de una vez tan amoroso recuerdo a alegrar mis tristezas en el abismo de la desgracia. Ya por último entreveo el fin de las penas: porque si me amas, no dudará tu padre conceder su hija a quien si no le iguala en méritos, no es de inferior nacimiento. Pero me olvido de que debo ausentarme puesto que cada instante que pierdo aquí será un tormento para su existencia. Quédate en paz, graciosa Elvira, y el cielo quiera acelerar la hora de volvernos a ver.
—Adiós —le atajó la doncella—, no te detengas, que el agradecimiento es antes que el placer que probamos hablándonos.
Los dos amantes se separaron después de otras dilaciones que felizmente les ocurrían para gozar un punto más de su conversación. Porque las despedidas de los enamorados son largas como las noches del invierno. No es fácil decir la revolución que en el ánimo de la hija del Cid produjo esta escena; porque ver aparecer de nuevo una perspectiva agradable y lisonjera cuando nuevos remedios hallaba a su infortunio, había por precisión de cambiar el curso de sus naturales pensamientos. Entre todos los tormentos posibles, no hay ninguno que no deje con sus punzadas una sombra de esperanza capaz de regocijarnos con la idea de un porvenir más felice, pero cuando se busca la dicha en una persona, y esta deja de existir, entonces no queda resquicio alguno al consuelo. Elvira no podía aún conocer toda la extensión de los bienes que la fortuna le devolvía, al paso que obraron en ella las reflexiones, se paladeó con su delicia.
Dirigiose con pausados pasos a la habitación de su madre embebida en sus ideas, cuando encontró a Abenxafa atildado y vestido de gala, como si se encaminase a algún festín. Detuvo la presurosa planta el sarraceno, y saludando a la doncella con graciosos ademanes y corteses expresiones, le rogó que le siguiese al jardín donde deseaba hablar con ella por unos momentos. Parecía más afectuoso que nunca, y en sus miradas, en el tono de su voz, en su persona campeaba cierta suavidad que no le era natural, y que anunciaba a las claras alguna súbita y grande resolución.
—¡Válgame Dios! —exclamó la hija del Cid—, ¡siempre al bien se ha de enzarzar el mal! Pero ánimo, corazón mío; inventemos trazas y ficciones siguiendo el curso de las aventuras que, según lo que en mí se multiplican, puedo ufanarme de ser mujer de importancia.
Tras esto, tomando un semblante alegre, respondió con voz dulce y encantadora que otorgaba al árabe la gracia que solicitaba y que le acompañaría al vergel. No dudó el monarca moro al oír tal respuesta que Elvira bebía los vientos por él, como suele decirse, lo que ya se había imaginado, y llegando a la roca de donde se precipitaba la cascada, se sentó en ella rogando a la hermosa castellana que hiciera lo mismo. Sentados, pues, ambos en aquella deliciosa cumbre de donde tendiendo la vista se descubrían las fértiles campiñas que floreaban los cristales del siempre manso Turia, y de donde se distinguía también la punta de la ondeada bandera de la Cruz, tomó la palabra Abenxafa, y se explicó de esta manera:
—No juzgues, hermosa cristiana, que el temor de verme sitiado por las huestes de tu padre o la pérdida de una batalla me traen a tu presencia a poner en voz las blandas proposiciones que he resuelto hacerte. Muy pronto poderosos ejércitos de África mandados por aguerridos capitanes volarán en mi socorro, y verás a los orgullosos nazarenos besar humildes la cadena que ligará sus manos. Pero no, el amor que te profeso y los sentimientos pacíficos que me inspira oblígame a poner un término a tamañas desgracias, puesto que es en mi mano el remedio. Ofrezco dar la libertad a tu madre y aliarme con el valiente autor de tu existencia si consientes en ser mi esposa y en subir al trono que yo ocupo. Dirás que ya otra vez y en circunstancias no tan peligrosas para mí pronuncié la misma promesa que tú despreciaste; pero no he concluido aún, ni paran ahí mis intenciones. Juro seguir los estandartes cristianos y hacer la guerra a mis compañeros de armas con tal que no me obliguéis a cambiar de culto y que pueda en mi interior seguir la religión del Profeta.
—Admírame vuestra resolución, Abenxafa —dijo la hija de Jimena sonriendo agradablemente—, y a no creerla obra de las pasiones que preocupan la razón, me guardaría bien de combatirla. Os engañáis, si pensáis que mi padre, el valeroso Rodrigo de Vivar, sea capaz de pagar con la mano de su hija una acción que llamaría alevosía; porque habéis de saber que hay una notable diferencia entre el modo de juzgar de ambos pueblos. Creedme, generoso monarca, debéis esperar a que los ejércitos africanos destrocen y desbaraten a los sitiadores; y entonces que estaréis en el caso de imponer condiciones a los vencidos, vendrá de molde el cumplimiento de vuestros deseos sin descender a humillaciones que reputo indignas de tan poderoso guerrero. Los castellanos llevan su orgullo al último punto de exaltación, y se tienen por tan denodados y potentes, que el mundo entero les parece poco, vos no los conocéis, y por eso en la fuerza de vuestro entusiasmo concebís pacíficas ideas que os seducen. Hablar de paz a los españoles es lo mismo que tratar de desesperarlos, porque han nacido en el campo de batalla cuando sus padres disputaban a los vuestros el cetro de los godos en los montes de Asturias. Paréceme difícil enfrenar a una generación belicosa y que ha mamado con la leche el amor a la independencia nacional, mejor es vencerla y levantarse sobre sus ruinas.
—¡Grande Alá! —contestó el sarraceno—. ¿Es posible que tan sutil ingenio haya cabido en suerte a una mujer? Bella castellana, la posesión del paraíso celestial no puede ser tan grata como deliciosos son tus acentos. Conozco la verdad de cuanto me has dicho: me aconsejas lo que a mi gloria y a mi ventura conviene. Cuantas veces recuerde tus consejos otras tantas bendeciré los mostrarme labios que se han dignado mostrarme el camino del deber. Entre tanto, gozaré la delicia de verte, y si no te ofendes, me tomaré la libertad de hablarte con más frecuencia, porque no debo vivir privado de tantos encantos, cuando tú no te niegas a desplegar las alas de tu agudeza en presencia de tu adorador. ¡Ah! Días hace que no se me ocultan tus pensamientos: el rubor y la falacia que enseñan a las doncellas los nazarenos te ponen un candado en la boca, pero ¿qué importa si tus acciones declaran los afectos del alma?
—Dejando aparte vuestras conjeturas —le interrumpió la resuelta doncella—, conviene que disimuléis vuestro cariño, pues aunque el poder no necesita de precauciones, sin embargo, espero este favor de vos en gracia de la confianza que os he dispensado. Pláceme mucho más el misterioso afecto de un guerrero que obedecer mis órdenes sin aspirar a otra recompensa que el que me digne dárselas, que no las públicas demostraciones de un amante que para nosotras siempre son desagradables y equívocas. Bien veo que os causarán extrañeza costumbres que para vos son nuevas; pero ya que os queréis sacrificar en las aras de las bellezas de Castilla, necesario es que aprendáis los sacrificios únicos que se dignan admitir.
Iba a responderle Abenxafa, pero levantándose con precipitación Elvira se alejó después de haberle dirigido un gracioso saludo de despedida que le dejó absorto e indeciso. En verdad que se dio a entender que aquellos desdenes de la hija de Rodrigo serían usanza de los castellanos, y que a fuer de enamorado debía llevarlos con paciencia, porque adivinaba por sus artes y magia que la tal doncella andaba perdida de amor por él. A pesar de su perspicacia se engañó otra vez de medio a medio, porque la cristiana que al principio se había entretenido a costa del árabe para tomarse tiempo y engañarle con quimeras esperanzas, se hastió por último de su plática, y aprovechándose de aquel momento en que le vio dispuesto a todo le volvió la espalda con gentil gracia. Viola entrar en su palacio el rey de Valencia admirando la esbeltez de su talle y el majestuoso continente con que caminaba y soñó en su imaginación futuras delicias que había de gozar en compañía de aquella hermosura. Hubiera él ordenado al instante sus falanges y salido contra los cristianos si no asaltara su mente la derrota que tan presente tenía. Mejor será aguardar los refuerzos de África, dijo entre sí; y representándose los combates en que saldría vencedor y las venturas que lograría casi estuvo en un tris que no diese dos zapatetas en el aire de pura alegría, olvidándose de la gravedad que conviene a los que ocupan los solios de la tierra. Quiso Dios que se contentó con disparar en larga risa; y asaz alegre y por demás satisfecho dio la vuelta a su estancia a manifestar a los suyos el regocijo que le inundaba. ¿Y todo esto por quién? ¡Oh poder de la hermosura y de las amorosas palabras! Tú eres el norte de los humanos afectos; todo cede, todo se rinde y todo se postra a tus plantas.