Luego que El-Hakim dejó en su aposento y en brazos de Jimena a Elvira, se dio prisa en ausentarse para acorrer al caballero del Armiño, y evitar las preguntas que sin duda le dirigiera la matrona castellana. Recobrose poco a poco de su pasmo la doncella, cuando ya Gil Díaz había explicado punto por punto la causa de su accidente, atribuyéndolo a justa venganza del cielo por no dar crédito a la aparición que había referido a su señora. Abrió ésta los ojos lánguidamente, y fijándolos en los que la rodeaban, exclamó con voz débil:
—¡Ha desaparecido la visión!
—Hija mía —respondió Jimena—, algún misterio encierra lo que has visto; por ahora tranquiliza tu espíritu y date paz y sosiego en esto de creer la realidad de las sombras. ¿Quién sabe si todo será una ilusión o un resultado natural de la magia? No ignoras que los árabes tienen en opinión de mago a El-Hakim, y dicen que ha hechizado a Abenxafa para lograr en su avanzada edad ser su favorito; hame parecido que era él quien te ha subido desmayada y podrá ser que el malvado moro haya usado contigo de ensalmos y encantamientos para dar gusto a su perverso señor.
—Por el omnipotente Dios juro —gritó Gil— que su merced se engaña, y que en este negocio no ha puesto la mano ningún encantador, o mienten mis ojos que vieron clara y distintamente al caballero del blanco animal en el mismo ser y figura que tenía la malhadada noche de mi prisión. Así lluevan monedas de oro, como es verdad cuanto digo; y ahí está mi señora doña Elvira, que el no afirma lo mismo que yo, me arrancaré las barbas a araños.
—No lo dudéis, madre mía —dijo la joven; armado y valiente como se ofrecía siempre a mi vista ha salido del fondo del Turia, dirigiéndose con gentil continente hacia nosotros. Venía tan resuelto, con rostro tan natural y tan poco demudado, que me avergüenzo de no haber tenido valor para hablarle. ¡Oh cielos!, ¿quién sabe los secretos que me habría reservado?
—¡Voto a mí! —añadió Gil—, ¡y cómo su merced tiene vendada la razón que no conoce que el haberse aparecido el tal guerrero fue burla del diablo por haberse reído de mi narración!, pues a fe de bueno, que pensé que cargaba con nosotros, y se nos llevaba por esos aires, caballero sobre una nube.
A pesar de los disparates del escudero, la hija del Cid pensaba lúgubremente que aquella escena, revolviendo en su imaginación contrarios pensamientos que despertaba en ella la lucha de sus ideas, pugnando en opuesto sentido con lo mismo que había visto. A no haber mirado a sus pies la cabeza que creía ser de su amante deslumbrada por el yelmo que en verdad era suyo, hubiérase dado a entender más de una vez que vivía el paladín del blanco escudo; pero como por una parte no debía dudar en su concepto de la muerte de aquel héroe, y por otra era evidente que salió de las aguas del Turia, no podía menos de persuadirse que se le había aparecido el alma del caballero con el designio quizá de comunicarle alguna nueva de gran importancia. En estas dudas y pláticas estaban cuando los relinchos de los caballos y sus carreras, junto con el son de los alelíes y las voces de los almorávides implorando a Mahoma, las pusieron en mucha admiración. Parecía hundirse la ciudad y venir a tierra los muros, según el volcánico tumulto que reinaba, causado por la proximidad de las haces del Cid. Pero antes de referir estos acontecimientos, será preciso volver un poco atrás, y cambiando de escena, trasladarnos al campamento cristiano en el punto mismo en que se ausentó el caballero del Armiño, confiando la custodia del sagrado estandarte al denodado Ordóñez de Lara.
La lumbre del naciente día brilló en el cielo limpio y despejado, serenada la borrasca de la noche, y el centinela comenzó a pasearse triste y pensativo con la tardanza de su compañero de armas. Recelaba que hubiese emprendido alguna aventura demasiado peligrosa, en la que su arrojo e hidalguía le precipitaran en una muerte cierta. Con este pensamiento deseaba de todo punto la hora del relevo, que, en efecto, no tardó, para ver si conseguía averiguar el camino que había tomado el guerrero, y seguirle a todo trance, y a partir con él los riesgos que le rodeasen. Pero todas sus diligencias fueron inútiles, y no solo no pudo rastrear huella alguna del valiente joven, sino ni aun hallar persona que le conociese. Convencido, pues, de la inutilidad de sus pesquisas, entró en la regia tienda de Rodrigo con melancólico semblante, y dándole cuenta de los sucesos de aquella noche, le dijo:
—Hemos perdido, sin duda, una de las mejores lanzas del ejército, y diera por salvar su vida ambos brazos a todo mi talante. No es posible sino que con su marcial denuedo y generoso ánimo haya intentado librar él solo a tu familia, y haya perecido a manos de la traición.
—No sé qué decirte —respondió el Cid—, porque en este punto me acaban de anunciar que mi escudero, a quien algunos soldados vieron sentado a la orilla del mar cenando con mucho reposo a la luz de la luna, no parece aunque le han buscado por todo el campamento.
—No hay más —respondió Ordóñez—, sino montar a caballo, y entrar lanza en ristre en Valencia a ver si podemos dar en lo cierto de estos acontecimientos. Aunque será difícil hallar un perro que quiera informarnos de la verdad, que en su boca no puede menos que trocarse en mentira.
—Así es —añadió Rodrigo—, y lo que yo entiendo que puede hacerse en este caso, es llamar al soldado Reynaldos, que sabe de coro todas las trazas y hazañerías del mundo, y que envasado en un traje morisco penetre a la ciudad, y averigüe y nos diga si están o no en Valencia. Porque, vive la orden de la caballería que profesamos, que no sé qué pensar de tan extraños sucesos y que si, como parece cierto, han sido hechos prisioneros en mi propio campamento, podemos reposar sosegadamente. Aunque no sé por qué presumo que aquí ha de haber misterio y que mi pobre escudero ha sido víctima de la perfidia.
—Déjate estar —repuso Ordóñez— de escuderos, que más vale la cola del caballo de mi compañero de armas que cuantos escuderiles espantajos asoman por esas tierras y date prisa en eso de enviar disfrazado a Reynaldos que no tendré paz ni tranquilidad hasta saber el paradero del invencible paladín del blanco escudo.
Llamaron, efectivamente, al soldado, y después de haberle llenado de ricas dádivas y presentes, le dieron las necesarias instrucciones y le despacharon a la ciudad, rogándole volviese cuanto antes a avisarles de lo que ocurriese. Partió Reynaldos tan otro de lo que era, que no fuera posible trastejarle ni reconocerle; con lo cual se aquietó el de Lara, y mitigó un tanto sus zozobras el Cid, que amaba tiernamente a su escudero, ya porque le servía desde mozo, como queda dicho, ya también por su natural alegría, que en todas partes se granjeaba amigos. Dos días pasaron sin que tuviesen nueva alguna de Reynaldos, y menos de los desaparecidos caballero y escudero; pero regresó por último el soldado anunciando la muerte del paladín del Armiño, cuya cabeza decía haber visto a la puerta del palacio, y la esclavitud de Gil Díaz, quien le había referido algunas de las circunstancias de su cautiverio. En resolución, rastreando noticias de aquí y de allá, se había dado tan buena maña Reynaldos, que punto por punto puso en claro la verdad del hecho, descubriendo hasta el nombre del traidor Vellido que había estado en el campamento cristiano. Apoderose la indignación de los generosos ánimos de aquellos valientes acostumbrados a vencer a sus enemigos al cielo abierto y cuerpo a cuerpo, y que, por lo mismo, detestaban la falacia y la traición. El entusiasta Ordóñez hacía desesperados ademanes al oír tan negra perfidia, pidiendo a voces la sangre del bárbaro musulmán que tan indignamente había despojado de la vida al más denodado de los guerreros que se distinguían en tan célebre campaña. Y necesitó Rodrigo de Vivar de todo su ascendiente y autoridad para tener a raya el ardor de su ejército que deseaba vengar de una tantos agravios, comprometiendo quizá con un entusiasmo intempestivo el éxito de aquella lucha que en cierto modo debía decidir si los africanos o los iberos empuñarían en lo sucesivo el cetro de España. El escuadrón cuyo jefe había sido el héroe del blanco escudo, amenazaba llevarlo todo a sangre y fuego, y morir mil veces o clavar en el hierro de sus lanzas las cabezas de Vellidos y de Abenxafa. Viose en un momento saltar sobre sus bridones a estos desesperados militares, y partir como un rayo, lanza en ristre, hacia los edetanos muros. Pero el Cid, que conocía la temeridad de semejante arrojo, por no ocultársele las fuerzas con que contaba el tirano Abenxafa, les salió al encuentro por desusado camino, y les mandó torcer las riendas y volver al campamento, ofreciéndoles, empero, conducirles dentro de tres días a la pelea, y asaltar los arrabales de la ciudad. Empresa ardua, y que no hubiera intentado el conquistador al no constarle el valor de sus adalides, que no pasaban de siete mil combatientes, entre la infantería y caballería, número harto reducido, si se comparaba con el de los sitiados, que podían oponerle veinte mil hombres armados.
Mas antes de llevar a cima tan peligroso asalto, que podía muy bien decidir de su suerte, quiso ver a su esposa en la corrida de toros y cerciorarse por sí mismo de la verdad de los informes que le habían dado acerca de las fortificaciones de las murallas y de la corriente del río. Diose a entender fácilmente que si llegaba a posesionarse de Villanueva y Alcudia, que eran sus arrabales, no solamente estrechaba el sitio y reducía al hambre y a la desesperación a tantos moradores, sino que les cerraba la salida a las llanuras, donde podían desplegar sus masas y arrollar quizá su ejército. Rodrigo, pues, acompañado solo de su grande corazón y elevado ingenio, entró de hilo en la ciudad sin arma alguna; y a pesar de los infinitos peligros que hormiguearon a su alrededor en la plaza de los toros, salió sano y libre de Valencia después de haber gozado el placer de hablar a Jimena, como hemos visto. Luego que puso los pies en sus reales, corrió a la tienda de Ordóñez, y arrojándose a sus brazos, le dijo:
—Vengo reventando de alegría, amigo Lara, vengo ebrio de contento, y ni sé explicarme, ni acierto a decir lo que siento. Abrázame una y otra vez, que tú no te quedarás en zaga en esto de darte un buen filo en mi gozo; y llámame a los paladines del ejército, y diles que toquen a armar, que la luz del nuevo día nos ha de ver en muy distinto sitio del que ocupamos.
—A fe de la pescozada que me dieron al armarme caballero —contestó Ordóñez—, que no he entendido una sola palabra, y que me alegro solo porque me lo mandas sin saber de qué. ¡Válgate Dios por el hombre, y qué de cosas has dicho que no se atañen ni pertenecen las unas a las otras! Explícate, por San Lázaro, y vengan esos brazos aún otra vez, que no debe ser de poco momento asunto que así te ha sacado de tus casillas. ¿Has visto a tu esposa y a tu hija?
—Las he visto —respondió el Cid—, y las he hablado. Pero estoy cierto de que vas a santiguarte si te digo que me ha salvado la vida y me ha acompañado hasta las puertas de la ciudad el caballero del Armiño.
—¡El caballero del Armiño! —murmuró entre dientes Ordóñez—. Sin duda ninguna ha querido refocilarse contigo algún socarrón, y se ha fingido tal, porque Reynaldos me dio tantas señas del casco que tenía puesto la cabeza, que no podía ser de otro que de ese paladín, aunque lo digan encantadores.
—Te repito —respondió el Cid— que he visto y platicado con ese valeroso incógnito, cuyo denuedo le descubrirá siempre por entre un millar de combatientes. Iba disfrazado de morisco, y su alfanje brillaba a la luz del sol tan puro y reluciente como resplandecía un tiempo el níveo animal de su escudo. Pesia a mí que no supe adivinar por sus bríos quién era; y ya nos despedíamos en la vega del Turia, cuando le rogué cortésmente que me dijera su nombre para estarle agradecido; y me contestó que me acordase siempre de los caballeros en cuyo escudo campea una alimaña del color del ampo de la nieve. Quise seguirle, pero había desaparecido de mi vista sin dejar rastro alguno de sus huellas; y aunque sabía la dirección que tomaba, era entregarme a una muerte cierta por la multitud de traidores que habían adivinado mi nombre y pedían mi vida.
—Si no tienes más pruebas —replicó Lara— para opinar que el tal moro era el caballero del Armiño, te aseguro que no me convences. Pues ¿y qué diablos había de hacer un joven tan denodado en Valencia, vistiendo disfraces y usando arcaduces? ¿Olvidaría los laureles que crecen en estos reales, y se estaría holgando con los señores musulmanes? ¿Y estos dejarían en paz y con vida a un enemigo tan terrible, cuya lanza bastaba a pulverizar su poder? Permite amigo Rodrigo, que dude de la identidad de ese paladín; aunque por otra parte, entreveo un débil rayo de esperanza de que en verdad existe el misterioso incógnito a quien tanto admiro.
—Duda cuanto quieras —añadió el Cid—, que sé muy bien que vive, y que sin duda se oculta entre los infieles para armarles algún lazo y entregar en nuestras manos la ciudad. Y así quiero que al momento se ponga sobre las armas el ejército y que nos acerquemos a Valencia desplegados en batalla. Yo mandaré el ala izquierda, que debe asaltar el arrabal llamado Villanueva; y tú, al frente del ala derecha, seguirás la dirección del Turia hasta el punto en que entra por Valencia; confío el centro al Conde de Oñate, que solo debe apoderarse de la línea de circunvalación y estar pronto a apoyar ambas alas en caso de necesidad.
—Te entiendo —respondió Lara—, y al instante quedarás obedecido con general alegría, porque todos ansían venir a las manos con esos cobardes, que a no serlo hubieran ya salido de su encierro y presentada batalla a nuestras haces, tan inferiores en número a las suyas.
—Espera —gritó el de Vivar—, te prohíbo digas a nadie que existe el caballero del Armiño, no sea que llegue a oídos de Abenxafa y cause inocentemente su perdición.
—¡Aún insistes en eso!
—Pronto te desengañarás —le atajó Rodrigo.
Y ambos amigos se separaron para comunicar a los jefes subalternos las órdenes oportunas.
Recogieron con presteza los guerreros las ondeantes tiendas de campaña y se ordenaron en batalla marchando por diferentes direcciones a la ciudad. Galopeaba delante Rodrigo de Vivar, alentando a los flecheros y ballesteros que le seguían alegres por demás con la proximidad de un combate que no podía menos de ser sangriento y glorioso. Distinguíase en esta ala la flor de los caballeros, lo más distinguido del ejército que se ufanaba con la idea de haber merecido la preferencia en los peligros. Allí el impávido Ordoño ostentaba su formidable acero, terror de los moros en las fronteras de Castilla; allí con semblante gozoso y marciales bríos fatigaban a los fogosos caballos los valientes Arias Gonzalo y Fernán Sánchez. En todos se leía el ansía de pelear e inmortalizarse, emulando, si posible les era, al héroe que los conducía al campo de los laureles; porque los soldados que combatían bajo las banderas del Cid, contaban siempre con la certidumbre de la victoria, ya que todas las veces era ésta la estrella que presidía a sus hechos de armas.
Descubrieron los adalides las murallas y agujas de las mezquitas valentinas, e hirieron el aire con tumultuosas aclamaciones, como si se ofrecieran a sus ojos los campanarios de su dulce patria, después de una larga ausencia. Fijaban todos la vista en don Pedro Bermúdez que llevaba en sus manos el glorioso pendón de la Cruz, como dándose a entender que dentro de algunas horas había de tremolarle el viento sobre la mezquita de Villanueva. Llegaron a tiro de ballesta de los edificios de este arrabal, e hicieron alto para disponerse con mejores bríos al súbito asalto del débil torreón que los muraba y cerraba. No se cansaban los campeones de admirar aquella fértil y deliciosa vega coronada con los frutos del estío y tan florida y risueña que podía muy bien competir con la dichosa Arabia.
Adelantose por las orillas del Turia el intrépido Cid para reconocer más a su gusto la posición de sus tropas y llegó a un paseo que por esta parte se extendía un cuarto de hora, cercado todo de altos árboles, que se veían retratados en el claro fondo de la corriente del río. Rayaba entonces el sol los lejanos montes, y las canoras avecillas se despedían blanda y regaladamente con sus arpadas lenguas de la luz del día. Su melifluo canto, la amenidad del sitio, la serenidad del cielo, la traspuesta del hermoso sol que doraba y encendía las luces y la proximidad en que se creía el héroe de su amada Jimena descubriendo desde allí las torres del palacio de Abenxafa todo junto y cada cosa de por sí inflamó la imaginación de nuestro alborozado caballero. Apeose por un instante del caballo, sin soltar las riendas, y exclamó con sumo regocijo mirando a todas partes:
—¡Dichoso yo una y mil veces que piso los Campos Elíseos, mansión de los bienaventurados a quienes cupo la suerte de ver la luz en estos amenos y floridos prados! Aquí las cristalinas aguas corren mansamente besando las calles de la ciudad. La tierra brota abundante y dulcísimo sustento cultivada por los forzudos y vedijosos brazos de los laboriosos valencianos; el sol y la luna resplandecen serenos y son parte a acrecentar las cosechas, alegrar los corazones y derramar la abundancia y la ventura, aquí las apuestas y donosas zagalejas van en trenza y en cabello saltando de campo en campo y de flor en flor seguidas de sus amantes, sin que la honestidad tenga que darles en rostro el menor desliz y sin que ellos sean osados a más que a mirarlas, y ellas a dejarse ver. Pero esta rusticidad y esta simpleza son poderosas a producir las desventuras y sinsabores de los rústicos vejados, aporreados y oprimidos por los fieros mahometanos. Hora es ya de que desparza el cristianismo sus rayos por estos pensiles, y de que sustenten y enriquezcan los dones de la madre tierra a sus hijos que la cultivan, y no a los ociosos musulmanes que se están mano sobre mano y pierna sobre pierna sentados en muelles almohadones, y pisando preciosas alfombras ¿Quién duda que he nacido por querer del cielo para variar la faz de este país y resucitar en él el siglo de oro? ¡Oh dulce Jimena mía! ¡Oh hijas de mi corazón! Rodeado de vosotras y gozando vuestros suavísimos ósculos acabaré mis días pacífica y holgadamente en tan encantadora morada.
Y diciendo esto, calló y tornó a oprimir los lomos de Babieca, porque los alelíes y roncos atabales anunciaban la salida de los moros mandados por el soberbio Aliatar, quienes viendo desde los muros a los cristianos habían resuelto arrojarlos de allí. Aproximáronse las enemigas haces, y se embistieron con sin igual ímpetu y pujanza, alzando los árabes una confusa vocería que atronaba los vecinos campos. Allí cayó a los repetidos fendientes del Cid el furibundo Aliatar; allí quedó vencido en singular batalla el valiente Tarfe entre los brazos de Nuño, y allí se compitieron el valor y la audacia, la generosidad y el denuedo de los campeones. Entre tanto la caballería árabe, con el fin de cortar la retirada a los cristianos había pasado el río y envolvía la retaguardia de Rodrigo poniéndole en mucho aprieto. El héroe acudía con inaudita ligereza a todas partes, alentando a sus soldados que peleaban con coraje al verse cercados de triplicadas fuerzas. Pero de repente la caballería del ala derecha que mandaba Ordóñez cae sobre los infieles por la espalda, y reinan el desorden y la confusión hasta el último punto. Los infieles se baten con los flecheros del Cid, estos con la caballería musulmana, y la caballería musulmana con la de Ordóñez, de suerte que acometidos mutuamente por frente y por espalda, se ven obligados a redoblar sus fuerzas sin que sea posible salir del combate sino muertos o vencedores. Cada cristiano tiene que habérselas con dos contrarios decididos a vender caras sus vidas y el heroísmo consigue por último triunfar de la multitud. Los almorávides, perdido su jefe Aliatar, se desordenaron y principiaron a entrar tumultuosamente por las puertas de Edeta abandonando el campo sembrado de cadáveres. La mortandad fue tan horrorosa, que por todas partes aparecían montones de degollados árabes en los que tropezaban y daban de ojos los fugitivos cegados por la inmensa polvareda que ellos mismos levantaban y por el copioso sudor que corría por sus rostros. Hubieran podido muy fácilmente los cristianos apoderarse de la ciudad persiguiendo a los vencidos, pero en aquellos momentos de regocijo y embriaguez solo pensaron los jefes en adelantar hacia el arrabal y hacerse fuertes en los primeros edificios por si volvían los musulmanes con nuevas fuerzas. Pero era tal el terror que se había apoderado de los débiles corazones de los agarenos que aún no se daban por seguros dentro de los muros y corrían por la calle despechados y convencidos de que los adalides del Cid iban a tomarles la ciudad.
Abenxafa montado en su brioso caballo, salió del alcázar con la rapidez del rayo al punto que supo la derrota de los suyos, y ordenando las deshechas haces, las exhortó a defender aquel recinto sagrado del Profeta, según él decía, ofreciendo dádivas y premios a los que se distinguiesen en tanto que llegaba el numeroso ejército de África a las órdenes del rey Juzeph. Cobraron ánimo con tales promesas los infieles, y coronaron bien pronto los muros, cuando ya los adalides de la Cruz dominaban enteramente los arrabales de Villanueva y de Alcudia y ondeaba clavado en la aguja de la mezquita el estandarte de Rodrigo de Vivar. Los instrumentos militares celebraban tan delicioso triunfo, que no podía menos de causar la perdición de los musulmanes; y los guerreros de Castilla se abrazaban tierna y alegremente, entonando himnos de alabanza al omnipotente Dios que les había concedido tan singular lauro.
Las espesas sombras de la noche encubrieron lúgubremente los objetos, hasta que el brillante esplendor de las hogueras alumbró el campamento del Cid. Entonces aparecieron los soldados, ricos con el botín que habían recogido del campo de batalla, mirando con solicita curiosidad a la luz de las llamas las joyas de que habían despojado a los mortales restos de los mahometanos. Contrastaban con tan alegre espectáculo los gemidos y sollozos del padre que lloraba la muerte de su hijo, o del hermano que conducía en sus brazos a su hermano herido o moribundo. Así confundidas estas escenas de alegría y de luto, y mezclados la risa y las lágrimas, ofrecían el retrato verdadero de la vida humana, donde se dan la mano los gustos y los pesares. El inmortal Campeador se paladeaba con la esperanza de libertar dentro de pocos días a su familia de la esclavitud en que gemía; y miraba con enternecimiento el dichoso techo que ocultaba a sus caras prendas. Entonces suspiró suavemente, y dijo:
—Mucho me cuestas, España, caro suelo que sostuvo mi cuna; muchos esfuerzos son necesarios para purgar tus recintos de indignos tiranos, pero si consigo verte libre y abrazar a mi Jimena, ¡qué gloria ni qué felicidad pueden igualarse a la mía! ¡Oh Dios! No agitan el humano corazón dos sentimientos más dulces que el amor patrio y el amor conyugal.