Lanzado habían de la soberbia Corte de Castilla a Rodrigo Díaz de Vivar, hijo de Diego Laínez, la envidia y la calumnia en el reinado de Alfonso VI. Pero el audaz castellano, cuya invencible espada era terror de Europa, en vez de rendir homenaje a indignos palaciegos para que le tornasen a la gracia del soberano, andaba de pueblo en pueblo y de Corte en Corte forzando con sus inauditos e increíbles hechos de armas a que le rindiesen parias los príncipes de la Media Luna. Colocado al frente de un ejército valeroso y escogido, con las sienes laureadas, y precedido de la fama que le granjearan sus victorias, mostrábase Rodrigo en los combates como un genio destinado a exterminar la raza salida de las montañas del Imao.
Mas ¿por qué se agita mi espíritu al pronunciar el nombre del libertador de mi dulce patria? Paréceme percibir un sordo murmullo en las riberas del Turia: las losas de los sepulcros se levantan y dan salida a las sombras de los héroes edetanos que se apiñan en torno mío para escuchar los rudos acentos de mi lira. No, no es mi cítara la que interrumpe el sueño de los sepulcros; tú, ¡oh Cid inmortal!, tu nombre magnífico vivifica sus muertas cenizas. Cien y cien trovadores han hecho resonar ya con sus arpas de oro tus altas hazañas bajo estos verdes naranjos que llueven oloroso azahar sobre mi cabeza. Pero ¡ah!, sus pechos no estaban encendidos por el amor patrio y su débil canto expiraba antes de arrancar una lágrima. Venid, héroes de Edeta; venid, vírgenes que habitáis dentro de sus muros: ya hierve en entusiasmo el corazón y vuestros labios deben repetir el himno del trovador.
Calladas estaban las sonantes ondas del Mediterráneo, heridas apenas por la trémula luz de los rayos solares que doraba débilmente la cumbre de los montes, a cuya falda fue un día Sagunto. De un lado, el mar tranquilo y silencioso deslizaba sus blandas olas hacia la playa, donde expiraban unas tras otras con la misma rapidez con que nacen y mueren los pensamientos en la mente humana. De la otra se veían las ruinas de la inmortal ciudad, los pórticos, las calles y las plazas desiertas, y sin muestras de huella humana que en ellas se imprimiese, todo yacía ya casi oscuro, y como esquivando la lumbre del día, que había revelado al mundo la existencia de aquellos escombros. Ni una voz, ni un acento en ellos se percibía; tal vez el ligero céfiro de la tardecilla osaba mover los mimbres y maleza que crecían junto a los sepulcros de tantos héroes. No anunciaban sus nombres pomposas y áureas inscripciones, ni la magnificencia de los túmulos denotaba su heroísmo. Rotas columnas, y destrozados arcos de algún vecino templo habían rodado hasta allí, y removiendo la tierra que los encubría sacaran al aire los blancos huesos de los sepultos guerreros. Más allá permanecían en pie dorados altares que humearon un tiempo con la sangre de las víctimas; y parecía que hasta los dioses mismos que recibieron allí oblaciones los habían abandonado al silencio y a la destrucción. La cabeza de una mutilada estatua ocupaba el lugar que hollaron los pies del sacerdote; y donde este colocara las sagradas ofrendas, era a la sazón morada de indignos reptiles.
Aún aparecía semiasolado el coliseo junto al anfiteatro que el tiempo había respetado de todo punto. El carro de los siglos, rodando por encima de las piedras que le muraban, no había sido poderoso a disputarles su duración. Intactos estaban los asientos desde donde los valientes ciudadanos miraron a los gladiadores ensangrentados en la arena luchar y reluchar en vano para gozar el bárbaro deleite de hacer expirar a sus plantas a las fieras. Mas a aquellos aplausos, a aquel sonoro y alegre clamor había sucedido el tétrico silencio de la muerte. ¿Y quién osaría levantar con sus pisadas aquel polvo ilustre, único resto de cien generaciones que se había tragado la tumba?
El eco de los vecinos montes repite el marcial estruendo de un brioso alazán cubierto de acero desde la frente a las ancas, que levantando su hermosa cabeza y relinchando una y otra vez, entra por la puerta del circo. Con el movimiento del caballo suenan las armas del jinete sobre el pavonado paramento que le cubre, y ondea el viento al pendón de la lanza que descansa en la cuja. Martinetes y garzotas de varios colores coronan el yelmo de oro; y sobre una gorguera de anchos follajes vienen a caer en desaliñados y polvorosos rizos las rubias crenchas del caballero. Lleva pendiente del tiro y sobre el quijote la espada de plata, despojo de un monarca muerto en descomunal batalla; y brilla en su garganta un collar de rica orfebrería. El peto y el espaldar son de bronce, y las manoplas de hierro.
Alza la visera el intrépido guerrero como si intentara medir el palenque, o buscase con los ojos algún objeto; y cerciorado de que ningún viviente le mira, tiene de las riendas el caballo y salta a la arena. Mas hiere súbito sus oídos el sonoro galope de otro caballo que penetra a la liza sosteniendo a su ufano señor, que al pasar golpea con el cuento de la lanza el escudo del caballero, y corre a tomar un buen espacio del anfiteatro. El guerrero del yelmo de oro se pone de un salto sobre su alazán, empuña las riendas, se cala la visera y, afirmándose en los estribos, enristra la lanza.
Dirígense los dos caballeros fieras miradas por entre las barras de la visera, y haciendo sentir las espuelas a los fogosos animales, se encuentran en descomunal y cerrado choque en medio del circo. Una nube de polvo los envuelve, y acometiéndose a todo su poderío, rompen las lanzas contra los fuertes escudos. Desnudan al punto los aceros; descárganse furibundos fendientes que no hacen mella en las fuertes armaduras; y el relincho de los caballos y la espuma con que argentan la tierra muestran que, participan también del coraje en que arden sus señores. Logra, empero, el caballero del yelmo de oro pasar con la punta de su tajante espada el peto de su enemigo, y cae este del caballo teñido en su propia sangre, y expira antes de haber llegado al suelo.
Don García Ordóñez, conde de Nájera, tenía ojeriza ya tiempo a Rodrigo Díaz de Vivar, llamado el Cid, y era el opuesto de sus grandes hazañas. Después de haber intrigado en la Corte para labrar su desgracia, ansiaba el iracundo campeón sepultar en el olvido un nombre que tanta admiración causaba en todo el orbe. Mas como el Cid cobrara nuevo lustre con las inauditas y recientes victorias que había ganado a los moros, no pudo el conde tener a raya su envidia, y envió desde Burgos un camarero a Rodrigo emplazándole solo y hombre a hombre para este día, y señalando por paleque el circo de Sagunto. Grande gusto dio al Cid el mensajero de Ordóñez, porque ya días que le andaba brincando en el pecho el propio deseo, y era como venirle a ver el cielo. Acudió, pues, de grado a la cita, en la que su acero nunca vencido y siempre vencedor, vengó a la vez tantas injurias como había recibido de su contrario en el espacio de luengos años.
Apeose el Cid de Babieca —éste era el nombre de su caballo—, y volviendo a la vaina su ensangrentada tizona, llamó con un pito a su fiel escudero Gil Díaz, que le aguardaba una buena pieza de allí con mucha flema y remanso. Correspondió el criado a la señal de su amo, y viendo tendido en el suelo al conde exclamó:
—Válgame San Lázaro bendito, si no anda a dos dedos de nosotros Satanás cargando con el alma de este judío.
—Calla, Gil —dijo el Cid—, y recoge los despojos de ese malandrín, que mando para el altar —de San Pedro de Cardeña—. Así tocaré yo —respondió el escudero— un solo cabello a ese endemoniado, como con dar un puño en el cielo. Míreme su merced de buen ojo, y no quiera verme entre las garras de los diablos que holgarían conmigo si les usurpara estas alhajas que son suyas.
—Tate, tate —gritó Rodrigo—, ¿diablillos hay en la danza? Date paz y sosiego en eso de creer que te acometan estando yo en tu compañía, pues a buen seguro que no me quedaría en zaga. Vamos, despacha, y despoja ese cadáver, que cierra la noche, y hemos todavía de andar un largo espacio.
—Señor mío —contestó el criado—, si alguna ley me tiene su corazón, si se acuerda que le sirvo desde tamañito, hágame merced y buena obra de excusarme este trabajo. Me tiemblan las carnes de ver un condenado, y llevo traza de no poder levantar de aquí los pies. ¡Pecador de mí!, ¡qué dirán que estoy descomulgado, según el pavor que me ponen las cosas del infierno!
¡Vive Dios —exclamó lleno de cólera el Cid— que eres el bellaco más embaído y tonto que hay bajo la capa de los cielos! ¿Es posible que tolere yo por criado a un necio aforrado de cobarde, con más barbas que un gigante, y con más alharacas que una mujercilla? O desnudas al conde de su rica armadura o llueven sobre tus espaldas más palos que estrellas van apareciendo.
La calma que reinaba al principiar el crepúsculo había cesado; salían de las aguas del Mediterránea los hermosos luceros, y las sombras de los montes se precipitaban a los valles, comunicando a aquellas ruinas un aspecto más sombrío y majestuoso. Estrellábanse las olas con estrépito contra la playa, y hacíales consonancia una lejana cascada, que de levantados riscos se despeñaba formando un ruido confuso y horroroso. Atronaba los oídos el derrumbamiento del agua unido al choque de las olas: y el viento que levantaba en remolinos el polvo de los montones de las ruinas de Sagunto, producía confusas nubes que a los ojos del aterrado escudero eran otros tantos espectros. Ya le parecían una procesión de ánimas que vagaban por aquellas tumbas; ya las transformaba en abultados fantasmas, que según la voz común, se ocultaban en los escombros durante el día.
Mas la amenaza de Rodrigo le había puesto en corazón de obedecerle venciendo los temores que asaeteaban su pecho. Levanta, pues, el pesado pie para acercarse al cadáver del conde caído junto al muro del anfiteatro, y por una parte en que estaba derruido sale súbitamente una colosal figura. Mírala el mísero Gil Díaz, y observa la coroza o pirámide que agitada por el viento se empina sobre la cabeza del vestiglo, y advierte también el color rojo de su ropaje.
—¡Santiago me valga! —gritó el escudero, y queriendo poner los pies en polvorosa, tropieza con el muerto caballero, y da de hocicos sobre su cadáver.
La punta del peto de bruñido acero del conde traspasa la almilla de Gil, y enzarzado y preso de este modo queda abrazado el vivo al difunto. Cuanto más pugna y forceja el infeliz por desasirse, tanto más enredado se halla; y los gritos desesperados que lanza se pierden y confunden con el estruendo de las aguas. No quedó santo ninguno en el Cielo a quien no pidiese socorro el criado, bien convencido de que le tenían atraillado los diablos. Y habíasele asentado en la imaginación esta creencia tan de veras, que no extrañaba una mínima el que su señor permaneciese inmóvil sin socorrerle y sacarle de aquel mal paso. Así es que, faltándole de todo punto el espíritu y sofocado con los esfuerzos que ejecutara para alzarse del suelo, se rindió a un mortal desmayo que enteramente le privó del habla y del conocimiento.
Solazábase el Cid con el miedo de su escudero, dándose a entender que todo era efecto de su menguada imaginación, pues no había echado de ver la aparición del vestiglo, que de pie y arrimado a las ruinas, daba unas voces que nadie oía. Mas cuando Rodrigo notó que su escudero no hacía ya movimiento alguno, mal de su grado y todo mohíno por parecerle que traspasaba Gil los límites del natural temor, se acercó a donde estaba, y asiéndole del brazo tiró con tanta fuerza, que rota la almilla, logró levantarle.
—Maldito sea, amén, el hombre cobarde —dijo Rodrigo— a quien ponen pavor los muertos.
Y pronunciando estas palabras dio tal envión al pobre Gil, que le arrojó a una buena lanza de donde yacía el conde. Con el golpe salió el escudero de su parálisis, y triste y magullado se levantó del suelo como mejor supo. Acercose pasito a su señor, y abriendo los ojos que el miedo le multiplicaba, tendió la vista por el circo, buscando con ella a la malhadada visión que tal revuelta le había causado. Tornó, en efecto, a divisar el fantasma que se hacía rajas gritando arrimado a la pared del anfiteatro, de la que no osaba moverse un negro de uña.
Apenas le descubrió Gil Díaz, se agarró con todas sus fuerzas al peto del Cid, y le dijo:
—A fe, amo mío, que esta vez no he de salir mentiroso por malos de mis pecados. Vuelva su merced los ojos hacia esa parte, y verá un diablo tamañito como la Torre de Babel; y si no es así, como digo, caiga yo en mal caso.
Volvióse entonces Rodrigo, y respondió:
—Por Santiago que se divisa un bulto pegado al muro, y que debe de ser algún malandrín de los que andan poniéndose disfraces para aterrar a las gentes crédulas. Mala ventura le mando como no tuerza el camino, y se desvíe del peligro. ¿Fantasmas a mí? ¡Por vida de San Juan, que he de poner como nuevo al malandrín que se atreve a levantar figuras por estos andurriales!
—Señor, señor —gritó el escudero—, ¿estáis en vuestro cabal juicio? ¿No echáis de ver aquella descomunal coroza que se alza sobre su cabeza en forma de pirámide, y que esconde su punta entre las estrellas? ¿Y eso no os da indicios y claras muestras de que la visión es un espíritu hecho y derecho, sin mezcla de cosa humana? Tanto le importa al vestiglo que vuesa merced le acuchille, como que le paladee con miel. No, sino el alba.
—Dígote, Gil —contestó el Cid—, que tu sencillez frisa ya con la ignorancia. Ven acá, descomulgado y mal visto escudero: ¿quién te ha dicho a ti que toda esa máquina de fantasmas, vestiglos, trasgos y demás entes de ese jaez no son invenciones para poner miedo a las gentes sencillas y embaucar a los tontos? ¿No ves que la tal fábrica se levanta sobre los cimientos de la ignorancia y de la credulidad? Pues para que estés en lo cierto de las cosas, y te desengañes por vista de ojos, quiero no dar muerte a ese infeliz encorozado, sino aturdirle de un bote de lanza a fin de reconocerle con la luz del día.
Dicho esto, se dirigió Rodrigo a donde estaba la visión, y sin hablar palabra ni atender a las voces que le daba el vestigio con los brazos abiertos en ademán de abrazarle, le descargó sobre la cabeza tan fuerte porrazo, que el duende dio consigo en el suelo sin señal alguna de vida.
—¿Has visto, Gil —gritó el Cid—, cómo los golpes de mi lanza derriban también a los espíritus? Ya miras tumbado en tierra a ese impávido atleta que tuvo el osado arrojo de poner pavor al pecho del Cid, a quien no hacen fruncir las cejas los ejércitos enteros de la media luna. Yo soy contento de esperar a que el día nos muestre el rostro de este desdichado, no para castigarle y escarmentarle, sino para que tú tengas de hoy en adelante más cuenta contigo mismo, y no salgas un punto de mis órdenes.
—En verdad que debe ser por ensalmo la caída de este vestiglo —respondió el escudero—. ¡Cuerpo de mí, y qué necio anduve en temer a fantasmas que se dejan vencer y despolvorear! Pero ya que hemos de esperar al alba en este sitio, lo que yo haré por bien de paz si lo lleva a bien su merced, es tenderme junto a Babieca, porque el sueño me va cerrando lo s ojos.
—Bien dices, Gil —contestó Rodrigo—, quédese el señor vestiglo tumbado en tierra, y no haya miedo de que se levante. Nosotros descansemos de nuestras fatigas sobre las piedras, que al buen soldado le saben a miel sobre hojuelas.
—Apuesto —replicó Díaz— que duerme su merced más reposado en este lecho que en el de mi señora doña Jimena.
Riose el Cid de la maliciosa pregunta del criado, y sin despojarse de sus armas se tendió con gentil continente entre aquellas ruinas, con tanto sosiego como si nada particular le hubiera acontecido. Acostumbrado a las fatigas militares, y endurecido en los trabajos de la guerra, hacía un mismo rostro a las incomodidades y a las dulzuras de la paz doméstica. Y quizás los peñascos, el cielo raso, la humedad de la noche, el hambre y las heridas eran para él de más solaz y deleite que la blanda pluma, el artesón dorado, el suave calor, los sabrosos manjares, y la vida quieta y sosegada.