El espadachín cuyo nombre no era Muerte

Después de la pelea, Richard tenía sed. Decidió dejar a los loros en paz por el momento. Se suponía que los loros daban mala suerte a los espadachines. En este caso la maldición parecía haber recaído sobre su oponente. Curioso, había preguntado al herido: «¿Tropezaste conmigo a propósito?». A veces la gente lo hacía, para provocar una pelea con Richard de Vier, el maestro espadachín que no aceptaba desafíos de cualquiera. Pero el herido se limitó a apretar los labios blancos. El resto de su cuerpo estaba verde. Algunas personas no soportaban ver su propia sangre.

Richard comprendió que lo había visto antes, en un bar de la Ribera. Era un matón llamado Jim —o Tim— algo. Poca cosa como espadachín; el tipo de hombre que se abría camino en el ingobernable distrito de la Ribera con bravuconadas, y se ganaba la vida en la ciudad haciendo chapuzas con la espada para aquellos mercaderes que remedaban a la nobleza contratando espadachines.

Apareció dando tumbos un hombre con una guirnalda de campanillas colgando precariamente sobre una oreja.

—Oh, Tim —se lamentó—. Oh, Tim, te dije que ese clarete fino era demasiado para ti. —Agarró al herido del brazo, empezó a ponerlo en pie. Juntos, Richard los reconoció: eran los guardias rituales en la procesión nupcial que había visto pasar por la plaza del mercado esa misma tarde—. Lo siento —le dijo a De Vier el borracho coronado de flores—. Tim no quería causarte problemas, ¿entiendes? —Tim soltó un gemido—. Es que no está acostumbrado al clarete.

—No te preocupes —dijo caritativamente Richard. Así se explicaba que el estilo de esgrima de Tim hubiera sido tan poco lineal.

Por encima de sus cabezas los loros enjaulados reanudaron sus chillidos. La vendedora de loros bajó de la caja a la que se había encaramado para ver mejor la pelea. Con De Vier allí para respaldarla, agitó su delantal a los dos rufianes para espantarlos como si fueran pollos escapados del corral. Los niños que los habían rodeado, primero para ver si el hombre callado iba a comprar un loro para encargarse de bajar uno, y luego para presenciar el combate, se rieron, vocearon y cacarearon tras los matones en retirada.

Pero la gente abrió paso a De Vier cuando se dirigió hacia un tenderete que vendía bebidas. La vendedora de loros agarró por el cuello a uno de los rapaces callejeros, diciendo:

—¿Has visto eso? Puedes contarles a tus nietos que viste pelear a De Vier justo aquí. —Oh, francamente, pensó Richard, como pelea no había sido gran cosa; más bien como arrojar a alguien a la calle.

Se apoyó en el mostrador de madera, intentando decidir qué quería.

—Hey —dijo una voz joven a la altura de su codo—. Te invito a un trago.

Pensó que sería una mujer, por la voz. A veces las mujeres intentaban camelárselo después de un combate. Pero miró hacia abajo de reojo y vio a un crío chato que lo observaba con los ojos entrecerrados, el gesto que ponen los niños cuando intentan aparentar más edad de la que tienen. Éste no era muy mayor.

—Ha estado muy bien lo que has hecho —dijo el pequeño—. Me refiero a esa doble finta tan rápida y todo eso.

—Gracias —respondió cortésmente el espadachín. Su madre le había inculcado buenos modales, y algunas de las viejas costumbres perduraban, hasta en la gran ciudad. A veces casi podía oírla decir: El que puedas matar a la gente cuando quieras no significa que tengas licencia para ser grosero con nadie. Dejó que el crío comprara para los dos una bebida de frambuesa que estaba de moda. La tomaron en silencio, con el niño escudriñando por encima del borde de su copa. Estaba buena; Richard pidió otras dos.

—Pues sí —dijo el chaval—. Creo que eres el mejor, ¿sabes?

—Gracias —dijo el espadachín. Puso algunas monedas encima de la barra.

—Pues sí. —El crío jugueteó intencionadamente con la espada que pendía de su costado—. Yo también lucho. Se me había ocurrido, verás… que a lo mejor necesitabas un ayudante o algo.

—No —dijo el espadachín.

—Bueno, ya sabes —continuó de todos modos el niño—. Podría, no sé, encender el fuego por la mañana. Acarrear el agua. Cocinar algo. A lo mejor cuando te entrenes, podría… si te hace falta alguien para que te ayude un poco…

—No —dijo De Vier—. Gracias. Hay un montón de escuelas donde podrías estudiar.

—Ya, pero no…

—Lo sé. Pero así están las cosas.

Se apartó del mostrador, sin querer oír más discusiones. A su espalda el pequeño empezó a seguirlo, luego se rezagó.

Al otro lado de la plaza se encontró con su amigo Alec.

—Has estado peleando —dijo Alec—. Me lo he perdido —añadió, tenuemente acusador.

—Alguien chocó conmigo a la altura de las jaulas de los loros. Ha sido divertido. —El recuerdo hizo que Richard sonriera ahora—. ¡No lo vi venir y por un momento pensé que era un terremoto! Desenvainamos las espadas antes de que él pudiera disculparse… si es que tenía intención de hacerlo. Estaba borracho.

—No lo has matado —dijo Alec, como si ya hubiera escuchado esa historia.

—No en esta parte de la ciudad. A la Guardia no le gustan ese tipo de cosas aquí.

—Espero que no estuvieras pensando otra vez en comprar un loro.

Richard sonrió, igualando el paso de su alto amigo. Era una discusión conocida.

—Son tan decorativos, Alec. Y podrías enseñarle a hablar.

—¿Y dejar que un pajarraco me robara mis mejores líneas? Además, comen gusanos. No estoy dispuesto a coger gusanos.

—Comen pan y fruta. Esta vez lo he preguntado.

—Demasiado caros.

Estaban cruzando la zona más atractiva de la ciudad, camino de las dársenas. Al otro lado del río estaba el distrito que llamaban la Ribera, donde el espadachín convivía con pillos y criminales, lejos del alcance de la ley. No hubiera sido un lugar seguro para alguien como Alec, que apenas sí sabía distinguir el filo de un cuchillo de su empuñadura, pero el espadachín De Vier había dejado claro qué le ocurriría a cualquiera que tocara a su amigo. La Ribera toleraba a los excéntricos. El alto erudito, con su desgarbado andar de estudiante y su acento aristocrático, se estaba convirtiendo en una figura conocida con el maestro espadachín.

—Si te sientes con ganas de tirar el dinero —persistió Alec—, ¿por qué no nos consigues un criado? Necesitas a alguien que te abrillante las botas.

—Ya me ocupo yo de mis botas —dijo Richard, dolido en su competencia—. A ti sí que te hace falta.

—Sí —convino alegremente Alec—. Es verdad. Alguien que vaya al mercado por nosotros, que entretenga a las visitas, que encienda la chimenea en invierno, que nos lleve el desayuno a la cama…

—Decadente —dijo De Vier—. Puedes ir al mercado tú mismo. Y ya me encargo yo de entretener a las «visitas». No entiendo por qué crees que sería divertido tener a un desconocido viviendo con nosotros. Si querías ese tipo de vida, deberías haber… —Se contuvo antes de decir lo irretractable. Pero Alec, en uno de sus bruscos cambios de actitud, que variaba como el viento sobre un estanque, concluyó jovialmente por él:

—Debería haberme quedado en la Colina con mis acaudalados parientes. Pero ellos nunca matan a nadie… No al aire libre donde yo pueda disfrutar del espectáculo, por lo menos. Tú eres mucho más entretenido…

Los labios de Richard se curvaron hacia abajo, intentando ocultar sin éxito una sonrisa.

—Sólo me quieres por mi estoque —dijo.

Muy despacio, Alec dijo:

—Si yo fuera de esas personas a las que les gusta hacer chistes verdes, ahora estarías avergonzado.

Richard, que no se avergonzaba nunca, replicó:

—Qué suerte que no seas de esas personas. ¿Qué quieres para cenar?

Se dirigieron al local de Rosalie, donde tomaron caldo en la fresca taberna subterránea y hablaron de negocios con sus amigos. Era la misma mezcolanza de hechos y rumores de siempre. En la otra punta de la ciudad había aparecido un nuevo espadachín que afirmaba ser un campeón extranjero, pero un criado, primo de alguien, lo había reconocido como el antiguo ayuda de cámara de lord Averil, después de asistir a clases de esgrima y teñirse el bigote… Hugo Seville por fin había caído tan bajo para aceptar el encargo de eliminar a la esposa de algún noble… o puede que sólo se lo hubieran ofrecido, o que alguien deseara que lo hubiera aceptado.

Los nobles con encargos para De Vier enviaban sus mensajes al local de Rosalie. Pero hoy no había nada.

—Tan sólo un cretino nervioso que buscaba a una heredera.

—¡Cómo todos!

—Lo siento, Reg, ésta está cogida; se largó con un espadachín.

—¿Alguien que conozcamos?

—Nah… Un espadachín de cuento de hadas… Dicen que todas las chicas se han escapado con alguno, cuando en realidad es el contable de su padre.

La Gorda Missy, que desempeñaba el oficio de colchonera en el local de Glinley, rodeó los hombros de Richard con un brazo.

—A mí no me importaría escaparme con un espadachín. —Sentado, Richard le llegaba a la altura del busto, contra el que se repantigó, sonriendo a Alec al otro lado de la mesa, con las cejas provocativamente enarcadas.

Alec picó el anzuelo:

—Cuidado —dijo el alto erudito a la mujer—; muerde.

—¿Oh? —Missy le dedicó una sonrisa encantadora—. ¿Y tú no, guapetón?

Alec intentó disimular un rubor de puro deleite. Nadie le había llamado «guapetón» antes, y menos una mujer por cuya compañía tenían que pagar otras personas.

—Claro que sí —dijo con toda la frágil altanería de que era dueño—. Con fuerza.

Missy soltó a De Vier para acercarse a su alto y joven amigo.

—Oh, bien… —exhaló con voz ronca—. Me gustan los brutos. —Sus enormes brazos apuntaron como veletas al viento creciente—. Ven conmigo, encanto.

La clientela de incondicionales de Rosalie estaba extasiada.

—¡Missy, no me dejes por ese saco de huesos!

—¡Hasta luego, Alec; ya nos contarás qué tal te va!

—¡Pruébalo, chaval; a lo mejor te gusta!

Parecía que Alec quisiera que se lo tragara la tierra. Se mantuvo en su sitio, pero su altivez, de por sí mal empleada, empezaba a escapar peligrosamente a su control.

En el último minuto, Richard se apiadó de él.

—Hoy he visto una boda —dijo para toda la estancia.

—Oh, sí —dijo Lucie—; oímos que mataste a uno de los guardias. Por fin les hiciste ganarse el sueldo, ¿eh?

—Pensaba que tú no aceptabas bodas, maese De Vier. —Sam Bonner miró en rededor buscando la aprobación de su ingenio. Todo el mundo sabía que De Vier desdeñaba el trabajo de guardia.

—Y no las acepto —dijo Richard—. Esto fue después. Y no lo maté. Tim algo.

—¡No me digas! ¿Tim Porker? ¿Con el bigote a medio crecer, grandes orejas? Me dijo que se había lastimado al caerse por una escalera. Sucio mentiroso.

—Nada de bodas para Richard —dijo Alec. Había recuperado el aplomo, pero seguía observando a Missy con recelo al otro lado de la sala—. Se opone moralmente a la compraventa de herederas.

—No es que me oponga. Sencillamente, no me interesa el trabajo de hacer de guardia en una boda. Ya no significa nada, sólo son ricachones alardeando de poder permitirse espadachines para que su procesión quede bonita. No es ningún…

—Desafío —concluyó Alec por él—. Sabes, le podríamos poner música a esa frase, de tan a menudo que la dices, y cantarla por las calles como si fuera una balada. Qué suerte para los ricos que a los demás espadachines el orgullo no les impida aceptar su dinero, o no veríamos a ninguna novia llegar sana y salva a su lecho. ¿Qué recompensa ofrecen por la fugitiva? ¿Hay alguna? ¿O la mercancía ya está estropeada?

—Hay una recompensa por la información. Pero tienes que ir a la ciudad alta para cobrarla.

—A mí no se me caen los anillos por ir a la ciudad alta —dijo altaneramente Lucie—; ya he estado allí antes. Pero no sé si querría delatar a una chica que se ha escapado por amor…

—Ohh —berreó Rosalie en la otra punta de la taberna—, ¿así lo llamas?

—Hablando de dinero —dijo Alec, agitando el cubilete—, ¿alguien está interesado en una pequeña apuesta sobre si puedo sacar múltiplos de tres, tres veces seguidas?

Richard se levantó para marcharse. Cuando Alec estaba tan borracho como para enfrascarse en curiosidades matemáticas, la diversión de la velada había acabado para él. De Vier nunca apostaba.

Las calles de la Ribera estaban oscuras, pero De Vier conocía el camino entre las casas apiñadas, pasando por el lugar donde el desagüe roto se desbordaba, rodeando los socavones de los adoquines arrancados, atravesando las callejuelas hasta llegar a casa. Sus habitaciones estaban en un callejón sin salida que daba a la calle principal; parte de una vieja residencia, veterana olvidada de días mejores. Richard vivía en el segundo piso, en lo que antes habían sido las salas de música.

En la planta baja, las ventanas de Marie estaban oscuras. Se detuvo ante la puerta principal: en el zaguán, vislumbró un destello blanco. De Vier desenvainó cautelosamente su espada y avanzó.

Una mujer menuda casi se abalanzó sobre su filo.

—¡Oh, ayuda! —gritó estridentemente—. ¡Tienes que ayudarme!

—Atrás —dijo De Vier. Estaba demasiado oscuro como para ver bien su forma. Se cubría con una capa pesada, y había algo en ella que denotaba juventud—. ¿Qué ocurre?

—Estoy desesperada —jadeó—. Estoy en peligro. ¡Sólo tú puedes ayudarme! Mis enemigos están en todas partes. Tienes que esconderme.

—Estás borracha —dijo Richard, aunque la mujer no tenía acento de la Ribera—. Vete antes de que salgas herida.

La mujer volvió a pegarse a la puerta.

—No, por favor. Me juego la vida.

—Será mejor que te vayas a casa —dijo Richard. Para espolearla, añadió—: ¿Necesitas que te escolte a algún sitio? ¿Quieres que te pague una antorcha?

—¡No! —Sonó más enfadada que desesperada, pero enseguida reanudó sus súplicas—: No me atrevo a ir a casa. Por favor, escúchame. Soy… una dama de alta cuna. Mis padres quieren que me case con un hombre al que odio… un viejo avaro con un aliento apestoso y las manos muy largas.

—Es una pena —dijo educadamente Richard, divertido a pesar del contratiempo—. ¿Qué quieres que haga al respecto? ¿Quieres verlo muerto?

—¡Oh! Oh. No. Gracias. Es que tan sólo necesito un lugar donde quedarme. Hasta que me dejen de buscar.

—¿Sabías que ofrecen una recompensa por ti?

—¿Sí? —chilló la joven—. Pero… oh. Qué gratificante. Qué… propio de ellos.

—Ven arriba. —De Vier le abrió la puerta—. Cuidado con el tercer escalón; está roto. Cuando vuelva Marie, podrás quedarte con ella. Es una… trae clientes a casa, pero creo que el decoro dicta que estarás mejor con ella que conmigo.

—¡Pero yo preferiría estar contigo, señor!

En la negrura absoluta de las escaleras, Richard se detuvo. La muchacha casi tropezó con él.

—No —dijo De Vier—. Si vas a empezar con eso, no pases de aquí.

—No quería… —chilló ella, y empezó de nuevo—: No me refería a eso en absoluto. Palabra.

Arriba, Richard abrió la puerta y encendió unas cuantas velas.

—¡Oh! —jadeó al muchacha—. Es aquí… aquí es donde…

—Practico en este cuarto. Las paredes están hechas un desastre. Te puedes sentar en ese diván, si quieres… No es tan endeble como parece. —Pero la chica se acercó a la pared, tocando las muescas donde su espada de entrenamiento había agujereado la vieja escayola. Las yemas de sus dedos eran delicadas, reverentes casi.

Era una habitación vieja, con trazas de su antigua grandeza resistiendo en los bordes en forma de molduras de hojas de laurel doradas y ocasionales partes de querubines. La persona que había visto pintura nueva allí por última vez hacía tiempo que se había convertido en polvo. Los únicos esfuerzos que habían hecho sus actuales ocupantes por decorarla consistían en un caro tapiz colgado encima de la chimenea, y un par candelabros de plata muy detallados, algunos libros con tapas de cuero y un jarrón de esmalte, todo ello diseminado por la estancia sin orden discernible.

—Te ofrecería la cama —dijo Richard—, pero Alec se enfadaría. Ponte cómoda.

Con la sensación placenteramente ligera del cansancio bien merecido, el espadachín entró en el cuarto que albergaba su enorme cama de madera labrada y los arcones donde guardaba la ropa y las espadas, deshaciéndose de los instrumentos de su oficio: desabrochando los cierres de su cinto, sacándose la vaina del cuchillo de su chaleco. Deambuló por la habitación, soltándolos, desanudando y quitándose la ropa, y se metió en la cama. Estaba quedándose dormido cuando oyó la voz de Alec en la estancia contigua:

—¡Richard! ¡Al final nos has encontrado una criada… qué emprendedor!

—No… —empezó a explicar, y luego pensó que lo mejor sería levantarse para hacerlo.

La muchacha estaba encorvada contra el respaldo del diván, con aspecto sobrecogido e indefenso, envuelta aún con fuerza en su capa. Alec se cernía sobre ella, con su habitual desorden de extremidades ingobernables. A veces la bebida le dotaba de gracia, pero no esta noche.

—Bueno —estaba ofreciendo esperanzada la joven—, sé cocinar. Encender el fuego. Acarrear agua.

Richard pensó: Es la segunda vez que oigo eso mismo hoy. Empezó a decir:

—No le pediríamos a una dama de alta cuna…

—¿Sabes limpiar botas? —preguntó con interés Alec.

—No —aseveró tajantemente Richard antes de que ella pudiera decir que sí—. Nada de criados.

—Bueno —inquirió maliciosamente Alec—, entonces, ¿qué está haciendo aquí? Espero que no sea lo más evidente.

—Alec. ¿Cuándo me he vuelto yo evidente?

—Oh, da igual. —Alec giró torpemente sobre los talones—. Me acuesto. Que lo paséis bien. Procura que haya agua caliente para afeitarme por la mañana.

Richard se encogió de hombros disculpándose con la muchacha, que los observaba fijamente con fascinación. Era un encogimiento de hombros que significaba «no le hagas caso»; pero no pudo evitar preguntarse si habría agua caliente para afeitarse. Entre tanto, se proponía prestar atención a Alec.

Alec se despertó incapaz de decir dónde acababan sus extremidades y empezaban las de Richard. Oyó que Richard decía:

—Esto es embarazoso. No te muevas, Alec, ¿de acuerdo?

Había una tercera persona en el cuarto con ellos, de pie ante la cama con una espada desenvainada.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó Richard.

El pequeño de nariz chata respondió:

—Ha sido fácil. ¿No me reconoces? Mis enemigos están en todas partes. Me parece que debería, ya sabes, recibir algún premio por eso, ¿no crees? Quiero decir, te engañé, ¿verdad?

De Vier se incorporó sobre los codos.

—¿Qué eres, una heredera disfrazada de mocoso, o un mocoso disfrazado de heredera?

—¿O —no pudo evitar añadir Alec— un niño disfrazado de niña disfrazada de niño?

—Da igual —dijo De Vier—. La sujetas demasiado fuerte.

—Oh… lo siento. —Sin apartar la punta de su objetivo, el pequeño aflojó la mano—. Perdón… trabajaré en ello. Sabía que nunca conseguiría entrar con este aspecto. Y las chicas están a salvo contigo; todo el mundo sabe que no te gustan las chicas.

—Oh, no —protestó Richard, sorprendido—. Me gustan mucho las chicas.

—Richard —dijo arrastrando las palabras Alec, cuya pierna izquierda empezaba a sufrir un calambre—, me rompes el corazón.

—Pero él te gusta más.

—Bueno, sí, eso sí.

—¿Celoso? —gruñó dulcemente Alec—. Por favor, piérdete y muérete. Voy a sufrir la peor resaca del mundo si no vuelvo a dormirme enseguida.

—No doy clases —dijo Richard—. No puedo explicar cómo hago lo que hago.

—Por favor —dijo el niño con la espada—. ¿No puedes echarme un vistazo? Dime si soy bueno. Si dices que soy bueno, lo sabré.

—¿Y si te digo que no lo eres?

—Soy bueno —dijo envaradamente el pequeño—. Tengo que serlo.

Richard salió de la cama con un movimiento fluido recuperando sus extremidades. Alec admiraba eso… era como ver a un ajedrecista experto resolver un jaque de una sola jugada. Richard estaba desnudo, pulido como una estatua a la luz de la luna. Empuñaba la espada que había estado allí desde el principio.

—Defiéndete —dijo De Vier, y el crío asumió una guardia cautelosa.

—Si lo matas —dijo Alec, con las manos cómodamente enlazadas detrás de la cabeza—, procura que no sea muy aparatoso.

—No voy… a… matarlo. —Con lo que era, para él, un alarde atípico, Richard puntuó cada una de las palabras con un golpe de acero sobre acero. Ante sus palabras el muchacho se aprestó y devolvió las estocadas—. Otra vez —espetó el espadachín, sin dejar de atacar. No había amabilidad en su voz—. Vamos a repetir la secuencia entera, si es que te acuerdas. Esta vez para todos mis golpes.

A veces el muchacho detenía las veloces estocadas, y a veces le fallaba la vista o la memoria y la hoja se detenía a un centímetro de su corazón, con su muerte suspendida por la voluntad del espadachín.

—Nueva secuencia —espetó Richard—. Apréndetela.

Repitieron los movimientos. Alec pensó que el pequeño estaba mejorando, ganando confianza. Entonces el espadachín golpeó con fuerza la hoja del niño, y la espada salió volando de la mano de su pupilo, repiqueteando en el suelo, para rodar hasta una esquina.

—Te dije que la sujetabas demasiado fuerte. Ve a buscarla.

El muchacho recuperó su espada y se reanudó la lección. Alec empezaba a aburrirse de las interminables repeticiones.

—Se te está cansando el brazo —observó De Vier—. ¿No entrenas con pesas?

—No tengo… pesas.

—Consíguelas. No, no pares. En una pelea de verdad no te puedes parar.

—Una pelea de verdad… no duraría tanto.

—¿Cómo lo sabes? ¿Has estado en alguna?

—Sí. En una… Dos.

—Ganaste ambas —dijo fríamente Richard, sin dar descanso a su brazo, sin dejar de mover los pies—. Por eso piensas que eres un héroe. Presta atención. —Golpeó bruscamente la hoja—. Sigue. —El muchacho contraatacó con una elaborada estocada doble, cambiando la línea de ataque con una ligera presión de sus dedos. Richard de Vier desvió la punta de su adversario y traspasó limpiamente con la suya las defensas del pequeño.

El crío chilló al sentir el suave beso del acero. Pero el espadachín no interrumpió los movimientos del juego.

—Es un arañazo —dijo—. No te fijes en la sangre.

—Oh. Pero…

—Querías una lección. Tómala. De acuerdo, está bien, ahora estás asustado. No puedes permitir que eso cambie nada.

Pero lo cambiaba todo. La defensa del muchacho se tornó feroz, empezó a asumir el aire de un ataque desesperado. Richard lo consintió. Ahora estaban luchando en silencio, una pelea de verdad, aunque el espadachín se contenía siempre para no causar daños reales. Empezó a jugar con el niño, dejando diminutas aberturas el tiempo necesario para ver si sabía aprovecharlas. El pequeño descubrió alrededor de la mitad… o bien su ojo pasaba por alto las otras, o su cuerpo era demasiado lento para actuar en consonancia. Hiciera lo que hiciese, Richard paraba sus ataques y lo mantenía a la defensiva.

—Ahora —dijo bruscamente el espadachín—. ¿Quieres matarme, o simplemente dejarme fuera de juego?

—No… no lo sé…

—Para la muerte —la hoja de Richard voló hacia dentro—, directo al corazón. Siempre el corazón.

El muchacho se quedó helado. Sentía la muerte fría contra su piel encendida. Richard de Vier bajó la punta, la elevó para reanudar la pelea. El pequeño estaba sudando, jadeando, por culpa del miedo tanto como del cansancio.

—Un buen toque… puede ir a cualquier parte. Tan ligero como quieras… o tan profundo.

El crío de la nariz chata se quedó inmóvil. Le moqueaba la nariz. Seguía empuñando su espada, mientras la sangre se agolpaba en su piel y su ropa en cinco sitios distintos.

—Eres bueno —dijo Richard de Vier—, pero puedes mejorar. Ahora vete.

—Richard, está sangrando —dijo suavemente Alec.

—Ya lo sé. La gente sangra cuando pelea.

—Es de noche —dijo Alec—, en la Ribera. Hay gente en las calles. Dijiste que no querías matarlo.

—Pásame esa sábana. —El sudor se enfriaba sobre la piel de Richard; se envolvió con el lino.

—Tenemos brandy —dijo Alec—. Iré a buscarlo.

—Siento ensuciaros el suelo de sangre —dijo el pequeño. Se limpió la nariz con la manga—. Lloro a causa de la impresión, eso es todo. No son lágrimas de verdad.

No examinó sus heridas. Alec lo hizo por él, enjugándolas con brandy.

—Eres asombroso —dijo al niño—. Llevo una eternidad intentando conseguir que Richard pierda los estribos. —Pasó la botella a De Vier—. Puedes beberte el resto.

Alec deshizo lo que había dejado la espada de la chaqueta del pequeño y empezó a quitarle la camisa.

—Es una niña —dijo de pronto, matrona desprevenida ante un parto antinatural.

La pequeña dijo una grosería. Había dejado de llorar.

—Eso lo serás tú —repuso Alec. Su mano se introdujo en el bolsillo de la pechera de la joven, sacó el librito que guardaba allí, con su cubierta de cuero cálida y húmeda de sudor. Lo abrió con un giro de muñeca, lo cerró de golpe.

—¿No sabes leer? —preguntó mordazmente la niña.

—No leo basura de este tipo. El espadachín cuyo nombre no era Muerte. Mi hermana lo tenía; todas lo tienen. Trata de una joven noble que vuelve a casa después de un baile y encuentra a un espadachín esperándola en su cuarto. No la mata; se la folla. A ella le encanta. Fin.

—No… —dijo ella, ruborizada—. No lo has entendido. Eres idiota. No tienes ni idea.

—Hey —dijo Alec—, estás muy mona cuando moqueas, ricura… ¿lo sabías?

—¡Eres idiota! —repitió ferozmente la pequeña—. Bastardo estúpido. —Duras y precisas, como si las palabras fueran nuevas en su boca—. ¿Qué sabrás tú?

—Sé más de lo que crees. Quizá no tenga tu excepcional talento con el acero, pero conozco tus otras artes. Sé lo que funciona contigo.

—Oh —se encendió la joven—, así que al final se reduce a eso. —Furiosa, estaba empezando a llorar de nuevo, contra su voluntad, enfadada también por eso—. La espada te da igual; el libro no importa… eso es lo único que entiendes. No tienes ni idea… ¡ni idea!

—¿Ah, no? —exhaló Alec. Le brillaban los ojos, una mancha de color encima de cada pómulo—. ¿Crees que no tengo ni idea? Para mi hermana eran los caballos… reales e imaginarios. —Se dominó lo suficiente para asumir su sonrisa habitual, desapasionada e indolente—. Yeguas en el establo, sementales dorados en el huerto. Me decía sus nombres. Yo me comía las manzanas que ella recogía para ellos, para que pareciera más real. Sé de lo que hablo —dijo con amargura—. Los caballos mágicos de mi hermana eran poderosos; cabalgaba con ellos por tierra y por mar; los adoraba y les ponía nombres. Pero al final la defraudaron, ¿verdad? Al final no la llevaron a ninguna parte, no le reportaron absolutamente nada.

Richard estaba sentado al filo de la cama, con el brandy olvidado en la mano. Alec nunca hablaba de su familia. Richard no sabía que tuviera una hermana. Escuchó.

—Mi hermana se casó… con un hombre que habían elegido para ella, un hombre que no le gustaba, un hombre que la asustaba. Esos malditos caballos la esperaban en el huerto, aguardaron la noche entera a que fuera a buscarlos. La habrían llevado a cualquier parte, por el amor que le profesaban… pero ella nunca acudió… y llegó el día de su boda. —Alec levantó el libro, lo lanzó contra la pared más alejada—. Sé perfectamente de lo que hablo.

La pequeña miraba a Alec, no a su libro roto.

—¿Y dónde estabas tú? —preguntó—. ¿Dónde estabas cuando tuvo lugar este matrimonio a la fuerza… esperando en el huerto con ellos? Oh, yo también sé de lo que hablo… los cogiste y escapaste. —Envarada a causa de los cortes, se agachó, recogió el libro, lo alisó—. No tienes ni idea. Ni la menor idea. Y no quieres tenerla. Ninguno de los dos.

—Alec —dijo Richard—, ven a la cama.

—Gracias por la lección —dijo la niña al espadachín—. La recordaré.

—No habría supuesto ninguna diferencia —respondió Richard—. Tendrás que encontrar a otro. Así son las cosas. Eso sí, ten cuidado.

—Gracias —repitió ella—. Tendré cuidado, ahora que hay un motivo para tenerlo. Antes hablabas en serio, ¿verdad?

—Sí. No suelo enfadarme de esa forma. Hablaba en serio.

—Bien. —Se volvió hacia la puerta y preguntó con el mismo tono frío y apagado—: ¿Cómo se llama tu hermana?

Alec seguía donde estaba cuando arrojó el libro, pálido y crispado. Richard sabía que su reacción, cuando se produjera, seria violenta.

—Te he preguntado cómo se llama.

Alec se lo dijo.

—Bien. Iré a buscarla. Le daré esto —el libro, señalado ahora con sangre seca—, y recuerdos de tu parte.

Se detuvo de nuevo, abrió el libro y leyó:

—«Hasta esta noche era una niña. Ahora soy una mujer». Así acaba. Pero tú nunca lo leíste, así que no sabrás nunca lo que viene entre medias. —Esbozó una sonrisa implacable—. Yo sí lo he leído, y lo sé. No me pasará nada ahí afuera, ¿a que no?

—Ven a la cama, Alec —repitió Richard—; estás temblando.