Decidí no escribir nunca una secuela de A punta de espada.
Justo después de que este libro apareciera por primera vez en 1987 y los lectores empezaran a preguntar «¿qué pasa luego?» mi respuesta estándar era: «Oh, al año siguiente se desata una epidemia de difteria que barre media ciudad. Todos mueren. Fin».
Tonta de mí. Por aquel entonces me asustaban muchas cosas, especialmente Lo que Podría Pensar la Gente. ¿Parecería que me estaba repitiendo? ¿O copiando a otros autores o intentando ser demasiado comercial…?
Los echaba de menos, no obstante. Añoraba la ciudad, que era, al fin y al cabo, una recreación de mis partes favoritas de todas las ciudades en las que había estado o sobre las que había leído: el Londres de Shakespeare, el París de Georgette Heyer, el Nueva York de Damon Runyon, para empezar… y el Nueva York en el que vivía por aquel entonces, donde los antiguos alumnos todavía podían vivir en económicos apartamentos de descolorido esplendor cerca de la Universidad de Columbia, compartiendo manzana con criminales, artistas, inmigrantes y estudiosos.
Y echaba de menos a mis chicos malos y locos. Sólo una vez, pensaba, no hará ningún daño… Escribiré sobre ellos justo tras el final de la novela, pero no me repetiré porque abordaré temas que la novela no toca: el fracaso de Richard y Alec por aceptar el desagradable papel de la mujer en su sociedad, y un poco de la historia familiar de Alec. Escribí: «El espadachín cuyo nombre no era Muerte», y lo publicaron en la Magazine of Fantasy Science Fiction en 1991.
Intenté escribir otros relatos, pero estos personajes no encajan cómodamente en ese formato… o seré yo la que no encaja. «La capa roja» fue lo primerísimo que escribí acerca de Richard y Alec (¡y la primera historia que vendí! La publicó Stuart David Schiff en 1982, en el número dedicado a Stephen King de su revista Whispers). Mi primera novela tuvo varios falsos comienzos mientras me afanaba infatigablemente por copiar el estilo de «La copa roja» y elaboraba elementos sacados de fragmentos de otros relatos… antes de tomar una dirección radicalmente distinta, para producir la novela que tienes en las manos.
Hacia 1992 estaba enganchada; había empezado una nueva novela que comienza unos quince años después de ésta con el Duque Loco de Tremontaine decidiendo entrenar como espadachina a su sobrina Katherine. Poco después, mi carrera en la radio pública se hizo con el control de mi vida cuando me convertí en locutora de una serie de difusión nacional titulada Sound Spirit, de modo que dejé ese libro a fuego lento. Mientras tanto, había empezado una relación con Delia Sherman, otra novelista, que admitía haber leído A punta de espada más de una vez. Empezamos a jugar al «¿qué pasa luego?» siquiera para entretenernos en nuestros largos viajes en coche… pero, siendo como éramos las dos escritoras, decidimos que sería divertido ponerlo todo por escrito, así que juntas escribimos la novela corta The Fall of the Kings para la antología Bending the Landscape: Fantasy, que publicaron Nicola Griffith y Stephen Pagel en 1997. Esa novela corta se convirtió en el germen de nuestra novela The Fall of the Kings en 2002. La acción transcurre unos sesenta años después de este libro, pero muchos de los personajes de A punta de espada hacen algún carneo como fantasmas, o antepasados, o leyendas para sus descendientes. Sus protagonistas son un idealista erudito universitario y un atribulado joven noble con interesantes parientes. Como escritora de ficción histórica, a Delia le interesaba especialmente sondear la historia del país para ver qué clase de pasado habría desembocado en el presente de A punta de espada y, como «académica en vías de recuperación» por definición propia, le interesaba criticar severamente la Universidad. Pero daba igual cuánto me rogara y discutiera, yo seguía negándome a ponerle nombre a la ciudad.
El cuento La muerte del duque se me ocurrió como una especie de fantasía, una reflexión sobre el final de un conjunto de vidas y el comienzo del siguiente. «¡Santa Madona!» (o algo parecido) exclamó entusiasmado el editor, Patrick Nielsen Hayden. «¡Ya tengo el eslabón perdido!». Apareció en su antología Starlight 2 en 1998.
Me veo cambiar conforme envejezco. Veo también cómo cambia el mundo que me rodea. A ninguno debería sorprendernos, pero a veces nos pasa de todos modos. He dejado de preocuparme por si me repito o no. Estoy ansiosa por explorar estas transformaciones… ¿y qué mejor laboratorio que una ciudad imaginada que viene completa ya con su pasado y su posible futuro?
Así que me rindo. Adoro este sitio, adoro a esta gente, y quiero descubrir qué es lo que pasará a continuación.
Ellen Kushner
Boston, Massachussets
2002