Cuando Richard llegó a la Ribera, la noticia de su liberación se había extendido por todo el distrito. Algunas de sus posesiones ya le habían sido devueltas; las encontró apiladas como ofrendas delante de su puerta: una alfombrilla, los candelabros con forma de dragón, y la caja de palisandro con algunas monedas en su interior. Encajó un trozo de vela en una de las palmatorias y entró. Las habitaciones no estaban apenas cambiadas: algunos muebles se habían cambiado de sitio, y había desaparecido un cojín que nunca le había gustado. Deambuló por las estancias, bañándose en la familiaridad de formas y sombras. Sacó prendas del arcón, las dobló y volvió a guardarlas; ahuecó almohadas y reordenó sus cuchillos. Quedaba poco de Alec en la casa, y se alegraba de ello. Su circuito terminó en el diván. Llevaba casi un año sentándose en él con regularidad. Se estiró, con los tobillos encima del borde, y se quedó dormido.
Cuando despertó, Richard pensó que estaba soñando. Un hombre alto vestido elegantemente estaba cerrando la puerta tras de sí.
—Hola —dijo Alec—. He traído pescado.
La cálida noche de primavera se enrosca silenciosamente alrededor de la Ribera como un gato somnoliento. Una a una las estrellas se asoman al cielo despejado, rutilando alegremente sobre cualquier diablura que esté fraguándose bajo ellas en el laberinto de calles y casas allí esta noche. Bajo su mirada las chimeneas se alzan en entrecortada disputa, frías, inmóviles y pintorescas.
Desde las alturas celestiales los hechos arbitrarios de la vida se dirían pautados como el paisaje de un cuento de hadas, poblado de figuras encantadoras y excéntricas. Las titilantes observadoras requieren dosis vitales de gozo y dolor, súbitos reveses de la fortuna, ominosos presagios y muertes no anticipadas. La vida misma procede en sus impredecibles e infinitos patrones —tan opuestos a la calculada danza de las estrellas— hasta que, para satisfacción de su entretenimiento, las espectadoras eligen un punto en el que dejar de mirar.