Capítulo 27

Al parecer los nobles de la ciudad querían felicitar a Richard de Vier. Querían pedirle disculpas. Querían admirar su atuendo, querían invitarle a comer. Iba a pegar a alguien, sabía que iba a pegar a alguien si no se apartaban, si no dejaban de arremolinarse a su alrededor intentando tocarlo, llamarle la atención.

El alcaide del fuerte apareció a su lado. Richard siguió la senda que abrieron sus hombres para salir de la cámara, hasta la pequeña sala de espera. Allí, una voz que conocía dijo:

—¿No pensarías que iban a dejarte marchar sin más?

Tenía sed, y hasta la última magulladura de su cuerpo le dolía. Respondió:

—¿Por qué no?

—Te adoran —dijo Alec, sonando horriblemente como él mismo—. Quieren que te acuestes con sus hijas. Pero tienes una cita previa con Tremontaine.

—Quiero irme a casa.

—Tremontaine desea expresar su gratitud. Hay un carruaje esperando fuera. Acabo de gastar una fortuna en sobornos para asegurar un camino despejado. Vamos.

Era el mismo carruaje pintado al que recordaba haber ayudado a subir a la duquesa, aquel día en el teatro. El interior estaba acolchado con terciopelo de color crema que parecía tener una capa de plumas de ganso debajo. Richard se reclinó y cerró los ojos. Se produjo un suave tirón cuando el vehículo empezó a moverse. Iba a ser un largo viaje; los edificios del Consejo estaban lejos al sur y al otro lado del río desde la Colina. No podían planear dejarle en la Ribera, las calles no permitían el paso de un carruaje de ese tamaño.

Oyó un roce de papel. Alec le ofrecía un paquete aplastado de bollos pegajosos para que eligiera.

—Es todo lo que he podido conseguir. —Richard se comió uno, y luego otro. Y otro más desapareció de alguna manera, aunque no recordaba haberlo cogido, pero ya no sentía tanta hambre. Alec seguía picoteando entre las arrugas del papel en busca de trocitos de azúcar glaseado. Pese al esplendor de su terciopelo negro no parecía llevar ningún pañuelo encima, y Richard había perdido el suyo en alguna parte en la prisión—. Habrá champán en la casa —dijo Alec—. Aunque no sé si me atreveré. Hace días que no me emborracho; creo que he perdido aguante.

Richard apoyó la cabeza en el respaldo y volvió a cerrar los ojos, con la esperanza de quedarse dormido. Debía de haberse quedado transpuesto, porque no tenía ningún pensamiento coherente, y antes de lo que esperaba se habían detenido y un criado les abría la puerta.

—La casa de Tremontaine —dijo Alec, bajando detrás de él—. Perdona, por favor, yo… —miró recelosamente de soslayo a una de las ventanas más altas—… tengo una cita ineludible.

Aparentemente, todo estaba previsto y organizado. Richard fue conducido, solo, al tipo de habitación que recordaba de sus días de juegos en la Colina. Había una bañera con agua muy caliente, en la que permaneció menos tiempo del que hubiera deseado, porque no le gustaba que hubiera criados revoloteando a su alrededor. Dejaron que se vistiera él solo. Se puso una pesada camisa blanca, y se quedó dormido encima de la mullida colcha de la cama.

Se despertó al abrirse la puerta. Era una bandeja de cena fría, que tuvo el privilegio de comer a solas. Dejó la bandeja en una mesita junto a la ventana, que daba a los jardines y céspedes que se extendían hasta el borde del agua. El sol convertía el río en bronce bruñido; el atardecer tocaba a su fin. Era casi libre de marcharse.

Los sirvientes le incomodaban, sobre todo los bien adiestrados. Parecía que intentaran comportarse no como personas sino como modestos autómatas que por casualidad respiraban y podían hablar. Todo el mundo era siempre muy educado con ellos, pero a los nobles se les daba bien ignorar su presencia, y él era incapaz de eso. Era consciente en todo momento de la otra persona que estaba allí, el cuerpo impredecible y la mente curiosa.

Los criados de la duquesa de Tremontaine se contaban entre los mejores. Le trataban con cortés deferencia, como si les hubieran dicho que él era alguien poderoso e importante. Manteniéndose a la distancia justa frente a él, lo escoltaron por pasillos y escaleras para entrevistarse con su benefactora.

No sabía qué esperar, de modo que se esforzó cuanto pudo por no esperar nada. No podía dejar de preguntarse si estaría allí Alec. Pensó que le gustaría volver a ver a Alec, una última vez, ahora que tenía la cabeza más despejada. Quería decirle que le gustaba su ropa nueva. En la casa de la duquesa parecía menos sorprendente que Alec fuera un Tremontaine, mientras recorría los ornamentados corredores cuya meticulosa disposición parecía burlarse de su propia opulencia.

La sala de estar de la duquesa estaba tan decorada que confundía la vista. Estaba atestada con intrigantes posesiones de diversas formas y colores, todas ellas capturadas y reflejadas en el enorme espejo convexo que colgaba sobre la chimenea. En una silla frente al fuego había una mujer sentada, cosiendo.

Richard vio el pelo de color rojizo y se giró dispuesto a marcharse. Pero habían cerrado la puerta a su espalda. Katherine Blount se puso de pie tambaleándose, soltando su labor.

—Milady —dijo en voz baja, con la garganta constreñida por el miedo—, milady debería estar aquí…

—No importa —dijo Richard, todavía junto a la puerta—. Supongo que me han traído al cuarto equivocado.

—Richard —dijo ella atropelladamente, nerviosa—, tienes que entenderlo… me dijeron que resultarías herido.

—No se puede desarmar a un espadachín sin herirlo antes —repuso calmadamente él—. Pero ya estoy bien. ¿Puedo abrir la puerta yo solo, o tengo que llamar y dejar que lo haga un criado?

—Tienes que sentarte —espetó ella—. ¡Siéntate y mírame!

—¿Por qué? —preguntó educadamente Richard.

Katherine se agarró al respaldo de la silla para armarse de valor.

—¿Es que te da igual? —pregunté)—. ¿Ni siquiera quieres saber cómo ha ocurrido?

—Ya no —dijo él—. No creo que importe.

—Importa —dijo ferozmente ella—. Importa el que lord Ferris me forzara demasiado… el que viniera aquí a mi señora… el que ella me enviara a buscarte. No quería hacerlo, pero confío en mi señora. Me ha tratado mejor de lo que nunca me trató lord Ferris. No quería hacerme daño, y no quería hacértelo a ti. Pero Ferris quería que mataras a lord Halliday. Si lo hubieras hecho estarías en deuda con él. Teníamos que sacarte de la Ribera, para que te juzgara el Consejo y mi señora pudiera salvarte y conseguir que castigaran a Ferris en tu lugar.

—¿Qué tenía en contra de Ferris? ¿Espera que trabaje para ella ahora?

Katherine se quedó mirando al hombre que estaba en la otra punta del cuarto, tan dueño de sí mismo.

—¿No lo sabes? Alec está aquí.

—Oh, ya sé que está aquí. Estaba en el juicio. —La miró—. Deberías tener cuidado con cómo dejas que te utilicen, Kath. Si dejas que empiecen, seguirán haciéndolo.

—No es así…

—¿Por qué no? ¿Porque es amable contigo, hace que merezca la pena? Mira, estoy bien… pero desearía que no lo hubieras hecho.

—¡Oh, cállate, Richard! —Estaba llorando, notó con desmayo el espadachín—. ¡Pensaba que no volvería a verte nunca!

—Kathy… —dijo él con impotencia, pero no hizo ademán de acudir a consolarla. Katherine tenía la nariz roja y estaba enjugándose los ojos con el dorso de las muñecas.

—No te debo nada —sorbió—. Salvo una disculpa… bueno, ya la tienes. Lamento no poder ser una ribereña fuerte. Lamento dejar que la gente me utilice. Lamento que te golpearan y que fuera por mi culpa… ¡Ahora haz el favor de irte y dejarme sola!

Richard se volvió hacia la puerta, pero ésta se abrió y entró una mujer vestida de seda gris.

—¡Katherine, tesoro! —dijo la duquesa de Tremontaine—. Has hecho llorar a mi Kathy —regañó a Richard, pasando junto a él como una exhalación para acoger a la mujer en sus brazos y dejar que sus lágrimas mancharan la seda. La duquesa le ofreció un cuadrado de linón blanco como la nieve para que se secara—. No pasa nada —les dijo apaciguadoramente a ambos la duquesa—. Ya está.

Richard comprendió que la duquesa había pretendido que se vieran de esta manera. Se quedó mirando fijamente a la elegante dama, ocupada reconfortando a su amiga, y mantuvo su franca mirada sobre ella aun cuando ésta dirigió sus ojos hacia él.

—Maese De Vier —dijo, como si no hubiera ocurrido nada, mientras Katherine seguía sollozando sobre su pecho—, bienvenido. Y gracias. Sé lo que tuvisteis que hacer para salvar… a Alec… de Horn, y lo que debe de haberos costado. Y sé que no podéis sentiros del todo satisfecho conmigo por permitir que lord Ferris se lleve el mérito. Habéis puesto en peligro vuestra posición en dos ocasiones para mi provecho. No se me ocurre ninguna manera de recompensaros todo esto sin caer en la ingratitud.

Si esperaba que él le diera las gracias a su vez, tendría que esperar. Katherine se sonó la nariz en el pañuelo inmaculado.

—Pero —continuó la duquesa— me gustaría daros una cosa. Es sólo un souvenir. —Extrajo una cadena de entre sus senos. De ella colgaba un anillo de rubí.

—Eso es de Alec —dijo Richard en voz alta.

La duquesa sonrió.

—No. Éste está engarzado en oro amarillo, ¿veis? El suyo es blanco. Forman un juego de doce, seleccionados de la corona del difunto duque. Es valioso, y fácilmente reconocible. Costaría venderlo; pero como juguete es bonito, ¿no os parece? —Hizo oscilar la cadena, con la joya girando sobre sí misma.

—Sois muy generosa. —No hizo ademán de aceptarlo—. ¿Seríais tan amable de dárselo a lord David como… —¿cuál era la palabra que había empleado ella?—… souvenir de mi parte? Creo que él sabrá sacarle mejor provecho.

La duquesa asintió y volvió a guardarse la cadena dentro del canesú.

—Galante. —Sonrió—. Qué gran noble seríais. Lástima que vuestro padre fuera… aunque nadie sabe quién fue vuestro padre, ¿verdad?

—Mi madre siempre afirmaba no recordar lo que ella llamaba detalles insignificantes. —Era una vieja historia; ya había circulado una vez por la Colina.

—Bien, entonces, maese De Vier, no os retendré más. Que Dios os guarde —dijo con pintoresca gracia anticuada— en todas vuestras empresas.

Richard saludó a ambas damas con una reverencia. Siguió a los criados fuera de la sala y por los pasillos que ya había memorizado en el camino de ida.

Un ocaso azul cubría la ciudad. Había recuperado su espada y un hato de su antigua ropa, lavada y planchada para él por la servidumbre de Diane. El traje nuevo que vestía, se ñjó ahora, era azul pavo real… Venas de Hipocondríaco, lo había llamado Alec. Le sentaba perfectamente; no era de extrañar, pues Alec sabía qué sastre tenía sus medidas. La tela no parecía tan chillona al aire libre. Ahora que volvía a ser popular entre los lores, podría llevarlo a sus fiestas. Apretó el paso, inspirando hondas bocanadas de libertad al aire del anochecer.

***

Alec encontró a las mujeres sentadas todavía en la sala de estar de la duquesa. Irrumpió sin llamar, anunciando:

—No está en su cuarto. Los criados dicen que estaría contigo.

—Oh —dijo dulcemente la duquesa, tenuemente perturbada tan sólo su calma—. Cuánto lo siento. No sabía que quisieras que lo retuviera particularmente para que lo vieras, así que le he dejado marchar.

—¿Marchar? —El joven se la quedó mirando como si estuviera balbuciendo incoherencias—. ¿Cómo podría haberse marchado?

—Creo que quería irse a casa, querido. Se hace de noche, y es un largo camino.

Por vez primera, Katherine se compadeció de Alec. Nunca había visto esa expresión descarnada e indefensa en su rostro, y esperaba no volver a verla jamás.

—Oh —dijo él, al cabo. Su cara se cerró como el cajón de una cómoda—. Es eso. Entiendo.

—Es lo mejor —dijo Diane—. Tu padre se hace mayor. Pronto necesitará ayuda con la hacienda.

—No se daría cuenta si las cerdas empezaran a parir terneros con dos cabezas —dijo en tono desenfadado Alec—. Y no creo que mi madre necesite a nadie que le carde la lana todavía. Está en la flor de la dominación. —Katherine hipó una risita sin poder evitarlo. La mirada de Alec se clavó en ella—. ¿Qué le pasa? —inquirió—. ¿Por qué tiene los ojos enrojecidos? Ha estado llorando… Dejaste que viera a Richard, ¿verdad? Me prometiste que no tendría que hacerlo, y luego…

—David, por favor —dijo fatigadamente la duquesa—. Me retuvieron arriba, y él se presentó demasiado pronto.

Alec se la quedó mirando, con la cara blanca de rabia.

—No hacía ninguna falta —le dijo—. Ninguna. Lo hiciste para divertirte.

A Katherine se le puso la piel de gallina. En la Ribera se habría producido una pelea. Pero la duquesa se giró, sonriendo todavía.

—Mira quién fue a hablar, querido. ¿Acaso no haces tú casi todas las cosas para divertirte?

Alec dio un respingo.

—Te divirtió ir a la Universidad —prosiguió complacientemente ella—, porque tus padres se pusieron histéricos. Eso te gustó, tú mismo me lo dijiste.

—Pero no es por eso que…

—Oh, se te podría haber ocurrido cualquier otra cosa sin dificultad. Pero eso bastó.

—Tú me enviaste el dinero. Yo no era mayor de edad; no tenía ninguno. —La voz monótona de Alec intentaba en vano igualar la despreocupación de ella—. No sabía qué era lo que más querías… que yo espiara a la gente de la Universidad para ti, o simplemente molestar a mi madre.

—Bueno, te negaste a espiar para mí, así que debió de ser para molestar a tu madre. No me gusta demasiado. Le dije que se estaba echando a perder con Raymond Campion, pero se negaba a escucharme. Pensaba que estaba llevándose un héroe, pero terminó con un viejo cartógrafo sin tema de conversación a la hora de la cena. Eso la ha vuelto muy desagradable. Siempre pude tomarle el pelo gracias a ti. Tampoco es que no pudiera permitirme el apoyarte. Y ella no podía hacer gran cosa si yo quería dejar que su primogénito estudiara y se drogara con un montón de ganaderos.

—No eran… —Alec abrió cuidadosamente las manos.

La duquesa hizo un gesto despectivo.

—No hace falta que te justifiques: te divertían, y con eso basta. Ves, ya sabes más sobre los prerrequisitos del poder que la mayoría de quienes lo ostentan; y cuando llegue el momento podrás aprovechar tus conocimientos. Te divertían: y cuando dejaron de hacerlo los abandonaste por otros… placeres.

Él debía de haber hecho lo mismo a otras personas cientos de veces: pero aquí estaba caminando directo a su trampa, con sus emociones soliviantadas por completo; reaccionando con el dolor y la furia de quien ha recibido una patada en su punto débil, olvidándose de apuntar sus golpes o planear su estrategia.

—Te equivocas —dijo Alec, su voz roncamente musical como la de un gato enfadado—. Los expulsaron… por tener ideas que nadie más tenía, que nadie podía comprender siquiera… despojados de sus túnicas todos excepto yo. La facultad no quería que me fuera. Supongo que nadie quería ofenderte. Supongo que te divertía que me retuvieran allí.

—Tú te divertías, querido. No hubiera sido tan divertido volver a casa con tu madre y no habrías venido conmigo. Así que decidiste quedarte; porque seguías teniendo tus drogas y personas que no sabían quién eras realmente con las que discutir.

—¿Quieres dejar de hablar de las drogas? En la Colina también hay, sabes. Pero nosotros hacíamos algo con ellas, tomábamos apuntes…

—¿Ésa era tu investigación tan peligrosa? —se rio la duquesa—. ¿Las revelaciones de unos adolescentes drogados? ¡No me extraña que nadie te tomara en serio!

—¡Las estrellas! —exclamó Alec—. ¡La luz! ¿Sabías que la luz viaja? Las estrellas, los planetas se encuentran a una distancia mensurable. Permanecen inmóviles, no se mueven; somos nosotros. Se puede demostrar matemáticamente…

—David —dijo suavemente ella—, estás gritando. Señor —suspiré)—, la verdad, no veo a qué viene tanto alboroto. Me da igual lo que hagan las estrellas.

—Política —dijo rotundamente él—. Igual que aquí. Iba en contra de los hallazgos de los profesores más importantes, y no podían permitirlo.

La duquesa asintió con aprobación.

—Política. Deberías haberte quedado allí. Habrías aprendido mucho.

—¡No quería aprender eso!

Su voz resonó en las cotas doradas de las cornisas. La duquesa se encogió de hombros como sacudiéndose una bufanda de gasa de encima.

—Oh, David, David… piensa un poco. Ya lo has aprendido. ¿A qué crees que estabas jugando en la Ribera? Política de la naturaleza más basta: la política de la fuerza. Y te gusta, querido. Pero eres capaz de más. ¿Qué hay de lord Ferris? Lo sentenciaste admirablemente.

—No fue… divertido.

—Mmm —asintió la duquesa—. Es más divertido cuando uno los ve morir después de acabar con ellos.

Alec cogió un pisapapeles de cristal verde, se lo pasó de una mano a otra.

—Eso te repugna, ¿verdad?

—En absoluto. Sólo es el tipo de adorable excentricidad que esperar encontrar la sociedad en un duque. Deja ese pisapapeles, David, no quiero que lo rompas.

—Estás loca —dijo él. Tenía blancas las comisuras de los labios—. Ni siquiera soy tu heredero.

—Estoy a punto de nombrar a mi heredero —repuso la duquesa con un dejo de acero—, y no estoy loca. Te conozco y sé de lo que eres capaz. Lo sé hasta el menor detalle. Debo repartir el poder que me sucederá; ninguna persona puede ostentarlo todo. Deberías estar contento; tu parte es una de las más fáciles, y te llevarás todo el dinero.

—No voy a ser el duque —dijo envaradamente Alec—. Aunque murieras mañana. O ahora mismo —añadió—; eso no me importaría.

—No te des tanta prisa en rechazar el ducado, Davey. ¿No te gustaría ostentar poder de verdad, para variar? Podrías construir una biblioteca, hasta fundar tu propia Universidad, independiente de la de la ciudad. Podrías contratar a Richard de Vier para que te protegiera.

Alec se giró como si hubiera podido golpearla de haber aprendido cómo hacerlo. Sus ojos ardían, como esmeraldas fundidas, en su pálido semblante.

—Halliday —consiguió decir—; tu esperanza para la ciudad. Nómbralo heredero.

—No, no. Él ya tiene su lugar. —La duquesa se levantó en un arranque de furiosa energía, cruzó la estancia a largas zancadas con un siseo de faldas—. ¡Oh, David, mírate! Naciste para ser un príncipe… ¡Eras un príncipe en la Ribera, volverás a serlo! Te he visto hacerlo. Mira si no a los hombres que quieren y siguen a Halliday… y mira al que te ha querido y seguido a ti.

—Y luego está Ferris —dijo ácidamente Alec—, que te quería a ti y seguía a Halliday, dando un rodeo por Arkenvelt.

—Muy listo —respondió ella—. Muy bien razonado. Deberías ser así de listo todo el tiempo. Tu Richard se habría ahorrado un montón de problemas si hubieras sido lo bastante listo como para decirle a Horn quién eras realmente cuando fue lo bastante estúpido como para secuestrarte.

—Es posible. Pero esperaba evitar algo así.

—¿Evitarlo? —dijo la duquesa, frunciendo el ceño—. ¿Eso es lo único que quieres… evitar las cosas? ¿Crees que el mundo existe para servirte de terreno de juegos para tus caprichos?

Alec la miró inexpresivamente.

—En fin, ¿no es así? Pensaba que acababas de decirme que me divirtiera.

La sonrisa irónica de la duquesa resultaba forzada.

—Ah, así que eso es lo que quieres oír, mi joven idealista. Poder por el bien del pueblo; poder para cambiar las cosas; grandes responsabilidades y grandes cargas, que deben acarrear quienes tienen el cerebro y la habilidad necesarios para utilizarlas. Pensaba que todo eso ya lo sabías, y no querías oírlo.

—Ni quiero —dijo Alec—. Te he dicho lo que pienso. No quiero tener nada que ver con eso. No sé por qué me tomas por mentiroso. Ni siquiera Richard cree que sea un mentiroso. A Richard no le gusta que le utilicen, y tampoco a mí.

—Tampoco a mí —dijo la duquesa con voz glacial, desaparecida toda su calidez— me gusta que me utilicen. Acudiste a mí porque podía ayudarte. Jamás podrías haberlo salvado tú solo. Pero mi niño, ahora no puedes dar media vuelta e irte sin más. Seguro que conocías los riesgos de antemano. Lo has perdido. Hoy has dejado que Tremontaine lo utilizara para sus propios fines. Es un hombre orgulloso, y listo. Sabe lo que hiciste.

Alec intentaba ver más allá de la red en la que estaba envolviéndolo, sin conseguirlo, a juzgar por la palidez de su rostro y lo apagado de su mirada. Pero aun en medio de su debilidad, había conseguido enojarla más allá de lo que era propio en ella. Y porque era dueña de la debilidad de los hombres, de la fragilidad, de la incertidumbre, estaba retorciendo la verdad a su alrededor como un señuelo.

—Pensaba ahorrarte esto —dijo secamente la duquesa—. No quiero hacerte daño… Pensé que entrarías en razón por ti mismo. Pero ven aquí.

Atraído por compulsión al olor del peligro, fue hacia ella. Diane sacó el segundo rubí de su canesú.

—¿Ves esto? Se lo ofrecí con mi agradecimiento. Pero me lo tiró a la cara. Sabe exactamente cómo lo hemos utilizado, tú y yo. No lo quiso. Me pidió que te lo diera… como regalo de despedida. Para él has terminado, David… «Alec». Así que ya lo ves, no hay salida.

—Oh, no seas ridícula —dijo Alec—. Siempre hay una salida.

Le dio la espalda y se acercó a la ventana de cuerpo entero; y cuando su mano rompió el cristal siguió caminando unos pasos, antes de detenerse. Se quedó en el centro de una tormenta de cristales rotos. Los fragmentos yacían sobre sus hombros, elevándose y descendiendo y titilando a la luz de su respiración, lenta y entrecortada. La sangre manaba de su brazo extendido. Lo observaba con ojo clínico.

La duquesa de Tremontaine se puso de pie a su vez, contemplando la ruina del hombre a través de la ruina de su ventanal. Entonces dijo:

—Katherine. Haz el favor de ocuparte de que lord David no muera antes de irse de aquí.

Se dio la vuelta, y la seda gris susurró que la duquesa se marchaba, yendo a atender cualquier otro asunto que requiriera su atención en la casa, la ciudad, el mundo.

Dejó a lord David Alexander Tielman Campion solo con su brazo ensangrentado y una criada que rasgaba feroz y metódicamente sus enaguas en tiras para él.

El flujo de sangre remitió finalmente. Los cortes habían sido muchos, pero ninguno profundo.

—Lo más gracioso es —le dijo Alec a Katherine en tono indiferente— que no siento nada.

—Lo sentiréis —dijo ella—. Cuando lleguéis a casa, quitaros todos los cristales. Es cierto que le devolvió el anillo, pero todavía os quiere. Siento haber esperado tanto para decíroslo. Va a ser muy doloroso, creedme.

—Estás molesta. Está bien que te fueras de la Ribera. No vuelvas nunca.

—No lo haré.

—Y acuérdate de permitir que la abuela te intimide. Es perfectamente encantadora mientras uno se lo permita.

—Sí… Alec, márchate ahora, antes de que vuelva.

—Lo haré —dijo él, y se guardó algunos adornos de plata en los bolsillos.