Dos días después, el alcaide del fuerte estaba empezando a cansarse de perder a las damas.
—La suerte del principiante —dijo Richard de Vier—. Y además, no estamos apostando en serio. Venga, sólo otra partida.
—No —suspiró el alcaide—, haría mejor en ir a ver quién quiere veros esta vez. Es que esta gente no se da cuenta, las órdenes son órdenes, no cambian de una hora para otra. Pero una cosa os digo, podría jubilarme y mudarme al campo con los sobornos que me ofrecen.
—Estoy de moda —dijo Richard—; es normal.
La celda estaba llena de flores, como su palco en el teatro. Los obsequios de comida y vino tenían que ser rechazados por si estuvieran envenenados, pero las camisas limpias, los ramos y los pañuelos se comprobaban en busca de mensajes secretos y se aceptaban graciosamente. Quizá fuera de mal gusto hacer un héroe de Richard de Vier con lord Horn apenas frío en su tumba; pero los nobles de la ciudad siempre se habían sentido intrigados por el espadachín. Ahora la opinión popular era que el verdadero asesino de Horn, el patrono de Richard, se descubriría pronto en el inminente Consejo. Aun la casa vacía de Horn estaba de moda; la gente pasaba frente a ella varias veces, buscando el muro que había escalado De Vier y la habitación donde había ocurrido todo. Y el joven David Campion, el instigador del emocionante proceso, era objeto de insistentes búsquedas en el hogar de la duquesa de Tremontaine… aunque él nunca estaba en casa.
***
Alec pasaba gran parte del tiempo tendido de espaldas en una habitación en penumbra, leyendo. La duquesa le enviaba bandejas con platos exquisitos a intervalos regulares, que él se levantaba para degustar. No le permitía vino suficiente. De noche deambulaba por la casa, visitando la biblioteca y leyendo cosas al azar, tomando apuntes y tirándolos luego. Encontró una de las primeras copias de la obra prohibida Sobre las causas de la naturaleza y la leyó dos veces sin ver ni una sola palabra. Lo único que le impedía volver corriendo a la Ribera era el hecho de que Richard no estaba allí.
Tampoco la duquesa estaba en casa para lord Ferris. Las cartas que él le enviaba llegaban a su destinataria, pero no recibían respuesta. Una vez, la encontró en un lugar público donde sabía que estaría. Se mostró encantadora pero no seductora. Sus ojos y sus palabras no contenían sus acostumbrados dobles sentidos, y respondía sucintamente a los de él. Ferris quería gritarle, golpearla, cerrar los dedos alrededor de su cuello como el tallo de una flor; pero había personas delante, no se atrevía a iniciar una pelea sin motivo. Sus rasgos delicados y su piel clara lo empujaban a un frenesí que no había experimentado en los muchos meses pasados con ella. Quería acariciar el satén tirante sobre sus costillas, apoyar las manos en la curva de su cintura y apretar su cuerpo ligero como una pluma contra el suyo. Se sentía como un pordiosero asomado a la verja de un parque, impotente e irremediablemente desdichado. Sabía lo que había hecho para ofenderla; pero no entendía como podía haberlo descubierto. Aunque así fuera, no podía seguir soportando que ella resintiese su independencia. Ya hacía tres años que era su voluntarioso aprendiz. Ella le había enseñado lo que era el amor, y la política. Gracias a ella se había convertido en lo que era. Y él le había servido bien, defendiendo sus opiniones en el Consejo mientras ella se quedaba sentada en el centro de la ciudad, delicada anfitriona a la que todos adoraban y de la que todos sabían que no le interesaba la política…
No podía recordar cómo había despedido a su antecesor. Sus amoríos eran discretos. Tenía la ciudad llena de amigos; algunos de ellos, tal vez, antiguos pupilos que la habían dejado más elegantemente. Él había estado seguro de que Godwin estaba destinado a ser el siguiente. Le había beneficiado ayudar a Horn en su pequeña locura, para expulsarlo de la ciudad. Si hubiera estado en lo cierto sobre su interés por Godwin, ella bien podría estar enfadada ahora… aunque cualquier otra mujer se sentiría halagada por sus celos. Pero ¿cómo se había enterado? Estaba jugando con él. ¿Debería haberse presentado ante ella con una acusación? ¿Aguardado a que ella le diera la orden de marcharse? Se le ocurrió ahora que quizá sí se la hubiera dado: no por culpa de Godwin, sino por culpa de este joven pariente suyo, el arrogante joven de altos pómulos. Había buscado a lord David en la Lista de Heráldica y abierto los ojos de par en par. Los lazos de sangre eran demasiado estrechos, sin duda. Pero nada era seguro con la duquesa.
Lord Ferris había intentado transmitir un mensaje a De Vier por medio de intermediarios; pero todos sus agentes eran rechazados, y al final había tenido que desistir so pena de desvelar sus intereses. Por algún motivo que sólo ella conocía, Diane enviaba a su joven pariente a defender la causa de De Vier. Estaba seguro, en el interrogatorio, de que De Vier había comprendido sus intenciones y había estado a punto de responder afirmativamente… pero entonces se había entrometido Tremontaine. Deseaba saber a qué jugaba Diane. La explicación más sencilla era que quería a De Vier para sí. Pero Ferris no estaba dispuesto a olvidar sus planes. Sin el apoyo de Diane, sus opciones a la Creciente se reducirían, pero aun así no era imposible. Si de verdad De Vier lo había entendido, volvería a tener una oportunidad en el Consejo abierto para conseguir la cooperación plena del espadachín. ¿Por qué, al fin y al cabo, tendría que escuchar De Vier al joven emisario de Tremontaine, quien evidentemente estaba utilizando al espadachín para impulsar las ambiciones de su casa? Ferris podía prometerle libertad, patronazgo y trabajo. Que viera Ferris, David Alexander Campion no tenía nada que ofrecerle a De Vier.
***
En la Cámara del Consejo, que antaño había sido la Cámara de los Príncipes, reinaba un caos festivo. Hasta el último noble de la ciudad con derecho a sentarse en el Consejo ocupaba hoy su asiento… o estaba de pie, o se arremolinaba, apoyándose en bancos para hablar con amigos a dos filas de distancia, o llamando a sus criados para que les trajeran otra bolsa de naranjas. Los aromas mezclados de las naranjas y el chocolate se imponían a los más habituales en la sala del enmaderado encerado, el polvo del techo y la vanidad humana. El Consejo empezaba temprano esa mañana, y las personas desacostumbradas a saltarse el desayuno no estaban dispuestas a prescindir de él.
Los lores Halliday, Ferris, Montague, Arlen y los demás miembros de la mesa de Justicia no compartían el regocijo general, ni su sustento. Estaban sentados a una mesa en un estrado que presidía la sala con la pared con paneles tras ellos. Los cancilleres del Consejo Interno lucían sus togas azules, y Arlen y el duque de Karleigh se habían vestido lujosamente para presentarse en público. De lord David Campion todavía no había ni rastro.
Halliday observó a la muchedumbre apiñada.
—¿Crees —murmuró a Ferris— que podríamos aprovechar para aprobar una o dos actas ya que están todos?
—No —respondió tajantemente Ferris—. Pero te invito a intentarlo.
—¿Dónde se ha metido Tremontaine?
—¿Te imaginas —dijo Montague— que se haya vuelto a perder?
—Seguramente. —Halliday miró de reojo a los nobles reunidos—. Será mejor que comencemos de todos modos, antes de que empiecen a tirarse naranjas. —Se inclinó hacia su ayudante—. Chris, diles a los heraldos que pidan silencio, y luego ve y dile al alcaide que esperamos a De Vier.
Richard y el alcaide del fuerte aguardaban pacientemente en una antecámara atestada de guardias.
—Lo digo en serio —conversaba el alcaide con su prisionero—, en vuestra vida habéis visto un juego de cuchillos como el que tenía ese extranjero, cada uno de ellos tan largo como un antebrazo, y equilibrado como el juicio de Dios…
En ese momento las enormes puertas se abrieron como postigos a la sala de reuniones, revelando un mundo de inmensa magnificencia: una cámara cuyo techo se elevaba hasta cuatro veces la altura de una persona, tachonada de altas ventanas que dejaban pasar un sol que doraba la extensión de madera tallada arriba y de baldosas abajo. El alcaide se sacudió el polvo de las rodillas, y Richard se enderezó la chaqueta antes de cruzar esos portales.
Más de cerca, Richard tuvo una vertiginosa impresión de roble antiguo y arabescos recién dorados; y de un mar vertical de rostros, meciéndose y rugiéndose como olas de verdad, pero multicolores, como si la luz del sol creara un arco iris. Distinguió tres filas de asientos, llenas de nobles, y en el cuarto lateral una mesa elevada tras la que se sentaban los hombres del interrogatorio. Faltaba Alec. Pero Alec vendría; tenía que venir. Richard se preguntó si volvería a vestir de verde y oro. Ahora que estaba aliado con la duquesa de Tremontaine, era apropiado que lo pareciera. Richard se imaginó a la astuta duquesa dedicando a Alec el tipo de mirada que le había dedicado a él en el teatro, prolongada, apreciativa y divertida, diciendo tal vez con su aristocrático ronroneo: «Así que al final has entrado en razón y has decidido renunciar a la pobreza. Qué conveniente. Tengo un trabajo para ti…». Aunque exactamente qué clase de trabajo era, Richard no alcanzaba a desentrañarlo. Quizá estuviera confirmando simplemente el regreso de Alec al redil enviándolo al Consejo. Evidentemente, se había producido algún roce con Ferris; quizá hubiera decidido no matar a Basil Halliday después de todo, y enviar a Alec para impedirlo. Richard supuso que, con el respaldo de la duquesa, Alec podría salvarle la vida igual de eficientemente que Ferris, y sin que a él le resultara tan gravoso. No creía que Alec quisiera hacerle daño.
Le dieron a Richard una silla frente al plantel de jueces. Todo su interés recaía sobre él: la expresión de Halliday, gravemente pensativa; fría la de Ferris; el duque de Karleigh lo miraba fijamente sin disimulos. Lord Montague enarcó las cejas en dirección a Richard, sonrió y formó con los labios las palabras: «Bonita camisa». Detrás de Richard, los bancos eran un hervidero de comentarios. No le hacía gracia dar la espalda a tantos desconocidos. Pero observó los rostros de sus jueces como espejos para ver lo que ocurría detrás de él. El de Halliday delataba irritación; hizo un gesto, y los heraldos empezaron a aporrear pidiendo silencio.
El alboroto murió lentamente con un «¡shhh!» siseante y un audible: «¡Qué ya empiezan!». Por fin la estancia quedó tan silenciosa como cabía esperar de un espacio tan atestado de almas. Se arrastraban los pies, crujían los bancos, pero las voces humanas se aquietaron hasta formar un suave murmullo. Y en medio de ese silencio resonaron un par de pasos sobre las baldosas.
Desde el otro extremo de la cámara llegaba una figura alta vestida de negro cruzando la vasta extensión de suelo. Conforme se acercaba, a Richard se le formó un nudo en la garganta. El negro que acostumbraba a vestir Alec era esta vez todo de terciopelo. Sus botones rutilaban azabaches. Los bordes niveos de su camisa estaban bordados con encaje de plata. Y, para mayor asombro de Richard, en una de sus orejas destellaba un diamante.
Alec tenía el semblante pálido, como si no hubiera dormido. Cuando pasó junto a la silla de Richard no le miró. Subió al estrado y tomó asiento entre los jueces.
La duquesa había aconsejado a su pariente a qué hora exacta debía aparecer. Era su deseo que nadie lo abordara antes de que diera comienzo el Consejo, ni tener que hablar con ningún otro juez al sentarse a la mesa. Su lugar estaba entre lord Arlen y el duque de Karleigh, al otro lado del Canciller de la Creciente y lord Ferris.
El murmullo en los bancos volvía a crecer de forma atronadora. Los heraldos se apresuraron a pedir silencio, y comenzó el interrogatorio.
Leyendo sus apuntes, lord Halliday repitió las preguntas del otro día, y Richard sus respuestas. En un momento dado alguien exclamó desde los bancos:
—¡Más alto! ¡No todos lo oímos!
—No soy un actor —dijo Richard. Se mostraba malhumorado porque así era como le hacían sentir. Casi esperaba que Alec hiciera alguna broma sobre tirarle flores; pero fue Halliday el que se dirigió a él.
—Echad la silla hacia atrás unos pasos; el sonido se propagará mejor.
Así lo hizo, y sintió que de alguna manera el alto techo capturaba y proyectaba sus palabras por toda la cámara. Esta gente pensaba en todo.
Al cabo, lord Halliday se dirigió al Consejo:
—Nobles señores: habéis escuchado el interrogatorio de los jueces al espadachín Richard, llamado De Vier, con relación a la muerte de Asper Lindley, el difunto lord Horn. Que conspiró en esa muerte y la llevó a cabo está ahora fuera de toda duda. Pero el honor de una casa noble es asunto delicado, algo que no se menciona a la ligera. Os damos las gracias por vuestra presencia en la sala este día y os rogamos silencio mientras el magistrado formula la triple pregunta.
Miró a lord Arlen, que se reclinó en su silla de respaldo alto. Tras la relajación del gesto de Arlen ardía una tremenda concentración; y la sala, presintiéndola, guardó silencio. Arlen levantó la cabeza, y la profunda mirada de sus ojos jóvenes y viejos a un tiempo pareció tocar todas las caras de la cámara, desde los solemnes hombres del frente a los jóvenes que reñían animadamente en un rincón donde pensaban que podían pasar desapercibidos.
La voz de Arlen sonó seca y clara. Llegó a todos los oídos.
—Por la autoridad de este Consejo, y de la mesa de Justicia que lo preside, y por el honor de todos los presentes, conmino a todo aquél que posea un título del país, cuyo padre lo ostentara y que desee que lo ostente su hijo, que se levante ahora y proclame si fue su honor o el de su casa el que quedó restañado con la muerte de Asper Lindley, el difunto lord Horn.
La primera vez que escuchó la pregunta Richard sintió un escalofrió en la espalda. No había otro sonido en la sala, y el mundo al otro lado de la ventana había dejado de existir. Cuando Arlen repitió la pregunta, Richard oyó un arrastrar de pies, como si alguien se prepara para levantarse, aunque nadie lo hizo. Arlen esperó a que se restaurara el silencio antes de repetirla por tercera vez. Richard cerró los ojos, y sus manos se cerraron sobre los brazos de su silla para no responder al desafío. No era su honor el que preocupaba a estas personas. Y en el silencio opresivo nadie se levantó.
—Maese De Vier. —Richard abrió los ojos. Basil Halliday estaba dirigiéndose a él con voz serena de orador para que todos pudieran oírlo—. Permitid que os lo pregunte por última vez. ¿Delegáis sobre algún patrono la muerte de lord Horn?
Richard miró a lord Ferris, que lo miraba a su vez con mudo apremio, con las arrugas de su cara rígidas de velada frustración. Era una orden implícita, y a Richard no le gustó. Volvió la mirada hacia Alec, que miraba por encima de su cabeza con una abstracta expresión de aburrimiento.
—No —respondió Richard.
—Muy bien. —La voz de Halliday rompió el hechizo de Arlen, decisiva y normal—. ¿Tiene alguien algo más que añadir?
Como si ésa fuera su señal, Alec se puso de pie.
—Yo, desde luego.
Un largo suspiro pareció escapar de la boca colectiva. Alec alzó una mano.
—Con vuestro permiso —dijo a los otros; y cuando asintieron, bajó los escalones en dirección a Richard.
Cuando la figura de negro se acercó a él, Richard vio que la mano de Alec se perdía en la pechera de su chaqueta. Vio el destello metálico, y vio su propia muerte al final de la fina hoja empuñada por el hombre de terciopelo negro. Su mano salió disparada para repeler el cuchillo.
—Estamos susceptibles —dijo Alec—, ¿verdad? —Sacó el medallón de oro de Tremontaine y, todavía a algunos pasos de distancia, se lo lanzó a Richard—. Decidme —dijo Alec, arrastrando las palabras—, y ya que estáis, decidlo alto para que todos lo oigan, ¿habéis visto antes este objeto en particular?
Richard le dio la vuelta. Lo había visto en la mano de Ferris, en la Ribera, la noche que habían hablado en el local de Rosalie. Ferris se lo había mostrado para despejar sus dudas sobre si aceptar o no el encargo anónimo. El trabajo que había resultado ser el asesinato de Halliday. El que Alec no había querido que aceptara. Identificar ahora el medallón y su finalidad equivaldría a apuntar a Tremontaine con el dedo, delante del mismo Halliday.
—¿Estás seguro…? —empezó; pero la voz de Alec se impuso a la suya:
—Estimado amigo, he oído muchas cosas escandalosas sobre vos, pero no que estuvierais sordo.
O equivaldría apuntar a Ferris con el dedo. Tremontaine y Ferris habían tenido un desencuentro. Tremontaine negaría cualquier implicación en el trabajo de Halliday. O tal vez… tal vez nunca hubiera habido ninguna para empezar.
—Sí —dijo Richard—. Lo he visto.
—Me asombráis. ¿Dónde?
El tono de voz de Alec, lo exagerado de su antagonismo, le recordó inevitablemente la primera vez que se vieron. Entonces, su temerario ingenio, imprudente y amargo, había atraído a Richard. Ahora conocía mejor a Alec, lo bastante como para reconocer su miedo y desesperación. Alec se había acercado lo suficiente para que Richard oliera la fragancia acerada del lino recién planchado, la loción con que le habían afeitado y, soterrada, la agudeza de su sudor. Su familiaridad le hizo sentirse mareado de repente; y para su consternación azuzó sus sentidos con deseo por el noble de negro. Se atrevió a mirar a Alec a los ojos; pero, como siempre, Alec miraba más allá de él.
—Me enseñaron esto… el medallón de Tremontaine… hace unos meses, en la Ribera. Me lo enseñó alguien… un agente de Tremontaine. —Richard no miró a Ferris.
—¿Un agente de Tremontaine? —repitió Alec—. ¿De veeeras? ¿Seguro que no fue alguien que simplemente pretendía venderos un objeto robado?
Pensó: ¡De veeeras, Alec! Pero probablemente así era como creían los nobles que era la Ribera.
—Venía a encargarme un trabajo —respondió Richard.
—¿Era un agente habitual, alguien que conocíais?
—No. No lo había visto nunca.
—¿Lo reconoceríais si volvierais a verlo?
—No necesariamente —dijo ambiguamente Richard—. Sólo lo vi esa vez. Y parecía estar disfrazado.
—¿Oh, sí? ¿Disfrazado? —Pudo percibir el placer en la voz de Alec. Era como si estuvieran librando un combate de demostración, como los que les gustaban a las muchedumbres, con abundancia de fintas y alardes—. ¿Qué clase de disfraz? ¿Una máscara? —Ambos sabían lo que se avecinaba, y eso forjó el primer lazo de complicidad entre ellos aquel día.
—Un parche en el ojo —dijo Richard—. Sobre el ojo izquierdo.
—Un parche en el ojo —repitió con voz fuerte Alec—. El agente de Tremontaine llevaba un parche en el ojo.
—Claro que —añadió candorosamente Richard— mucha gente lo lleva.
—Sí —convino Alec—, cierto. Apenas sí bastaría para acusar a alguien de hacerse pasar por representante de los Tremontaine en una cuestión de honor, ¿no es así, señores? —Se volvió hacia el jurado—. De todos modos, hagamos la prueba. ¿Me permite la mesa llamar a declarar a Anthony Deverin, lord Ferris y Canciller del Dragón?
Nadie tuvo problemas para oír a Alec. Pero la sala permaneció desesperadamente silenciosa.
Ferris se incorporó fluida y lentamente, como un mecanismo engrasado. Bajó los escalones y se situó junto a Alec, enfrente de Richard.
—Bueno, maese De Vier —dijo; sólo eso—. ¿Y bien?
Intentaba infundir temor en Richard, que percibía algo de locura en el canciller, más intenso y furioso que Alec en su peor momento. Era como si lord Ferris no se creyera aún que estaba derrotado, y al mismo tiempo lo creyera tanto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de negarlo.
—Milord —dijo amablemente Richard a Alec… y esta vez Alec no pudo obligarle a retirar el título—, debéis preguntarme qué queréis de mí.
—¿Es éste el hombre que habló con vos en la Ribera? —preguntó Alec.
—Sí —respondió Richard.
Alec se giró hacia Ferris. El cuerpo de Alec estaba tan cargado de tensión que no podía temblar. Su voz había cambiado: formal, ausente, como si estuviera atrapado en aquel ritual de acusación y justicia.
—Milord Ferris, Tremontaine os acusa de falsedad. ¿Lo negáis?
El ojo sano de Ferris estaba clavado en el joven.
—¿Falsedad para con Tremontaine? —Sus labios se apretaron en una agria sonrisa—. No lo niego. No niego haberme entrevistado con el honorable De Vier en la Ribera. No niego haberle enseñado el sello de Tremontaine. Pero sin duda, señores —dijo, con su voz ganando en seguridad mientras se enfrentaba a la hilera de sus pares—, a cualquiera de vosotros se os podrá ocurrir otra razón para que yo hiciera algo así.
Richard abrió la boca, la cerró. Ferris sugería que había acudido a él para pedirle que matara a Diane.
Alec lo dijo por él:
—De Vier no acepta bodas.
La frase conocida alivió en parte la tensión reinante en la sala:
—Ni bodas, ni mujeres, ni duelos de demostración… —recitó con voz triste Montague.
—Muy bien —dijo Alec directamente a Ferris, resonando su voz con emoción contenida—. Y si rechazó el trabajo, como sin duda ocurrió, ¿por qué enviasteis dos veces a vuestra criada, Katherine Blount, para negociar con él?
El aliento de Ferris siseó fuertemente al escapar por su nariz. Así que era allí adonde había acudido… a Diane, su rival en la cama. La muy zorra no tenía orgullo. Pero tenía que ser eso… ¿Cómo sabría si no Tremontaine de sus encuentros con De Vier? Lo sabía, entonces; pero no podía demostrar que él lo sabía.
—Mi criada. —Ferris se obligó a aparentar sorpresa—. Entiendo. La señorita Katherine es natural de la Ribera. La tomé a mi servicio para librarla de la cárcel. No tenía ni idea de que retuviera sus viejas costumbres, sus antiguas amistades…
—Un momento —dijo Richard de Vier—. Si lo que queréis decir es que ella es mi amante, no es cierto. Vos lo deberíais saber muy bien, milord.
—Lo que quiera que sea —dijo fríamente Ferris—, no es de mi incumbencia. A menos que pretendáis que mi criada comparezca ante este Consejo para testificar que hacía de recadera en mi nombre, me temo que tendremos que olvidarnos de este asunto.
—¿Y qué hay del rubí? —Alec se dirigió a Ferris en voz tan baja que aun Richard tuvo problemas para oírlo. Pero la vieja nota burlona había vuelto a su voz.
—Ah —empezó Ferris, con tono estentóreo para el público—. Sí. Robado…
—Es mío —murmuró Alec. Con la gracia y el sentido de la oportunidad de un actor abrió la mano, manteniéndola baja entre su cuerpo y el de Ferris. El anillo de rubí relucía en su dedo—. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Lo reconocí enseguida cuando Richard lo trajo a casa. —Ferris escudriñaba su rostro—. Sí —continuó Alec con un ronroneo insinuante—, eres increíblemente obtuso, ¿verdad? Incluso me vestí de negro especialmente para que establecieras la conexión. Pero supongo que no se te puede pedir que veas las cosas igual de claro que el resto de nosotros…
El insulto dio en el blanco; Ferris apretó el puño. Richard se preguntó cómo podría impedir que Ferris matara a Alec aquí en el Consejo.
—¿Milord…? —La voz de Basil Halliday intentó sacar el drama al escenario público; pero Ferris se había quedado paralizado de repente por la doble visión del joven que tenía ante sí tal y como era la noche de los fuegos artificiales, subiendo a la carrera las escaleras de aquella taberna de la Ribera.
Dicen que tiene una lengua capaz de arrancar la pintura de la pared. Richard dice que antes era un estudiante.
—Gracias, Katherine. Lo he visto. Es muy alto.
Alto, y mucho más apuesto que cuando tenía el pelo alborotado encima de la cara… vestido de negro, por supuesto: los harapos negros de un estudiante, entonces. Ferris recordó haber preguntado por el espadachín y recibir la respuesta de un risueño tabernero: «Oh, es con el erudito de De Vier con quien debéis hablar, señor. Él es el que sabe dónde se mete últimamente». Y Ferris había visto pasar a Alec por su lado camino de la puerta, se había fijado en los huesos… pero jamás hubiera relacionado a ese andrajoso con la criatura melosa y acida que le había insultado en casa de Diane.
De modo que no era Katherine la que había informado a la duquesa, sino su pariente. Con su información Diane habría conjeturado todo lo que había hecho Ferris, y lo que se proponía. Sintió deseos de reírse de su propia estupidez. Había estado observando su mano derecha estos últimos días, la mano que sostenía sus afectos, preguntándose como un marido celoso por qué lo repudiaba; mientras que todo ese tiempo era su mano izquierda la que guardaba la llave de su futuro, sus complots y su mente.
Diane había descubierto su traición, la cual viniendo de su amante y alumno era inaceptable. Basil Halliday era su tesoro, el corazón mimado de sus esperanzas políticas para la ciudad. Ya había contratado al espadachín Lynch para que se enfrentara a uno de Karleigh en defensa de Halliday, y había conseguido disuadir a Karleigh. No estaba dispuesta a perdonar que Ferris intentara deshacerse de su rival político. El que Ferris hubiera fingido que las órdenes procedían de ella era doblemente condenable.
No era ésa su intención. Pensaba que podría convencer a De Vier de que trabajara para él por sus propios medios. Pero cuando el espadachín había demostrado ser recalcitrante, Ferris recordó el sello de Tremontaine que descansaba en su bolsillo, prestado por la duquesa aquella noche con un propósito completamente distinto. Enseñárselo a De Vier le había parecido el culmen de la astucia. Recordaba haber pensado que si, algún día, De Vier era llamado a declarar por el asesinato de Halliday, las pruebas señalarían a Tremontaine y la duquesa, por fin, se vería obligada a pisar la Cámara del Consejo para defender su casa ante Ferris, el nuevo Canciller de la Creciente…
Una vez comenzada la charada con el sello, darle también a De Vier el rubí de Tremontaine le había parecido una oportunidad demasiado buena como para dejarla escapar. Diane se lo había tirado un día con una broma sobre ir a empeñarlo; no esperaba recuperarlo. Era la pasión por el detalle de Ferris, su amor por los embaucamientos y la complejidad, y la fe en su propio poder para controlar a cualquiera, lo que le había puesto la zancadilla.
Ahora estaba atrapado en los dorados floreos de sus propias maquinaciones. Si hubiera dejado en paz a Godwin, si hubiera dejado en paz a Horn, quizá De Vier no se hubiera sentado nunca ante el Consejo; y quizá Alec no hubiera vuelto nunca a la Colina en busca de ayuda para su amante…
En fin, aún podría asumir la culpa por la muerte de Horn… Era justo que lo hiciera, a fin de cuentas. Sería eso lo que querían, la duquesa y su joven. Lord David quería salvar la vida de su amante. Y Diane quería ver a su propio amante arruinado. Poseía los medios necesarios para ello. La duquesa se había encargado de que estuviera presente una considerable multitud de espectadores: hasta el último lord de la ciudad estaba allí. Si Ferris se negaba a actuar para salvar a De Vier, Tremontaine revelaría el complot de Halliday delante de todos.
—¿Y bien, milord? —La voz de Tremontaine sonó alta y clara para que todos la oyeran—. ¿Habremos de olvidarnos del asunto? Pues no os falta razón; no tengo a vuestra criada guardada en la manga, esperando a testificar contra vos.
Así recibió Ferris uno de los momentos que atesoraba. Se sentía en lo alto de la cúspide del pasado y el futuro, sabedor de que sus acciones regirían sobre ambos. Y le pareció sumamente claro entonces que debía asumir el control, y cómo hacerlo. Se desgraciaría por voluntad propia, por sí solo, frente a los ojos que todos clavaban perfectamente en él.
Lord Ferris se giró, de modo que no diera la espalda a los jueces ni a la masa de hombres que aguardaban sus palabras. Se dirigió a Tremontaine, pero sus palabras eran para todos ellos, transmitidas con esa fuerte voz de orador que tan a menudo había encandilado al Consejo.
—Milord, no hace falta que os saquéis nada de la manga. Me avergonzáis, señor, como esperaba no tener que avergonzarme jamás en mi vida; y aun así, por el bien de la justicia debo hablar. Quizá digáis que estoy dispuesto a vender mi honor para mantener mi honor; pero vender mi honor a cambio de justicia, eso nunca podré hacerlo.
—Interesante —dijo en tono familiar Alec—, aunque se aparta de las normas de la retórica conocidas. Continuad.
Asumiendo correctamente que nadie más había oído ese comentario, Ferris procedió.
—Señores; sea para sus excelencias la justicia, y el honor para maese De Vier. —Richard se sintió enrojecer de azoramiento. Para lord Ferris, hacer de sí mismo un espectáculo era su trabajo; pero Richard no tenía paladar para el drama—. Ante todos vosotros, confieso libremente aquí que me presenté en falsedad ante De Vier en nombre de Tremontaine, y que fue por medio de mi intervención que Horn halló la muerte.
Y eso, pensó complacientemente Ferris, ni siquiera era mentira.
Basil Halliday lo miraba fijamente con incredulidad. Todos los jueces estaban paralizados, callados, calculando, contemplando a aquél de ellos que había tomado el estrado para destruirse. Pero en los bancos era otro cantar. Los nobles del país gritaban, discutían, comparaban notas y comentarios.
Por encima del telón de ruido, Halliday le dijo:
—¡Tony, que estás haciendo!
Y, llevado por la corriente de su pura manipulación, Ferris encontró el delicioso valor de mirarlo gravemente a los ojos y decir:
—Ojalá no fuera cierto; lo deseo de corazón. —Hablaba en serio.
—Pide silencio, Basil —dijo lord Arlen—, o no habrá forma de detenerlos. —Los heraldos dieron golpes y voces, y al cabo se restableció una suerte de orden.
—Milord Ferris —dijo pesadamente Halliday—. Asumís la responsabilidad por el desafío a lord Horn. Es un asunto para la Corte de Honor, y como tal se resolverá allí.
Pero eso no le serviría de nada a Ferris, aunque a la duquesa podría complacerle el verlo barrido bajo la alfombra. Para servir a sus fines su caída tenía que ser espectacular; algo que se recordara con asombro… algo de lo que regresar envuelto en gloria. De modo que Ferris levantó una mano, un gesto de desaprobación que hizo que le ardiera la palma como si sostuviera en ella sus espíritus vivos. Por supuesto que lo escucharían todos. Había sido su prodigio, el joven brillante de encanto y coraje. Se había ocupado de que estuvieran listos para seguirlo: podría haber conseguido la Creciente con sólo pedirla. Ahora tardaría más; pero con su mismo acto de abnegación estaba labrándose el camino de vuelta a sus corazones.
—Señores —se dirigió a la cámara—. El Consejo de mis pares, los nobles señores de este país, es corte de honor suficiente para mí. Confieso libremente que merezco un castigo a vuestras manos y no rehuiré el peso de su justicia. Pero creo que lo que ha predestinado que mis malas obras sean reveladas ante todos me ha reservado asimismo el don de permitiros escuchar mis motivos, la «causa de honor» que me impelió a cometer tal acto, aquí, de mis propios labios. —La galería se revolvió de interés. Esto era lo que habían venido a ver, al fin y al cabo: el drama, la pasión, la violencia; la creación y la destrucción de reputaciones en una sola mañana. Casi en un aparte, pero enunciado de modo que todos lo oyeran, Ferris acotó:
—En cuestiones de honor, el sabio temerá mucho menos la censura de sus pares que su conjetura. —El epigrama suscitó una oleada de risas aprobatorias.
Los jueces murmuraron entre sí, decidiendo si aprobar la inusitada solicitud. Sólo Alec estaba preocupado: Richard conocía esa expresión de sumo desdén y lo que significaba. Aparentemente, en los planes de Tremontaine no entraba ningún discurso de Ferris. Pero no había gran cosa que pudiera hacer Alec al respecto, tan sólo quedarse allí plantado dejando que la altanería enmascarara sus nervios. Richard no podía apartar la vista de él, esbelto, quebradizo y ecuánime. Todo lo que, en la Ribera, viniendo de un desecho académico harapiento y de largos cabellos, había inspirado rabia homicida en los hombres, era apropiado y común en el mundo de esta elegante criatura… refinado casi hasta la parodia, pero aún en los límites de la normalidad. Los nobles no le amarían por ello, pero lo aceptarían en su seno. Éste era su sitio, después de todo. Richard intentó imaginarse a Alec como era ahora, de nuevo en sus habitaciones de la Ribera… y sintió que le atenazaba el estómago una emoción que juzgó mejor no tomar en consideración. Apartó los ojos de los secretos del comportamiento de Alec y volvió a fijarse en lord Ferris.
El canciller había inclinado su lustrosa cabeza; pero sus hombros cuadrados denotaban galantería y una noble determinación. Ya fuera por su pose o por la pura curiosidad que suscitaba su ruego, Ferris obtuvo lo que quería. En la pausa en los procedimientos mientras los jueces tomaban la decisión de permitirle hablar, Ferris había elaborado los detalles de su historia; la atacó ahora en un nuevo tono, no humilde sino feroz con la desesperación de quien tiene una última oportunidad de limpiar su nombre de calumnias; aunque con el tinte de resignación de quien sabe que ha obrado mal.
—Señores —comenzó de nuevo, acercándose al centro de la sala a largas zancadas—. Como sabéis, en cuestiones de honor nos debemos ciertas explicaciones. Os las ofreceré todas ahora, con retraso y no poca vergüenza. Los más perspicaces habrán intuido ya el motivo: pedí la muerte de Asper Lindley y oculté posteriormente el hecho, para impedir un brote de rumores con el que podrían sufrir los inocentes. Ruego que os lo toméis ahora como hice yo entonces… como un simple rumor; como la malicia, quizá, de un viejo… —Levantando la voz, Ferris se interrumpió y se pasó una mano por la cara—. Perdonadme. No es éste lugar donde librar nuevamente el duelo. Baste decir que había llegado a creer que lord Horn se proponía deshonrar a un pariente de mi madre. Bebido, Asper se refirió en términos irrespetuosos a la mujer de mi pariente, y aun empezó a afirmar que el hijo del hombre se parecía más a él que a su padre. El chico… el joven, debería decir, puesto que contaba casi veinticinco años… estaba en la ciudad en ese momento, y temí… lo que temería cualquiera en ese caso. Lo cierto es que sí que se parecía a Asper, en su aspecto y en… otros sentidos.
Ferris hizo una pausa, como para recobrar el dominio de sí mismo. La sala estaba en absoluto silencio. Pero sabía que todos estaban repasando la lista de jóvenes esbeltos y apuestos que habían pasado recientemente por la ciudad. Posiblemente había sido ya demasiado obvio; sin duda había proporcionado detalles suficientes para etiquetar a Michael Godwin como el bastardo de Horn, para siempre, en la mente de algunos. Que él supiera, incluso podría ser cierto. Y ahí estaba, su regalo de despedida para Diane; una mancha sobre el hombre que había osado considerar para reemplazarlo. ¡Qué dedicara a eso sus delicadas estratagemas!
Lord David, curiosamente, sonreía como si todo aquello le hiciera gracia. Ferris lo observó por el rabillo del ojo y le traspasó de repente la horrenda idea de haber cometido un error… de que Tremontaine no era realmente quien decía ser; la duquesa le había engañado una última vez y estaba acostándose con esta desgarbada belleza… Pero ya era demasiado tarde para cambiar su historia. Puso freno bruscamente a sus cábalas. La mala suerte había querido que fuera un hombre celoso. No debía permitir que eso se interpusiera en el camino de su próximo paso, la función que todavía estaba por dar.
Se volvió para encararse con los jueces, dando su hombro izquierdo al joven, para no verle la cara.
—Señores —dijo en voz baja pero imperiosa, una de sus especialidades—. Espero que el honor del tribunal se vea satisfecho con esto. Si…
—Quizá el honor se vea satisfecho —lo interrumpió lord David arrastrando las palabras—, pero Tremontaine no. Si pudiéramos prescindir por un momento de retóricas edulcoradas, me gustaría señalar que mentisteis a De Vier, y que habéis intentado difamar el nombre de vuestro sirviente en el tribunal para ocultar ese hecho.
Ferris sonrió para sí. Un joven igualitario. A este tribunal le daba igual cómo tratara a sus sirvientes; el muchacho había pasado demasiado tiempo en la Ribera. Si él era la última opción de Diane, la duquesa tendría trabajo por delante enseñándole paciencia en el arte de gobernar; cualquiera podía ver que daba demasiada importancia a las cosas. De Vier, por otra parte, era la viva imagen de la calma, delatando tan sólo un inteligente interés. Ferris lamentaba perderlo. Su equilibrio era perfecto.
—Ruego el perdón de Tremontaine —dijo gravemente Ferris—. No soy ajeno al hecho de haberme comportado deplorablemente. Cualquier otra compensación queda en manos de la mesa de Justicia. En cuanto al resto… —Una serie de alientos entrecortados surcaron la sala cuando vieron lo que estaba haciendo. La túnica de terciopelo azul, ricamente bordada con el dragón del canciller del Consejo Interno, colgaba suelta ahora de sus hombros. Con meticulosa formalidad deshizo los últimos botones y apartó de su cuerpo el manto de su oficio. Lord Ferris lo dobló cuidadosamente, sin dejar que tocara el suelo. Se quedó delante de todos vestido con medias, calzas, y una camisa blanca cuyas grandes mangas y alto cuello cubrían tanto como la túnica, aunque de forma mucho menos imponente. Alec tuvo el descaro de quedarse mirándolo.
En cierto modo, frío y terrible, Ferris estaba pasándoselo en grande. Todo aquello era política, a fin de cuentas. Con cada gesto de marcada humildad, atraía a su público hacia sí. Cuando estuviera tan abajo que ya no pudiera caer más, le mostrarían piedad. Y sobre esa piedad él reconstruiría su fortuna.
Agradeció hondamente el permiso para renunciar a su cargo. Firmó cortésmente las declaraciones de su testimonio. Y humildemente se quedó a la sombra del estrado de la mesa de Justicia de la que había caído, mientras sus hasta ahora colegas se retiraban a decidir su suerte.
Los nobles en los bancos se movían de un lado para otro. Volvían a encargar naranjas. Nadie se acercó a Ferris y De Vier, aislados en el centro de la sala. Por fin Ferris hizo una seña a un escribano para que le trajera una silla. De Vier no estaba prestando atención. Su amigo se había ido con los demás jueces.
Poco importaba que creyeran o no la historia de Ferris. Ninguno de ellos estaba ansioso por castigar a De Vier, tan sólo por aclarar quién tenía la culpa de la muerte de Horn. Con un patrono noble en el tribunal, toda la culpa caía de los hombros de De Vier… emergía convertido en un héroe, fiel a la confianza de su patrono hasta la muerte. Todos los espadachines estaban locos, desde luego. A la gente le gustaba eso. Había sido arriesgado que Ferris insistiera en hacerse escuchar en un Consejo abierto: alguien podría haber sacado a relucir fácilmente las atrocidades cometidas con Horn. Pero habían respetado su humildad, o se habían dejado distraer por ella, y nadie había dicho nada.
Los murmullos de expectación en los bancos indicaron a Ferris que los jueces volvían a cruzar la doble puerta. Aguardó largo rato antes de girar la cabeza para mirarlos. Uno por uno los hombres retomaron sus asientos, sin que sus rostros solemnes delataran nada. ¿Harían todavía un ejemplo de él? ¿Habrían visto de algún modo a través de su farsa? ¿O seria simplemente que sufrían con el trauma de su destitución? Ferris se clavó los dedos en la palma; se concentró en mantenerlos inmóviles. La última imagen que diera debía ser la de alguien que afrontaba su destino con elegancia.
Fue Arlen el que habló, no Halliday. Ferris mantuvo la mirada apartada del estanque quieto que eran los ojos del otro: los había visto ruborizar a otros hombres en el pasado. Arlen habló de una compensación financiera a la casa de Horn, disculpas públicas a Tremontaine… Ferris intentó combatir la creciente ligereza de su corazón. ¿Sería eso todo? ¿Conservaría aún el amor y la confianza de Halliday? Qué estúpido, pensó, qué estúpido… y compuso el rostro en líneas de profunda preocupación. Suponía un esfuerzo físico mantenerlo así cuando finalizó Arlen; no esbozar una sonrisa de alivio era tan difícil, a su manera, como levantar rocas o subir escaleras.
Antes de que el silencio que siguió a la sentencia de Arlen pudiera romperse, lord Halliday dijo:
—Éste es el castigo que considera justo elegir el Tribunal de Honor. Que conste en acta. Hablo ahora por el Consejo de los Lores, de cuyo Consejo Interno sois antiguo miembro. No olvidamos los servicios que allí habéis prestado, ni vuestra habilidad a la hora de ejecutarlos. Aunque ahora vuestra actual posición os impide continuar sirviendo allí, al Consejo le complacería aceptar vuestros servicios al estado en otra esfera. A tal fin proponemos vuestra asignación en calidad de embajador plenipotenciario a la nación libre de Arkenvelt.
Ferris tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada… no, esta vez, de alivio. Pero la risa histérica no era la respuesta adecuada que presentar en público ante una derrota aplastante. ¡Arkenvelt! El viaje duraba seis semanas por mar, o tres meses por tierra; estaría lejos de las fronteras de su país. Las noticias llegarían con dos meses de retraso, su trabajo sería estéril y aburrido.
Era el destierro, entonces, y cómo lo conocían. El destierro a un desierto helado de anarquistas tribales que casualmente controlaban la mitad de las riquezas del mundo en plata y pieles. La ciudad portuaria, eje de todo el comercio importante, era una gigantesca aldea internacional de pescadores cuyas casas estaban excavadas en la misma tierra. Dormiría sobre una pila de pieles de valor incalculable y despertaría para arrancar un pedazo de carne de oso congelada del cadáver colgado junto a la puerta. Su trabajo consistiría en interceder entre intereses comerciales, ayudar a capitanes perdidos a encontrar el camino a casa… examinar las políticas de mercaderes y mineros. Lo máximo a lo que podría aspirar sería forrarse los bolsillos de riquezas locales mientras esperaba a que lo llamaran de nuevo. No podía saber cuándo ocurriría eso.
—Milord Ferris, ¿aceptáis el cargo?
¿Qué más podían hacerle? ¿Qué más podía hacerle ella? Conocía la ley; eso se lo debía a Diane. Pero, naturalmente, a Diane le debía tantas cosas.
Oyó su propia voz, como si sonara al final de un túnel, desgranando las frases de gratitud apropiadas. No era una oferta exenta de generosidad: la oportunidad de redimirse en un puesto de responsabilidad que, con el tiempo, lo conduciría a otros. Si se comportaba, no tardaría mucho. Y ellos olvidarían, con el tiempo… Eso se decía Ferris. Pero resultaba difícil no rendirse a la risa, o a los gritos, decirles lo que pensaba de todos ellos mientras observaban su digna reverencia y su espalda recta, todos esos ojos que seguían su lento caminar por el suelo resonante hasta que cruzó la puerta de la cámara del Consejo de los Lores.