Capítulo 25

El Viejo Fuerte guardaba la desembocadura del canal en la ciudad antigua, en su margen oriental. Todavía se utilizaba como torre de vigilancia, pero ahora su colmena de pasadizos albergaba importantes prisioneros de estado. De Vier había sido llevado allí esa mañana temprano, y lord Ferris había acudido en cuanto llegó a él la noticia.

Media hora en el fuerte consiguió que Ferris hubiera de esforzarse por no perder la paciencia. Al final, se sentó en la silla que le habían ofrecido al llegar, desplegando su capa para no arrugarla. Era una habitación tan cómoda como podía serlo una de las pesadas celdas de piedra del Viejo Fuerte. Era la sala de estar del alcaide, donde los visitantes aguardaban que los escoltaran a ver al reo de su elección. Pero parecía que, en el caso de Richard de Vier, eran remisos a conceder ese privilegio.

Cuando se sentó lord Ferris, el alcaide lo imitó, al otro lado de la mesa enfrente del noble. El alcaide era un hombre firme, pero tener que enfrentar su voluntad con la de un lord del Consejo lo incomodaba y convertía sus virtudes en obstinación. Repitió infatigablemente su información:

—Sabréis disculparme, milord, pero mis órdenes proceden de Creciente en persona. De Vier ha de permanecer bajo estrecha vigilancia, y nadie podrá verlo sin el permiso expreso de lord Halliday.

—Entiendo —dijo lord Ferris quizá por tercera vez, intentando que sonara nuevamente comprensivo—. Pero debéis daros cuenta de que, como miembro del Consejo Interno, constituyo una porción de la Justicia. Todos nosotros interrogaremos a De Vier en cuanto mi señor duque de Karleigh llegue a la ciudad.

—Lo haréis en el tribunal, sí, milord. Pero no tengo instrucciones de permitir entrevistas privadas por anticipado.

—Oh, vamos. —Ferris ensayó una sonrisa, malinterpretándolo a propósito—. Seguro que la serpiente ya no tiene dientes y no puede hacerme daño.

—Seguro, milord —convino el alcaide, con la tolerancia oficial que reservaba para los superiores molestos—. Pero él sí podría sufrir daño. Vigilamos a maese De Vier por su seguridad tanto como por la de los demás. En asuntos de este tipo, el espadachín no siempre es la parte culpable.

—¿Cómo? —exclamó Ferris—. ¿Ha dicho algo?

—Ni una palabra, milord. El caballero… es decir, el joven se muestra sumamente callado y bien educado. No ha pedido ver a nadie.

—Interesante —dijo Ferris, metido en su papel de canciller—, e indicativo de algo, posiblemente. Pero claro, no debo hacerle ninguna pregunta antes del interrogatorio oficial. —Se levantó bruscamente, sacudiendo los pesados pliegues de su capa—. Supongo que se le habrá requerido asimismo que informe a lord Halliday de todo el que venga preguntando por De Vier. —El hombre asintió—. Bien, en mi caso no hace falta que se moleste —dijo acaloradamente Ferris—. Iré yo mismo a verlo, le informaré de mi incumplimiento del protocolo y veré si puedo conseguir el papel que tengo que presentarle.

—Muy bien, milord —dijo el alcaide… o una de esas frases ambiguas que implicaban escasa credulidad y el deseo de que los poderosos le dejaran en paz.

Ferris se apresuró a abandonar el frío del fuerte para subir al carruaje que lo esperaba, donde apoyó los pies en un ladrillo que podría haber estado más caliente. No condujo hasta la hacienda de lord Halliday. Se fue a casa. No tenía ninguna intención de permitir que Halliday supiera que le interesaba ver a De Vier. Pero sí quería ver al espadachín antes de que éste pudiera referir a Basil Halliday el plan de su asesinato.

No era seguro que De Vier fuera a mencionar su nombre, por supuesto. Eso no absolvería al espadachín del asesinato de Horn. Y, desde luego, ni siquiera era seguro que De Vier conociera la identidad de su contacto tuerto. Nada era seguro; pero Ferris quería controlar tantos cabos sueltos como pudiera. Tenía el plan más seguro e infalible, siempre y cuando pudiera llevarlo a cabo: ofrecer su protección a De Vier en el asunto de la muerte de Horn, si De Vier accedía a seguir adelante con el desafio de Halliday en cuanto saliera en libertad. Asumir el papel de patrono del repugnante asesino de Horn no beneficiaría a Ferris, pero podría idear alguna historia para explicarlo, para ennegrecer sutilmente el carácter de De Vier y añadir otra mancha al de Horn; y era conveniente que De Vier matara a Halliday. La deuda vincularía al espadachín a Ferris de por vida, y cuando saliera elegido Creciente, Ferris sabría sacarle partido.

En cuanto Karleigh volviera de su hacienda para sentarse en el tribunal, interrogarían al espadachín. De Vier vería a Ferris en el estrado de los jueces y lo reconocería. Ferris no se atrevía a correr el riesgo de que el espadachín intentara algo entonces para salvar la vida. Era remotamente posible que De Vier pudiera pensar en el doble chantaje por sí solo, pero Ferris debía encontrar la manera de hacerle saber que estaba dispuesto a cooperar.

Aunque ahora no podía ir a verlo sin levantar sospechas. Necesitaba un intermediario. Katherine le había fallado una vez, cuando la envió a la Ribera. Ahora debía volver a servirle… por última vez, si todo salía bien. Seguro que no le negaban permiso para verlo a su propia «esposa». Podría dar resultado… Nadie sabía qué suerte de arcanos emparejamientos se producían en la Ribera, y la mujer era atractiva.

Un criado tomó la capa de Ferris; otro recibió el encargo de traerle una bebida caliente, y un tercero el de llamar a Katherine Blount.

La bebida caliente llegó, pero Katherine no. El sirviente dijo:

—He enviado a una de las doncellas a su habitación, milord. Por lo visto está vacía.

—¿Vacía…? ¿De qué? ¿De la persona, o…?

—De sus, ah, pertenencias, milord. Al parecer la chica ha huido. Hace dos semanas recibió la paga mensual. Pero parece que desde anoche está ausente.

—¡Ha huido! —Ferris tamborileó rápidamente con los dedos en la taza, pensando—. Dile a maese Johns que venga. Le pediré que envíe unas cartas.

No pretendía retenerla mucho más tiempo: ella era el nexo que lo unía a De Vier, si llegaba a investigarse el caso. A lo mejor había sido demasiado duro con ella, y simplemente se había fugado, en cuyo caso le daba igual lo que le ocurriera. Pero si se había ido, digamos, con Halliday…

Dictadas sus cartas y despedido su secretario, Ferris comprendió, pesaroso, que debía recurrir a Diane. Los contactos de la duquesa eran mejores que los suyos; quizá consiguiera incluso darle acceso a De Vier. No se lo contaría todo; eso sería un gran error. Como lo sería pensar que podía imponer su voluntad a Diane así como así; ya lo había intentando una vez, para desistir rápidamente. Pero podría ser persuasivo, si ella estaba de humor para ello… Ni siquiera ahora serviría de nada engañarla, pero se la podría convencer. Ferris ordenó que prepararan su carruaje de nuevo, e indicó la familiar ruta al hogar de la duquesa de Tremontaine.

Estaba en el recibidor de la duquesa, intentando entregar sus guantes al criado, pero éste se negaba a aceptarlos.

—Mi señora no está en casa, milord.

Ferris oyó su risa en la planta de arriba, y el fragmento de una canción.

—Grayson —dijo despacio—, ¿sabes quién soy?

—Claro que te conoce —dijo una voz desde las sombras, arrastrando las palabras—. Eres una figura muy reconocible.

Un joven de no más de veinte años estaba apoyado en la barandilla de la escalera, escudriñando a Ferris con una expresión que contagiaba hastío y humorismo al mismo tiempo. Estaba bellamente vestido de granate y lucía un collar de rubíes. Tenía un libro en una mano.

—Si la duquesa le ha pedido a Grayson que te diga que no está en casa —continuó el joven—, significa que no quiere verte. ¿Tienes algún mensaje? —preguntó solícito—. A lo mejor se lo podría dar yo.

Era alto, de huesos delicados, teatralmente lánguido en sus movimientos. Se giró y apartó un poco de la escalera, deteniéndose para mirar desde arriba al Canciller del Dragón, con la mano con que sostenía el libro apoyada en la barandilla. Ferris lo observó fijamente, sin decir nada todavía. ¿Era éste su sustituto? ¿Un joven don nadie —oh, muy joven—, hijo de alguien recién llegado del campo? Un consuelo tras la pérdida de Michael Godwin, un insulto para Ferris, un reemplazo… No era posible que estuviera dándole largas. No tenía motivos. Su renuencia a verlo era una nueva clase de juego, o una treta de este joven altanero que, al fin y al cabo, quizá no fuera más que un pariente lejano de Diane…

—¿Traéis algún mensaje, milord? —preguntó Grayson, profesionalmente sordo a lo que ocurría a su alrededor.

—Sí. Dile a milady que volveré.

—Quién sabe —flotó tras Ferris la voz burlona mientras salía, con el paso tan vivo que su capa se desplegó, rozando al hombre que le abría la puerta—, puede que entonces esté en casa.

Y mientras la puerta se cerraba a su espalda Ferris oyó la risa de la duquesa despertando ecos en el salón de mármol.

Había respuestas a las cartas que había enviado esperándolo cuando llegó a casa. Nadie había visto ni rastro de Katherine; o al menos, nadie lo admitía. Puede que hubiera regresado a la Ribera donde, en verdad, estaba su sitio.

Se quedó con las manos encima del escritorio, apoyando el peso en los brazos. Un minuto después habría de enderezarse, levantar la cabeza y encontrar otra orden que dar. Antes de Diane, había sido igual, demasiado a menudo: la sensación de que su poder era bloqueado; de no ser tomado en serio; de no ser capaz de elegir por sí mismo la ruta más eficaz. Ahora era el Canciller del Dragón. La gente lo conocía, lo admiraba, recurría a él para pedirle consejo, favores. Basil Halliday confiaba en él y le ayudaría si pudiera… Ferris se sobresaltó al oír su propia brusca carcajada. Ir a Halliday con sus problemas, como todos los demás… enredarse él solo en esa red de compasivo encanto, cambiar el dominio de Diane por el de Halliday… no era ése el camino hasta el poder que buscaba, frío y carente de compromisos, siendo él y sólo él quien dictara los términos. La mayoría de la gente era como Horn: podían ser manipulados, dóciles y simples en sus acciones. Uno podía embaucar y deshacerse de los obstáculos como Halliday. Ferris suspiró, meneando la cabeza. Ojalá pudiera ignorarlos a todos. Pero claro, eso no era realista.

Ferris pensó en el día que se presentaba ante él y decidió emular a la duquesa. Volviendo la espalda a su estudio, subió a su dormitorio, donde se envolvió en una bata pesada, ordenó encender un gran fuego, se acomodó junto a él con un libro y un cuenco de frutos secos, y dio instrucciones de que, para quienquiera que viniese, no estaba en casa.

***

Para Richard de Vier, preso, ese día pasó muy despacio. Le dolía la cabeza, y no había nadie con quien hablar, ni nada demasiado interesante en lo que pensar. Dando la jornada por perdida, procuró estar lo más cómodo posible y se retiró pronto a la cama con el sol. La mañana siguiente le trajo noticias de su juicio.

El agradable joven noble ya le había explicado a Richard cuanto necesitaba saber sobre su inminente interrogatorio. El agradable joven noble, cuyo nombre era Christopher Nevilleson, había sido enviado expresamente por Basil Halliday para tal fin el día de su llegada al fuerte. Richard despreciaba intensamente al joven. Sabía que no tenía motivos para ello, pero así era. Lord Christopher había pedido que quitaran los grilletes de las muñecas y las piernas de Richard, y había mostrado una suerte de desolación oficial, teñida de horror personal, ante el estado en que lo había dejado la Guardia. Pero las magulladuras sanarían con el tiempo, si es que disponía de él. Estaba espantosamente envarado, pero no tenía fisuras ni roturas.

El ayudante de Halliday era serio e inexperto. En él el acento arrastrado de la Colina sonaba como un defecto del habla del que no hubiera podido librarse desde su infancia. Informó a Richard de que sería interrogado primero en privado por una colección de lores importantes, para determinar su grado de culpabilidad en el asesinato de lord Horn. Tenían que saber si estaba trabajando para algún patrono para que pudieran decidir si juzgarlo en el Tribunal de Honor o entregarlo a las autoridades civiles como asesino.

—Hay muy pocas leyes que cubran realmente el uso de un espadachín —explicó—. Si tuvierais algo por escrito nos sería muy útil.

Richard se lo quedó mirando fijamente con un ojo hinchado.

—No trabajo bajo contrato —dijo con voz glacial—. Ya deberían saberlo.

—Yo… sí —dijo lord Christopher. Informó a Richard de que se le pediría que contestara a las preguntas bajo juramento, y de que ya había testigos que habían prestado declaraciones juradas contra él.

—¿Veré a alguna de esas personas en el juicio? —quiso saber Richard.

—No —respondió lord Christopher—, eso no será necesario. Ya han firmado sus declaraciones ante dos nobles. —Continuó—: Lo comprendéis, ¿verdad? —Richard dijo que lo comprendía. Al cabo, el agradable joven noble se fue.

Por la mañana temprano habían enviado a alguien para afeitarle y arreglarle el pelo, porque el duque de Karleigh había llegado la noche anterior y ahora el tribunal estaba completo. Richard se había sometido a los dedos que lo peinaban y las tijeras, pero cuando apareció la afilada navaja preguntó si podía usarla él mismo y se ofreció a comparecer sin afeitar de lo contrario. Al final permitieron que se afeitara él solo y permanecieron solemnemente expectantes a su alrededor para asegurarse de que no se cortaba la garganta.

Sería interesante descubrir cómo era el juicio. En el pasado, cuando le habían encargado matar a algún lord, el noble que le pagaba siempre había comparecido solo en el Tribunal de Honor, de modo que De Vier no tenía que presentarse. Su cuidado en la elección de sus patronos incluía su habilidad para que así fuera. El Tribunal de Honor era algo secreto, presidido por el Consejo Interno. Los espadachines llamados a comparecer ante él después nunca eran muy concisos en sus descripciones: o bien los habían confundido, o querían impresionar haciéndose los misteriosos, o ambas cosas. Richard sospechaba que rara vez se decía la verdad en el Tribunal de Honor: la capacidad de un noble para manipularla y manipular también a sus pares parecía ser la clave del éxito allí. Por eso De Vier sólo aceptaba patronos que parecían tener ese don antes que a hombres que le ofrecían contratos donde su «inocencia» quedaría plasmada por escrito… por eso, y por su deseo de intimidad.

Ahora deseaba haberse mostrado un poco más agradable con lord Christopher y haberle hecho algunas preguntas más. Pero daba igual: pronto averiguaría cuanto necesitaba del tribunal por sí mismo. Podía pensar en eso; podía pensar en el futuro pero no en el pasado. Ya había repasado todo lo que había hecho mal; una vez era suficiente para ese tipo de cosas, para satisfacer su mente; todo lo demás era inútil y desagradable. Si sobrevivía, podría descubrir quién en la Ribera había declarado contra él. La razón del nerviosismo de Katherine estaba clara ahora. Pero ella no lo habría hecho por su cuenta… de algún modo, la habían asustado. Ya no podía ayudarla.

Tenazmente se desperezó y deambuló por la pequeña estancia de piedra. Pasara lo que pasara, no tenía sentido permitir que aumentara su embotamiento. Su cuerpo magullado protestó, pero estaba acostumbrado a no hacerle caso. El cuarto no era tan terrible; había luz, y una cama atornillada a la pared. Sus heridas y la inactividad hacían que se sintiera cansado; pero la tentación del duro catre era resistible.

Se detuvo junto a la ventana, apoyándose en el alféizar de piedra. Era un privilegio, en cierto modo, que no lo hubieran arrojado al Tajo con los criminales comunes de la ciudad. Richard estaba en una de las habitaciones superiores del Viejo Fuerte, que se alzaba sobre la desembocadura del canal guardando la sección más antigua de la ciudad.

Muy abajo resplandecía el río, gris y brillante como la superficie de un espejo. Su ventana era una rendija estrecha que se ahusaba hasta una abertura en la pared superior. La piedra fría era agradable contra su frente. La corriente estaba cambiando; vio pasar botes mercantes en dirección al canal.

La costumbre hizo que pegara la mano al costado cuando oyó abrirse la puerta a su espalda. No se molestó en intentar disimular el gesto cuando sus dedos se cerraron sobre el vacío.

—Maese De Vier. —El alcaide del fuerte traspuso apenas el umbral, respaldado por una falange de guardias—. Está aquí vuestra escolta para conduciros a la Cámara del Consejo.

Le sorprendió el respeto que le prodigaban. No sabía si se trataba simplemente de los buenos modales formales que se extendían a todos los prisioneros del fuerte, o si el que fuera un espadachín famoso se imponía al hecho de que viviese en la Ribera.

—¿Hay mucha gente? —preguntó al alcaide.

—¿Mucha gente? ¿Dónde?

—Fuera, en la plaza de Justicia —dijo Richard—, esperando a vernos pasar. —Había asumido que los guardias debían impedir que los curiosos se les echaran encima al cruzar la plaza. Habría amigos allí, y adversarios; hordas de mirones curiosos sin nada mejor que hacer que darse empujones y observar embobados.

—Oh, no. —El alcaide sonrió—. No tomaremos ese camino. —Interpretó la mirada de De Vier—. Los guardias son para vos. Milord no quiere que os encadenemos, así que necesitaremos un convoy para prevenir vuestra fuga.

Richard se rio. Supuso que podría herir al alcaide, y hacerse quizá con una de las armas de los guardias. Podría convertir su tranquilo desfile en una carnicería. Pero las posibilidades estaban en su contra, y tenía una cita con el Consejo.

Llegaron a una escalera y cogieron más antorchas. Su camino conducía hacia abajo, bajo tierra, con olor a piedra empapada y mineral de hierro. Era un sistema de pasadizos que, bajo la plaza, conectaba el fuerte con la cámara.

—¡Nunca había oído hablar de esto! —dijo Richard al alcaide—. ¿Desde cuándo está aquí?

—Desde mucho antes que yo —respondió el alcaide—. He memorizado el pasadizo. Forma parte de mis deberes. Hay infinidad de callejones sin salida y ramificaciones inexploradas.

—Procuraré no extraviarme —dijo Richard.

—Haréis bien. —El alcaide se rio por lo bajo—. Estáis muy seguro de vos mismo, ¿verdad?

Richard se encogió de hombros.

—¿No lo está todo el mundo?

Las escaleras que ascendían no eran tan largas como las que los habían llevado abajo. Los guardias tuvieron que cruzar en fila de a uno la puerta que había en lo alto, con Richard entre ellos. Llegaron a un pasillo iluminado por la luz del sol. A Richard le escocieron los ojos, y se sintió inmerso en el fuego del día, saturado con los colores de las paredes con planchas de madera, los suelos de mármol y el techo pintado. El calor del sol en el pasillo, con sus altas ventanas, les resultó grato a todos tras el frío del pasadizo. Pero los guardias, disciplinados, permanecieron callados mientras escoltaban a su prisionero por el corredor.

Llegaron por fin ante unas grandes puertas dobles de roble, guardadas por hombres con librea que las abrieron pomposamente. Richard se esperaba algo espléndido; en vez de eso halló otra antecámara, más puertas. También éstas se abrieron, y su escolta y él entraron en el Tribunal de Honor.

La estancia estaba en penumbra, como sumergida en un atardecer perpetuo. Le dio la impresión de ver tal vez a una docena de hombres vestidos con espléndidas túnicas como disfraces teatrales, sentados tras una larga mesa frente a él. Se le dio una silla en el centro de la sala, de cara a Basil Halliday y algunos otros. Halliday vestía de terciopelo azul, con un enorme aro bordado con oro en el pecho: el emblema de la Creciente cuya cancillería ostentaba. Richard pensó irónicamente la diana tan perfecta que constituía ese círculo. Pero por el momento ese encargo estaba aplazado.

—Maese De Vier. —El irritantemente amable joven que le había puesto al corriente salió ahora al frente—. Éstos son los lores encargados de hacer justicia, reunidos en pleno ante nosotros para llevar a cabo el interrogatorio. Han escuchado ya todas las declaraciones firmadas; os harán ahora algunas preguntas.

—Comprendo —dijo Richard—. Pero ¿no falta uno?

—¿Cómo decís?

—Has dicho, «reunidos en pleno». Pero hay dos asientos vacíos: el tuyo y el que hay al lado de ése que tiene la cara colorada… de ese señor de verde.

—Oh. —Por un momento, lord Christopher pareció confundido. No estaba preparado para contestar preguntas del acusado delante de todos. Pero Basil Halliday sonrió y asintió en su dirección; de modo que, armándose de valor, dijo—: Ése es el asiento de Tremontaine. Junto a mi señor duque de Karleigh. Cada casa ducal tiene derecho a sentarse en el Tribunal de Honor…

—¡Pero esa condenada mujer no se toma sus deberes en serio! —rugió el hombre rubicundo que había sido señalado como el duque de Karleigh. Aunque había aceptado encargos y dinero de él, Richard nunca lo había visto en persona. Karleigh parecía ser el tipo de persona que requería frecuentemente los servicios de un espadachín: orgulloso y polémico, además de poderoso—. ¡No tardó en llegarle el mensaje, estoy seguro! Ella no ha tenido que venir corriendo desde el interior con un solo día de antelación para esto…

—Calma, milord. —Un hombre con un ave bordada en el pecho intentó apaciguar al duque—. Eso es entre la duquesa y su honor, no el nuestro. —Richard reconoció a lord Montague, un hombre para el que había trabajado y que le caía bien. Montague era ahora el Canciller del Cuervo, y menos propenso a las peleas; Richard había resultado herido una vez a su servicio, y lo habían llevado a la casa del mismo Montague para que se recuperara.

Cuando el duque de Karleigh se serenó, lord Halliday comenzó el interrogatorio.

—Maese De Vier, hemos oído jurar a muchas personas que vos matasteis a lord Horn. Pero nadie fue testigo del hecho. Todas las referencias apuntan a vuestro estilo, vuestra habilidad, rumores. Si podéis presentar pruebas concluyentes de que estabais en otra parte la noche de su muerte, nos gustaría escucharlas.

—No —dijo Richard—. No puedo. Es mi estilo.

—¿Y creéis que hay alguien que podría copiar ese estilo para causaros problemas?

—No se me ocurre nadie.

—… milord —terció Karleigh—. Maldita insolencia. No se me ocurre nadie, «milord»… ¡Cuida cómo te diriges a tus superiores!

—Y vos cuidad —dijo lánguidamente una voz— de no dar al traste con los procedimientos, Karleigh. —El florido duque guardó silencio, y Richard pudo intuir por qué: quien había hablado era un hombre de constitución media, tan mayor quizá como Karleigh, pero con manos flexibles que eran más jóvenes, más diestras, y unos ojos mucho más viejos. («Lord Arlen», le indicó Chris Nevilleson moviendo los labios.)— Lo siento —dijo Richard a Creciente—. No pretendía ser grosero.

Se había dado cuenta de que Halliday estaba ignorando los exabruptos de Karleigh; era evidente que había algún problema entre ambos. Halliday se encogió de hombros y dijo al Canciller del Cuervo:

—¿Os ocuparéis de borrar este diálogo de las minutas, milord?

Montague anotó algo e hizo una seña al escribano que estaba a su espalda.

—Por supuesto.

—Comprenderéis, entonces —dijo Halliday a Richard—, que todas las pruebas apuntan hacia vos.

—Como ha de ser —dijo Richard—. Ésa era mi intención.

—¿No negáis haber matado a Horn?

—No.

Aun en el pequeño grupo, la reacción fue escandalosa. Al final, lord Halliday tuvo que hacer un llamamiento a la calma.

—Ahora —le dijo Halliday a Richard—, llegamos al motivo concreto de este juicio. ¿Podéis decir el nombre de vuestro patrono en la muerte de Horn?

—No, no puedo. Lo siento.

—¿Podéis darnos alguna razón? —Montague se inclinó hacia delante para preguntar.

Richard pensó, moldeando su respuesta con palabras que pudieran comprender.

—Fue un asunto de honor.

—Bueno, sí, pero ¿el honor de quién?

—El mío —dijo Richard.

Halliday suspiró sonoramente y se enjugó la frente.

—Maese De Vier: este tribunal conoce y respeta la firmeza con que cumplís vuestra palabra. Todo patrono de vuestra elección debe tener confianza plena en vos, y estoy seguro que es éste el caso. Pero si es demasiado cobarde para revelarse y someterse al juicio de sus pares, quiero dejaros claro que es vuestra vida la que está en juego aquí. Sin un patrono noble, tendremos que entregaros a las autoridades civiles para que os juzguen por asesinato.

—Lo comprendo —dijo Richard. Un pensamiento con la voz de Alec susurró silenciosamente: Mi honor no es digno de vuestra atención. Pero en secreto se sentía aliviado. Parecían desconocer sinceramente por qué había tenido que matar a Horn. Puesto que Godwin había escapado a su desafío, Horn no había querido jactarse de su chantaje a De Vier. Hasta ahora, sólo en la Ribera sabían algo al respecto. Y Richard haría lo que estuviera en su mano para que las cosas siguieran así. Ni siquiera pensaba que supusiera alguna diferencia el que les contara el motivo; seguramente no se sostendría ante sus retorcidas normas. El tribunal estaba resultando ser interesante únicamente en cierto modo sorprendentemente desagradable: al igual que sus excusas para matarse entre sí, había un conjunto de reglas al margen que parecían volverse sobre sí mismas, y cuyo propósito se había perdido en el tiempo transcurrido desde sus orígenes.

—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo una voz nueva, ligeramente familiar. Richard miró al orador y descubrió por qué: un hombre con el pelo negro como el carbón y un parche en el ojo se había puesto de pie. También él vestía de terciopelo azul, y lucía un bonito dragón en el pecho. Era Ferris, el que había venido con la duquesa a pedirle que matara a Halliday—. Maese De Vier. —Lord Ferris se presentó cortésmente—: Soy el Canciller del Dragón del Consejo de los Lores. También yo he oído en diversos lugares hasta qué punto se puede confiar en vos… en diversos lugares, señor. —Tenía la cabeza torcida para clavar su ojo sano en Richard; su ojo elocuente. Richard asintió, para indicar que comprendía la referencia a su encuentro.

—¿Vais a soltar un discurso, milord Dragón? —preguntó el duque de Karleigh en voz baja pero imponente.

Ferris le dirigió una sonrisa afectuosa.

—Si os place. Es lo que pasa por ser un buen chico y esperar mi turno. —Los demás nobles rieron, rompiendo la tensión y permitiendo que continuara—: Y creo, maese De Vier, que en vista de vuestra reputación tal vez estemos haciéndoos un flaco servicio. Pues vuestro estilo denota que sois no sólo un hombre de honor, sino también de sentido común. Si matasteis a lord Horn, tuvisteis que hacerlo por algún motivo. Podría ser un motivo que a todos nos interese escuchar. La muerte de un noble concierne a todos nuestros honores, ya sea en un duelo formal o no. —Al final de la mesa, Halliday asintió—. Ahora bien, es sabido que el tribunal civil acostumbra a valerse de métodos menos amables que los nuestros…

El noble joven y viejo al mismo tiempo preguntó secamente:

—¿Sugieres que torturemos a De Vier, Ferris?

Lord Ferris volvió la cabeza para mirarlo.

—Milord de Arlen —dijo complacientemente—, en absoluto. Aunque, de hecho, no es mala idea. Algo formal, e inofensivo, para mantener intacto su honor.

Richard se sentía como si estuviera peleando con los ojos vendados. Las palabras eran engañosas; uno debía guiarse por el tono y la inferencia, y por el puro sentido de la intención. Acordándose del estilo de Ferris en la taberna, Richard pensó que el noble estaba diciendo que sabía lo que había pasado con Horn. En ese caso, amenazaba con desvelarlo… ¿a menos que qué? ¿A menos que Richard le asegurara que no iba a revelar el complot contra Halliday? Pero ¿cómo podría asegurárselo delante de todos?

—Ferris —interrumpió Halliday—, Arlen; debo pediros seriedad. ¿IV verdad queréis que esa propuesta conste en acta?

—Os ruego perdón —dijo un tanto altaneramente Ferris—. Creo que deberíamos considerarla antes de entregar a De Vier para que muera a manos del tribunal civil. Comprendo que una medida de este tipo prolongaría este interrogatorio… más tiempo, quizá, del que a algunos les gustaría dedicarle. Pero quisiera que conste que tiendo mi propia mano al espadachín para recibir de él cualquier posible respuesta. En la intimidad de este tribunal, el honor de cualquier noble está a salvo, y sus motivos pueden seguir siendo exclusivamente suyos. Eso no puedo garantizárselo a De Vier. Pero le daré cualquier otra cosa que pida.

Ése era el mensaje, lo más claro posible: lo que puedan hacerme no es nada comparado con lo que te pueden hacer a ti. Utilízame. Pero Ferris no saldría al frente y cargaría con la muerte de Horn. Quería que Richard dijera su nombre delante de todos ellos, destruyendo así la reputación del espadachín entre los nobles del país. Si lo hacía, Richard se vería obligado a buscar el patronazgo de Ferris. El asunto de Halliday, al parecer, seguía en pie.

Richard se quedó sentado y pensando, y por una vez nadie se levantó para dar un discurso. Podía oír los secos arañazos de los escribanos. Ferris le prometía inmunidad, protección y privacidad en el asunto de Horn. Era todo cuanto podía esperar. Pero era sólo el juego de Horn repetido: salvar la vida de Alec o salvar la propia; demostrar que no podía proteger lo que era suyo o demostrar que se le podía comprar con la moneda adecuada. Empero, Ferris había hecho la oferta; su mano estaba «tendida al espadachín». Si Richard se negaba a aceptarla, Ferris podría encargarse de que la ley cayera sobre él con todo su peso, siquiera para garantizar su silencio. La idea de la tortura honorable era ingeniosa… aunque demasiado dulce y empalagosa, como uno de los prodigios que servían en sus banquetes, la jaula de caña de azúcar con el pájaro de mazapán dentro. Eligiera lo que eligiese, lo tenían: no había más esperanza posible.

Richard se levantó.

—El espadachín os lo agradece —dijo—. ¿Puedo hacer una pregunta al noble tribunal?

—Sin duda.

—Nobles señores, me gustaría…

Pero sus palabras se perdieron en una súbita conmoción procedente de la antecámara. Gritos, el tañido del metal y el arrastrar de pies resonaron entre las dos puertas de roble. Toda la atención se apartó de Richard, como aves asustadas que levantan el vuelo de un tendedero. Halliday hizo un gesto con la cabeza a Chris Nevilleson, que abrió la puerta de la sala.

Los guardias retenían a un hombre elegantemente vestido, intentando impedirle la entrada. Se diría que quisiera entrar a gatas, puesto que parecía no tanto que intentara escapar como llegar al suelo. Cuando se abrió la puerta el cautivo se enderezó de golpe. Unos ojos verdes traspasaron la habitación para clavarse en el Canciller de la Creciente.

—Se me ha caído —dijo el intruso.

Richard tira la pesada silla al suelo de una patada para crear una distracción. Como cabía esperar, alguien gritó, y en medio del alboroto podría llegar hasta Alec, desarmar a uno de los guardias y salir con él de allí… Cayó en la cuenta entonces de que Alec ni siquiera le había dirigido la mirada. Alec seguía hablando con lord Halliday.

—No sé qué les dais de comer, pero son terriblemente nerviosos, ¿no? Es un trabajo tenso, supongo.

Otros dos guardias habían aparecido para enderezar la silla de Richard y sentarlo en ella. Estiró el cuello, embelesado, contemplando al joven noble del umbral. Alec tenía el pelo cortado y lavado de modo que le rodeaba la cabeza como un suave gorro. Iba vestido con encajes y oro, tan espléndido como siempre se lo había imaginado Richard. Se esforzaba incluso por no andar con aire gacho, probablemente porque le molestaba haberse vuelto tan tieso, recto y preciso.

—Si no estuvieran tan ansiosos por convertir en budín de arroz a todo el mundo, no se me habría caído, y a lo mejor nos podríamos ahorrar todo esto.

Lord Christopher se apresuró a adelantarse y cogió el objeto en cuestión, un medallón de oro en una cadena.

—Oh, hola —dijo Alec—. Nevilleson. Una vez tiré a tu hermana al estanque de los peces. ¿Qué tal está?

Lord Christopher lo miró a la cara y contuvo el aliento.

—¡Campion! Dijeron… ¡Pensaba que habías muerto!

—Bueno, pues no —dijo Alec—. Todavía no, al menos. ¿Me das eso, por favor?

Halliday asintió, y los guardias lo soltaron.

—¿Veis? —Alec se adelantó, enseñando en alto el medallón—. Tremontaine. Es mi sello. Y mi pase. Me envía la duquesa. ¿Puedo sentarme?

La sala entera estaba observándolo mientras se dirigía al asiento vacío entre lord Arlen y el duque de Karleigh. Asintió cortésmente a los escribanos y se presentó:

—Lord David Alexander Tielman (I, E, una L) Campion, de Campion y Tremontaine. —Agitó una mano con una floritura—. Está todo en los libros de heráldica, lo podéis mirar luego.

Hasta Richard pudo ver la feroz mirada que dirigía lord Ferris al recién llegado. Pensó que si Ferris reconocía a Alec de la Ribera, habría problemas. Pero Alec se limitó a captar la mirada y sonreír a Ferris con privado y malsano placer. A continuación se dirigió a los nobles reunidos.

—Siento llegar tarde. Es exasperante: nadie parecía dispuesto a decirme dónde ibais a reuniros. Deberías dejar instrucciones sobre estas cosas, de verdad. He visto más del Palacio de Justicia de lo que tiene derecho cualquiera. Estoy molido. Espero que sea pronto la hora de comer. Y ahora, ¿podemos ir al grano, señores?

Todos lo miraban fijamente ahora, hasta Basil Halliday. Sólo lord Arlen parecía divertido. Arlen dijo:

—Querréis leer las notas primero, lord David. Me temo que hemos empezado sin vos.

Alec lo miró con el viento, como se dice, momentáneamente expulsado de sus velas. La opinión que tenía Richard del noble desconocido mejoró varios puntos. Todavía estaba demasiado asombrado como para hacer algo más que disfrutar de la actuación de Alec. Así que Alec era pariente de la guapa mujer con la barca del cisne, después de todo. La admirable duquesa con el estupendo juego de chocolate había enviado a su joven allegado a su juicio. ¿Quizá Alec —o, por lo visto, «lord David»— iba a reclamar el patronazgo de la muerte de Horn? No era algo tan descabellado. La idea del elegante joven noble de lengua mordaz y espantosos modales ejerciendo de su patrono hizo que Richard sintiera un ligero escalofrío. Gran parte del irritante comportamiento de Alec se debía al simple temor y cierto azoramiento. Planeara lo que planease hacer aquí, Richard esperaba que estuviera a la altura. Ya había silenciado a Ferris, por lo menos.

Alec terminó de leer las notas y las dejó encima de la mesa con un brusco cabeceo. La lectura parecía haberle dado el tiempo necesario para recuperar el nervio.

—Tengo varias cosas que añadir —dijo—, y no todas ellas son adecuadas para este interrogatorio. Tremontaine ha soportado varias ofensas en este caso, y es nuestro deseo presentarlas ante el Consejo de los Lores en pleno. No puedo ser más específico ahora sin predisponer el caso. Asimismo, como algunos de vosotros sabéis —aquí miró ligeramente a lord Christopher—, me interesan los libros antiguos. Algunos de ellos contienen, de hecho, algunos datos útiles. En uno he encontrado una antigua costumbre legal llamada el triple desafio. Nunca se ha rescindido oficialmente, aunque ha caído en desuso. Sé que el cumplimiento de las antiguas costumbres es algo que respetan enormemente algunos caballeros —y la mirada que lanzó a lord Karleigh fue menos ligera—, y espero que al llevar a De Vier a la cámara ante todos los lores del estado reunidos, podríamos exigir a su patrono que se levantara llamándolo tres veces.

—Suena muy dramático —dijo Halliday—. ¿Estáis seguro de que será realmente eficaz?

Alec se encogió de hombros.

—Será, como decís, un buen espectáculo. Y no querréis castigar al hombre equivocado.

—Pero —dijo suavemente lord Montague—, ¿podemos convocar a la nobleza entera de la ciudad para que asistan a un buen espectáculo?

La barbilla de Alec se levantó peligrosamente.

—Debéis de estar bromeando. Pagarían por ver algo así. Dos reales por cabeza, y sin derecho a sentarse. Que voten el arancel de tierras mientras estén todos reunidos. Se cancelarán todas las partidas de naipes.

Basil Halliday estuvo a punto de deshonrar su cargo riéndose irremediablemente por lo bajo.

—Tiene razón.

—¿Y eso —dijo Karleigh, contento de tener por fin algo con lo mostrarse en desacuerdo— es lo que opináis de la dignidad del Consejo, milord? Pero al final, se aprobó la moción.