Lord Michael Godwin se recostó sobre los cojines con brocados de su sofá, se abrió el cuello de la camisa e intentó animarse a sentir hambre. Pensó en las mañanas de comienzos de invierno tras salir a cazar, y en interminables recitales de música previos a la cena. Pero la vastedad de los platos colocados ante él no se tornaba más apetitosa. Se preguntó cómo se las componían los pequeños y ágiles hombres que lo rodeaban. Estaban escarbando animadamente en montones de huevos coloreados con indisimulado vigor, rompiendo las cascaras en interesantes dibujos y mojando los huevos en especias; deshojando pilas de fruta, cortadas y colocadas como flores; ensartando pequeños objetos fritos con los extremos de palillos tallados. Cogió una uva, por guardar las formas; había salido de un invernadero y debía de valer su peso en cascaras de huevo.
Al otro lado de la mesa su compatriota cruzó la mirada con él y sonrió. En las pocas semanas que llevaba Michael en Chartil, Devin no había dejado escapar ni una sola oportunidad de señalarle sus deficiencias en cuestión de costumbrismo local. Devin era el segundo hijo de un hijo segundo; un aristócrata por cortesía, cuyo linaje distaba de ser comparable al de Michael. En la ciudad que lo vio nacer Devin lo sentía acusadamente; en Chartil lo habían exaltado al rango de embajador, y su hospitalidad era legendaria. El don que lo redimía era un sentido del humor que limaba las asperezas de sus maniobras de autodefensa. A Michael le caía bien Devin; y pensaba que Devin había decidido que él también le gustaba, pese a sus antecedentes.
Por encima de la batahola de conversación, el embajador le dijo en su lengua natal:
—Hoy ha llegado un paquete. Muchos rumores de la ciudad.
Una criada intentaba volver a llenar uno de los tres vasos de vino de Michael, que desistió y consintió. El muslo de la muchacha se frotó contra su hombro. Automáticamente volvió la barbilla para acariciarle la cintura, pero su mirada se posó en las pulseras que le rodeaban los tobillos, y apartó de golpe la cabeza. Era una criada vinculada. Los ojos sardónicos de Devin destellaron, leyéndole el pensamiento: por supuesto que ninguna mujer libre de aquí, ni siquiera una criada, buscaría provocarlo; esa tarea recaía sobre aquéllas cuyos cuerpos y descendencia tenían propietario.
Para las mujeres, era un paso por encima de la prostitución. Se preguntó si había sido seleccionado por su anfitrión para procrear, o para sentirse halagado. Ambas ideas lo repelían.
—Le gustas —dijo el embajador.
Michael escondió el rubor de su rostro en su copa de vino de borde más amplio.
—No es peor —persistió Devin— que ésas que te quitan el dinero y te mandan al infierno. Ella recibirá su dinero al final de su servicio. Es más elegante de esta manera.
—Aun así… —Lord Michael se refugió en un aristocrático encogimiento de hombros—. ¿Qué dicen los rumores?
—Por lo visto, han matado a lord Horn.
Michael se olvidó de que estaba sosteniendo una copa de vino cuando se le abrió la mano. La atrapó en su caída antes de que golpeara la mesa, pero no antes de que su contenido se repartiera libremente por los alrededores. La esclava lo limpió todo con una servilleta.
—¿Amigo tuyo? —Devin estaba disfrutando enormemente.
—Nada de eso. Es sólo que no pensaba que estuviera listo para morir.
—Seguramente no lo estaba. Dicen que fue un espadachín.
—¿Oh? ¿Se sabe cuál?
—¿Espadachín? —Un noble de Chartil que estaba sentado a su izquierda entendió la palabra y continuó en su idioma—: Uno de vuestros empleados, ¿no es así?, los que deshonran su espada al servicio de otras personas.
Devin tradujo el comentario para Michael y recriminó a quien había hablado:
—Vamos, Eoni, si eso fuera cierto, ser soldado sería una deshonra.
—Ffft. —Eoni hizo el habitual comentario desdeñoso de Chartil—. Sabes perfectamente lo que quiero decir. Para la muerte de enemigos nobles sólo sirven dos cosas: o bien el desafío directo o, con todo respeto para vuestra cortesía y la del resto de la mesa, el cierto uso de veneno. Nada de indecisiones con sustitutos. Yo he sido soldado y me siento orgulloso de ello, ¡así que no pretendas tirarme de la lengua, retrógrada y fofa imitación extranjera de noble!
—«Insultos, el último refugio del afecto frustrado…» —citó dulcemente Devin.
Aislado de la conversación por el idioma, Michael hizo girar una uva entre los dedos y pensó en Horn. Asesinado, y él sabía a manos de quién. Su vida está a punto de volverse muy complicada… Sí, lo que quedaba de ella. Los ojos claros del espadachín se asomaron a su recuerdo, azules como los jacintos en primavera… Asesino egoísta, que aprovechaba su habilidad con la espada para destruir a hombres mejores de lo que él sería jamás…
—Dispensadme. —Michael saludó con la cabeza a su anfitrión y partió en dirección a los urinarios. Pero no se detuvo allí; su voluntad lo sacó a la calle, caminando aprisa por los callejones cocidos por el sol de la ciudad. Pasó frente a jardines tapiados cuyos árboles, coronados de plumas, sobresalían por encima de los muros.
No es que sintiera ningún aprecio por Horn. Lo habría matado él mismo, de haber podido. Pero De Vier no podía tener nada en contra de Horn; nadie obligaba a un espadachín a aceptar un encargo contra su voluntad. Nadie le había obligado a matar a Vincent Applethorpe… Michael se paró un momento, tapándose involuntariamente la boca con una mano. Todavía soñaba con eso, cuando no soñaba con lana.
Eso era lo que había querido la duquesa… no un espadachín, ni un galán, sino alguien que se encargara del envío directo de lana desde sus tierras a Chartil. Estaba eliminando al intermediario haciendo que tiñeran y tejieran la lana en bruto aquí para fabricar los populares mantones, y luego embarcarlos de vuelta a sus almacenes listos para la venta… Al principio había pensado que este encargo de mercader era una elaborada y degradante broma. Pero a bordo del barco, mientras estudiaba los informes y apuntes que ella le había dado, empezó a ver hasta qué punto tenía que ver la política con el negocio, y cuánta habilidad por su parte requeriría la tarea, sobre todo en un sitio donde no lo conocía nadie. Había leyes, e importantes impuestos a tener en cuenta… Era el tema del Consejo que siempre se aseguraba de eludir, el significado secreto de los informes sobre el cereal de las tierras de su padre, que él miraba por encima a regañadientes todos los meses, cuyos réditos sustentaban su vida en la ciudad.
El negocio de la lana había contagiado a Michael, lo había intrigado, incluso hecho sentir cierto poder; pero no había conseguido que se olvidara de Applethorpe. Cargaría con esa muerte hasta el final de sus días. Y De Vier, cuya habilidad había tentado al maestro a la noche eterna; De Vier, que al final había parecido compartir con su maestro un espíritu y una comprensión que escapaban al alcance de Michael… De Vier se había marchado y había ido a ejercer su poder a otra parte.
Michael bajó la mirada. Un hombrecillo con un sucio pañuelo en la cabeza balbucía algo, le preguntaba algo. Meneó la cabeza con impotencia: No lo sé. Infatigable, el hombre repitió la pregunta. Michael entendió los equivalentes de «señor» y «comprar». Volvió a negar con la cabeza; pero el hombre le cerraba el paso, sin permitirle avanzar. Michael apartó un pliegue de su capa, mostrando la espada que portaba para intimidarlo. El hombrecillo sonrió animadamente, asintiendo con gran vigor y entusiasmo. Rebuscó en su túnica y sacó un frasquito; uno, dos, tres de ellos, todos de formas distintas, poniéndoselos bajo la nariz a Michael, gesticulando con la mano libre:
—¡Cuatro piezas! ¡Cuatro piezas cuatro —o quizá fuera cuatro y cuatro— piezas por uno! ¡Todos tres, hasta menos!
Michael había pasado tiempo en el mercado. Sin saber todavía de qué clase de producto se trataba, pero divertido a su pesar, recurrió al grueso de su vocabulario:
—Demasiado.
El hombre se mostró consternado. El hombre expresó desolación. Quizá el señor no alcanzaba a comprender la excepcional calidad de sus mercancías. Señaló los viales, hizo como que bebía uno y se agarró la garganta, emitiendo unos realistas sonidos de asfixia, trastabillando de espaldas como si buscara dónde apoyarse. Se sentó de golpe en el suelo, poniendo los ojos en blanco, y luego sonrió felizmente a Michael.
Eran venenos. Venenos para su enemigo.
—¡Cinco! —dijo el hombre—. ¡Todos tres, cinco por uno!
Una muerte a la que nadie podría hacer frente, rápida y segura. No sería imposible prepararla para De Vier. Michael Godwin tenía amigos en la ciudad, y dinero.
Se estremeció a pleno sol, recordando la gracia animal del espadachín. Era una muerte espantosa que ofrecer a semejante hombre; una muerte peor que la que él había procurado a Applethorpe o Horn. Por mucho que los chártilos disimulasen el oportunismo, seguía siendo una muerte sin honor, imprevista y falta de desafío. El desafío… o se sabe lo que es o no.
Michael tocó la espada que portaba. Él sabía lo que era el desafío; y para él no residía en proezas de armas. Era un noble, y los nobles no buscaban venganza contra espadachines que actuaban por encargo. Si acaso, debería conspirar contra Horn; pero el noble había escapado ya a la venganza de Michael. No tenía motivos para querer vengar a Horn, y para Applethorpe ninguna venganza sería suficiente jamás. Para él era algo natural querer hacer daño al hombre que había sido el instrumento de su primer pesar como adulto; natural, pero no justo. Se alegró de no haber tenido siquiera un vial en las manos.
La expresión de Michael indicó al hombrecillo que las negociaciones habían terminado. Se perdió de vista tras una esquina, y Michael regresó con Devin y el banquete.
Era verdad, como le había dicho la duquesa, que los chártilos respetaban a quien sabía empuñar una espada. Los amigos que había hecho y que practicaban con él se sentían intrigados por algunas de sus técnicas de estocada recta, y les divertía su inexperiencia; pero uno de ellos le había dicho con voz seria: «Por lo menos eres un hombre. Tu paisano el señor de los banquetes es buena persona, pero…».
Cuando entró de nuevo en el salón la comida continuaba todavía, y había una cuarta copa de vino en el sitio de cada comensal. Descubrió que estaba listo para ella y consiguió mostrar incluso algo de entusiasmo ante los pastelillos de almendras.
Devin lo miró mientras se sentaba. El rostro del embajador era solemne, pero sus ojos brillaban con una risa seca.
—¿Te has perdido? —preguntó.
—Temporalmente sólo. —Michael dio un mordisco a un pastel.