A Willie le costaba cada vez más encontrar a De Vier desde hacía unos días. Lo que era bueno, en cierto modo: maese De Vier siempre se había portado bien con él, y era una gran espada; Willie le deseaba suerte en esta aventura. Pero no le gustaba tener que pensar en dejarle mensajes a través de Marie: no había nada ni nadie que Willie Dedosligeros no pudiera encontrar; eso era conocido por todos y seguiría siéndolo. Empero, conforme se alargaban las sombras de la tarde, empezó a parecer que había perdido por completo a su objetivo, lo que repercutía negativamente en su reputación y su bolsa… Además, a De Vier le enojaría perderse un mensaje. Angustiado, Willie encaminó sus pasos hacia el local de Marie; a fin de cuentas, todavía cabía la posibilidad de que De Vier estuviera en casa, aunque últimamente era menos probable. Su ruta lo llevó cerca de la taberna de Rosalie. Decidió parar a tomar un trago consolador.
No daba crédito a sus ojos, de modo que se los frotó, pero allí seguía aún la oscura cabeza del espadachín. No había nadie sentado cerca de él, pero parecía impertérrito. Estaba tomando caldo.
Willie se acercó furtivamente a Lucas Tanner.
—¿Qué está haciendo aquí?
—No lo sé —gruñó Tanner—, pero por todos los infiernos, ojalá se fuera.
—¿Problemas? —Willie parecía listo para salir corriendo.
Tanner se encogió de hombros.
—Han puesto precio a su cabeza, eso ya lo sabes. A mí no me interesa, pero nunca se sabe a quién sí. Eso pone nerviosa a la gente; cuesta pasar un rato agradable.
Willie escudriñó la estancia en busca de extraños sospechosos. Había un hombre que no conocía hablando con una de las mujeres, pero parecía bastante borracho, e inofensivo.
—Una vez ofrecieron una recompensa por mí —dijo melancólicamente Willie—. Yo era muy joven, sabes, y nervioso. Era un tipo viejo con un bastón verdaderamente bonito, no mucho más alto que yo. Después me sentí bastante mal.
—¿Cómo averiguaron que habías sido tú?
—Alguien me vio. Fue en la calle Gatling, en la ciudad. Por poco me pillan y todo, pero escapé y llegué al Puente, ¡y cómo escondí la cabeza después de aquello! —Tanner asintió—. Casi me muero de hambre; no había forma de conseguir dinero para un bocado. Pero nadie me delató; aquí no hacemos ese tipo de cosas.
—Puede. O puede que sí. Será difícil capturarlo, de todos modos, sin una tropa. Aunque quizá lleguemos a eso.
Willie se rio.
—¿Una tropa? Estás loco. Estarían hundidos hasta los tobillos en gatos muertos y huevos podridos antes de bajar la mitad de la Lazada. Por no hablar de las piedras que les tirarían —añadió reflexivamente, con el rostro inocente iluminado de suave placer.
—Si quieres un alboroto, puedes conseguirlo. Yo no rehuiría la pelea si llegáramos a eso; ¡pero por qué no se irá de la ciudad! Todo seria más fácil.
Willie asintió en dirección al hombre que estaba tomando tranquilamente su sopa.
—Díselo tú.
—No tengo amistad con él… —musitó Tanner.
—Eso daría igual —dijo Willie, sonriendo con malicia—. ¡Te mataría de todos modos!
Sin embargo, se acercó cautelosamente al espadachín. Era lo contrario de acechar una presa: definitivamente, quería que se percatara de su presencia.
Richard lo vio, como vio que Willie realmente quería hablar con él, al contrario que la mayoría últimamente.
—Hola, Willie —dijo, y le alcanzó un taburete. Richard no perdió el tiempo con preliminares: nadie lo buscaba para mantener una conversación ociosa en público—. ¿Qué noticias me traes?
—¡No te vas a creer a quién he visto —dijo animadamente Willie— en la ciudad alta y vestida como si no pasara nada!
El corazón de Richard escogió ese momento para volverse atlético; pero consiguió igualar el tono de Willie:
—¿Oh? ¿A quién?
—¡Kathy Blount! La hija de Hermia, ésa misma. Te acuerdas de ella.
—Sí. —Su pulso recuperó su ritmo pausado.
—Dice que le gustaría volver a verte algún día. Te sonríe la suerte, ¿verdad?
Había apartado de sus pensamientos el encargo de Tremontaine, preocupado como estaba con los asuntos más inmediatos, y sin haber vuelto a saber de ellos desde hacía semanas, desde su «Más tarde». Puede que ahora no fuese mala idea: le daría algo que hacer y dinero suficiente para pasar el verano. Tendría que andarse con más cuidado para salir de la Ribera, pero podía conseguirlo.
—Dice que estará mañana en el Perro, eso es, si estás libre.
—Gracias, Willie.
A Willie Dedos Ligeros no se le escapó la falta de sorpresa del espadachín ante sus nuevas. Empero, se inclinó hacia Richard, bajando la voz:
—Mira, creo que es una trampa. Vale, el Perro está en la Ribera, pero por poco. No te conviene reunirte con nadie en una temporada, maese De Vier, no cuando esperan tu visita.
—Es posible. —Era cierto, al fin y al cabo; la taberna del Perro Pardo estaba cerca del Puente. Su clientela se componía casi solamente de gente de la ciudad en busca de aventura y de ribereños ansiosos por desplumarlos. Estaba a una voz de distancia de la Guardia. Pero ¿dónde si no podría verlo Katherine sin peligro? Él le había dicho que la ayudaría si estaba en problemas; quizá ni siquiera tuviera que ver con el trabajo—. ¿Ése era todo el mensaje? —preguntó.
—No del todo. Dijo algo raro acerca de un anillo.
El rubí había desaparecido con Alec. Si ahora lo necesitaban tendrían que pedírselo a él.
—¿Qué pasa con él?
—Dijo que sabe dónde está ahora. Eso es todo.
Willie vio con nerviosismo cómo el puño de De Vier se apretaba sobre la mesa. Pero el rostro del espadachín mantuvo la calma. Willie se alegró de ser solamente un mensajero.
***
Al final, Richard decidió acudir. Cuando salía le dijo a Marie:
—Mira, es posible que no vuelva esta noche. Si oyes algo de fiar, coge lo que te debo del cofre de palisandro y haz lo que quieras con el resto de las cosas.
Marie no le preguntó adónde iba. Últimamente le gustaba poder decirle a la gente que venía preguntando que no lo sabía.
Todavía no había cenado; lo mejor del Perro eran sus comidas. Cuando era un recién llegado a la ciudad solía parar mucho por allí; era un buen sitio para que encontraran trabajo los jóvenes de cualquier profesión. Alec y el habían tomado por costumbre dejarse caer cada pocas semanas: a Alec le gustaba la comida, y jugar a los dados con la gente de la ciudad porque apostaban alto y eran todavía peores tramposos que él. Pero los jóvenes borrachos siempre estaban retando a Richard para impresionar a sus amigos; una noche uno de ellos había molestado a Alec, y Richard había terminado matándolo, perjudicando así su relación con el tabernero.
No parecía estar siguiéndole nadie mientras tomaba el camino más largo. La taberna resplandecía como el alba al final de la calle, con el zaguán iluminado por antorchas como cualquier establecimiento de la ciudad. La luz no mostraba a nadie esperándole en la entrada. Sobre ésta colgaba el perro pardo, una gran talla de madera pintada que no guardaba parecido con ninguna raza viva.
El interior estaba igual de bien iluminado. El lugar mostraba un ambiente carnavalesco, radiante y febril. Richard tuvo la impresión de haber salido de la Ribera para entrar en otro mundo. Las prostitutas conversaban animadamente con hombres bien trajeados, ignorando por completo a los más llamativos cuyas manos barajaban sin cesar mazos de cartas, que bien pudieran ser sus vecinos o hermanos. Un par de nobles con medias máscaras se apoyaban en la pared, intentando aparentar desinterés y humorismo, con sus ojos volando de una punta a otra de la estancia, rutilantes en las rendijas de sus antifaces, con las manos desnudas jugando con las empuñaduras de las espadas que llevaban como medida de seguridad. Richard pensó que pasaría desapercibido entre ellos, pero vio cómo los jugadores de cartas apartaban deliberadamente la mirada al verlo, cómo las fulanas se daban media vuelta y subían la voz. Los ribereños no te delataban; sencillamente dejaban de conocerte. Así era más fácil. Eso le indicó que lo reconocían, no obstante, y le advirtió de que no todo el mundo sería tan considerado.
No vio a Katherine, lo que contribuyó a aumentar sus sospechas. Su espada colgaba, un peso sólido, a su costado. La tocó bajo la capa y encontró al tabernero abriéndose paso hacia él.
Harris lucía su sempiterna expresión de agobio y afectación.
—Bien, señor, recordaréis cierta aventura que no me gustaría que se repitiera… —Rara vez hablaba a las claras, sino con insinuaciones; la gente decía que había empezado de proxeneta.
—Tendré cuidado —prometió Richard—. ¿Quién ha venido esta noche?
Harris se encogió de hombros.
—Los de siempre… —dijo vagamente—. Entendedlo, no quiero líos…
Algo hizo que Richard se diera la vuelta. No se sorprendió del todo al ver a Katherine entrar por la puerta. Esperó hasta que ella lo vio, y luego buscó una mesa desde la que poder dominar la estancia, pasando junto a un niño bonito recostado en el regazo de un hombre profusamente empolvado que estaba dándole de beber whisky en vasitos.
Katherine lo siguió, ridículamente aliviada porque Richard ya estuviera allí. Él cruzó la taberna con meticulosa seguridad, sin mostrarse nervioso, aunque la precaución lo rodeaba como una aureola de magia. A Katherine le sorprendió casi que no se levantara todo el mundo para seguirlo: Richard en acción no era impresionante, era magnético. Él quería que lo buscaran por su habilidad; pero los nobles lo deseaban por su actuación.
Katherine no podía evitar retorcerse las manos, de modo que las escondió debajo de la mesa. Absurdamente, Richard dijo:
—Gracias por venir.
—No estabas en la Campana Vieja la semana pasada —dijo ella.
—¿Tenía que estar?
—No si no lo sabías. Claro que él no te avisó.
—¿Quién? ¿Willie? —El silencio de Katherine fue elocuente—. Alec.
Una joven pasó junto a su mesa y sonrió a los ojos de Katherine como una vieja amiga. La mano de Richard se movió una fracción sobre la mesa, lista para entrar en acción si hacía falta. Pero Katherine negó con la cabeza.
—No soporto este sitio —dijo, inquieta—. ¿Podemos salir?
—¿Adónde quieres ir? —preguntó Richard—. ¿Nos adentramos más en la Ribera? ¿No te importa?
—Da igual. —Había un filo mellado de histeria en su voz que a Richard le puso los nervios de punta.
—Katherine. —Le habría cogido la mano si hubiera podido—. ¿Te envía alguien, o has venido por ti misma? Si se trata de negocios, acabemos cuanto antes y podrás irte.
Ella miró rápidamente de soslayo por encima del hombro.
—He venido —dijo— yo sola.
La rabia brotó y se endureció dentro de Richard. Con una causa en torno a la que solidificarse, sus nervios formaron un fuerte nudo de finalidad. Llevaba demasiado tiempo sin librar una pelea de verdad, demasiado tiempo sentado, esperando.
—Es una pena —dijo en voz baja, sin ninguna delicadeza—. Ferris no te ha hecho ningún bien. No importa. No hace falta que me hables de ello. Dije que te ayudaría y lo haré.
Richard no podía verse la cara, crispada y blanca con una rabia cuya frialdad traicionaban sus ojos al estar demasiado abiertos, demasiado azules, demasiado fijos. Era una expresión que Katherine sólo había visto una vez antes en él, y le heló la vida en los huesos.
—Richard —susurró—, por favor…
—Está bien —dijo él con calma—. Saldremos de aquí, iremos a un sitio donde podamos hablar. ¿Necesitas un lugar para quedarte? No te preocupes. Deberías haber sabido que yo vendría.
—Vayámonos, entonces —se hizo eco ella, levantándose de la mesa. La sacudían los escalofríos. Quería correr, salir a empujones de la taberna, apartarse del frío espadachín que caminaba a su lado. Se cogió de su brazo, y juntos se abrieron paso entre los jugadores y los juerguistas, trasponiendo el umbral hacia la luz naranja que abría un agujero en la calle a oscuras.
—Así —dijo él—. ¿Mejor?
Ella afianzó su presa cuando cayó una sombra sobre ellos. A su espalda se había abierto la puerta, bloqueada por siniestras figuras. A derecha e izquierda, y frente a ellos en las sombras, habían aparecido hombres, rodeando el aura de luz con sólida oscuridad.
—¿Richard de Vier?
—¿Sí?
—En nombre del Consejo os conmino a…
La arrojó tambaleándose a la oscuridad, pero su peso le había cargado el brazo demasiado tiempo, y sólo acertó a desenvainar la espada cuando lo golpeó la primera de las porras de madera.
El impacto le hizo retroceder trastabillando, pero no cayó. La siguiente le arrancó el aliento del costado. Giró a ciegas en la nueva dirección, donde pensaba que podría producirse el ataque. Sus ojos se despejaron y vio la porra descendiendo, refulgiendo como un cometa atormentado. Erró el tajo, pero también la maza. El hombre tenía la guardia baja; Richard siguió su hoja dorada por las antorchas hasta su objetivo y oyó gritar al hombre un momento antes de que el impacto de otro golpe le sacudiera el hombro. Sus rodillas chocaron con el suelo, pero retuvo la espada y volvió a ponerse de pie, como si fuera un entrenamiento, sólo que pagaría el precio más tarde. Esta vez vio venir la porra abalanzándose desde la oscuridad sobre su rostro. Estuvo a punto de alzar la espada para truncar el golpe; pero el acero no era rival para el roble, de modo que optó por esquivar y no vio la que le acertó en el doblez de las rodillas.
Eran muchos, sin duda. Cayó de bruces, arañándose la mano con las piedras. Había perdido la espada… Tanteó en busca de la empuñadura, en las proximidades, pero era como si los adoquines estuvieran cargados de luz. Luz no, dolor. Veía fluir el dolor como el oro, como un cesto lleno de joyas y frutas de verano.
Oyó un rugido y una voz con la que estaba de acuerdo que gritaba:
—¡Basta! ¡Por favor basta, ya es suficiente!
Pero no estaban dispuestos a parar hasta que el espadachín hubiera dejado de rodar y zafarse y estuviera perfectamente inmóvil. Luego la Guardia recogió a su presa y cruzó el Puente del norte con ella. La prisión en la que habría de permanecer se levantaba en la orilla sur del río. Lo llevarían allí en barca, a la luz del día.
Willie Dedosligeros aguardaba en silencio, refugiado en las sombras del pretil de un puente, esperando a que el nudo de hombres pasara por su lado. Salvo por las porras, nada en ellos llamaba la atención. Pero intuyó el rostro del hombre que escoltaban antes de que se lo mostrara el azar.
—Oh, maese De Vier —murmuró para sí en las sombras—, esto es terrible.
Y Katherine Blount volvió con aquél que la había enviado. Consiguió presentar un informe claro; luego pidió brandy, y le fue dada una generosa licorera sin hacer más preguntas.