Capítulo 22

Lord Basil Halliday escondió la cara entre las manos y se frotó los ojos para aliviar el calor que sentía en ellos. Cuando se abrió la puerta se quedó sentado, perfectamente inmóvil, reconociendo el sonido y la fragancia de la presencia de su mujer.

Lady Mary observó la ropa de cama intacta invitadoramente extendida aún sobre el sofá, apretó los labios y no dijo nada al hombre encorvado sobre la mesa atestada de migas y vasos vacíos. Apartó las cortinas para permitir el paso de la luz del día y sopló lo que quedaba de las velas.

—Acabas de perderte a Chris Nevilleson. —Su marido se levantó para conversar—. Se ha comido las últimas tortas de alcaravea. Tendremos que recordar que le gustan.

—Lo recordaré. —La mujer se situó a su espalda, con las manos frías en su frente. Él reclinó la cabeza sobre el suave satén de su vestido de día.

—He dormido —dijo él a la defensiva—. No sólo me he echado.

—No quedan más tortas —dijo ella—, pero hay huevos y bollos recién hechos. Pediré que te los traigan, con chocolate negro.

Lord Halliday le bajó la cabeza para darle un beso.

—No hay nadie como tú —dijo—. Si es niña, la llamaremos Mary.

—No lo haremos. Es demasiado confuso, Basil. Además, deberíamos ponerle un nombre bonito… ¿Belinda? —Él se rio y le alisó el cabello—. ¿Qué tenía que decir Chris?

Lord Halliday retomó a regañadientes sus actividades nocturnas.

—Lo que yo ya sabía desde el principio. Fue un espadachín, no el asesinato de un rufián. No robó nada. Y últimamente Horn había aumentado su guardia. Alguien se infiltró en la casa expresamente para matarlo. Parece un duelo, sin más. Pero ninguno de los nuestros ha conseguido desenterrar ningún rumor sobre un desafío lanzado a Horn, ni motivo para ello. No tenía deudas, su reputación estaba limpia para variar… Asper no le caía bien a nadie, sí, pero era inofensivo. Su importancia política terminó el día que murió su amigo, la antigua Creciente… —Se interrumpió y meneó la cabeza—. Perdona. Claro que todo eso ya lo sabías. En fin, Chris ha estado presente en el examen esta noche. No cabe duda de que ha sido obra de alguien diestro con la espada. El trabajo de un virtuoso, de hecho. Como si alguien hubiera dejado una tarjeta de visita. Pero ¿quién? Chris dice que los espadachines contratados por Horn parecían innegablemente bisoños. Los hemos retenido para interrogarlos, pero creo que será en vano. No han sido ellos. Lo ha hecho alguien ostentoso, brillante y chiflado, y en estos momentos campa a sus anchas por mi ciudad.

—Quizá se trate de un ajuste de cuentas privado —dijo Mary—, del modo en que se ponen a prueba los espadachines.

—¿Contra un lord del Consejo? Eso es una auténtica locura. Tiene que haber sido el desafío de otro noble, sólo así se atrevería alguien… Quizá salga algo nuevo a la luz, quizá alguien confíese. Un espadachín con cuentas pendientes con Horn podría haber pedido un desagravio a la magistratura, incluso al Consejo de los Lores.

—Pero ¿con qué esperanzas de obtenerlo? —preguntó suavemente su esposa—. Los nobles ostentan demasiado poder en la ciudad, tú mismo lo has dicho. —Lord Halliday abrió la boca para defenderse, pero ella lo silenció con la presión de su mano, que decía que ya lo sabía y estaba de acuerdo con él—. Pero aunque se tratara de un espadachín con contrato, no es agradable pensar que alguien pueda aprovechar su habilidad para perpetrar una muerte tan sucia.

—De Vier —dijo Halliday— siempre lanza un golpe directo al corazón. He pensado siempre que, si me retaran a muerte, preferiría encontrarla a sus manos.

—Entonces Seville, tal vez, o Torrion…

—Sí, tienes razón. —Halliday se pasó una mano por el rostro sin afeitar—. Lo primero es identificar al espadachín. Hay menos verdaderamente buenos que gente con dinero y cuentas pendientes. Todos los principales tendrán que prestar declaración, y jurar que no saldrán de la ciudad hasta que se haya resuelto este asunto. El asesinato de un lord del Consejo es un golpe demasiado próximo al centro de nuestra paz. Haré que vigilen las carreteras, ofreceré recompensas a cambio de información…

—Mientras tanto, Mary, he llamado a algunos de nuestros hombres para que refuercen la guardia de la casa. Y tú… por favor, no salgas sola. Ahora no.

Ella le apretó la mano para decirle que velaría por su seguridad con tanto cuidado como lo haría él.

Halliday sabía que debería dormir, o ir a ocuparse de los negocios; pero más que descanso necesitaba revelarle sus pensamientos a su esposa.

—Éste es el problema de un sistema que incorpora espadachines. Dicen que sin ellos tendríamos que encargarnos de matarnos entre nosotros; como antaño, con las calles llenas de guerras en miniatura, y cada hogar una fortaleza… Pero los espadachines son un arma de doble filo. Su utilidad depende del cumplimiento de los códigos más estrictos…

Sin dejar de hablar, la condujo hasta el sillón. Se sentaron juntos, ligeramente apoyados el uno en el otro, atentos al primer sonido de intrusión, las exigencias del gobierno y los quehaceres domésticos.

—Basil —preguntó Mary cuando él hizo por fin una pausa—, ¿tienes que hacerlo tú todo? Si se trata de un asesinato, puede investigarlo la ciudad. Chris puede actuar de enlace.

—Lo sé… pero es el asesinato de un lord del Consejo, y con una espada. Lo que significa que todavía podría resultar ser una cuestión de honor… u otra cosa que no querríamos que se hiciera de dominio público. Soy el presidente del Consejo. Quiero seguir al frente del Consejo… por lo menos eso me dicen todos. Estúpido o no, Horn formaba parte de nuestro gobierno. Y tengo que velar por los míos. Quienquiera que lo matase era un cazador furtivo en un coto de caza muy exclusivo. —A pesar de sus esfuerzos, insistían en cerrársele los ojos—. Horn… tendré que dejar de llamarlo así. Ahora habrá un nuevo lord Horn. Su nieto, creo…

Mary esperó hasta estar segura de que se había dormido para levantarse. Un pobre muerto, pensaba, y la ciudad entera amenaza con derrumbarse. Mary Halliday volvió a cerrar las cortinas de la habitación y cruzó la puerta sin hacer ruido.

***

Una fina llovizna colgaba como una cortina de niebla sobre la ciudad, haciendo caer un velo entre las largas franjas de cielo que dividían los barrios. Los distintos grises de la piedra de la ciudad relucían y refulgían con la pátina de agua que la cubría; pero era ése un efecto que se apreciaba mejor bajo techo, preferiblemente al otro lado del cristal de una ventana. El Nido del Mochuelo, en la Ribera, no tenía ninguno. No tenía gran cosa, aparte de una clientela interesante y bebida suficiente para todos. Allí siempre ocurría algo. En una sección del suelo de tierra había un tajo de madera para el lanzamiento de cuchillos que llevaba allí más tiempo del que podía recordar nadie.

Lo que lo hacía realmente atractivo era su emplazamiento: en la orilla sur de la Ribera, lejos del Puente y de cualquier puesto de avanzada de la vida de la ciudad alta. Nadie que no perteneciera a la Ribera se adentraba hasta aquí. Cuando no tenía que estar disponible para atender algún contrato, a Hugo Seville le parecía el lugar idóneo para relajarse.

—Tu estrella está en alza —le informaba una echadora de cartas—. Están ocurriendo cosas terribles en las cámaras altas…

—No sabrías distinguir una cámara alta de tu propia nariz —rezongó un médico frustrado—. Ni siquiera sabes encontrar el camino hasta tu casa desde aquí.

La mujer siseó.

—Da igual —la consoló Ginnie Vandall—; Ven ni siquiera es capaz de ver el camino hasta su casa. Sigue, Julia. —Ginnie no creía en la cartomancia de por sí, pero comprendía las técnicas implicadas: una mezcla cabal de chismorreos y valoración personal. Tenía fe en los chismorreos, y en la susceptibilidad de Hugo ante los halagos. El cabello de Ginnie lucía un brillante y nuevo color rojo, su canesú era púrpura. Estaba sentada en el brazo de la silla de Hugo, divirtiéndose.

—La Espada de la Justicia se alza en el cuadrante septentrional, lista para golpear. La Espada… ¿Quieres ver las cartas?

—No —dijo el espadachín.

—Hugo —su amante le acarició los rizos dorados—, ¿por qué no?

—Me ponen nervioso.

—Son poderosas —dijo Julia, desenvolviéndolas. Entregó el mazo a Hugo—. Corta.

—Oh, qué más da —dijo Ginnie Vandall—. Lo haré yo. —Los anillos que llevaba en los dedos refulgían contra el deslucido dorso de las cartas. Las barajó con aires de profesionalidad y se las devolvió a Julia, que las puso sobre la mesa siguiendo una pauta incomprensible.

—Dinero.

Una de las amigas de Ginnie estaba mirando por encima de su hombro.

—Chica con suerte. ¿Sabes quién vale un montón de dinero últimamente?

—Siempre ha valido un montón —dijo Ginnie—. Sólo que esta vez no puede hacer nada al respecto. —Resultaba difícil saber si eso la complacía.

—Me refiero a De Vier.

—Ya lo sé —dijo Ginnie Vandall.

—No se atreve a abandonar la Ribera ahora. Alguien va a delatarlo: lo que ofrecen por cualquier información sobre él bastaría para…

—Ningún espadachín va a delatarlo —gruñó Hugo. Sabía ser imponente cuando se lo proponía.

—Bueno, no —sonrió con afectación la amiga de Ginnie—; volvéis de prestar declinación en la Colina, ¿verdad?

—Declaración —la corrigió bruscamente Ginnie—. Bueno, claro. Sería un disparate dejar de despejar las sospechas sobre uno cuando tiene ocasión. Firmas un papel, les das un poco de dinero y prometes no salir de la ciudad. Que piensen que queremos cooperar… Eso impedirá que bajen aquí y se pongan a fisgonear…

—Bueno, eso es lo que yo decía —insistió su amiga—. Cuando todos los espadachines hayan subido a decir que no han sido ellos, parecerá raro que él no vaya, ¿no?

—Pero eso no es prueba suficiente —dijo Ginnie—; no para ahorcarlo.

Hugo apretó a su querida Ginnie contra él.

—Todo esto es un incordio. No tiene nada de divertido.

—No les hace falta información suficiente para ahorcarlo todavía, sólo quieren algo que les permita arrestarlo, o intentarlo. La recompensa será astronómica.

Solemnemente, Hugo levantó su copa.

—Por la información.

—¿Crees que lo descubrirán?

—No si se esconde.

—Su amiguito seguramente está vendiéndolo en estos momentos —dijo Hugo—. Bastardo escurridizo. Igual que en la obra.

Ginnie hizo una mueca.

—¿Alec? No es tan escurridizo. Tiene la cabeza llena de pájaros.

—¿Crees que esto es por culpa de la Tragedia?

—¿Qué es esto? —dijo lánguidamente Ginnie—. Espera a ver antes si muere luchando.

Hugo se rio. La risa se le atragantó en la garganta cuando vio a De Vier entrar por la puerta. Dio un codazo a Ginnie pero ésta no le hizo caso, de modo que dejó que su risa siguiera su curso natural.

Richard ignoró al grupito de la esquina. Ginnie Vandall envolvía a Hugo como una alfombra reclamando a su propietario. Se reían de las cartas de una adivina. Ven, el viejo matasanos borracho, se levantó y arrastró los pies hasta De Vier.

—¡Eres joven! —dijo Ven con voz pastosa—. ¡Deberías vivir! No te mezcles con esta gentuza. Sal de aquí mientras puedas.

—Me gusta este sitio —dijo Richard, y se dio la vuelta. Ven se adelantó con un traspié y se agarró al brazo del espadachín. Un segundo después el anciano rodaba por el suelo—. No hagas eso —dijo Richard, alisándose la manga—. La próxima vez verás el acero.

—¡Hey! —protestó una vieja—. Es inofensivo. ¿Qué haces empujando a la gente?

La camarera le advirtió:

—No te metas, Marty. Es un espadachín, ya sabes cómo se ponen. ¿Qué bebéis, maese?

La cerveza no era tan buena con la de Rosalie, pero estaba mejor que la de Martha. Alec habría tenido algo que decir al respecto. Alec empezaría una pelea. Siempre le gustaba buscar pelea los días de lluvia.

Richard fue a mirar un momento la competición de lanzamiento de cuchillos. Se había enganchado al juego cuando llegó a la Ribera, habiendo encontrado por fin a unas personas que eran igual de buenas que él con el cuchillo. Era mejor que cualquiera de los que estaban compitiendo ahora, no obstante. Los cuerpos de los jugadores estaban apiñados, sin permitir que entrara nadie más.

No volvería aquí; no era buena idea establecer ahora una pauta de costumbres reconocible. Pronto pondrían precio a su cabeza… Curiosa expresión, como si fuera un sombrero.

No le interesaban las cartas de Julia. Hugo y Ginnie se reían de nuevo cuando salió por la puerta.

***

Aunque sólo había un breve paseo hasta el hogar de los Halliday, lord Christopher encargó que prepararan su carruaje pensando en su acompañante. Estaba orgulloso de sí; se sentía como si estuviera trayendo un trofeo a casa. Un criado de librea los llevó en presencia del Canciller de la Creciente.

—Díselo —instó lord Christopher a la mujer, nerviosa y emperifollada en exceso. Era menuda, bonita a su estridente manera, con los ojos pintados—. Es el segundo testigo noble que necesitamos para que tu testimonio sea oficial, y no podrías encontrar otro mejor. Tomaremos nota; luego podrás irte.

—Quiero mi d-d-dinero —dijo ella, con su brusco acento de la Ribera empañado por un tartamudeo.

—Por supuesto que lo tendrás —dijo Basil Halliday. Asintió a su secretario para que comenzara la trascripción—. Adelante.

—Bueno, el hombre que buscáis es De Vier. Todos lo saben.

—¿Cómo lo saben?

La mujer se encogió de hombros.

—¿Cómo se saben las cosas? La gente no c-c-comete ese tipo d-d-de errores. S-s-se lo habrá dicho a alguien. Pero está c-c-claro. N-n-no hay nadie tan rápido, ni c-c-capaz de hacer tan buen t-t-trabajo. —Chris hizo una mueca.

—¿Sabes por qué lo hizo?

—Es un c-c-cabrón. Seguramente se lo pidió ese erudito.

—¿Qué erudito?

—Un ch-ch-chico que vivía con él. ¿Quién sabe? Todos los espadachines están locos. Vosotros pagadme, que yo me iré de la ciudad y espero no volver a ver uno.

Se marchó, y los dos nobles firmaron la trascripción. Halliday maldijo con rabia.

—¡El único hombre del que estaba seguro!

—No pinta bien —dijo sensatamente Christopher, preocupado al ver tan molesto a su mentor—. Todos cuentan la misma historia. A menos que se trate de una conspiración…

—¿Entre ladrones?

—No es muy probable —continuó con avidez Chris—. Eso nos deja con un puñado de testimonios consistentes, y las declaraciones de todas las espadas conocidas en la ciudad. Hay que arrestar a De Vier como acusado de la muerte de Horn.

—Sin duda —dijo pesadamente Halliday—. Ahora bien, ¿cómo sugieres que lo saquemos de la Ribera?

Lord Christopher cogió una pluma, abrió la boca, la soltó y la cerró.

—Da igual —dijo un poco más amablemente Halliday—. No hará falüi que invoque a mi guardia personal. En realidad, es muy simple: hacemos pública la orden de detención, anunciamos la recompensa y esperamos n que alguien nos lo entregue.

***

El fuego ardía brillantemente en el pequeño salón de la duquesa de Tremontaine. Las cortinas estaban abiertas, para que su propietaria pudiera disfrutar mejor del contraste con la lluvia del exterior. Estaba sentada en una silla redonda de terciopelo, con los pies recogidos bajo el cuerpo, recreándose en la comodidad y contemplando una deliciosa in congruencia.

El hombre estaba de pie en su umbral, chorreando agua, una figura desgarbada vestida con negros harapos flanqueada por los querubines dorados que guardaban la entrada.

—Estás empapado —observó la duquesa—. No deberías haber pasado tanto tiempo bajo la lluvia.

—Pensaba que no me recibirías.

—He dado orden de que te permitan la entrada. —Levantó su vaso de cordial; el cristal tintineó melodiosamente al separarse de la bandeja de oro—. Supongo que te habrás vuelto a quedar sin dinero.

—Supones bien. —Su tono reflejaba el de ella—. Pero no he venido por eso. —Sacó de los pliegues de su túnica la única nota de lujo que adornaba su persona, refulgiendo en su dedo como un corazón de fuego—. Mira lo que te traigo.

—¡Cielos! —La duquesa enarcó sus finas cejas—. ¿Cómo ha conseguido eso volver hasta ti?

—No importa. —El hombre frunció el ceño—. No deberías haber permitido que saliera de nuestra casa.

—Dijiste que ya no lo querías. Tengo la escena claramente grabada en la memoria: puedo verla cuando cierro los ojos. —Lo hizo—. Puedo verla también cuando los abro: estabas igual de mal vestido, aunque más seco, naturalmente.

—Creo que nunca he estado más mojado que ahora. Deberías encargar a alguien que hiciera algo con toda esa lluvia.

—Siéntate —dijo la duquesa, con un tono amigable que no admitía desobediencia. Dio una palmada a un cojín junto a ella—. Si vas a confiar en mí, tendrás que contármelo todo.

—No voy a confiar en ti.

—Entonces, ¿para qué has venido, querido?

Los nudillos del hombre palidecieron, sus dedos no dejaban en paz el anillo. Ella nunca había conseguido enseñarle a ocultar sus pensamientos, que tenían una marcada predilección por negar la realidad… cuando era consciente de su existencia.

Por fin se sentó, con los brazos firmemente enlazados alrededor de las rodillas, contemplando el fuego rígidamente.

—Está bien. Te diré lo que sé si tú haces lo mismo.

—Lo que sé yo ya lo sé —dijo dulcemente la duquesa—. ¿Por qué no te secas mientras pido que nos traigan unos pastelitos glaseados?