Capítulo 21

Era la segunda noche que Richard vigilaba la casa de Horn y ya estaba obteniendo resultados. Los guardias parecían concentrarse en la parte de delante: al parecer Horn esperaba un desafío formal, y quería asegurarse de no tener que responder a él en persona.

Richard estaba de pie frente al muro del jardín posterior, entre las ramas deshojadas de un viejo arbusto de lila. Jamás comprendería por qué estas personas dejaban semejantes camuflajes tan cerca de las entradas de sus hogares, cuando la razón de ser de un muro era impedir el paso a la gente. Apostado hacia la mitad de la tapia, entre el arbusto y el muro, había podido ver cuánto necesitaba de la parte trasera del edificio. Cuando oyó acercarse al guardia que patrullaba ocasionalmente el jardín posterior, se había dejado caer al suelo. Ahora escuchaba los pasos en retirada que doblaban la esquina más alejada de la casa. Esperó en la oscuridad, a la escucha, durante un minuto, dos, llevando la cuenta del tiempo con su respiración para garantizar que no lo traicionaba la excitación al actuar demasiado pronto. Un carruaje pasó traqueteando por la calle, con las antorchas de sus jinetes de escolta proyectando una franja de sombra sobre la pared, con él enredado entre las ramas de la lila.

La parte trasera de la casa estaba en silencio. Sabía que Horn estaba en casa esa noche, y a solas, sin huéspedes. Estaba casi seguro de dónde podría encontrarlo ahora: la pauta de luces encendidas tras las ventanas había indicado pasillos y habitaciones ocupadas. Richard se quitó la pesada capa, que era adecuada para esperar a la intemperie pero no para trepar a los árboles; la envolvió alrededor de la espada de duelo ligera que portaba —su orgullo, una hoja nueva de acero plegado, suave como un beso y afilada como el instrumental de un cirujano— y se colocó el fardo bajo el brazo. Con la ayuda del arbusto, escalar el muro exterior no era ninguna proeza. Recordaba que la caída del otro lado no era muy grande, y saltó. Sin la nieve, el jardín parecía un poco diferente; pero tenía en su cabeza el mapa de los jardines simétricos que le había proporcionado el duque de Karleigh la noche que se enfrentó allí a Lynch y De Maris.

Richard se quedó inmóvil, acostumbrando sus pies al suelo nuevo. El aire era muy frío; sin su capa lo sentía, a pesar incluso de la cantidad de ropa que llevaba encima. Oyó el paso de la Guardia al otro lado de la tapia, haciendo el estrépito habitual. Sintió que sus labios helados se curvaban en una sonrisa. Había casi media hectárea de terreno entre la casa y él, profusamente decorado con arbustos recortados con formas de animales. Guiándose por la luz tenue y firme de las estrellas avanzó entre las frondosas esculturas, deteniéndose para cobijarse bajo un tejo con forma de castillo, soslayando el exterior del laberinto de boj cuyos senderos podían atisbarse entre los huecos del seto.

Por fin se irguió la casa ante él; tan sólo otra pared que escalar antes de llegar a la ventana del primer piso que era su objetivo: una ventana alta, con un oportuno balcón de hierro forjado que debería ser capaz de sostener el peso de un hombre. Una inmensa espaldera de rosas trepaba hasta él. Preciosa, sin duda, en verano.

Se cinchó la espada pegada al cuerpo y se sujetó la capa al cuello con un alfiler, comprimiéndola en una pesada pelota a su espalda. El roce de las ramas secas, el rascar de sus punteras contra la piedra, atronaba en sus oídos; pero su mundo se había reducido a un punto diminuto donde cualquier sonido y movimiento, por discretos que fueran, resultaban colosales.

El ascenso le hizo entrar en calor. Intentó subir deprisa, puesto que el exceso de deliberación podría dejarlo expuesto como una mosca pegada a la pared si alguien miraba hacia arriba; pero el fuerte tallo del rosal quedaba oscurecido por un entramado de zarcillos y ramas, y tenía que avanzar a tientas. Encontró asideros para los pies en las junturas de los bloques de piedra y pudo descansar la mano contra lo alto de la cornisa de la ventana de la planta baja. Su aliento se elevaba ante su rostro en penachos de vapor. Los guantes de cuero le protegían las manos, pero de vez en cuando sentía la punzada de una espina robusta y la sangre cálida que corría por dentro de ellos.

Por fin su mano se cerró en torno a la metálica parte inferior del balcón. Tiró con fuerza. Estaba firmemente atornillado a la piedra, así que se encaramó hasta alcanzar el alféizar.

Richard se quedó acuclillado en el balcón, descansando, respirando suavemente. Sacó de su chaqueta la hoja de un cuchillo viejo y un trozo de alambre doblado y destrabó el pestillo; luego entró en la casa, cerrando la ventana a su paso.

Había esperado que la ventana diera a un pasillo, pero a juzgar por el sonido debía de estar en una cámara pequeña. Apartó un borde de la cortina para dejar que entrara un poco del fulgor plateado de la noche. Sorteó los muebles tanteando con cuidado. La alfombra era tan espesa y blanda como la piel de un animal.

Un repentino movimiento fugaz vislumbrado por el rabillo del ojo lo dejó helado. Al otro de la habitación frente a la ventana, una franja negra había surcado velozmente la superficie gris. Ahora estaba inmóvil. La observó fijamente a través de la oscuridad del cuarto, miró de soslayo para volver a percibirla. Cobró la forma de un pequeño cuadrado de luz; otra ventana, tal vez vigilada. Levantó un brazo sin hacer ruido para protegerse los ojos y volvió a recorrerla una estocada de negro.

Era un espejo. No estaba acostumbrado a ellos. Alec siempre estaba quejándose de que su disco de acero bruñido, del tamaño de una mano, no era lo bastante grande para afeitarse. Richard pensaba que podría permitirse un espejo del tamaño de una ventana; pero no le gustaba la idea de colgarlo en su pared.

Le alegró descubrir que la puerta del dormitorio no estaba cerrada por fuera. El pasillo estaba iluminado por velas, un bosque de ellas en la oscuridad. Se agazapó detrás de la puerta para que sus ojos tuvieran tiempo de acostumbrarse a la luz. Luego siguió el pasillo hasta la habitación que había escogido como objetivo.

Lord Horn estaba sentado en una silla pesada, leyendo en un círculo de luz. No oyó abrirse la puerta, pero cuando crujió una tabla del suelo espetó:

—Te dije que llamaras primero, condenado estúpido. —El noble se inclinó sobre un lado de la silla para mirar al intruso—. ¿Y por qué has abandonado tu puesto en las escaleras?

De Vier desenvainó su espada.

Horn se sobresaltó con una convulsión, como si acabara de caerle un rayo encima. Derribó la silla y boqueó con un grito congelado.

—No te servirá de nada llamar a tus guardias —mintió Richard—, ya me he encargado de ellos.

Era la primera vez que estaba frente a frente con aquel hombre. Horn era más joven de lo que esperaba, aunque ahora la conmoción le envejecía el rostro. No había nada admirable en él: lo había estropeado todo y por fin se daba cuenta; había abusado de su poder y ahora iba a pagar por ello. Estaba muy claro que sabía lo que estaba ocurriendo. Richard se alegró; no le gustaban los discursos.

—Por favor… —dijo Horn.

—¿Por favor qué? —inquirió fríamente Richard—. ¿Por favor, no volveré a inmiscuirme en tus asuntos? Ya lo has hecho.

—Dinero… —jadeó el noble.

—No soy un ladrón —dijo Richard—. Se lo dejo todo a tus herederos.

Lord Horn se acercó temblando a su escritorio y cogió un pájaro de cristal. Su mano se envolvió a su alrededor en un ademán protector, acariciando con anhelo el suave cristal.

—Te gustan los desafíos —murmuró, casi seductoramente.

—Ya tengo uno —respondió suavemente Richard—. Quiero ver cuánto tiempo consigo prolongar esto.

Primero lo silenció y luego extrajo, muy despacio, la vida de las cuatro puntas de su cuerpo, con cuidado de no dejarlo irreconocible. Richard no dijo nada en ningún momento, aunque los ojos enloquecidos del hombre le suplicaron que lo hiciera mientras pudieron.

Lo había planeado minuciosamente y se atuvo a su idea original, sólo que, al final, no descargó su característico golpe sobre el corazón. No era necesario: la precisión atestiguaría su trabajo, y no quería que pareciera que había mutilado un cuerpo ya muerto.

Abrió la ventana del estudio y salió de nuevo cruzando el jardín. Ningún espadachín podía permitir que lo chantajearan.

***

Alec estaba dormido, ocupando toda la cama tendido en diagonal como era su costumbre, con un brazo estirado y los dedos relajados y curvados sobre su palma vacía. La marca que le habían dejado los grilletes en las muñecas era una franja oscura a la pálida luz.

Richard tenía intención de ir a asearse antes de nada; pero Alec se sacudió y dijo con voz adormilada:

—¿Qué pasa?

—He vuelto.

Alec se dio la vuelta para mirarlo. Las oquedades bajo sus pómulos se tensaron.

—Has matado a alguien —dijo—. Deberías haberme avisado.

—Antes tenía que asegurarme de que estuviera en casa.

Los largos brazos blancos de Alec se tendieron hacia él.

—Cuéntamelo.

Richard se dejó caer en la cama, permitiendo que la alta figura lo acogiera entre sus brazos. No estaba cansado en absoluto.

—Hueles raro —dijo Alec—. ¿Sangre?

—Seguramente.

La lengua de Alec le tocó la oreja, como un gato cazador probando el sabor de su presa.

—¿A quién has ido a matar esta vez?

—A lord Horn.

No sabía cómo iba a tomárselo Alec. Se sorprendió al sentir cómo se arqueaba bruscamente el cuerpo de Alec contra el suyo, cómo su aliento escapaba en un intenso suspiro brutal.

—Entonces, nadie lo sabe —dijo pensativamente con su encantador acento—. Cuéntamelo. ¿Chilló? —El pulso latía con fuerza en la oquedad de su garganta.

—Quiso hacerlo, pero no podía.

—Ahhh. —Alec tiró de la cabeza del espadachín hacia él hasta que la boca de Richard estuvo pegada a su oreja. Su cabello era cálido sobre el rostro de Richard.

—Suplicó —dijo Richard, por complacerlo—. Me ofreció dinero.

Alec se rio.

—Me pegó —dijo Alec—; y tú lo has matado.

—Antes le hice sufrir. —Alec ladeó la cabeza hacia atrás. Los tendones de su cuello sobresalían como las nervaduras de una bóveda—. Le quité las manos, luego los brazos, y las rodillas… —El aliento siseó entre los dientes de Alec—. No volverá a tocarte.

—Le hiciste sufrir…

Richard besó los labios entreabiertos. Los brazos de Alec lo sujetaban como hierro flexible.

—Cuéntamelo —susurró Alec, con la boca rozándole la cara—. Cuéntamelo todo.

***

Durmieron juntos hasta pasado el mediodía. Luego Alec se vistió y bajó a pedir algo de pan prestado a Marie. En una mano llevaba un montón de ropas ensangrentadas. Era un día soleado, casi tan caluroso como la víspera. La encontró en el patio, con las faldas arremangadas, empezada ya la colada, y le tendió las prendas.

—Éstas quémalas —dijo su casera.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Alec—. Echarán un olor apestoso.

—Allá tú. —Marie no hizo el menor ademán de coger la ropa.

—Tienes un aspecto horrible —dijo alegremente Alec—. ¿Qué pasa, alguien te ha tenido despierta toda la noche?

Marie empezó a sonreír, desistió.

—Esta mañana. Debías de estar muerto para no oír el escándalo. Intenté apaciguarlos, impedir que subieran…

—Deberías elegir tus amistades con más cuidado. ¿Qué hay para desayunar? —Husmeó la perola de colada hirviendo.

—Ni se te ocurra meter ahí tus cosas —dijo ella automáticamente—; esa sangre no saldrá nunca con agua caliente.

—Lo sé, lo sé.

—Lo sabes… —refunfuñó Marie. Le gustaba Alec; le tomaba el pelo y le hacía reír. Pero eso ahora no servía de nada—. ¿Sabes lo que ha hecho, entonces?

Alec se encogió de hombros: ¿y qué?

—Tiene toda la ropa empapada de sangre. No te preocupes, te pagaremos por ello.

—¿Con qué? —dijo amenazadoramente ella—. ¿Vas a delatarlo para cobrar la recompensa que ofrecen por él?

Por un momento el alargado semblante permaneció inmóvil. Luego alzó la barbilla, enarcó audazmente las cejas.

—¿Han puesto precio a su cabeza? ¿Cuánto?

—No lo sé. Dicen que quizá lo hagan.

—¿Cómo saben que no tenía un encargo?

Marie se mostró resentida.

—Aquí abajo lo saben. Allí arriba quizá tarden un poco más en descubrirlo. Pero eso no fue ningún duelo. Dicen que ese noble estaba marcado como la tarja de un tendero, y no con un cuchillo precisamente.

—¡Oh, venga! —suspiró con fastidio Alec—. Supongo que ahora tendremos que ausentarnos de la ciudad hasta que pase la tormenta. Lástima: el campo es un aburrimiento pero ¿qué se le va a hacer? Criaremos abejas, o algo.

—Supongo… —Marie parecía dubitativa, pero animada—. Al fin y al cabo, todo el mundo se marcha cuando las cosas se ponen feas. Él también puede. Os guardaré las habitaciones, no os preocupéis.

Hacía tiempo que Richard había dejado de discutir con Alec por el uso de su puñal de la mano izquierda para cortar el pan. Alec afirmaba que era el único cuchillo que tenían que cortaba las rebanadas lo bastante finas como para tostarlas, y no había más que hablar.

—Ojalá me hubieras dicho —dijo Alec, rebanando la hogaza de Marie— que íbamos a irnos de la ciudad. Hubiera hecho arreglar los tacones de mis botas.

—Si vas a tostar queso, ten cuidado con la punta de esa cosa.

—No es tu mejor cuchillo, ¿qué más te da? No has contestado a mi pregunta.

—No sabía que me hubieras hecho ninguna.

Alec cogió aliento con paciencia.

—Querido, ya están reuniéndose con banderines para despedirte, y tú ni siquiera has recogido tus cosas.

—No me voy a ninguna parte.

Alec jugueteó con el cuchillo sobre el fuego y soltó una maldición cuando se quemó.

—Ya veo. Han encontrado a Horn, sabes.

—¿Sí? Bien. Pásame el queso.

—Está podrido. Sabe como el cuero de los zapatos. El queso es mucho más fresco en el campo.

—No quiero irme. Tengo otro encargo pendiente.

—Podrías convertirte en salteador de caminos. Sería divertido.

—No lo es. Te pasas el día tendido en la hierba y te mojas.

—Han encontrado a Horn —probó Alec de nuevo—, y no están nada contentos.

Richard sonrió.

—No esperaba que lo estuvieran. Tendré que quedarme aquí una temporada.

—¿En casa?

—En la Ribera. No se fían de este barrio, así que no van a arriesgarse a mandar la Guardia, y de los espías puedo ocuparme yo solo. —No era propio de Alec preocuparse por su seguridad. Hacía que Richard se sintiera cálido y satisfecho. Hoy iba a acurrucarse al sol y dejar que se preocuparan los demás si querían. Después de la noche anterior se sentía a salvo, mejor de lo que se había sentido en días. El teatro, el secuestro de Alec, las desagradables notas, el extraño joven de la nobleza y la muerte del maestro de esgrima, todo se había desvanecido en un pasado resuelto y zanjado. Nadie volvería a probar la argucia de Horn ni intentar imponerle su voluntad; y ningún ribereño que estuviera al corriente tocaría ahora a Alec. Y por lo que decía Marie, todos estaban al corriente. Richard colocó precisamente el número exacto de trozos de queso en su pan y lo dejó encima de la chimenea, lo bastante cerca del fuego para que se fundiera sin ennegrecerse.

Con las largas sombras de finales de la tarde dieron un paseo hasta el local de Rosalie para comprar comida y bebida. Había unas niñas jugando a la comba en el patio delantero de la vieja casa. Iban vestidas con el acostumbrado esplendor brillante y ecléctico de la mayoría de chiquillos de la Ribera que no eran bastardos: jirones de terciopelo y brocados zurcidos a viejos vestidos cortados a la medida, ribeteados con volantes de encaje de varios tamaños sacados de una multitud de pañuelos robados. Las trenzas de la saltadora botaban mientras entonaba:

Mamá me mandó a jugar con los chicos:

a darles patadas y cerrarles el pico.

—Qué encanto —dijo Alec.

Darles patadas para que estén calladitos;

¡qué no se te olvide, hermanito! ¿Cuántos habéis conseguido?

Uno… dos… tres… cuatro…

Una de las niñas que manejaba la comba perdió el ritmo. La saltadora tropezó con la cuerda y se cayó.

—¡Sylvie, qué tonta! —Pero Sylvie no le hizo caso.

—¡Hola, cielo! —llamó a Richard, igual que su abuela, Rosalie.

—Hola, Sylvie.

—¿Tienes algún caramelo?

—Ni uno, mocosa.

La niña pateó el suelo.

—¡No me llames mocosa! Eso es para los bebés.

—Perdona, chica. —Intentó pasar junto a ella, pero la niña se interpuso entre él y las escaleras.

—Dice la abuela que no puedes entrar.

—¿Por qué no?

—Hay gente buscándote. Llevan todo el día.

—¿Están ahora ahí dentro?

La pequeña asintió.

—Y tanto que sí.

—¿Armados?

—Supongo. ¿Vas a matarlos?

—Seguramente. No te preocupes, le diré a tu abuela que me avisaste.

—No. —Alec le agarró la manga—. No lo hagas. Por el amor de Dios, Richard, vamos a casa.

—Alec… —No podía discutir ahí fuera. Richard indicó a las niñas con un cabeceo—. ¿Quieres darles un poco de bronce?

Alec metió la mano en su bolsa y sacó algunas monedas, que entregó cautelosamente a Sylvie, como si pensara que la niña podía morderlo.

—¡Gracias, Richard! ¡Gracias, oh, mi príncipe!

Un murmullo de risitas cubrió su retirada, mezclado con gritos de:

—¡Sylvie, qué tonta! ¡Cómo has podido hacer eso!

—¿A qué —dijo Alec— venía todo eso?

Richard se encogió de hombros.

—Se habrán inventado alguna historia sobre ti, probablemente. Siempre lo hacen.

—Bichejos. Me pregunto a cuál de ellas se le ocurrió esa letra.

—Todas las niñas la cantan —dijo Richard, sorprendido—. Lo hacían donde me crie.

—Hmf. No creo que mi hermana la cantara. Aunque, claro está, madre no aprobaba la poesía.

Era posiblemente la primera vez que mencionaba a su familia. Estaba tenso; el asunto en el local de Rosalie lo había impresionado. Por supuesto, pensó Richard: Alec no estaba acostumbrado a que lo persiguieran. Y no había forma de tranquilizarlo: se podría convertir en algo muy feo, si lo dejaban. Imponía restricciones a las que Alec no estaba acostumbrado. De hecho, probablemente Alec tenía razón al insistir en evitar el local de Rosalie tras el aviso. No tenía sentido buscar problemas. Pero a Richard no le gustaba tener que aguantarlo. A Alec, menos paciente que el espadachín, las nuevas restricciones iban a gustarle todavía menos.

Pararon en el local de Martha para tomar una cerveza. A menos que los informadores estuvieran haciendo horas extras, nadie lo buscaría allí todavía. Cuando entraron se produjo una explosión de movimiento que terminó con grupos fuertemente cerrados haciendo todo lo posible por ignorarlos. De Vier no se sintió particularmente molesto; resultaba casi un grato respiro del alboroto que provocaba siempre a su paso. Los dos hombres bebieron deprisa y se marcharon.

—Mejorará al caer la noche —le dijo Richard, camino de casa—. Todo el mundo está más tranquilo entonces, se ven menos desconocidos.

—Eso es vida para ti —dijo Alec—; salir sólo de noche, como un murciélago.

Richard lo miró con curiosidad.

—No creo que lleguemos a eso.

El rápido golpeteo de unos pasos a sus espaldas puso fin a la discusión.

—Escóndete —dijo Richard, con una mano en la espada—. En ese portal.

Por una vez, Alec hizo lo que le decía. Anochecía ya bajo los ceñudos aleros de las casas apiñadas. Su perseguidor dobló la esquina demasiado deprisa como para tener la menor posibilidad de plantar cara al espadachín que lo esperaba preparado.

La pequeña figura blanca resbaló al detenerse.

—¡Santa Lucía! —juró Willie Dedosligeros—. Maese De Vier, por el amor de Dios, aparta eso y métete en ese portal.

—Ahí está Alec.

—Está bien —interpuso el zaguán—, pasaremos un momento agradable. ¿Qué diablos te ha entrado, Willie —inquirió Alec, saliendo de su refugio—, para ir corriendo por ahí como un armiño detrás de un conejo?

—Lo siento —jadeó Willie. Les indicó que se hicieran a un lado; lo que tenía que decir no era adecuado para la mitad de la calle—. No vayáis por ahí. Han cortado la calleja de Max el Ciego; están vigilando el Cruce del Delfín.

—¿Cuántos?

—Tres. Matones de la ciudad, con espadas, que buscan la recompensa.

—¿Hay una recompensa?

—Por ti todavía no. Sólo lo de siempre; para que se detenga a los sospechosos. Pero estos muchachos piensan que eres tú… Puede que sean amigos de esos dos que mataste la semana pasada.

Richard suspiró con cansancio.

—Será mejor que los elimine.

—¡No, espera! —exclamó Willie—. No lo hagas.

—¿Por qué no?

—Ya me han pagado. Supuse que sería fácil darles esquinazo. Pero si escapa alguno, estaré en un aprieto…

De Vier suspiró, pasándose una mano por el pelo.

—Willie… está bien. Sólo porque eres tú. Me mantendré alejado del Cruce del Delfín.

Alec le pagó sin necesidad de que se lo recordara.

***

La casa parecía tranquila. Se levantaba en un callejón sin salida donde nadie en su sano juicio querría enfrentarse a De Vier. No obstante, subió el primero las escaleras, buscando indicios de intrusos temerarios. No había nadie, ni siquiera un vecino.

—Dios —resopló Alec, dejándose caer en su viejo diván—. ¿No deberíamos mirar bajo las camas?

Richard respondió a la verdadera pregunta.

—No creo que vengan aquí. Aunque encuentren a alguien que les muestre el camino, a nadie le gusta atacar a un espadachín en su terreno.

—Entiendo. —Alec se quedó sentado pensativamente, dando vueltas a los anillos de sus dedos. Transcurrido un momento se levantó y encontró el tratado de Naturaleza con las cubiertas de cuero burdeos y la mitad de las páginas arrancadas. Lo hojeó mientras Richard practicaba unos estiramientos y empezaba a entrenarse. El gato gris vino y se sentó en el regazo de Alec, intentando interponer la cabeza entre sus ojos y la página. Él le rascó la barbilla, y al final cerró el libro de golpe con irritación y volvió a dejarlo encima de la repisa de la chimenea, cambiándolo por su gastado texto de filosofía. Al cabo dejó de pretender que leía y observó al espadachín ejercitando constantemente su cuerpo con una serie de paradas, extensiones y retrocesos tan rápidos e intrincados que la vista de Alec no podía distinguirlos elementos por separado. Tan sólo podía percibir su perfección, un baile compuesto de movimientos letales que no tenían por propósito entretener.

Por un momento Alec pareció dormitar, como el gato que tenía en su regazo, observando al espadachín con los ojos entrecerrados. Sólo su mano se movía, recorriendo lánguidamente el lomo del gato, hundiéndose en el lustroso pelaje para tantear la cordillera de sus huesos. El gato ronroneaba; Alec le puso los dedos en la garganta y los dejó allí.

El frenesí de los movimientos de Richard se había reducido a un ritmo deliberado. Era el juego preferido del gato, pero los dedos de Alec lo tenían demasiado sedado como para mostrar interés. El cuerpo de Richard obedecía a sus tortuosas demandas, y Alec observaba.

—Sabes —dijo en tono familiar Alec—, les encantaría que te ocurriera algo.

—¿Hh? —Sonó como un gruñido.

—A tus amigos. Por fin podrían lanzarse sobre mí.

—Tendrías que irte. —Richard soltó su espada y empezó a relajar los músculos—. No te seguirían fuera de la Ribera.

—Si estuvieras muerto —concluyó bruscamente Alec el pensamiento.

Su rabia sorprendió a Richard.

—Bueno, sí.

La voz de Alec sonaba baja, casi ronca a causa de la furia contenida.

—No parece que te preocupe especialmente.

—Bueno, soy espadachín. —Se encogió de hombros, gesto nada fácil tocando el suelo con la cabeza—. Si sigo activo, no duraré mucho más allá de los treinta. Algún día aparecerá alguien mejor.

—No te importa. —Alec seguía pintorescamente retrepado, exhibiendo sus largas extremidades; pero la rigidez de sus manos crispadas sobre la desgastada tapicería lo delataba.

—No pasa nada —dijo Richard—; así son las cosas.

—Entonces —articuló con cristalina claridad Alec—, ¿para qué diablos practicas tanto?

Richard recogió su espada.

—Porque quiero ser bueno. —La levantó por encima de la cabeza y atacó la pared como haría con un oponente que hubiera descubierto su guardia frontal.

—¿Para poder darles una buena pelea antes de que te maten?

Richard giró y volvió a atacar desde arriba, con la muñeca arqueada como un halcón cayendo en picado.

—Mmmh.

—Para —dijo con voz muy queda Alec—. Déjalo.

—Ahora no, Alec, estoy…

—¡Te he dicho que pares! —Alec se irguió cuan alto era, imponente y anguloso en su cólera. Tenía los ojos verdes como esmeraldas descubiertas en un cofre. Richard dejó la espada en el suelo y la mandó a un rincón de una patada. Cuando levantó la cabeza vio la mano alzada, supo que Alec iba a golpearlo y se quedó quieto cuando la palma le cruzó la cara.

—Cobarde —dijo fríamente Alec. Respiraba pesadamente y tenía las mejillas encendidas—. ¿A qué estás esperando?

—Alec —dijo Richard. Le escocía la cara—. ¿Quieres que te pegue?

—No te atreverías. —Alec volvió a levantar la mano, pero esta vez Richard la atrapó, sujetando la muñeca del muchacho, que era mucho más frágil que la suya. Alec la torció hacia el lado equivocado, consiguiendo que Richard le hiciera daño—. No valgo como desafío —siseó entre dientes—, es eso, ¿verdad? Te haría quedar mal. No disfrutarías.

—Basta —dijo Richard—, ya está bien. —Sabía que estaba sujetando demasiado fuerte a Alec; tenía miedo de soltarlo.

—No, no basta —decía el hombre en sus manos—. Está bien para ti… siempre está bien para ti, pero no para mí. Habla conmigo, Richard… Si te asusta emplear las manos, entonces habla conmigo.

—No puedo —dijo Richard—. No como tú lo haces. Alec, por favor… sabes que no quiero hacer esto. Déjalo.

—«Por favor» —dijo Alec, luchando todavía con su brazo como si estuviera listo para empezar a golpearlo de nuevo—, eso es nuevo viniendo de ti. Me parece que me gusta. Dilo otra vez.

Las manos de Richard se abrieron de pronto; se apartó bruscamente del otro hombre.

—A ver —gritó—, ¿qué quieres de mí?

Alec esbozó su salvaje sonrisa.

—Estás molesto —dijo.

Richard podía sentir cómo temblaba. Lágrimas de rabia ardían aún en sus ojos, pero por lo menos podía ver de nuevo, la habitación estaba perdiendo su tinte rojo.

—Sí —consiguió decir.

—Ven aquí —dijo Alec. Su voz era larga y fría, como pendientes de nieve—. Ven conmigo.

Cruzó el cuarto. Alec levantó la barbilla y lo besó.

—Estás llorando, Richard —dijo Alec—. Estás llorando.

Las lágrimas quemaban en sus ojos como el ácido. Hacían que sintiera el rostro en carne viva. Alec lo bajó al suelo. Al principio fue brusco, y luego amable.

***

Al final, era Alec el que no podía llorar.

—Quiero hacerlo —dijo, acurrucado en el pecho de Richard, clavándole los dedos como si estuviera resbalando por una pared de roca—. Quiero hacerlo, pero no puedo.

—En realidad no quieres —dijo Richard, rodeando con la mano la cabeza de Alec—. Hace que moquees. Hace que se te enrojezcan los ojos.

Alec soltó una risa estrangulada y lo abrazó con más fuerza. Probó a sorber por la nariz y jadeó con una convulsión repentina de alguna emoción: tristeza, quizá frustración.

—No sirve de nada. No puedo.

—No importa —dijo Richard, acariciándolo—. Ya aprenderás.

—Si llego a saber que eras tan experto te habría pedido que me enseñaras hace tiempo.

—Me ofrecí para enseñarte esgrima. Me parecía más útil.

—A mí no —dijo automáticamente Alec—. ¿Sabías además que ahora estabas hablando? Sonaba como si estuvieras recitando poesía.

Richard sonrió.

—No me he dado cuenta. Es posible.

—No sabía que conocieras ninguna poesía.

Richard sabía que tendría que estar enfadado. Alec acababa de poner su mundo patas arriba: había perdido los estribos, había perdido el control, se había comportado como no sabía que pudiera comportarse. Pero Alec lo había sostenido en su caída, había disfrutado con ella. Y ahora se sentía estupendamente, mientras no pensara demasiado en ello. No había necesidad de pensar. No quería volver a moverse jamás; no quería que la cabeza de Alec se apartara del hueco de su hombro, ni que se disolviera el calor de sus piernas entrelazadas.

—Conozco algunos poemas —respondió—. Mi madre solía recitármelos. Cosas viejas, en su mayoría. Algo acerca del viento, y sobre el rostro de alguien.

Con el tiempo empezó a rejuvenecer.

Le fueron arrancados los años del rostro

como hojas barridas por el viento…

Al final, consiguió que las demás parecieran imposibles.

—Ése es uno muy viejo —explicó—, sobre un hombre que fue raptado por la Reina de las Hadas.

—No lo había escuchado nunca. —Alec se acurrucó bajo su barbilla, adormilado por las palabras—. Recítamelo.

Richard lo pensó un minuto, intentando rememorar el principio, acariciando el pelo de Alec:

Nunca hacía frío bajo la colina, nunca era oscuro.

Mas la luz no era luz para ver. Era engañosa:

Él intentaba recordar el sol,

recordar cuando se acordaba de la luna.

Pensaba…

La mano de Alec estaba sobre sus labios.

—¡Te tienes que ir! —Se le quebró la voz—. ¡No permitirán que escapes de ésta, no se atreverán! ¡Los conozco, Richard!

Richard rodeó con más fuerza los hombros de Alec, intentando consolarlo sin palabras, aliviar la tensión del espíritu angustiado.

Pero el contacto no era suficiente.

—Richard, los conozco… ¡No permitirán que vivas! —Volvió el rostro hacia el pecho de Richard, su cuerpo se contrajo de nuevo en un espasmo helado que no era fruto del llanto sino de la furia.

Sin saber qué decir, Richard se concentró de nuevo en las palabras que Huían todavía por su mente como el agua:

Se sucedían los días, sin que mediara la noche entre ellos:

los banquetes y toda suerte de deleites

lo rodeaban como los perros con el corazón de su presa…

—Tengo frío —dijo Alec de improviso.

Conocía esa voz arbitraria: para él era tan cálida y familiar como el pan.

—Bueno, es que estamos en el suelo —respondió.

—Deberíamos ir a la cama. —Alec se incorporó sobre un codo para observar—: Tu ropa está hecha un desastre.

—Eso se puede arreglar. —Richard se quitó la camisa con facilidad y ayudó a Alec a levantarse.

—Parece que hayas estado en una pelea —dijo complacientemente Alec.

—Qué sabrás tú de eso. Parece —dijo— que alguien haya intentando arrancarme la ropa.

—Alguien habrá sido.

Esa noche pasaron calor, sin separarse nunca el tiempo necesario para tener frío. Hablaron durante horas en la oscuridad; y cuando las palabras se hicieron insuficientes, guardaron silencio. Al final se quedaron dormidos, indefensamente envuelto cada uno en los brazos del otro.

En algún momento de la mañana, cuando la luz era todavía gris, Richard sintió que Alec se bajaba de la cama a su lado. Ni siquiera abrió los ojos; meramente suspiró y se dio la vuelta, estirándose en el lugar que había ocupado la calidez de Alec.

Cuando Richard despertó por completo, ya era pleno día. Se levantó y abrió los postigos. El sol veteó el suelo con largos barrotes lechosos. Richard se desperezó, sintiendo aún las glorias de la noche en todo su cuerpo. No le dolía nada: aun el recuerdo de las lágrimas y el dolor producían ahora tan sólo un pálido fulgor, la destilación de alcoholes puros en licor.

Alec ya estaba levantado y vestido, desaparecidas sus ropas de lo alto del arcón. Richard no olió comida; quizá hubiera salido a comprar algo. O puede que estuviera sentado en el recibidor, leyendo. Richard pensó que, mirándolo bien, sería buena idea que comieran algo y volvieran a la cama.

Oyó un ruido en la habitación contigua, cuerpo sobre tapicería, y se imaginó a Alec repantigado en el diván con un libro en las manos, esperando a que él se levantara. Sabía que estaba sonriendo sin sentido y le dio igual.

Se quedó mirando el diván vacío un momento más de lo necesario. El gato se bajó de ella de un salto, buscando caricias.

Intuía que había algo extraño en el cuarto. No había ni rastro de intrusos. Había algo fuera de lugar, un espacio recolocado… Volvió a mirar y lovio de inmediato: los libros de Alec habían desaparecido de su rincón. Esperaba que no fuera otro ataque de farisaica pobreza. Alec siempre intentaba empeñar sus cosas, pero ¿quién iba a querer esos libros? Por lo menos esta vez sólo se había llevado sus pertenencias…

Pero no se las había llevado. Los objetos más valiosos que poseía, los que más merecía la pena empeñar, ésos los había dejado atrás, a la vista de todos encima de la chimenea. Los anillos que él le había dado, que tanto le había costado aceptar, yacían en un montoncito, ajenos a su belleza. Richard los miró, resistiéndose a tocarlos: la perla, el diamante, la rosa, la esmeralda, el broche del dragón… todos salvo el rubí; ése se lo había llevado.

No había ninguna nota. Richard no podría haberla leído, y Alec sabía que esta vez no le pediría a nadie que se la leyera. El significado de las cosas que había dejado atrás estaba claro: sólo se había llevado lo que consideraba que era suyo. No iba a volver.

Era evidente lo que había ocurrido. Alec estaba harto de la vida en la Ribera. Nunca se había hecho realmente a ella. Y el asesinato de Horn complicaría aún más las cosas. Alec se había sentido profundamente conmocionado ayer por los primeros indicios del cuidado con que deberían andarse una temporada. Quizá temiera que los acorralaran. Quizá se proponía esperar a que las aguas volvieran a su cauce, volver cuando hubiera pasado el peligro… Richard cerró su mente a ese pensamiento, como una llave girando en su cerradura. No iba a esperar a Alec. Si Alec decidía regresar, Richard estaría aquí. Si no, la vida pasaría ante él como había hecho siempre.

No podía culpar a Alec, la verdad. Marcharse era lo más sensato. Eso pensaba la mayoría de la gente. Alec tenía derecho a decidir por sí mismo. Todo el mundo tiene sus límites, la línea divisoria entre lo que se puede tolerar y lo que no. Alec había intentado decírselo; pero Richard se había mostrado demasiado confiado, demasiado seguro de sí mismo… y, franca mente, demasiado acostumbrado a ignorar las protestas de Alec como para prestar atención esta vez. No es que eso hubiera cambiado nada. Richard no tenía intención de escabullirse de la ciudad justo cuando ésta requería su presencia para recordarles a todos lo peligroso que era cruzarse en su camino. Y difícilmente podía salir corriendo de la Ribera como si tuviera miedo de sus iguales.

Se encontró de vuelta en el dormitorio, mirando en la cómoda. La capa de invierno forrada de piel de Alec seguía allí, además de dos camisas, su vieja chaqueta con el galón, sobras y retales. Se había marchado vistiendo tan sólo su túnica de erudito encima de la ropa que se había puesto ayer. Sólo aquello que podía llevar encima. Eso hizo que Richard se enfadara; el muy idiota iba a pasar frío, el verano todavía estaba leos… Aunque, pensó, Alec se había ido adonde no necesitaba ropa vieja. No iba a deambular sin rumbo por las calles, era demasiado orgulloso para eso. Y no iba a volver a la Universidad, no después de lo que había despotricado contra ella. Pero nunca hablaba de su familia. Eso quería decir algo. Desde luego que debían de ser ricos. Desde luego que era un noble, o el hijo de uno. Estarían furiosos con él, pero tendrían que aceptarlo. Su futuro estaba asegurado.

Eso hizo que Richard se sintiera enormemente aliviado. Alec había vuelto, en esencia, al lugar que le correspondía. Nunca más volvería a pasar frío en invierno, ni bebería vinos inferiores. Se casaría bien, pero sabría dónde estaban sus otros deseos. Eso lo había demostrado anoche, en su despedida.

Richard cerró el arcón. Mezclado con el olor a lana y cedro estaba el tenue aroma de la hierba. Tendría que ocuparse de deshacerse de la ropa. Pero ahora no. Tenía un cabello largo y rubio prendido en un dedo. Lo deslió; refulgió con un brillo castaño a la luz del sol mientras flotaba hacia el suelo.